miércoles, 18 de septiembre de 2019

CENICIENTA: EPILOGO




Una mañana fría de invierno, en la capilla de la universidad de Rice, Paula Chaves, radiante, con su vestido de perlas y una inmensa cola de novia, se casó con Pedro Alfonso.


Y vivieron felices para siempre.



Fin.

CENICIENTA: CAPITULO 40




Dejándolo claro, esperó a los primeros síntomas de horror y rechazo. Pero él no cambió su expresión. Estaba claro que para él no era tan horrendo todo aquello.


—No que fuera del mismo estilo, sino que era la misma chaqueta —recalcó Paula—. Y lo dijo bien claro, explicando que yo había puesto un broche en el botón que a ella se le había caído.


—Y tú sentiste vergüenza.


—Yo me sentí humillada.


—¿Y por eso huiste?


Paula asintió y cerró los ojos.


—Deborah es una persona bastante desagradable —dijo Pedro, con tranquilidad—. Lo hizo a propósito. Ya he hablado de ello con mis padres y me han dicho que te asegure que no va a ser invitada a la boda.


—Por favor, no sigas —le suplicó Paula—. Los dos sabemos que no va a haber boda.


—No le he contado a mis padres que encontré tu anillo —le dijo él, sacándolo del bolsillo—. No es necesario que se lo digamos nunca.


Pedro —Paula lo miró y movió la cabeza—. Tú te fuiste con Deborah. No oíste los comentarios, ni la cara que puso tu madre. Estaba horrorizada.


—¡Claro que lo estaba! ¡Porque una invitada había insultado a su futura nuera!


—No, Pedro. Porque había descubierto que su futura nuera no era nadie.


—Con el riesgo de que me acuses de despreciar tus sentimientos —le dijo—, creo que te imaginaste esas reacciones. La gente estaba enfadada con Deborah, no contigo —le dijo sonriendo—. No tenías que haber huido.


Estaba claro de que no se daba cuenta. Pedro no se imaginaba lo mucho que ella le había decepcionado. Era muy fácil echarse en sus brazos y admitir otra vez el anillo.


Pero no podía hacerlo. Pedro no se había dado cuenta en aquella ocasión, pero tarde o temprano se daría. Paula no podía vivir así, temiendo a cada instante que alguien la desenmascarara.


—No puedo —estuvo a punto de echarse a llorar.


—¿Que no puedes, qué?


—No puedo seguir pretendiendo ser lo que no soy.


—¿Y quién pretendes ser?


—Una mujer sofisticada, que ha triunfado en la vida. Una mujer que sabe de arte y de música y que come en restaurantes caros y lleva ropa de diseño. Alguien que tiene un Mercedes —se cubrió la cara con las manos.


—Oh, Paula—Pedro se fue a su lado y la abrazó. Fue la forma en que pronunció su nombre. No le gritó, ni le regañó, lo dijo como si todavía la amara.


A continuación le contó lo del diario y lo que pasó después.


—¿No entiendes? Te he estado mintiendo desde el principio.


Paula había pensado que, en aquel momento, él iba a dejarla. Pero permaneció en su sitio. Paula apoyó la cabeza en su pecho. No podía evitarlo.


—¿Me has mentido en todo? —le preguntó.


Ella asintió, manchando su camisa con el maquillaje.


—¿Incluso en que me amas?


—¡Oh, no! —le echó para atrás, para que le pudiera ver la cara—. ¡No sería capaz en mentirte en una cosa así!


—Entonces, ¿me quieres? —le preguntó él, sonriente.


—Claro que sí. Por eso hice lo que hice.


—Yo también te quiero, Paula—le declaró él, suspirando—. Empecemos sólo con eso.


Estuvo tentada, pero se dijo que aquello no podía funcionar. Movió de un lado a otro la cabeza.


—Es imposible que me quieras. Ni siquiera me conoces.


