lunes, 24 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPITULO 3

 



Avanzó un paso hacia ella y Paula retrocedió instintivamente. Era muy alto, se cernía sobre ella como el mismo demonio, vestido de negro contra un cielo ámbar. Paula pensó que le oía reír y dudó.

—¿Quién es usted? —preguntó ella.

—¿No te acuerdas de mí, Paula?

—¿Cómo sabe mi nombre?

Dio otro paso hacia ella.

—Sé mucho más sobre ti, pequeña —dijo el desconocido en un tono suave.

Unos ojos azules y transparentes se hicieron visibles. El corazón le hizo una cabriola en el pecho. No, no era el demonio. Pero casi.

—Pedro.

Él llegó junto a Paula.

—¿Nada más? ¿Sólo Pedro?

—Yo… estoy sorprendida —dijo ella, llevándose una mano al pecho para tratar de calmar el sobresalto de su corazón—. Ha pasado mucho tiempo.

—Quince años, más o menos.

—Has vuelto.

Paula se mordió la lengua. Era una obviedad. Él torció los labios, la mueca que ella recordaba como su pobre imitación de lo que era una sonrisa.

—En carne y hueso.

«Sí», pensó ella. «Pedro Alfonso».

Clavó la mirada en su pecho. El vello rubio, liberado del traje, alcanzaba a brillar en el atardecer.

«En carne y hueso».

Pedro se llevó la mano a la mejilla para secársela. Ella siguió el movimiento de la mano hasta encontrar sus ojos. Se quedaron mirando.

«Quince años».

Sacudió la cabeza como si quisiera librarse del trance hipnótico y volver a la realidad. No era ningún desconocido, era Pedro Alfonso, el hombre con el que había compartido tantas cosas al principio de…

«No lo pienses».

Se obligó a dejar la mente en blanco y lo estudió. Su cuerpo alto se había desarrollado, era más fornido y llevaba el pelo más corto. No tenía nada que temer de él, ya no. Aquel Pedro llevaba años muerto y enterrado en sus pensamientos, en su corazón, en su alma.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó con la mayor despreocupación posible.

—¿Hace falta una razón para volver?

—Si tenemos en cuenta el modo en que te fuiste, yo diría que sí.

—¿Todavía se sigue hablando de eso? ¿Tu papá no ha echado a nadie más de la ciudad?

—¿Todavía culpas a mi padre de tus propios errores, Pedro? —replicó ella, envarándose—. Bien, ya es demasiado tarde. Papá murió hace tres años.

—Lo sé.

Se hizo un silencio incómodo espeso entre ellos.

—No digas que lo sientes.

Pedro le echó una mirada dura, rara.

—Podría.

Paula esperó que continuara hablando, pero sus labios se contrajeron en aquella sombra de sonrisa. Echó a andar hacia la rejilla y la abrió para ella.

—Animo, Paula. Ha pasado mucho tiempo. Entra.




ANGEL O DEMONIO: CAPITULO 2

 



El sol se ponía con rapidez, como siempre en esa época del año. Pisó el acelerador en una carrera hasta su puerta con el atardecer. Como siempre echó un vistazo a la vieja casa victoriana que dominaba la bahía. Claudio le llamaba «el Elefante Rosa», imposible de mantener e imposible de alquilar. Con todos sus problemas financieros, la habían puesto a la venta poco después del fallecimiento de su padre.

Sin embargo, Paula le tenía cariño porque había crecido allí. Aunque no lo había discutido con Pablo, abrigaba la esperanza secreta de que nadie la comprara hasta que ella pudiera reunir el dinero suficiente como para restaurarla y habitarla otra vez.

Estaba a punto de volver su atención hacia la carretera, cuando vio algo que le hizo pisar el freno a fondo. El coche se detuvo en medio de una nube de polvo irrespirable que la hizo estornudar.

Se restregó los ojos y contempló la luz encendida del salón delantero. No pudo apreciar ningún movimiento, pero había un Jaguar verde aparcado en el camino de acceso. Soltó el pedal del freno y dio marcha atrás para echar un vistazo más de cerca. La casa estaba envuelta en silencio. Dejó el coche en el camino de grava, bajó y se acercó al porche con movimientos ágiles, llenos de gracia. La pesada puerta de madera estaba abierta de par en par y sólo una rejilla sucia y deteriorada le impedía el paso.

—¿Hola? —llamó.

Nadie contestó. Se preguntó quién podía estar en la casa a esas horas. Quizá el corredor de fincas. Pero la casa sólo había despertado un muy ligero interés al principio de salir al mercado. Ahora se erguía solitaria, dominando la bahía, castigada por los elementos, necesitando más trabajo del que Pablo o ella podían afrontar. Para muchos se había convertido en una monstruosidad acechante de cuatro pisos, un caserón Victoriano con la pintura gris y rosa descascarillada que dormitaba sobre sus pilotes, adentrándose en el agua.

