jueves, 2 de febrero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 23




—Por los matrimonios fingidos.


Paula miró al otro lado de la mesa para ver cómo reaccionaba Pedro a la burla de su padre. Para su sorpresa, Pedro sonrió y levantó la copa de vino.


—Por el matrimonio —respondió al brindis.


Su padre parecía haber recobrado la compostura y Paula se sintió orgullosa. Manuel y Cata deberían haber acudido a aquella primera comida familiar de domingo, pero en el último momento, Cata se había excusado, dejándolos a Pedro y a ella como los únicos invitados de su padre. Mirando a su marido, Paula no podía dejar de pensar que parecía salido de un anuncio de revista, con su traje de Armani y su pelo peinado hacia atrás. Sintió que la llama de la atracción física comenzaba a arder y retiró la mirada de él.


Pedro me está ayudando a decorar mi casa.


—¿Tratando de mostrar tus dotes como diseñador de interiores Alfonso? ¡Qué interesante! —dijo Roberto Chaves estirando las palabras.


Paula apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas.


—Se llama Pedro, papá. Y la casa está preciosa, deberías venir a verla.


—No es mi estilo. Mientras toda esta historia no interfiera en tu trabajo, me da lo mismo —dijo su padre, aburrido—. ¿Cómo va la propuesta de un centro sanitario para los empleados? Martin me prometió hacerme una propuesta, aunque no estoy seguro de que sea viable.


Paula se lo quedó mirando fijamente. Martin no le había dicho nada antes de tomarse el permiso por paternidad. 


Tampoco había encontrado ninguna mención en los documentos que había encontrado en su escritorio ni se lo había comentado el día anterior cuando habló con él por teléfono. Además, había tenido otras cosas en mente, como la llegada de su periodo con dos días de retraso.


Quizá a Martin se le había olvidado. Lo llamaría al día siguiente y le preguntaría.


—¿Cuándo tienes que tener la propuesta?


—¿No lo sabes? ¿Qué te pasa? ¿Acaso eso de jugar a las casitas te está afectando al cerebro? —dijo Roberto Chaves enarcando una ceja—. Espero que tengas claros los principales puntos para la gestión de los recursos humanos.


Paula se sintió incómoda ante la hostilidad de su padre. Cuando su padre descubriera que estaban casados de verdad y que el matrimonio había sido consumado, todo sería un infierno.


Pedro se reclinó en el sillón, jugueteando con el contenido de su copa.


—Baja a la sexta planta cualquier noche y allí encontrarás a tu hija trabajando y no jugando a las casitas como dices. Tiene tanto miedo de que la acusen de Dunstan en su ausencia también.


El tono duro en la voz de Pedro hizo que su padre se detuviera. Paula contuvo el aliento al ver que los dos hombres intercambiaban miradas.


—Quizá deberías recordarle a Pedro que soy tu padre. El enemigo es ese loco que ha de ser detenido antes de que te mate.


—Lo sabe, papá —dijo poniendo una mano sobre el muslo de Pedro por debajo de la mesa.


Tenía los músculos tensos, muestra de que no estaba tan calmado como parecía a simple vista.


—Créeme, Chaves. Tu hija no acabará muerta mientras yo pueda respirar —dijo Pedro con apasionamiento.


Al oír sus palabras, Paula sintió que el corazón le daba un vuelco. Se giró y vio que Pedro estaba mirando fijamente a su padre.


Se sentía segura ante la presencia de Pedro. A su lado, sabía que las crueles palabras de su padre no podían herirla. 


De repente se dio cuenta de algo: lo que sentía por Pedro era mucho más que deseo. Tenía que ser amor.


Aturdida, reflexionó acerca de su descubrimiento. No podía ser amor. Aquella sensación no era como la había imaginado. Era fuerte y tormentosa. Sabía que cuando pasara la tempestad, lo único que dejaría detrás sería devastación y lágrimas, sus lágrimas.