—Sí te conozco —Pedro le acarició la mejilla—. Sé que, cuando estoy contigo, estoy más vivo que cuando estoy solo. Por primera vez, quiero compartir mi vida con alguien. Lo bueno y lo mano. Todo. Y quiero compartirla contigo, Paula


—Pero yo no soy la mujer ideal para ti —protestó ella—. Tú das cosas por hechas, que para mí son un mundo. Ni siquiera sé jugar al tenis. Lo intenté, pero ni siquiera puedo acertar a la pelota.


—Yo te enseñaré, si quieres aprender —le dijo él, riéndose.


—Deja de reírte. Y hay algo más —Paula se preparó para revelarle lo siguiente—. No me gustó nada el concierto al que fuimos. Ni tampoco entendí el arte de tu amigo. Pienso que es una estupidez —confesó.


—Yo también pienso que es una estupidez —admitió Pedro—. Pero no estoy de acuerdo con lo del concierto. A mí me gustó. A ti no —le dijo, gesticulando con la mano—. ¿Ves? No se ha caído el mundo, porque estemos en desacuerdo.


—Pero, Pedro... Yo no encajo con toda esa gente que tus padres invitaron y, si no me aceptan, voy a terminar como Deborah.


—¡Jamás terminarías como Deborah! —la miró como si estuviera a punto de zarandearla—. ¿No te das cuenta de que estás acusando a mis padres y a sus amigos de superficiales?


—Yo no quería decir eso.


—Y no sólo eso, sino que además parece que te da vergüenza tu pasado.


—¡No! —debía pensar que era una mujer horrible—. Lo que pasa es que procedemos de ambientes diferentes y no pensé que te ibas a fijar en alguien como yo —le dijo, poniéndose las manos en la boca—. ¡Lo siento! Lo dije sin mala intención.


—No, Paula —Pedro la abrazó—. Tendría que ser yo el que te pidiera perdón.


—¿Por qué?


—Por no ser la persona que tú pensabas que era.


—¿Qué quieres decir?


—En el negocio de la publicidad todo son apariencias. Pero yo siempre me he sentido orgulloso de no ser superficial, de no juzgar a la gente por sus apariencias. Yo valoro la honestidad...


Paula apartó la mirada.


Pedro le puso la mano en el mentón y la obligó a mirarlo.


—Valoro la honestidad —repitió—. Yo siempre he dicho que no acepto clientes, si no creo en sus productos. Cuando tú te pusiste toda esa ropa, yo pensé que era importante para ti. Nunca pensé que lo hacías por mí. ¿Cómo no me he podido dar cuenta de algo tan fundamental?


Paula no pudo soportar la expresión de angustia en rostro.


—Porque jamás me has visto de otra manera.


—No —Pedro negó con la cabeza—. Tenía que haberme dado cuenta de lo que estabas haciendo. Recuerdo que te vi el día antes de que nos fuéramos a comer. Estabas en la recepción y, cuando quise salir a verte, te habías marchado. Nadie sabía quién eras. Pensé que jamás te iba a volver a ver.


—Volví —le dijo ella.


—Lo sé. Al principio no caí, pero, cuando estábamos comiendo, supe quién eras —le dijo él sonriendo.


—Entonces, ¿por qué no me reconociste cuando nos encontramos en el gimnasio?


—Porque eras una persona diferente de la que yo vi por primera vez y pensé que eras como todas las demás.


Porque eso era lo que ella había intentado ser.


—Y decidiste olvidarte de mí.


—Algo así —le dijo, acariciándola—. ¿Me perdonas?


—¿Perdonarte? No tengo nada que perdonar. Te quiero—le dijo.


—Entonces, ¿por qué huyes, en vez de discutir a quién invitamos conmigo? ¿Cómo te crees que me sentí cuando descubrí que te habías marchado?


—Enfadado al principio, pero después aliviado —así era como se lo imaginaba ella.


—Al principio me preocupé. Todos lo estábamos. Luego encontré el anillo y supe que te habías marchado.


