—¿Está dormida?
—Sí, gracias a Dios —dijo ella, dejándose caer a su lado en el sofá.
Pedro no dijo nada, pero a la joven no le importó. Se sentía bien. Escuchó un rato el crepitar del fuego en la chimenea. Las luces parpadeantes del árbol de Navidad añadían más calidez al ambiente.
Si no hubiera estado tan consciente de la presencia del hombre a su lado, quizá hubiera cerrado los ojos y se hubiera dormido, pero no quería desperdiciar ni un momento del poco tiempo que pasaban juntos. Deseaba sentir los labios de él contra los suyos y sus brazos en torno a su cuerpo.
—Pedro.
—¿Qué?
—Te he echado de menos —dijo con suavidad.
El hombre miró sus labios y luego sus pechos. Contrajo la mandíbula, pero no se acercó a ella. En lugar de eso, se puso en pie y se dirigió a la chimenea.
—¿Qué ocurre? —preguntó la joven.
Pedro se volvió y la miró largo rato, muy serio.
—¿Por qué me miras así? —preguntó ella, asustada.
—A partir de hoy, no volveré a veros ni a Olivia ni a ti.
Paula palideció.
—No puedes hablar en serio —musitó.
—Sí hablo en serio.
—Pero yo creía…
El hombre evitó su mirada.
—Estabas equivocada.
Paula se puso en pie de un salto y lo obligó a mirarla a los ojos.
—Ha pasado algo y quiero saber qué es.
—No insistas. Déjame ir.
—¡No! —repuso ella, enfadada—. Yo te quiero y tú lo sabes. ¿Por qué haces esto? —terminó, sollozando.
—Porque te mereces a alguien que no sea un tullido y que pueda darte más cosas que yo.
—¿Estás loco? No son tus piernas lo que amo, sino tú, lo que hay dentro de ti. No me importa que estés cojo.
El hombre la miró con frialdad.
—A mí sí.
—¿Sabes lo que creo?
Pedro no respondió.
—Te lo diré de todos modos —prosiguió ella, con fiereza—. Creo que te gusta estar solo para poder compadecerte a ti mismo.
—No sabes lo que yo creo.
—¿Es eso lo único que tienes que decir?
—Se acabó, Paula. Es lo único que hay que decir.
La joven sintió ganas de gritar, de abrazarlo, de suplicar, pero sabía que sus palabras caerían en oídos sordos. Se estremeció. Perdería el tiempo. Las cicatrices de él eran demasiado grandes. Se enderezó y dijo:
—Muy bien. Si eso es lo que deseas, vete. Pero quiero que sepas que creo que eres un cobarde, Pedro Alfonso, y que tienes razón, estaré mejor sin ti.
El hombre la miró un momento, inexpresivo, y luego avanzó lentamente hasta la puerta.
Cuando se quedó sola, se sujetó el estómago. Todos sus sueños acababan de hacerse pedazos a su alrededor y ella no podía hacer nada al respecto.
Pero no se derrumbaría. No podía permitirse ese lujo. Tenía que pensar en Olivia. Recordó el paquete que con tanto cariño preparara su hija y la invadió la tristeza. A la niña se le partiría el corazón.
Se sentó en el sofá, puso la cabeza entre las manos y se echó a llorar.
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