martes, 14 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 37




Pedro entró silenciosamente en el apartamento y oyó que alguien recitaba lentamente el alfabeto griego. Se quedó inmóvil. Los sonidos llegaban de la sala de música, que estaba situada en el extremo más alejado del ático, y los pronunciaba una voz que no reconoció. 


Frunció el ceño. A continuación oyó una segunda voz que repetía las letras con dificultad y se dio cuenta de que era su esposa. Echó a andar por el pasillo y lo que vio lo pilló por sorpresa. Una chica griega muy guapa, ataviada con un suéter y una falda vaquera muy corta, estaba de pie al lado de una de las grandes ventanas, y su esposa, sentada cerca del piano, leía en alto de un libro de texto. Las dos levantaron la vista al entrar él y Pedro vio que Paula lo miraba dudosa.


–¿Qué pasa aquí? –preguntó él, con una sonrisa que intentaba ser agradable.


–¡Pedro! No te esperaba.


–Eso parece –él enarcó las cejas–. ¿Y quién es esta?


–Eva. Es mi profesora de griego.


Hubo una pausa.


–No sabía que tuvieras una profesora de griego.


–Porque no te lo he dicho. Quería que fuera una sorpresa.


–Oigan, veo que están ocupados –Eva miró primero a uno y luego al otro y empezó a recoger un montón de papeles y guardarlos en un maletín de piel–. Será mejor que me vaya.


–No –dijo Paula–. Todavía queda media hora de clase.


–Siempre puedo volver –repuso Eva, con una voz animosa que sugería que eso no sería una opción.


Pedro esperó hasta que Paula acompañó a la profesora a la puerta y regresó a la sala de música, donde lo miró de hito en hito.


–¿A qué ha venido eso? –preguntó.


–Yo puedo preguntarte lo mismo. ¿Quién demonios es Eva?


–Ya te lo he dicho. Es mi profesora de griego. ¿No es obvio?


–Tu profesora de griego –repitió él despacio–. ¿Y dónde la has encontrado?


Paula suspiró.


–Es la hermana del camarero que nos sirvió la noche que fuimos al restaurante Kastro. Me oyó decirle a Korinna que quería aprender griego y me dio la tarjeta de Eva cuando volvía del lavabo.


–Repite eso –dijo él–. ¿Es la hermana de un camarero al que conociste en un restaurante?


–¿Qué tiene eso de malo?


–¿Lo preguntas en serio? –quiso saber él–. Piénsalo bien. No conoces a esas personas.


–Ahora ya sí.


–Paula –explotó él–. ¿No te das cuenta de las consecuencias potenciales de invitar a desconocidos a mi casa?


–También es mi casa –contestó ella, con voz temblorosa–. Al menos, eso creo.


Pedro alteró con esfuerzo su tono de voz para intentar ahogar la furia que crecía dentro de él.


–No pretendo ser difícil, pero mi posición no es como la de otros hombres. Sucede que soy extremadamente rico y tú lo sabes.


–Oh, sí, lo sé. No es probable que lo olvide, ¿verdad? –replicó ella con calor–. ¿Qué quieres que haga, que vaya corriendo a ver si Eva se ha llevado uno de tus preciosos huevos Fabergé?


–O quizá –continuó él, como si no la hubiera oído–, presentarte a la profesora de griego era una distracción inteligente y el guapo camarero tiene algún interés en ti.


–¿Crees que tiene interés por mí? –Paula se levantó y soltó una risa de incredulidad mientras se colocaba las manos en la curva del vientre–. ¿Conmigo así? ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a decirme algo así?


Pedro escuchó sus palabras, pero en lugar de sentirse irritado por su desafío, solo pudo pensar lo atractiva que resultaba enfadada. El pelo rubio le caía salvajemente en torno a la cara y sus ojos verdes escupían fuego esmeralda. La tomó en sus brazos y ella abrió mucho los ojos y le golpeó furiosamente el pecho con las manos, pero gimió cuando él empezó a besarla y volvió a gemir cuando le rozó el pezón y sintió que este se endurecía en su mano. Ella le devolvió el beso y el suyo era caliente, duro y furioso, pero dejó de golpearlo con las manos. Él la atrajo hacia sí para que notara lo excitado que estaba y ella se retorció contra él con frustración furiosa.