—Pensé que era lo mejor. Pensé que, cuando te enteraras de quién era, te ibas a olvidar de mí.


—Como si pudiera —se quedó mirándola unos segundos, antes de continuar—. ¿Pensabas no llamarme nunca más? Esperé toda la semana, pensando que necesitabas tiempo para reflexionar.


—Me sentía avergonzada de lo que había hecho —susurró.


—¿Por haber huido? La verdad es que sí.


—No, por leer tu diario y todo lo demás. No sé ni cómo puedes mirarme a los ojos —empezó a balbucear de nuevo.


—Sólo una persona honesta puede sentirse avergonzada —dijo Pedro—. Yo no estaba enfadado. Me dolió que no confiaras en mí, pero me doy cuenta de que es porque pensabas que yo tenía en cuenta las apariencias.


—¡No! Pedro, todo esto es culpa mía.


—Paula —Pedro le agarró las manos—. Los dos hemos cometido errores. Empecemos otra vez.


—Está bien.


—Prométeme entonces que discutirás conmigo cualquier problema. No quiero que huyas más.


—Nunca más —dijo ella.


Le apretó las manos.


—Bien. Porque la próxima vez no voy a venir a buscarte.


Una segunda oportunidad. Era más de lo que ella esperaba.


—Me alegra mucho que hayas venido a buscarme y que me hayas encontrado.


—¿Por qué piensas que no podía?


—Porque te dije que tenía una tienda en Village y ni siquiera sabías el nombre.


Pedro señaló el cristal del escaparate, con el nombre de la tienda escrito.


—El Desván de Paula. Con una pista como ésa, todo fue fácil. Hace un par de semanas vine por aquí, pero tú no estabas.


—¿Que viniste aquí? —Connie no le había dicho nada.


Pedro asintió.


—Quería ver los cambios que estabas haciendo en la tienda.


Paula se sonrojó al oír otra de sus mentiras.


—¿Sabías que no tenía una boutique?


—La tienda es de ropa de boutique, ¿no?


—Sí.


—¿Y qué más da? —puso tal cara de asombro que Paula no tuvo más remedio que echarse a reír—. Me gusta tu sonrisa —se fue al mostrador y levantó el zapato—. ¿Se va a probar la Cenicienta el zapato?


Paula se quedó mirándolo, sabiendo lo que le estaba preguntando, asombrada de que después de todo, él todavía se lo seguía pidiendo.


Se quitó el zapato que llevaba puesto. Con dedos temblorosos, tomó el zapato.


—Oh, no. Tenemos que hacer bien las cosas —Pedro se arrodilló y apoyó su pie en su rodilla—. Perfecto. ¿Quieres casarte conmigo?


—Sí —respondió la Paula de verdad.


Los dos se quedaron de pie, sonriendo, hasta que Pedro dijo:
—Tengo tu anillo —y lo sacó de la cajita de terciopelo.


Pedrose lo puso en el dedo. Los dos se miraron. Paula intentó decir algo.


—Tendremos que enviarlo a la joyería a que lo ajusten a tu dedo —comentó él.


—No —Paula se lo sacó y se lo entregó—. Devuélvelo.


—¿Porqué?


—Porque es demasiado frío —gesticuló, como si no encontrara las palabras—. Demasiado...


—Paula —le dijo Pedro, embargado por la emoción. Dejó el anillo y la caja en el mostrador, se metió la mano en el bolsillo y, para su sorpresa, abrió una caja arrugada, de terciopelo.


Le tomó un dedo y le puso un anillo con un pequeño diamante engarzado y una filigrana de oro, con diamantes más pequeños a su alrededor. Aquel le ajustaba perfectamente.


—¡Es precioso! —le dijo sonriendo—. Me encanta. Es antiguo ¿verdad?


—Sí —le contestó—. Era de mi abuela. Está pasado de moda y pensé que no te iba a gustar.