Con el estómago dando vueltas, se levantó de la silla y murmuró una excusa.


Pedro se giró, preocupado.


—Paula...


—Enseguida vuelvo, necesito ir al baño.


Necesitaba un poco de tiempo para recuperar la compostura y controlar las náuseas que sentía. Al ver la mirada interrogante de su padre, se obligó a comportarse con su habitual calma.


El cuarto de baño al que acudió en busca de refugio le resultó poco familiar, a pesar de que ella misma había dado el visto bueno al diseño que había elegido el decorador. 


Aquel blanco inmaculado no era de su gusto y se alegró de haber encontrado el coraje necesario para abandonar la casa de su padre. Había permitido que su padre gobernara su vida durante demasiado tiempo.


Pedro le había dado la oportunidad de escapar. Y nunca regresaría. Con las manos bajo el grifo de agua fría, pensó en cómo compartir un hogar con Pedro le había permitido conocer cómo vivían otras personas, sin un puñado de asistentas, cocineros y chóferes a su alrededor.


El malestar en la boca del estómago se le estaba pasando. 


Pediría una cita al doctor la próxima semana para asegurarse de que no fuera anemia.


Apenas había manchado en su última regla y ahora aquello. 


Paula se inclinó y se lavó la cara con agua fría. La anemia no era nada comparado con el dilema que tenía que afrontar.


Al levantar la cabeza y mirarse al espejo, supo que nunca se arrepentiría de haber amado a Pedro, a pesar de que los últimos recuerdos que tuviera de él no fueran buenos. Nada podría apagar el amor que sentía hacia él.


Paula suspiró. A pesar de lo cansada que estaba de las mentiras, nunca se lo confesaría a Pedro. Si lo hacía, lo perdería para siempre. Y no estaba preparada para afrontar ese momento todavía. Pero no estaba dispuesta a mentir a su padre ni un día más.


Se secó la cara y protestó para sus adentros al ver que se había dejado el bolso en la mesa. No tenía ni una barra de labios para añadir algo de color a su rostro. Estaba más pálida de lo normal.


Cerró la puerta del cuarto de baño y al oír voces, aceleró su paso de vuelta al comedor.


—No pienses que puedes aprovecharte de mi hija para lograr tus ambiciones, Alfonso —oyó que decía su padre.


—¿Ya has dejado de llamarme Pedro?


Paula cerró los ojos al advertir el tono divertido en el comentario de su marido. Eso le sentaría fatal a su padre.


—Estás hablando conmigo, no con una mujer ingenua.


—Cállate, Chaves —dijo Pedro—. No tienes ni idea de lo que estás hablando.


Paula oyó el sonido de los pasos y supo que no debería tardar más. La imagen de los dos hombres llegando a las manos la hizo girar bruscamente el pomo.


—Te lo estoy advirtiendo —dijo su padre levantando la voz—. La dejaré sin un centavo si...


Abrió la puerta y se interpuso entre los dos hombres.


—Papá, ¿qué está pasando aquí? Pedro es un invitado en tu casa y además, es mi marido.


—Me aseguraré de que nunca trabajes... —la voz de su padre se detuvo por lo que acababa de decir—. No es tu marido, Paula.


Ella levantó la barbilla y se encontró con la mirada de su padre


—Estás equivocado. Pedro es mi marido.


—Paula... —dijo cerrando los ojos y sentándose.


—Estamos legalmente casados, papá.


Por fin había comprendido sus palabras. Podía ver la sorpresa en los ojos de su padre.


—¿Legalmente casados? ¿Desde cuándo?


—Al día siguiente de la ceremonia eclesiástica.


—¿Cómo puedes ser tan tonta, hija? —dijo levantando la voz, mientras su rostro se congestionaba—. Sospechaba que algo así podía ocurrir.


Por el rabillo del ojo, Paula vio que Pedro se levantaba.


—Vigila el modo en que hablas a mi esposa. Dirígete a ella con respeto.


