miércoles, 9 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 17





Pedro le pidió a Paula que le cambiara su billete de vuelta. De nuevo en su habitación, deshizo las maletas e hizo algunas gestiones para alquilar una avioneta y un guía. Se lo cargó a su cuenta, pues no le parecía bien hacerlo a la de la empresa sin estar programado.


De nuevo se preguntó qué le habría ocurrido.


Había sido Paula; parecía tan emocionada y le había ayudado tanto a que la conferencia resultara tan sencilla. No sólo por la preparación, sino que en cada momento había tenido lista cualquier información que le fuera pidiendo. Se había ganado la posibilidad de ver un poco más del país que tanto le interesaba. No le prestó atención a ciertas emociones reprimidas que amenazaban con salir a la superficie… como el deseo de compartir su entusiasmo, el no querer hacer el largo viaje de vuelta a casa sin ella a su lado…


Canceló los asuntos que lo esperaban en el despacho, sabiendo que un par de días más no cambiarían nada. Pidió una llamada a Wilmington y pasó mucho rato al teléfono; los asuntos más importantes fueron delegados en otras personas.


Se dijo a sí mismo que todo eso lo estaba haciendo por Paula, no por él. A él las excursiones no le interesaban demasiado y los animales menos. Había pasado casi toda su vida en Nueva York y de niño lo habían llevado al zoológico muchas veces.


No había esperado sentir la emoción que lo embargó cuando, de pie junto a Paula en un camión descapotable, se llevó los prismáticos a los ojos para ver a un antílope cruzar a toda velocidad una llanura que se extendía hasta el horizonte. Lo invadió un sentimiento de serenidad y exaltación y, entonces, le tomó la mano, contento de poder compartir juntos aquella experiencia, embelesado por aquella inmensidad y la inmensa belleza de aquella tierra.


—Es tan hermoso todo esto —susurró Paula—. ¿Tendrán razón los que dicen que la civilización comenzó aquí?


—Podría ser —dijo pensando en lo que había visto en un museo sobre las primeras apariciones del hombre en la tierra.


—Te imaginas el jardín del Edén, donde el hombre y la bestia vivían en paz; el león tumbado junto al cordero, la serpiente…


Él la interrumpió con una carcajada.


—No, la verdad es que no soy capaz de imaginármelo. ¿Qué comería el león?


—Oh, típico de ti, no tienes fe ni imaginación —dijo mientras cruzaban el umbral del Ark, un pequeño hotel bastante lujoso donde pasarían la noche.


Estaba como colgado encima de un enorme abrevadero y de un lago salado, el mayor de todo Kenya. Varios animales se acercaban allí cada noche y ellos tendrían el privilegio de verlos desde la litera del Ark.


Cenaron en el opulento restaurante y, cansados de la larga caminata, se retiraron a habitaciones separadas. Paula se dejó caer en la cama inmediatamente y la despertó un fuerte zumbido, que era la señal que anunciaba que los animales se habían acercado al abrevadero. Se puso una cazadora encima del pijama y se apresuró a bajar para no perderse nada.


Pedro, aún con su ropa de safari, la estaba esperando. En unos minutos se turnaron para acomodarse en la litera, en un cubículo acristalado desde donde unos cuantos huéspedes podían contemplar el espectáculo por turnos.


—Estamos como en una jaula —comentó Paula riendo y pegando la cara al cristal como para ver mejor—. Y están ahí fuera, vagando en libertad, haciendo lo que les viene en gana.


Pedro se echó a reír, más pendiente de Paula que de la escena que se veía por debajo de ellos. Estaba tan llena de vida, tan interesada, que cada momento lo transformaba en algo mágico.


—Los animales viven, hacen lo que les dicen sus instintos, y dejan los problemas para gente como nosotros… como tú.


—¿Como yo? —preguntó confundido, pero adivinando aquella mirada de admiración en los ojos de Paula.


—Me refiero a gente como tú, que se ocupa de la economía del mundo, que nos mantiene ocupados y… bueno, ya sabes —parecía de pronto tímida y añadió a toda prisa—. El señor Mambosa se ha quedado muy impresionado contigo.