—¿Cómo has podido pensar...? —Paula prefirió no continuar, al darse cuenta de la razón por la que podía pensar que no le iba a gustar—. ¡Pedro, es perfecto!


—Te lo entrego con todo mi amor y con todo el amor que este anillo ha visto.


Paula nunca antes se había sentido tan feliz. La quería. a ella. A la Paula de verdad.


—¡Oh, Pedro!


Lo abrazó, mientras las lágrimas le caían por la cara.


—Gracias, Paula —le oyó que decía.


—¿Por qué?


—Por ser como eres. Por encontrarme. Por ser la mujer que debe llevar este anillo.


Pedro inclinó la cabeza y la besó y Paula oyó las trompetas.




CENICIENTA: CAPITULO 39



El tiempo que había pasado viviendo en un mundo de ensueño, su negocio se había convertido en una verdadera pesadilla. No había puesto los anuncios en el periódico y los ingresos habían caído en picado.


Necesitaba dinero. Tenía que pagar a la agencia por la grúa que tuvo que llamar para remolcar el Mercedes. Después de recoger su coche, Paula había parado a llenarlo de gasolina. Cuando fue a pagar con la tarjeta, se la rechazaron, por haber excedido el límite.


Estaba arruinada y tendría que reducir los gastos al máximo, para pagar todas sus deudas. 


El hecho de que iba a tardar años en recuperarse no la preocupaba. Por lo menos, había intentado convertir un sueño en realidad.


Los días fueron pasando con la misma tediosa cadencia. Paula los pasaba haciendo el inventario, poniendo precios y arreglando la ropa, hasta que se caía de agotamiento. Sólo cuando dormía podía olvidarse de todo.


Tenía miedo de que Pedro localizara la tienda, pero, al mismo tiempo, también lo tenía de que no lo hiciera. Temía tener que enfrentarse a él. 


Quería recordarlo con la expresión de amor en su cara cuando le pidió que se casara con él, antes de que Deborah Alderman echara su veneno.


Cuando descubriera que se había marchado, Pedro se habría dado cuenta de que todo lo que había dicho Deborah era verdad. 


Sabría que su tienda no era ese sitio frecuentado por las damas de la alta sociedad, a excepción de cuando iban allí a dejar sus vestidos en alquiler. Se enteraría de que no tenía un Mercedes y probablemente se habría imaginado lo demás. Pedro Alfonso se habría enterado de que Paula Chaves era un fraude.


Paula estaba segura de que Pedro estaba herido en su orgullo, pero podría superarlo con facilidad. Un hombre como Pedro no tenía problemas para encontrar otra mujer. Necesitaba una mujer que se mereciera ser llamada señora Pedro Alfonso.


Pero nunca iba a encontrar a nadie que lo amara como Paula.


Estaba tan segura de ello, como lo estaba de que Pedro nunca iría a buscarla.


Pero cada vez que se oía la puerta o sonaba el teléfono, Paula se sobresaltaba. Se seguía convenciendo de que, aunque él quisiera, no podía encontrarla. Ella nunca le había dicho el nombre de la tienda y estaba convencida de que él nunca se humillaría teniéndoselo que preguntar a Deborah. Paula no tenía teléfono particular y Pedro no tenía el número de la tienda. Siempre la había localizado en el Post Oak y Paula no iba a volver allí. Pedro no se la iba a encontrar más en el gimnasio o en los restaurantes. Tendría que dejar de ir al curso en Rice, pero cuando se lo pudiera permitir, se apuntaría a otros cursos, los días que Pedro no fuera.


Seguro que, al final, Pedro se sentiría agradecido por que se hubiera ido.


Pero Paula no. Tenía el corazón roto y para siempre. Pero no se arrepentía de nada, porque de lo contrario nunca habría sabido que Pedro era su verdadero amor.


Paula logró mantenerse bastante bien. El jueves, lo pasó un poco mal durante las horas que Pedro jugaba al frontón y que ella debía estar en clase. Pero logró superarlo. Incluso arregló el escaparate.