Los ojos de su padre brillaron furiosos. Estaba asustado de Pedro. Una sensación de satisfacción la invadió.


—¡Discúlpate! —le dijo Pedro al viejo—. Puedes hablarme como quieras, pero ten cuidado de cómo hablas a Paula.


Pedro parecía haber llegado al borde de su paciencia.


—Lo siento, Paula —dijo forzando una disculpa—. Tu anuncio me ha sorprendido.


—Papá, no tienes que temer que Pedro vaya tras mi dinero. Él mismo tiene millones.


—¿Millones? —repitió mirando a Pedro con furia—. Ha estado trabajando en el Tercer Mundo, no te dejes engañar.


—Te aseguro de que cuenta con dinero. Quiere comprar algunas cosas para la casa.


—Está tratando de impresionarte.


Paula rió.


—No puedo creer que no sepas el éxito que tienen sus operaciones para liberar secuestrados. Pascal incluso ha leído algo de ello en periódicos. Y eso es sin la fortuna...


—¿Fortuna? —ladró Roberto Chaves girándose hacia Pedro—. ¿Estafando? ¿Robando? ¿Cómo si no iba a hacerse con tantos millones?


—Aparte de los millones que he conseguido legalmente, heredé algunos más de mi difunta esposa. Quizá hayas oído hablar de la familia, los Ravaldi. Alessandro Ravaldi. Quizá el nombre te suene de algo.


Paula comenzó a prestar atención. Incluso ella misma había oído hablar de aquellos multimillonarios.


—¿Quién no ha oído hablar de los Ravaldi? —dijo su padre.


—Alessandro es el hermano de mi difunta esposa.


—¡Dios mío! —exclamó Roberto Chaves mirando a Pedro—. Eso te convierte en...


—Millonario, sí —dijo Pedro sonriendo.


A pesar de la sonrisa de su rostro, no se sentía cómodo.


Paula se quedó mirando a su padre, esperando que se diera cuenta de que Pedro podía tener lo que quisiera. Pero su padre no cedió.


—¿Y qué obtienes de este matrimonio? —le retó.


Se hizo un tenso silencio en la habitación. Tan sólo se oía el tictac del antiguo reloj de su padre que había en un rincón.


—Papá, no...


—Vas tras mi hija —dijo y se giró rápidamente hacia ella—. Y no estoy dispuesto a dejarle ponerte las manos encima —añadió y la expresión de ira de sus ojos no le gustó nada a Paula—. De eso se trata toda esta farsa, ¿no? A pesar de la inocencia que has proclamado durante todos estos años.


Pedro era inocente. No pasó nada hace cuatro años.


—No me lo creo. Estabas loca por él. ¿Acaso he de creerme que tampoco pasó nada entre Catalina y él?


Así que su padre lo sabía.


—No hizo nada. Malinterpreté su amabilidad tras la muerte de mamá y me lancé en sus brazos. Él nunca se aprovechó de mí y Catalina admitió que no hizo nada. Cambió su declaración.


—Lástima que Catalina no haya venido hoy.


—Sinceramente, no me sorprende. ¡Está avergonzada! Trató de seducir a un hombre casado que la rechazó.


—¿Así que he de creer que rechazaste a mis dos hijas hace cuatro años? —preguntó Chaves y se quedó mirándolo durante largos segundos—. ¿Y qué obtienes tú de este matrimonio, Alfonso?


Pedro le mantuvo la mirada.


—¿Qué suele obtener uno de un matrimonio?


—¿Dinero? ¿Hijos?


—Bueno, lo primero no me hace falta, pero un heredero no me importaría.


—¿Un heredero? —repitió Chaves y miró incrédulo a Paula.


Su padre comenzó a reír a carcajadas y Paula se llevó las manos a las orejas.


—Déjalo ya, papá o me iré.


Antes de que su padre dijera nada más, Pedro la tomó por el brazo.


—¡Qué buena idea! Creo que ha llegado el momento de irnos.