—Él es un gran hombre.


Pero le había gustado la manera en que lo miraba y no deseaba que volviera a su habitación y se alejara de él.


—Vamos a tomar algo —le dijo, conduciéndola al bar.


—No creo que esté vestida adecuadamente —dijo mirándose.


—Estás preciosa —dijo—. Estarías guapa con cualquier cosa.


—Ay, gracias —dijo esbozando una picara sonrisa—. Es un piropo muy halagador para una chica que tenía los dientes saltones y era patizamba.


—No te creo.


—Créeme, era horrorosa —dio un paso atrás, juntó las piernas y sacó los dientes de arriba haciendo una mueca.


Pedro se partía de risa al tiempo que entraban en el bar.


—Sí, ya veo, lo que se dice un verdadero patito feo —dijo, retirando una silla junto a una ventana.


—Joey, Bob y George Wells me lo recordaban a diario. Por eso es por lo que estoy tan acomplejada.


—Sí, ya me he dado cuenta. Ahora dime, ¿cómo has logrado convertirte en un cisne tan bello?


—Ha sido gracias a todo ese esfuerzo que hice en el salón de Hera y gracias a tía Ruth; es estupenda.


—Cuéntame.


—¿De tía Ruth?


—Todo. Quiero saberlo todo de ti.


Aquel entorno se prestaba a las confidencias, y allí sentada en pijama en un bar casi desierto, tomando unas copas y contemplando la oscuridad del cielo cuajado de estrellas, le contó su vida. Le habló de tía Ruth, que estaba en Londres por una temporada, que le había pagado el aparato de los dientes y las clases de baile; le habló de lo mucho que los chicos de los Wells se metían con ella y del amor y los cuidados de Mary Wells.


—Una vida muy completa. Así no me extraña que estés tan guapa, te sale de dentro.


No fueron las palabras sino cómo la miraba, con ternura y cariño, haciéndole sentirse especial. Le envolvió un calor placentero y, de pronto, sintió timidez.


—Pero no está bien lo que estoy haciendo. Debería estar escuchándote a ti, según dice el libro.


—¿Qué libro?


—Da igual. Háblame de Pedro Alfonso antes de llegar a Safetek.


—Me temo que nada especial: el colegio, los campamentos, el baloncesto, el golf…


Lo miró a los ojos.


—Eso suena todo muy institucional. ¿Tuviste un hogar?


Sonrió con ironía y tomó un trago de vodka.


—Oh, claro; una casa grande, con muchas tierras, caballos y criados.


—Pero… seguro que tendrías una familia.


—Eso también: un hermano y mi padre. De mi madre no recuerdo mucho. Murió cuando yo tenía cinco años.


—Oh, lo siento —ella también había perdido a sus padres siendo muy niña, pero al menos había tenido a Mary.


—Pero no pongas esa cara. Me lo pasaba fenomenal y mi hermano y yo nos llevábamos muy bien. Con mi padre también, cuando estaba en casa; nos divertíamos mucho, la verdad, jugábamos al tenis, al golf…


—¿Y nunca echabas de menos la mano de una mujer? —preguntó.


—Quizá Chuck lo haga, y por eso se ha casado ya tres veces, aunque sigue buscando.


—¿Es por eso por lo que a ti te da miedo buscar? Oh, Dios mío, qué tarde es… —se puso de pie, horrorizada por las preguntas que le estaba haciendo—. Será mejor que me vaya si quiero hacer esa llamada mañana —y se fue volando.


Él se levantó y la observó marcharse, odiando aquel instante. ¿Qué significaba todo aquello de que Chuck seguía buscando y que él tenía miedo de buscar?


¡Estupideces! Tenía todo lo que deseaba de las mujeres y, cuando se le hacía pesado, siempre podía echarse atrás.


Incluso con Paula. En realidad, ella era doblemente prohibida. No sólo se trataba de una compañera de trabajo valiosa sino de una mujer que iba a la caza de un marido. El, desde luego, no estaba en el mercado de los hombres casaderos.