Pedro deslizó las manos bajo el vestido de ella y empezó a acariciarle los muslos. Oía la respiración jadeante de ella y, cuando se desabrochó el cinturón y se quitaba el pantalón, tenía la sensación de que podía explotar. Estaba duro como una piedra y el olor inconfundible de la excitación de ella impregnó el aire cuando los dedos de él tocaron sus braguitas y las encontraron húmedas. Muy húmedas. Volvió a gemir y ella también lo hizo cuando él deslizó un dedo en su carne dulce, seguro de que el sexo disolvería la tensión entre ellos, como hacía siempre. ¿No podía mostrarle quién era el jefe y no aceptaría eso el cuerpo de ella, como hacía siempre? Paula le echó los brazos al cuello y él se disponía a tomarla en brazos y llevarla hasta el diván cuando recuperó el sentido común.


–No –dijo de pronto.


Su corazón protestó cuando retiró la mano de ella de sus pantalones y la apartó.


Ella tardó varios momentos en hablar y, cuando lo hizo, lo miró confuso.


–¿No?


–No te deseo, Paula. Ahora no.


–¿No me deseas? –preguntó ella. Soltó una risita de incredulidad–. ¿Estás seguro? ¿No es así como te gusta arreglar todas nuestras disputas?


Él reprimió un gemido y se obligó a alejarse.


–No voy a hacer el amor contigo cuando los dos estamos de este humor –dijo con voz espesa–. Estoy enfadado y tú también, y temo que pueda ser más… brusco contigo de lo que debería.


–¿Y?


–Y eso no es muy buena idea contigo embarazada.



TRAICIÓN: CAPITULO 36




Paula seguía pensando en esas palabras cuando entraron en el restaurante griego, donde los condujeron hasta la mejor mesa del comedor. Pero ella casi no se fijó en la decoración de las paredes, pintadas de azul cielo, ni en las columnas de mármol que daban la impresión de que estuvieran en un templo griego antiguo. Seguía rumiando la noticia de la niñera de tal modo que le costó concentrarse en los nombres de los colegas de Pedro ni de sus hermosas esposas, todas esbeltas y morenas. Recitó los nombres para sí en silencio, como un niño que aprendiera las tablas de multiplicar. Theo y Anna. Nikios y Korinna.


Y por supuesto, todos hablaban griego de vez en cuando. ¿Y por qué no, si era su lengua materna? Aunque pasaban enseguida al inglés para no excluirla, Paula se sentía fuera de lugar. 


Y aquello sería lo que ocurriría cuando tuviera el niño. Estaría en la periferia de todas las conversaciones y eventos. La madre inglesa que no se podía comunicar con su hijo medio griego. 


Que permanecía al margen como un fantasma silencioso. Tragó saliva. A menos que hiciera algo al respecto. Tenía que empezar a ser proactiva en lugar de dejar que los demás decidieran su destino por ella. Si no le gustaba algo, tenía que cambiarlo.


Los hombres conversaban entre ellos y Paula miró a Korinna, que jugueteaba con su sorbete de manzana.


–Estoy pensando en aprender griego –dijo.


–Bien hecho –Korinna sonrió–. Aunque no es un idioma fácil.


–No, ya me doy cuenta –respondió Paula–. Pero voy a hacer todo lo que pueda.


Cuando volvía del lavabo, se cruzó con el camarero joven que les había servido toda la cena y él se hizo a un lado para dejarla pasar.


–¿Disfruta de la comida, Kyria Alfonso? –preguntó solícito.


–Oh, sí. Es deliciosa. Mis cumplidos al chef.


–Disculpe la intromisión –dijo él, en un inglés impecable–. Pero he oído que quiere aprender griego.


–Así es.


Él sonrió.


–Si quiere, puedo ayudarla. Mi hermana es profesora y es muy buena. Enseña en la Escuela Griega de Camden, pero también da clases privadas. ¿Quiere que le dé su tarjeta?


Paula vaciló cuando le tendió la tarjeta. Se dijo que sería una grosería rechazar una oferta así y quizá aquello era el destino que intervenía para ayudarla. ¿No sería una buena sorpresa para Pedro que se diera cuenta de que ella hacía un esfuerzo por integrarse en una cultura que era tan importante para él?


Le demostraría de lo que era capaz. Y él estaría orgulloso de ella.


–Gracias –dijo con una sonrisa. Tomó la tarjeta y la guardó en el bolso.