El viernes, recibió un panfleto en la tienda por el que se invitaba a todos los comerciantes de la zona a una copa en Bread Basket el sábado, para inaugurar la nueva sala de juntas de la asociación de vecinos. La dirección del centro cedía gratis ese espacio. Los que quisieran celebrar una reunión allí, sólo tenían que llamar por teléfono y reservarlo.


Paula se fue detrás del mostrador y se sentó en la banqueta. Era un panfleto a cuatro colores, muy profesional. Seguro que lo habían editado Alfonso and Bernard. Seguro que la mano de Pedro estaba detrás de todo aquello.


Y justo en ese momento, se echó a llorar. Apretó el trozo de papel contra su pecho y lloró por el amor perdido.


¿Cómo iba a soportar aquel dolor? Y cuándo lo superara, ¿qué iba a pasar? Días, semanas, meses sentada detrás del mostrador, evaluando la ropa que no quería la gente rica.


—Yo pensé que ibas a reaccionar de otra manera, cuando vieras el panfleto —se oyó una voz profunda y masculina—. Tu idea se ha hecho realidad.


—¡Pedro! —gritó ella de alegría.


—Hola, Paula —le dijo él, con tranquilidad.


Paula se secó los ojos con unos pañuelos de papel. Sollozando, lo miró.


Había desaparecido el brillo de sus ojos azules y se dio cuenta de que le había hecho daño. 


Pensaba que estaría furioso.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó con emoción.
Por un momento, pensó que no le iba a responder.


Pero después, poniendo una media sonrisa, colocó un objeto negro en el mostrador.


Su zapato.


—He buscado por toda la ciudad a una dama que calce este zapato. ¿Quieres probártelo y ver si es tuyo?


—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó Paula, inclinando la cabeza.


—No te estabas escondiendo, ¿no?


—No tenía por qué —Paula se secó una lágrima. Pedro apoyó las manos en el mostrador y le dijo:
—No tienes por qué.


—Lo que quiero decir es que no sabías mi número de teléfono, ni el nombre de la tienda.


Él permaneció en silencio tanto rato que ella levantó la vista y lo miró. En aquel mismo momento, se arrepintió de haberlo hecho.


Había ira en sus ojos.


—¿Qué clase de hombre piensas que soy?


—¿Qué quieres decir? —había temido su ira, pero verla en directo era peor de lo que había imaginado.


—¡Te pedí que te casaras conmigo! —le dijo, apretando un puño—. ¿Crees que le pido a una mujer que comparta mi vida sin saber nada de ella?


—¡Sí! —le dijo ella—. Porque no sabes nada de mí.


Durante el silencio tenso que siguió, se oyó la campana de la puerta y dos mujeres entraron. 


Cuando vieron a Pedro y a Paula, preguntaron:
—¿Está abierta la tienda?


—Sí —dijo Paula.


—No —dijo Pedro.


Se miraron extrañadas una a otra.


—Está bien, vendremos en otro momento —y salieron por la puerta.


—Magnífico —dijo Paula, gesticulando con las manos—. Las dos únicas clientas que han entrado hoy y me las espantas.


Pedro se fue a la puerta y puso el cartel de cerrado.


—Y ahora, explícame lo último que has dicho.


Paula se sentó. Aquello iba a ser una escena, una escena bastante dolorosa.


—Yo no soy la mujer que tú piensas que soy.


—Es evidente que no —Pedro se fue hacia donde ella estaba—. Porque la mujer que yo conozco, nunca se habría ido de mi lado como si fuera una ladrona. ¿Qué pasó?


—Tú estabas allí. Oíste lo que contó Deborah.


—La oí hacer un comentario de la chaqueta que llevabas. Algo sobre un botón. Después, desapareciste.


—Pero, ¿es que no lo entiendes? ¡La chaqueta que yo llevaba era de ella!