Paula era preciosa, viva y excitante, ya fuera montada en una polvorienta camioneta bajo un sol abrasador, o compartiendo confidencias en un bar tenuemente iluminado…


Era una compañera maravillosa y parecía como si entre ellos se hubiera establecido una hermandad casi espiritual. Sin embargo, en esa ocasión no había intentado besarla, por mucho que lo hubiera deseado.


Eso quería decir algo, ¿no? Ya no necesitaba preocuparse porque trabajaran o viajaran juntos.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 16




Paula estaba emocionada con el viaje a África. 


Tenía ganas de ver los animales salvajes en libertad en su hábitat natural, y contemplar kilómetros y kilómetros de bellos paisajes. 


Planeó, con el permiso de Pedro, unas pequeñas vacaciones aparte del viaje de negocios. Se quedaría tres días más después de la conferencia para hacer un safari en uno de los parques, aunque todavía no sabía en cuál. 


Durante el vuelo, estudió minuciosamente los folletos de viaje intentando decidirse.


—¿Cuál te parece mejor? —le preguntó a Pedro, que iba sentado a su lado.


—A mí no me preguntes, yo no sé nada de safaris —dijo encogiéndose de hombros—. Échalo a suertes —añadió, volviendo al periódico que estaba leyendo.


Paula apretó los labios, irritada. Ni siquiera había mirado los coloridos folletos; en realidad, casi ni la había mirado a ella durante todo el viaje. Lo pasó enfrascado en la lectura de periódicos y revistas o bien estudiando los datos de la conferencia, datos que ya habían examinado a conciencia antes de marcharse. 


Hacía como si no estuviera allí, o como si deseara que ella no estuviera. Paula sonrió. Quizá hubiera preferido que fuera la bella Gwen la que fuera sentada en el asiento contiguo.


Le extrañaba mucho que no le hubiera pedido que lo acompañara desde la conferencia de San Francisco y que entonces, después de habérselo pedido, mantuviera así las distancias. 


¡Era como si tuviera una enfermedad contagiosa!


¡Oh, Dios mío! ¿Pensaría acaso que después de lo de San Francisco estaba detrás de él?


¿Es que le molestaba que Pedro Alfonso estuviera más pendiente de sus cosas que de ella?


¡Qué ridiculez! Guardó los folletos y se puso a mirar por la ventana, intentando ver el mar que se extendía a muchos kilómetros por debajo de ellos.


Pedro la espió por el rabillo del ojo. Aquella chica se emocionaba tanto por cualquier cosa… Pero cuando lo hacía, se le iluminaban los ojos y aparecía el hoyuelo en una de las mejillas; entonces no podía quitarle ya los ojos de encima.


Se había prometido a sí mismo que no pensaría en ella y que, aunque viajaran juntos, se mantendría atento a los negocios.


Desde el aeropuerto de Nairobi, una limusina los llevó hasta el Hotel Safan de Nairobi. Fatigada por el cambio de horario, Paula se fue directamente a la habitación a dormir. Tenía que estar lista para la primera sesión de la conferencia, a primera hora de la mañana.


A la mañana siguiente, cuando Paula entró en la sala para escuchar el discurso de apertura de Pedro, sintió una cierta aprensión. Muchas empresas competirían por conseguir los contratos que acompañaban a un gran plan de expansión. Los proyectos a discutir serían no sólo extensos sino también complicados, ya que en ellos estarían involucrados los principales países del África del Este. Sería necesario pactar compromisos y conciliar posiciones, pero no resultaría una tarea fácil, ni siquiera para el maestro negociador que sabía que era Pedro Alfonso.


Elegante y correcto, con un traje ligero de excelente corte en marrón tabaco, camisa de seda y corbata a juego, irradiaba un aire de confianza que afianzaba a los presentes en la idea de que estaban allí para negociar y de que él era el hombre con quien hacerlo, el encargado de todo. Sus modales tranquilos y su afable sonrisa hicieron que todo el mundo se sintiera a gusto. Dos minutos después de comenzar el discurso, los delegados empezaron a apoyarle, anticipando una operación empresarial en la que todos participarían y con la que todos alcanzarían el éxito.