Paula echó un vistazo hacia atrás y el corazón le dio un vuelco. El cartel de Se vende había desaparecido. Llamó a la puerta. Dentro no se oía el menor ruido, la menor respuesta. Sobreponiéndose a su inquietud, abrió la mosquitera y entró. Se dijo a sí misma que tenía derecho a estar allí, aunque sólo fuera para ayudar a la venta.

La casa estaba vacía. Revisó las habitaciones de la planta baja llamando, pero no obtuvo respuesta. No pudo evitar la tentación de acariciar los muebles cubiertos de sábanas mientras pasaba. Habían decidido venderla tal y como estaba, no tenían corazón para deshacerse de los muebles viejos, pero tampoco disponían de sitio para guardarlos.

Se detuvo. Oyó un sonido distante, parecido al motor de una lancha. La puerta trasera estaba abierta, tan sólo la mosquitera estaba cerrada. Salió al embarcadero, caminando con cuidado sobre la madera rota y crujiente, hacia el malecón que se adentraba en la bahía.

El sonido se hizo más intenso, aunque Paula no veía ningún barco. Se protegió con la mano los ojos de los últimos rayos del sol. Entonces vio una figura oscura contra la luz cegadora de la gran bola naranja que se sumergía. Llevaba un moto de agua que viró expertamente, primero a la izquierda, luego a la derecha, para terminar dirigiéndose directamente al embarcadero, a ella.

El motor rugió por última vez antes de detenerse junto al malecón. El instinto le dijo a Paula que debía irse mientras tenía la oportunidad. Se dio la vuelta para meterse en la casa, pero se detuvo cuando el hombre desapareció bajo el agua. El silencio absoluto duró lo que un latido de su corazón. Paula contuvo el aliento.

De pronto, como Neptuno alzándose sobre las olas, salió del mar. El sonido que produjo era más ominoso que el del motor. Subió al embarcadero delante de ella, sacudiendo la cabeza y salpicando agua en todas direcciones.

Paula se quedó paralizada. Intentó verle la cara pero no pudo, el cielo iluminado a sus espaldas se lo impedía. Él tampoco pareció verla mientras el agua le corría por todo el cuerpo. El hombre alzó una mano y se secó la cara. Con la derecha bajó lentamente la cremallera de su traje de agua. El sonido hirió la quietud mientras la mirada de Paula seguía su descenso.

Fue entonces cuando él reparó en su presencia. La mano se detuvo a mitad del recorrido y todo su cuerpo entró en tensión. Le echó un vistazo rápido para relajarse visiblemente a continuación. 

Una sonrisa apareció en su rostro, los dientes blancos brillaron en la creciente penumbra. Aceptó su presencia con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

Paula tragó saliva y le respondió con el mismo gesto. El hombre parecía esperar a que ella dijera algo. No lo hizo, no podía. Tenía la boca seca, su respiración era agitada, si trataba de intimidarla, lo estaba consiguiendo.



ANGEL O DEMONIO: CAPITULO 1

 


El cielo a finales de verano sobre Lenape Bay estaba teñido con sombras púrpuras, rosas y azules. Paula Wallace alzó su rostro para observar los últimos rayos del sol, mientras bajaba a toda velocidad por la carretera de las dunas en su descapotable rojo.

El cansancio de un largo viaje se dejaba sentir. Hacía una semana que había salido para la convención de alcaldes del estado y le parecía una eternidad. El trabajo había sido agotador, las reuniones interminables. El primero de septiembre representaba el fin oficial de la temporada de verano en las urbanizaciones de la bahía, el día en que «los pichones» se iban y los lugareños retomaban el negocio menos caótico de vivir.

A Paula le encantaba el comienzo del otoño en la bahía. La época en que la playa quedaba desierta y su ático libre de los inquilinos que a regañadientes permitía que lo ocuparan durante la temporada alta como un suplemento para sus ingresos. Era aquella temporada sin nombre que había entre los días cada vez más cortos del verano y los vientos del norte de últimos de octubre.

Sólo podía lamentarse por el tiempo perdido. Participar en la convención era importante, incluso vital, si Lenape o cualquiera de las demás ciudades de la bahía querían sobrevivir otro año.

Suspiró. Los problemas parecían insuperables. Los cinco pueblos de su área sufrían los efectos depresivos de la recesión económica. Aunque los balances de aquella última temporada arrojaban un resultado ligeramente superior a la anterior, sólo permitían albergar un optimismo cauto de que podía vislumbrarse el final del túnel. La gente aún recordaba el problema de la contaminación de las costas hacía pocos años. La prensa les había vapuleado y los turistas habían desaparecido. Paula sabía que, al más mínimo rumor de cualquier imperfección, aparecerían los buitres sobre la costa, relamiéndose los labios en anticipación al festín inminente.

