viernes, 23 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 32

 


Se tumbó a su lado en el suelo, tan cerca de ella que le tocaba el brazo, y eso le gustó. Le gustó mucho. Le gustaba estar cerca de él y sentir esa calidez, además de esa chispa que notaba cada vez que estaba con él y esa necesidad de estirar solo un poco la mano para entrelazar los dedos con los suyos. Era emocionante y aterrador.


Pero no iba a hacerlo, por supuesto, porque ni siquiera ella era tan valiente.


–Tienes razón –reconoció Pedro con la mirada clavada en el cielo–. Es precioso.


–Piensas que soy muy rara, ¿verdad? –le preguntó ella.


–No exactamente, pero sí que puedo decir que nunca he conocido a nadie como tú.


–No sé si estoy hecha para formar parte de la realeza. No podría renunciar a esto.


–¿A tumbarte en el césped?


Ella asintió.


–¿Quién ha dicho que tuvieras que hacerlo?


–Supongo que no sé bien qué es lo que podría hacer y lo que no. Quiero decir, si me casara con Gabriel, ¿podría seguir haciendo muñecos de nieve?


–No veo por qué no.


–¿Y podría atrapar los copos con la lengua?


–Podrías intentarlo.


–¿Puedo pasear descalza por la arena y jugar en el barro con Mia?


–Deberías saber que los miembros de la realeza no somos tan rígidos y sabemos divertirnos. Somos personas normales y corrientes, cuando estamos lejos de la atención pública, nuestra vida es relativamente normal.


Lo que ocurría era que su concepto de normalidad era muy diferente al de ella.


–Todo esto ha ocurrido tan rápido que no sé muy bien qué esperar.


Pedro la miró a los ojos.


–Supongo que sabes que aunque te cases con mi padre seguirás siendo la misma persona; no hay ninguna poción mágica que de pronto te convierta en miembro de la realeza. Y tampoco hay reglas predeterminadas –hizo una pausa y luego añadió–: Está bien, quizá sí que haya algunas reglas. Cierto protocolo que habría que seguir, pero ya lo aprenderás.


Todo eso debería habérselo explicado Gabriel, no Pedro. Era a Gabriel al que debería estar conociendo mejor y con el que debía establecer una relación más estrecha, pero lo que estaba haciendo era conocer a Pedro a fondo y creando un vínculo con él, un vínculo muy importante. Estaba muy cómoda con él y sentía que podía comportarse tal como era. Quizá porque no estaba preocupada por impresionarlo. Lo cierto era que todo se había complicado tanto que estaba confusa, ya no sabía lo que pensaba de nada. Y esas copas que se había tomado no estaban ayudando precisamente.


–He estado pensando –anunció Pedro–. Creo que deberías llamar a tu padre y decirle dónde estás.


La sugerencia, el mero hecho de que hubiese pensado en ello, la dejó desconcertada.


–¿Para que me diga que estoy cometiendo otro error? ¿Por qué iba a querer hacer eso?


–¿Tú crees que estás cometiendo un error?


Cuánto desearía poder responder a esa pregunta. Desearía poder viajar al futuro para ver cómo iba a salir todo. Pero no era así.


–Me imagino que no lo sabré con certeza hasta que pase el tiempo.


Pedro resopló con exasperación.


–¿Entonces sí que crees que te estás equivocando? ¿Estarías aquí si supieses que esto iba a ser un desastre?


Se quedó pensándolo unos segundos.


–No, no creo que esté cometiendo un error porque, aunque no saliera bien, al menos habría conocido un país en el que nunca había estado, habría conocido gente y vivido nuevas experiencias. He estado en un palacio y he conocido a un príncipe, aunque al principio fuera un poco estúpido.


Pedro sonrió al oír eso.


–Entonces no importa lo que piense tu padre. Pero creo que no decírselo solo servirá para que parezca que tienes algo que ocultar. Si de verdad quieres que te respete y confíe en las decisiones que tomas, antes tienes que tener fe en ti misma.


–Vaya. Es un análisis muy perspicaz –y acertado–. Deduzco que hablas por propia experiencia.


–Soy el futuro dirigente de este país, así que es esencial que transmita seguridad a los ciudadanos. Es la única manera de hacer que confíen y crean en mí.


–¿Y tú crees en ti mismo?


–La mayor parte del tiempo, sí. Hay días que me aterra la idea de tener que cargar con semejante responsabilidad, pero para ser capaz de dirigir un país, es muy importante aprender a delegar –Pedro la miró y sonrió–. Así siempre hay alguien al que echarle la culpa cuando algo sale mal.


Era obvio que lo decía en broma y la sonrisa que apareció en su rostro era tan encantadora que le dieron ganas de acariciarle la mejilla.


–No sé si sabes que tienes una sonrisa preciosa. Deberías sonreír más a menudo.


Pedro levantó la mirada al cielo.


–Me parece que no había sonreído tanto desde que murió mi madre. La vida es un poco triste desde entonces. Ella hacía que todo fuese divertido e interesante. Supongo que es otra cosa en la que me recuerdas a ella.


La ternura que le provocaron sus palabras dejó paso de pronto a una pensamiento mucho más inquietante. ¿Sería ese el motivo por el que Gabriel se sentía tan atraído por ella? ¿Acaso se parecía tanto a su difunta esposa que la veía como una especie de sustituta de la original?