Paula escuchó su envolvente discurso hasta el final con el corazón latiéndole con fuerza.


—Nuestras diversas responsabilidades consisten en comprobar que las partes más estratégicas de la expansión en África del Este sean tratadas, resueltas e incluidas dentro del rendimiento del proyecto.


¿Cuántas veces y en cuántos sitios diferentes lo había escuchado expresar el mismo sentimiento? Se trataba de la expansión de un negocio que empleaba mano de obra y que alimentaba y vestía a miles de trabajadores. De nuevo, y no por primera vez, Paula sintió un sentimiento de orgullo. Le gustaba el estilo de Pedro trabajando, la manera en que llevaba a los demás a su terreno, consiguiendo lo necesario.


El señor Mambosa, ministro de economía de Uganda, que estaba sentado a su lado aquella noche durante la cena, se hizo eco de sus sentimientos.


—Me gusta su señor Alfonso —le dijo.


—¿Mi señor… ? —Paula hizo un esfuerzo por no enrojecer más; querría decir el señor Alfonso de la compañía, no el suyo.


—Me gustaría ofrecerle la cartera de turismo.


—¡Oh!


—El turismo es nuestra mayor fuente de ingresos y también uno de nuestros mayores problemas. Estamos luchando por la conservación de nuestras especies salvajes, pero los animales, al igual que las personas, necesitan espacio. Conseguir las dos cosas no es tan fácil como parece.


—Sí, me imagino, pero parece que lo están haciendo muy bien —Paula lo miró sonriendo amigablemente.


Él podría aconsejarla, y entusiasmada se enfrascó en una conversación acerca de los diversos safaris.


Pedro no se apuntó a la excursión programada para la mañana del último día. Estuvo con el ministro de economía, pues le pareció una compañía productiva. Los impuestos de las empresas exigían que los inversores extranjeros fueran justos, pero él tenía que asegurarse de que serían a su vez equitativos.


Estaba pensando en los proyectos que tenía que examinar al llegar a la oficina. Antes de meterlos en la maleta los estudió y mientras bajaba a comer, empezó a pensar en las posibles decisiones que tendría que tomar. Se marchaba al día siguiente y debía estar de vuelta en el despacho el martes. ¿Le daría tiempo a…?


—Oh, Pedro, deberías haber venido con nosotros —Paula, con una Polaroid al hombro, acababa de volver de la excursión—. Nos han dado un paseo en coche por todo el parque y he hecho unas fotos maravillosas —parecía una niña pequeña toda emocionada, con aquellos pantalones cortos amarillos, el pelo revuelto y los ojos brillantes—. Ahora tengo mucho hambre; me voy a sentar contigo y te enseño las fotos, ¿vale?


—Muy bien —asintió Pedro.


—¡Mira! —dijo extendiéndolas sobre la mesa—. Esa es una leona con sus cachorros; ¿no te parecen preciosos?


—Sí —contestó, pero la miraba a ella.


Él había viajado por todo el mundo y nunca se había molestado en llevarse una cámara.


—Estuve a punto de no pillar al antílope; se acercaron mucho pero iban tan rápidos. Había tanto que ver y tan poco tiempo que… —hizo una pausa mientras el camarero les tomaba nota—. Ya he decidido dónde voy a ir; ayer por la noche estuve hablando con Mambosa.


—Sí, ya me di cuenta.


Él había estado en otra mesa junto a un ministro tanzano, intentando prestar atención a varias quejas, pero de vez en cuando le echaba miradas a Paula, que estaba charlando como si nada le interesara aparte de lo que le contaba Mambosa. ¿Y qué le habría estado diciendo?


—Parece un hombre interesante, ¿no?


—¡Oh, sí! Me ha contado muchas cosas sobre este país.


—Ya veo.


Ella tenía esa habilidad de atraer a las personas.