TRAICIÓN: CAPITULO 35




Cuando se marchó, Paula se recostó en las almohadas y parpadeó para reprimir las lágrimas que llenaban sus ojos. ¿Qué le ocurría y por qué estaba tan insatisfecha últimamente? Al casarse con Pedro, sabía perfectamente dónde se metía. Sabía que era un adicto al trabajo y que nunca le había prometido su corazón. Había sido sincero desde el principio y le había dicho que nunca podría amarla. Y ella lo había aceptado. 


Le daba tanto como era capaz de dar. Paula cerró los ojos y suspiró. Él no tenía la culpa de que los sentimientos de ella estuvieran cambiando, de que quisiera más de lo que él estaba dispuesto a dar. Y era inútil permitir que se intensificaran esos sentimientos. Se llevaría una decepción si seguía anhelando lo que no podía tener, en vez de sacarle el máximo provecho a lo que tenía.


Tomó el delicioso desayuno que había preparado la cocinera de Pedro y le dijo al chófer que no lo necesitaría ese día. Le dio la impresión de que el chófer parecía casi decepcionado y ella se preguntó, no por primera vez, si Pedro no le habría pedido que la vigilara. No. Tomó su bolso y comprobó que llevaba el teléfono móvil. No debía empezar a pensar de ese modo. Eso era ser paranoica.


Pensó en ir a ver las hojas de otoño en Hyde Park, pero algo le hizo tomar el metro hasta New Malden. ¿Era la nostalgia lo que le hacía volver a su antiguo barrio? ¿Para mirar su antiguo barrio e intentar recordar a la persona que había sido antes de que Pedro hubiera entrado en su vida y la hubiera cambiado de arriba abajo? Se encontró caminando por calles familiares hasta que llegó a su antiguo estudio y se quedó mirando la ventana. Se preguntó si imaginaba que la gente le lanzaba miradas subrepticias. 


¿Parecía fuera de lugar persiguiendo fantasmas del pasado con su ropa cara y su bolso de diseño?


Almorzó en un bar de sándwiches y pasó la tarde en la peluquería antes de volver a casa a prepararse para la cena, pero no consiguió sacudirse un aire de tristeza cuando el ama de llaves le abrió la puerta. No sabía lo que había esperado de su matrimonio con Pedro, pero no había sido aquella sensación de aislamiento. 


Sabía que él era complicado, distante y exigente, pero… Bueno, había tenido esperanzas.


¿Había pensado que la convivencia y un sexo increíble los acercarían más? ¿Que lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia podría convertirse, si no en uno de verdad, sí en uno que se le pareciera? Por supuesto que sí, porque las mujeres estaban programadas para pensar así.


Querían intimidad y compañía, especialmente si iban a tener un hijo. Sabía que había roto una barrera invisible cuando él le había contado el dolor de su infancia, y después de la pasión de la noche de bodas había esperado que la intimidad aumentara entre ellos. Pero no.


¿Y ahora?


Se puso un vestido de noche de seda negra por la cabeza, con cuidado de no despeinarse. 


Ahora se veía obligada a aceptar la dura realidad de estar casada con alguien que apenas parecía notar su presencia, a menos que estuviera desnuda. Un hombre que se marchaba por la mañana temprano y regresaba a la hora de cenar. Sí, la acompañaba a todas las citas con el doctor y murmuraba las palabras apropiadas cuando veía a su hijo en la pantalla. 


Y de vez en cuando iban juntos al campo o veían juntos una película, pasos pequeños que le hacían esperar que podrían tener algo de intimidad no sexual. Pero sus esperanzas se veían ahogadas cada vez que la apartaba él, el señor Enigmático que jamás volvería a cometer el error de confiarse a ella.


Pedro llegó a casa con prisa y fue directo a la ducha. Salió de su vestidor con un traje negro como su pelo espeso. Se acercó a la cómoda ante la que estaba sentada ella y empezó a masajearle los hombros, cubiertos solo por los tirantes del vestido negro. Paula sintió al instante los estremecimientos predecibles del deseo y se endurecieron sus pezones.


Pedro –dijo con voz ronca, cuando los dedos de él bajaron de sus hombros a acariciar su caja torácica.


–¿Qué? Solo estoy compensando por lo que no he tenido tiempo de hacer esta mañana. ¿Y cómo voy a evitar tocarte si estás tan hermosa?


Ella se puso un pendiente de ópalo.


–No me siento particularmente hermosa –dijo.