Paula se apoyó en Pedro mientras salían de la casa, aliviada de que se fueran, mientras su padre los observaba desde el umbral de la puerta.






LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 22




Tres semanas más tarde, Paula apagó su ordenador portátil y miró hacia el despacho de Martin, donde estaba Pedro.


—Ya he terminado por hoy.


Él levantó la vista y le dedicó una de aquellas sonrisas que la hacían derretirse.


—¿Estás lista para irnos, princesa?


Ella asintió, sintiendo un nudo en la garganta. Se había acostumbrado rápidamente a que formara parte de su vida. 


Pronto regresaría Martin de sus tres meses por baja de paternidad y Pedro se iría a la décima planta, dejando libre aquel despacho. El extorsionador pronto dejaría de ser la razón de tenerlo cerca. No había habido señales de aquel hombre desde que se casaran. Las tácticas de Pedro habían funcionado a la perfección.


Paula se agitó en su asiento. Le dolía la espalda y sabía lo que aquel dolor significaba. Pronto le diría a Pedro que tampoco se había quedado embarazada ese mes.


¿Cuánto tiempo más le daría?


Un movimiento llamó su atención. Pedro apareció en el umbral de la puerta. El traje italiano que llevaba acentuaba su altura, dándole un aire muy masculino.


—¿Ha hecho algún avance la policía para identificar a ese loco? —preguntó ella.


—Nada.


—¿Así que ha dejado de ser una amenaza?


—Un extorsionador es siempre una amenaza —dijo Pedro acariciándose la mejilla—. Y éste no es ningún estúpido. Cuanto más tiempo tarde en dar señales, menos atención le estará prestando la policía.


Se sintió frustrada. Estaba tan segura de que el hombre había desaparecido que había comenzado a relajarse.


—¿Así que crees que todavía no estoy segura?


Pedro avanzó hacia su mesa.


—¿Te estás cansando de mí, princesa?


Por suerte, no podía ver su rostro ni adivinar su deseo de que se quedara.


—Claro que no.


El calor de sus manos sobre los hombros, la hizo detenerse.


—Si intenta algo, lograré atraparlo, princesa. Te lo prometo.


Pedrole acarició el pelo y detuvo las manos en la nuca, comenzando a darle un masaje.


—Qué gusto —murmuró ella, dejando caer la cabeza hacia delante—. ¿Y si pasan años y años?


—Estás muy tensa. Relájate, te acabo de hacer una promesa.


—Te cansarás de preocuparte por mí.


—Bueno, no estarás tú sola. También habrá algunos bambinos


—No, no los habrá.


Sabía que debía dejarlo estar, pero no pudo.


—Un solo hijo. Y entonces, te irás —añadió Paula.


Las manos de Pedro se detuvieron.


—¿Es eso lo que te preocupa? Nunca te dejaré desamparada. Incluso cuando me entregues a mi hijo, te protegeré de cualquier peligro.


El corazón de Paula dio un vuelco y se acomodó en su silla.

—¿Te duele la espalda? —preguntó Pedro comenzando a darle un masaje más abajo.


Ella asintió, reacia a decirle el motivo, pero confiando en que él lo imaginara.


—Échate hacia delante


Paula colocó los brazos sobre la mesa y se inclinó sobre ellos, cerrando los ojos mientras se sacaba la blusa de la cintura de su falda. Él deslizó las manos bajo la blusa y comenzó a masajear los músculos junto a la columna. El dolor comenzó a desaparecer. Si todos sus problemas pudieran desaparecer de aquella manera... Sacudiendo los hombros, se incorporó.


—¿Mejor?


—Sí, gracias.


Apenas lo oyó cruzar el despacho. Sus pisadas eran tan silenciosas como las de un gato. Por los sonidos que oía, estaba apagando el ordenador. Suspirando, se puso la chaqueta y comenzó a recoger su bolso, pero se detuvo, volvió a sacar el ordenador y lo dejó de nuevo en la mesa.