—Me ha hablado de tantos lugares bellos, como las cataratas Victoria, las más grandes del mundo. ¡Oh, hay tanto que me gustaría ver!


Pedro se preguntó si Mambosa había sentido la misma alegría contagiosa que sentía él al estar con Paula.


—Y todavía no he visto casi ningún animal. Hay rinocerontes, elefantes, tigres, hienas, macacos… —pero cuando el camarero les llevo la comida y Paula empezó con la ensalada, su entusiasmo pareció disminuir—. Claro que, no podré ver las cataratas.


—No sé por qué no —dijo él.


—Están en Zambia y yo me he decantado por el safari de Nairobi Treetop —se quedó pensativa un instante—. No tendría ni tiempo ni dinero para más.


—Podríamos alquilar una avioneta —dijo en un impulso.


—¿Nosotros? ¿Una avioneta? —lo miró fijamente.


—Y cubrir muchos kilómetros en poco tiempo —se aclaró la garganta—. Podría resultar un buen negocio.


—¿Negocio?


—Nuestra empresa lleva el seguro de la mayoría de los parques naturales. No estaría de más pasar a ver cómo va todo… ya que estamos aquí —añadió, preguntándose qué demonios le pasaba.


—Claro, ya que estamos aquí —repitió con la boca abierta por la sorpresa.


—Entonces, ¿qué zonas te interesan más? —le preguntó, mientras empezaba a comer con inusitado apetito —dijo Pedro.


—Bueno…


¡Una avioneta podría conducirlos con rapidez de un mágico lugar a otro! Estaba algo atemorizada pero… a caballo regalado no hay que mirarle el diente.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 15




Pedro no se le pasaron por alto sus esfuerzos y finalmente tuvo que reconocer que lo estaba haciendo mejor de lo que lo habría hecho Stan. 


Seguramente, éste habría ido directamente al grano, cosa que habría irritado al senador. El acercamiento decididamente femenino de Paula resultaba más conciliador y probablemente más efectivo.


—Oh, tiene toda la razón señor, las normas son absolutamente necesarias —entonces le lanzaba una sonrisa picaruela—. Pero, por favor, que no sean como si nos echasen una soga al cuello. Nuestro negocio es proteger y necesitamos la libertad de movimientos y los medios necesarios para proporcionar los mayores beneficios.


Había hecho muy bien en llevarla consigo. ¿Por qué entonces había dudado?


Sabía muy bien por qué; apenas si lograba mantenerse alejado de ella durante las horas de trabajo. Pero más o menos lo lograba, en tanto en cuanto se concentrara en los negocios y no la observara demasiado. No como estaba haciendo en ese momento. No era capaz de dejar de mirarla y de sonreír mientras ella adoptaba la postura típica de un jugador de golf. 


¡Vaya golpe! El impacto del palo envió la bola a través del campo. Se preguntó cómo podría haber tanta fuerza en un cuerpo tan pequeño.


—¡Buen tiro, Paula!


—Gracias, Pedro—dijo con el semblante radiante, refrescante… incitante.


—Hoy hemos trabajado bien —le comentó en el coche, de vuelta a la ciudad—. No tenía idea de que supieras darle a la pelota como una profesional, y lo que es más, has dejado impresionado al senador.


—Qué tontería. Tú has sido el que te has encargado de sacar los temas.


—Pero tú le has hecho escuchar; tienes una forma de hacerlo muy efectiva, te debo una.


—No, sólo es parte de mi trabajo, señor.


—Bueno, te mereces una bonificación. Siento mucho estar ocupado esta noche —mintió.


Después de observarla durante todo el día, si la llevaba a cenar esa noche no podría evitar que pasara algo.


Paula pudo no haber vuelto a pensar en Daniel Masón, pero a él no le había ocurrido lo mismo. 


Esa chica tenía algo que no sabía explicar… algo diferente.


No se podía decir que Daniel Masón fuera un mujeriego, sino que más bien eran las mujeres las que caían a sus pies, y él daba por sentado su adulación. Tenía la costumbre de disfrutar de cualquier mujer que le interesara en el momento, sin darle importancia, del mismo modo que solía jugar con cualquier parte del negocio familiar que le llamara la atención en un momento dado.