Era absurdo. No podía ser. Pero, si era tan absurdo, ¿por qué de pronto se le había encogido el estómago?




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 31

 


Se lo había imaginado. Había intentado asustarla y conseguir que quisiera marcharse, pero, por mucho que quisiera, no podía echárselo en cara después de lo amable que había sido con ella desde entonces.


–No te muevas de donde crees haberlo perdido –le advirtió Pedro–. Si no podríamos estar aquí toda la noche.


–Me quedaré aquí –prometió, y se sentó en el suelo de piedra, que aún estaba caliente del sol.


Pedro sonrió y meneó la cabeza. Lo vio alejarse por donde habían venido hasta que desapareció.


Después de unos minutos esperando, empezó a dolerle el trasero, así que se levantó de la piedra y se trasladó al césped, donde se tumbó para mirar al cielo. Estaba todo despejado y la media luna brillaba entre las estrellas. La única manera de ver las estrellas en Los Ángeles era subir a las montañas, algo que había hecho muchas veces con el padre de Mia. Se tumbaban en la parte trasera de su camioneta y, además de hacer el amor, miraban las estrellas.


Oyó pasos que se acercaban y, al levantar la cabeza, vio a Pedro con gesto desconcertado.


–¿Estás bien? –le preguntó al llegar junto a ella.


Ella sonrió y asintió.


–Hace una noche preciosa. Estaba mirando las estrellas.


Pedro miró al cielo y luego de nuevo a ella.


–¿Estás segura de que no te has caído?


Intentó darle un golpe en la pierna, pero él lo esquivó con rapidez, riéndose.


–Si quieres, puedes unirte –le sugirió.





NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 30

 


¿Podría haber una situación más embarazosa?


Paula se colgó del brazo de Pedro para dejarse llevar a pesar de lo idiota que se sentía.


–Ahora encima creerás que tengo un problema con la bebida –le dijo.


Pedro sonrió hasta que le salieron los hoyuelos en las mejillas y ella volvió a notar esa especie de descarga eléctrica.


–Quizá si te hubieras tomado diez copas, pero solo han sido tres y la tercera ni siquiera la has terminado –se detuvo junto a la mesa para que ambos pudiesen ponerse las sandalias–. En realidad me parece que la culpa es del desfase horario. ¿Podrás subir las escaleras? Si no, te llevo en brazos.


Le gustaba ir agarrada de su brazo. Pero no podía evitar preguntarse cómo sería tocarlo en otras partes del cuerpo. Seguro que la culpa de que se planteara esas cosas la tenía el alcohol.


Bueno, quizá se las hubiera planteado también sin haber bebido, pero por nada del mundo haría nada.


–Creo que puedo arreglármelas.


Con el teléfono móvil en una mano y el brazo de Pedro en la otra, fue avanzando poco a poco, pero al llegar a la puerta, se detuvo.


–¿No podríamos ir por el jardín, rodeando la casa?


–¿Para qué?


Se mordió el labio inferior, se sentía como una adolescente irresponsable.


–Me da vergüenza que alguien me vea en estas condiciones. Todo el personal de servicio cree que soy una persona horrible, pero ahora van a pensar que además soy una borracha.


–¿Qué importa lo que piensen?


–Por favor –le suplicó, tirando de él hacia el jardín–. Me siento muy estúpida.


–No tienes por qué. Pero si para ti es importante, entraremos por la puerta lateral.


–Gracias.


Lo cierto era que empezaba a sentirse mejor, pero no le soltaba el brazo por si acaso. Pedro le infundía seguridad. Y calor.


Fueron por el camino que rodeaba el palacio. Habían recorrido ya la mitad del camino cuando Paula oyó un ruido a su espalda.


–¿Qué ocurre? –le preguntó él–. ¿Vas a vomitar?


–No estoy tan borracha –respondió ella, ofendida–. Se me ha caído el teléfono.


–¿Dónde?


–Por aquí cerca, creo. Lo he oído caer.


Volvieron atrás unos pasos y lo buscaron durante varios minutos, pero no estaba en el camino, ni cerca de él.


–Puede que diera un bote y cayera entre las flores –dijo ella, agachándose.


Pedro meneó la cabeza.


–Si es así, es imposible que lo encontremos con esta luz.


–¡Llámame! –exclamó de pronto, sorprendida de que se le hubiese ocurrido una idea tan buena en la situación en la que se encontraba–. Cuando suene, sabremos dónde está.


–Claro, iré a sacar mi teléfono del agua para poder llamarte –dijo Pedro con sarcasmo.


–Es verdad. Lo había olvidado.


–Podemos buscarlo mañana.


–¡No! –quizá él pudiera deshacerse de su teléfono alegremente, pero ella se ganaba la vida trabajando y no tenía una secretaria que le organizase su día a día–. Además de que me costó una fortuna, ese teléfono es toda mi vida. Lleva mi agenda, mis contactos y mi música. ¿Y si llueve?


Pedro suspiró con resignación.


–Espérame aquí y traeré otro teléfono.


–¿Quieres que me quede sola en medio de la oscuridad?


–Te aseguro que puedes estar completamente tranquila.


–¿Y eso que decías de que había gente que estaría encantada de secuestrar a la futura reina?


–Puede que estuviera exagerando un poco –admitió con cierta vergüenza–. No te pasará nada.