—Tomémonos la noche libre y vayamos a cenar —sugirió.


Necesitaba escuchar la risa de Pedro para dejar de sentir la tristeza que la había invadido durante todo el día. Necesitaba animarse y salir con Pedro a cenar la animaría.


—Estoy cansada. Todo es trabajo y nada de diversión. Ya está bien de ser tan aburrida —dijo sonriéndole.


—No eres aburrida —dijo y dejó de ponerse la chaqueta—. ¿Por qué haces todo esto? —preguntó con curiosidad agitando la mano en el aire.


—Porque necesito terminar mi informe.


Colocándose el cuello, Pedro entró en su despacho.


—Me refiero a trabajar aquí en Chavesco. ¿Por qué te dedicas a los negocios? Recuerdo que cuando eras una adolescente, querías ser maestra.


Paula retiró la mirada.


—¿Cómo pueden los jóvenes de quince años estar seguros de a lo que quieren dedicarse?


—Tu madre pensaba que se te daban bien los niños. 
Recuerdo que te conseguía empleos cuidándolos.


—Mi padre se enojaba porque su hija cuidara niños. No entendía por qué lo hacía. Después de todo me daba una generosa asignación.


—¿Te hizo cambiar de idea sobre tus estudios?


Paula sacudió la cabeza.


—No, fui yo la que tomó la decisión. Aunque te cueste creerlo, sé tomar mis propias decisiones.


Ahora parecía molesta. No había sido su intención molestarla.


—Créeme, lo sé —dijo tratando de calmarla antes de continuar con el tema que le interesaba—. Pero recuerdo que te gustaban los niños. Las veces en que David Matthews ha traído a sus hijos, tú te has encargado de entretenerles.


Recordaba haberla visto jugar a la pelota con los gemelos en el jardín, ante la horrorizada mirada del jardinero.


—Al final, decidí hacer algo diferente con mi vida.


Su voz era calmada y Pedro se arrepintió de haberle dado importancia a algo que parecía no tenerla. Paula había madurado y sencillamente había cambiado de planes, abandonando sus sueños de adolescente.


—Entiendo —dijo encogiéndose de hombros y levantándose—. Algún día tendrás tus propios hijos, así que ¿para qué cuidar a los hijos de otros, verdad?


La tensión en el rostro de Paula lo alertó. Reparó en sus palabras y se dio cuenta de su falta de tacto. No tendría a su propio hijo puesto que había convenido en entregárselo a él.


Aunque le había dicho que se mantendría cerca hasta que su asaltante fuera detenido, en realidad sabía que ello podía llevar años. Pronto, todo acabaría. Aquel hombre actuaría. A los extorsionadores les gustaba atemorizar a sus víctimas.


Una vez estuviera a salvo, Pedro sabía que no seguiría viviendo con Paula y que no habría más hijos. Tan sólo tendrían uno y él se lo quedaría, dejándola con un hogar vacío. La miró preocupado. Cuando propuso aquel acuerdo, lo había hecho con la mujer de mundo, Paula Chaves, no la joven virginal que después había descubierto. Se le había olvidado su pasión por los niños.


¿O no? Quizá la hubiera elegido inconscientemente sabiendo que le gustaban los niños, porque quería que su hijo se sintiera amado desde el seno materno.


Otra imagen se le vino a la cabeza al recordar el dolor que Paula había sentido al perder a su madre ¿Sería capaz de soportar otra pérdida? ¿Qué precio tendría que pagar ella por su venganza, al tener que entregarle a su hijo?


Preocupado, miró a la mujer por la que empezaba a sentir algo. Era tan femenina y deseable... Aquella dulzura estaba calmando su alma atormentada.


Pero, ¿en qué estaba pensando? No tenía otra elección. Por el bien de su familia y el suyo propio, tenía que seguir adelante con su plan. Trató de ignorar la voz que en su cabeza le decía que le partiría el corazón dejar a su bebé.


De repente, no le gustaba la persona en la que se estaba convirtiendo