Paula Chaves le llamó la atención, probablemente porque no hizo esfuerzo alguno para llamarla. No trató de coquetear con él, no se mostró ni demasiado tímida ni demasiado seductora. Tampoco le hizo ninguna invitación ni directa ni indirecta. Nada; al menos nada de a lo que él estaba acostumbrado a recibir.


Sí, definitivamente, Paula Chaves era diferente: franca, abierta y simpática. Simplemente se había divertido de lo lindo jugando una partida de golf, casi como si fuera uno de ellos.


No era de una belleza extraordinaria, al menos no del tipo al que estaba habituado, pero tenía la cara bonita.


—Sí, yo también disfruté mucho —contestó Paula, muy sorprendida por su llamada.


—Entonces, ¿por qué no intentarlo de nuevo? Seremos sólo nosotros dos y podremos disputar una competición amistosa.


—¿Una competición? ¿Solos tú y yo? —Paula habló con su franqueza habitual—. No sería una competición, sino un asesinato. Tú le pegas a la pelota como un demonio.


Él se echó a reír.


—Bueno, yo no diría eso, además, tú eres muy buena.


—Y tú buenísimo.


—Muy bien; llamémosla una sesión de prácticas.


—¿Seguro? —dijo, verdaderamente contenta—. Sería estupendo.


—Excelente. ¿Qué te parece el sábado?


—Me parece bien; sólo que… —vaciló un momento: para ella estaría bien pero él era casi un profesional, con mucho más nivel que ella—. ¿Estás seguro de que no acabará siendo un engorro?


—De eso nada; será un placer. ¿Te voy a buscar a… digamos las ocho?


Eso fue el principio. Volvieron dos veces más a jugar al golf, fueron a cenar y también a bailar. 


En otra ocasión la llevó a navegar en su goleta, tenía vales de temporada para todos los espectáculos y la invitó a ir a una obra de teatro que se estrenaba el sábado siguiente. Era una obra a la que le apetecía mucho ir y estaba deseando que llegara aquel día. La verdad era que se lo estaba pasando en grande: le gustaba Daniel y jamás un hombre le había prestado tanta atención en su vida.


El sábado por la noche, al salir del teatro, la invitó a hacer una escapada de una semana a las Bermudas, sugiriéndole que partieran al día siguiente.


Ella se lo quedó mirando fijamente, dándose cuenta por primera vez de adonde conducía toda aquella diversión. Una semana juntos en las Bermudas no se limitaría simplemente a cenar, bailar y algún beso de buenas noches sin importancia; significaría una intimidad para la que no estaba preparada. No sería como en San Francisco cuando fue capaz de limitar a Pedro a un beso; un beso que dicho sea de paso le había vuelto loca…


¿Besaría a aquella Gwen como la había besado a ella? ¿Se le quedaría también sin fuerzas el cuerpo con aquel deseo erótico?


—¡Eh! —exclamó Daniel, chasqueando los dedos—. Vuelve. ¿Dónde estabas?


—Oh, yo…, estaba pensando.


—Entonces ¿qué te parece? ¿Podrías salir mañana?


«Tranquila», se decía a sí misma, «intenta calmarte». ¿Por qué estaba de pronto pensando en Pedro?


—¿Salir mañana? ¿Durante una semana? —consiguió soltar una risita—. Tonto, te olvidas de que soy una trabajadora.


—También los que trabajan tienen vacaciones.


—Oh, claro, pero no se puede ir al jefe y despedirse de él así de pronto durante una semana.


¿Qué pensaría Pedro si lo hiciera? ¡Maldita sea! 


¿Por qué no podía dejar de pensar en él?


Daniel se echó a reír.


—Vale, haz tú el programa. ¿Cuándo te gustaría marcharte?