–Pues lo eres. Te lo digo yo. De hecho, tengo tentaciones de llevarte ahora mismo a la cama para demostrarte cuánto me excitas. ¿Eso te gustaría?


Por supuesto que le gustaría. Pero usar el sexo como única forma de comunicación empezaba a resultar peligroso. El contraste entre su pasión física y su distancia mental resultaba desconcertante y… perturbador. Paula se puso el segundo pendiente.


–No tenemos tiempo.


–Pues saquemos tiempo.


–No –dijo ella con firmeza.


Se puso en pie. Llevaba unos zapatos que probablemente no eran la elección más sensata para una mujer embarazada, pero era la primera vez que iba a ver a los colegas de Pedro y, naturalmente, quería impresionar.


–No quiero llegar con las mejillas sonrojadas y el cabello revuelto después de haber pasado media tarde en la peluquería.


–Pues la próxima vez quizá deberías saltarte la peluquería si te pone de tan mal humor –gruñó él.


Era una de aquellas pequeñas riñas estúpidas que surgían de pronto y Paula sabía que debía despejar la atmósfera, que seguía tensa cuando entraron en el automóvil. Su mal humor no iba a mejorar las cosas. Le puso una mano en la rodilla a Pedro y sintió el músculo duro flexionarse bajo sus dedos.


–Siento haber estado gruñona.


Él la miró.


–No te preocupes –repuso–. Probablemente solo serán las hormonas.


Ella quería gritar que no todo tenía que ver con sus condenadas hormonas, pero se contuvo. 


Miró su vientre antes de alzar la mirada hasta la de él. ¿Por qué no hablarle de algo que le preocupaba últimamente, un tema práctico que podía mejorar la calidad de sus vidas? Vaciló un momento.


–¿Es necesario que tengamos tantos empleados? –preguntó al fin.


Él entrecerró los ojos.


–No sé a qué te refieres.


Ella se encogió de hombros.


–Tenemos ama de llaves, mujer de la limpieza, cocinera, chófer y secretaria, además de un hombre que viene una vez a la semana a regar las plantas de la terraza.


–¿Y? Es un apartamento grande. Todos tienen un papel necesario en mi vida.


–Ya lo sé. Pero creo que yo también podría ayudar.


Pedro frunció la frente.


–¿Haciendo qué?


–No sé. Tareas. Cosas. Algo que me haga sentir como una persona real que está conectada con el mundo, más que como una muñeca a la que le dan todo hecho. Limpiar un poco, quizá. O cocinar –se mordió el labio–. Pero el otro día le ofrecí a Maria pelar patatas y reaccionó como si hubiera amenazado con tirar una bomba en mitad de la cocina.


–Probablemente porque no le pareció apropiado –contestó él, que parecía elegir sus palabras con cuidado.


–¿Y eso por qué?


–Porque tú ya no eres una empleada –Pedro ya no intentó ocultar su irritación–. Ahora eres la señora de mi casa y yo preferiría que te portaras como tal.


Ella se sentó más recta.


–Hablas como si te avergonzaras de mí.


–No seas absurda –replicó él–. Pero no es posible saltar entre los dos mundos, eso tienes que entenderlo. No puedes pelar patatas un momento y al momento siguiente pedirle a alguien que te sirva té. Tienes que tener claro tu nuevo papel y demostrárselo a todos para que nadie se confunda. ¿Comprendes?


Ella tragó saliva.


–Creo que capto la idea general.


Él le tomó la mano.


–Y todo irá mejor cuando tengas al bebé.


–Sí, probablemente. Al menos eso es algo que puedo hacer yo.


Hubo una pausa. Él le acariciaba la mano con el pulgar.


–Aunque necesitaremos una niñera, por supuesto –añadió él.


–Pero… –Paula empezaba a sentir gotas de sudor en la frente–. Pensaba que, como te ocupaste tanto de Pablo, no querrías que tuviéramos ayuda exterior con el bebé. ¿Estoy equivocada también en eso?


Vio que se oscurecía el rostro de él.


–Obviamente, tú harás casi todo, pero yo estaré fuera trabajando la mayor parte del día –dijo.


–¿Y? –preguntó ella, confusa.


Los ojos de él reflejaron un momento el brillo de las luces cuando el automóvil se detuvo delante del restaurante.


–Y necesitamos una niñera que hable griego para que mi hijo crezca hablando mi lengua. Eso es vital, teniendo en cuenta todo lo que heredará algún día.