No podía permitir que sucediera. Lenape Bay era su hogar. Había nacido y crecido allí. Allí había pasado la mayor parte de sus treinta y tres años, descontando los de la universidad y su breve tentativa de matrimonio. Después de su divorcio, cinco años atrás, había regresado. A su exmarido, Andres, nunca le había gustado la vida en una ciudad pequeña y ella odiaba vivir en Boston. Siempre había habido una manzana de la discordia entre ellos, un árbol entero, ahora que lo pensaba. Volver a casa le había brindado la oportunidad de redefinirse en un marco seguro y confortable.

Maestra de profesión, los dos primeros años había desempeñado el cargo de vicedirectora de la escuela elemental. Había sido un tiempo de transición en su vida, donde los viejos sueños se habían dormido mientras los nuevos tomaban el relevo.

Lenape Bay también se había visto obligada a cambiar con la muerte repentina del Mayor Horacio Leach, una verdadera institución en la ciudad durante cuarenta años. Algunos miembros del ayuntamiento se habían puesto en contacto con ella para que aceptara el puesto de alcaldesa con el argumento de que necesitaban una persona más activa e implicada de lo que había sido el viejo Horacio. Querían sangre nueva, ideas nuevas que revitalizaran el pueblo.

Aunque la oferta le atraía, al principio se mostró reacia a comprometerse. Hasta que su padre, Claudio Chaves, contribuyó con su granito de arena. Con su jactancia habitual, la había convencido de que se arriesgara.

—Acepta el reto —le había dicho.

Ella lo había aceptado. Ningún otro de su comité de elección se había mostrado más trabajador ni le había servido de más apoyo. Y nadie se había sentido más orgulloso cuando ella había hecho el juramento de la alcaldía.

Poco después de su elección, hacía tres años, Claudio había sufrido un ataque cardíaco fatal. Paula se apartó de los ojos un mechón de cabello mientras lo recordaba. No cabía duda de que su padre siempre había sido la fuerza a tener en cuenta en Lenape Bay. Había sido una personalidad formidable en el completo sentido de la palabra, habiendo fundado el Banco Central Chaves cuando sólo contaba con treinta años. Nadie cuestionaba que había sido él quien había sacado al pueblo de su modorra provinciana para convertirlo en un centro turístico de importancia.

Paula todavía se acordaba de los paseos junto a él por Main Street cuando era niña. La gente prácticamente hacía reverencias y caía de rodillas a su paso. Claudio tenía un aura a su alrededor que exigía respeto y no aceptaba nada que no fuera la excelencia y una obediencia ciega.

Nadie podía saberlo mejor que Paula y su hermano Pablo. Claudio gobernaba su familia de la misma manera en que gobernaba el banco, con una total dedicación. Los únicos recuerdos que Paula tenía de su madre eran los cuadros que adornaban las paredes de su caserón de la bahía. Claudio había suplido con creces cualquier falta de afecto materno que ella hubiera podido sentir. Paula lo había querido tiernamente y lo seguía echando de menos, aunque había tenido que hacerse adulta para reconocer que, a veces, su obsesión por controlarlo todo llegaba a ser sofocante.

Pero había momentos, sobre todo en los últimos tiempos, en que deseaba que todavía estuviera vivo. Claudio habría sabido cómo arreglar los asuntos de la ciudad. Habría sabido cómo ponerse al mando y dar vuelta a aquella marea de tristeza que parecía romper sobre toda la gente. Quería mucho a su hermano, pero hacía tiempo que había admitido que no había heredado la perspicacia de su padre para los negocios. Desde su muerte, Pablo se las había arreglado para deshacer la mayor parte de lo que a su padre le había costado toda la vida levantar.

En justicia, Paula no podía culpar por entero a Pablo. Era obvio que Claudio no había escogido el momento para morirse. Había dejado una madeja enredada de asuntos bancarios y negocios personales que, entre los dos hermanos, sólo empezaban a desentrañar ahora. Suspiró. Parecía que la ciudad y la familia Chaves necesitaban de un milagro urgente.



ANGEL O DEMONIO: SINOPSIS



Paula Chaves nunca había conocido a alguien como Pedro Alfonso. Él la sedujo llevándola del amoroso abrazo de su familia a sus brazos. Pero cuando el padre de Paula quiso poner un alto a su romance, obligó a Pedro a dejar el pueblo.

Ahora, Pedro había regresado y les asegurándoles a todos, especialmente a la divorciada Paula Chaves Wallace, que venía para quedarse.

Porque él quería vengarse del pueblo entero.