Entonces empezó a preguntarse qué estaba Daniel pensando. Seguramente que era el tipo de mujer de las que se marchan alegremente de viaje para pasar una semana con un hombre… 


¿Para qué? ¿Para divertirse y jugar, y luego irse juntos a la cama? ¿Sin ningún tipo de compromiso o intenciones honorables? Muy bien, sabía que era una gazmoña. Evitó la pregunta y también la implicación. No le importaba lo que Daniel Masón tuviera en mente; ella tenía sus propios planes y entre ellos no estaba pasar un fin de semana íntimo ni con él ni con ningún otro.


—Dímelo cuando lo sepas —dijo al despedirse—. Yo estoy libre en cualquier momento.


Ya en casa se puso a pensar en todo ello. Claro, estaba libre en cualquier momento; según lo que sabía de él, Daniel no tenía la carga de ninguna responsabilidad. Pero tenía tiempo y dinero, todo lo que ella deseaba en un hombre para casarse.


Porque estaba a la caza y captura, ¿no? De nuevo se puso a pensar en aquella noche en San Francisco, cuando se puso frente al espejo a admirar su nueva apariencia y le prometió a un maravilloso desconocido que iría a por él. Sí, aquella noche se había puesto tan presumida a causa de… Pedro. No fue solamente el beso, o la loca sucesión de emociones que aquel beso la hacía evocar, sino también la respuesta de Pedro. Él también temblaba con aquella ola de emoción y su cuerpo se apretaba al de ella, tierna pero posesivamente. En sus ojos había visto una hambrienta adoración que la había hecho sentirse mujer… una mujer bella, atractiva, excitante.


Ella lo había rechazado después, aunque su cuerpo aún le quemara durante un buen rato. La excitación permaneció con ella, como un regalo que le daba la seguridad en sí misma que tanto necesitaba: saber que era una mujer deseable.


Pero aquella emoción se había desvanecido… dado la suficiente confianza en sí misma como para empezar a buscar a partir de entonces; además, se había apuntado al club de golf y…


Y nada. Daniel Masón había caído rendido a sus pies, como quien dice, cuando ni siquiera estaba buscando. Y, a decir verdad, se había limitado a pasárselo bien con él, como si fuera uno de los chicos de los Wells.


Aunque, pensándolo bien, no podría encontrar mejor partido por mucho que buscara.


Se sentó en la cama y se quitó los zapatos. No había razón para avergonzarse de lo que estaba pensando.


Estaba claro que él también disfrutaba de su compañía, pues no dejaba de llamarla y de invitarla a salir. ¿Sería el marido perfecto? Quizá el matrimonio no estaba dentro de los planes de Daniel. Esperaría a ver.



***

—Buenos días, jefe; aquí tienes tú café.


—Gracias, era justo lo que estaba deseando —Pedro sonrió; no era el café lo que esperaba, sino que ella se lo llevara como cada día—. Veamos, hoy tenemos el asunto de Spaulding, ¿verdad?


—Eso es. He traído la carpeta. Pensé que sería mejor que lo repasáramos antes de ir a comer con él —se sentó junto a su escritorio y abrió una carpeta.


Eso era lo que le gustaba de ella: su eficiencia, la manera en que se adelantaba a sus deseos o necesidades. Era la mejor asistente administrativa que había tenido nunca. 


Meramente profesional, y así era como deseaba que fuera su relación. Si el verla le animaba el día, o si se sentía orgulloso de su apoyo en una conferencia o una comida de negocios… bueno, y qué. La cosa no iba más allá. No hacían manitas en la oficina, ni viajaban juntos…


Solamente que… bueno, le parecía injusto no llevarla a la conferencia de África del Este en Nairobi. El punto más importante del programa sería la expansión de Uganda, de cuya planificación ella había sido casi la única artífice.


Sonrió al evocar aquella tarde cuando tenía todo colocado sobre la cama de su dormitorio, con dos niños revoltosos en sus manos.


—Sabe, creo que al señor Spaulding le preocupa… —Paula se calló, y lo miró fijamente—. ¿De qué se ríe, jefe?


—Oh, de nada —se aclaró la garganta—. Sabes, Paula… creo que deberías formar parte del grupo de la conferencia de África del Este.