miércoles, 27 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 9




Acababan de dar las seis de la mañana y ya había amanecido totalmente. Pedro estaba en la cocina, con una taza de café en la mano.


Sabía que debía estudiar un poco antes de ir a la comisaría, pero la tentación de tener a una mujer durmiendo en su sofá era demasiado fuerte. Más de una vez se había despertado en mitad de la noche oyendo a Paula hablar en sueños. O, mejor dicho, sintiendo pánico en sueños. Había querido ir a ver qué le pasaba, pero no podía permitirse tal debilidad.


«Adicción» era una palabra que Pedro no usaba a la ligera; pero había estado loco por Paula desde los diecisiete años y ahora, que ya había pasado la barrera de los treinta, aún no se sentía libre de su hechizo. Demonios, no sabía por qué.


Casi inconscientemente siempre había comparado con Paula a las mujeres con las que había salido. Algunas habían sido más inteligentes o más sexys, y todas habían sido más honestas, de eso no te cabía duda. Pero ninguna había conseguido arrebatarle los sentidos como lo hacía ella.


Algunos veranos atrás, cuando su hermana se había enamorado del hermano de Paula, Pedro se había dado cuenta de lo enganchado que estaba. Paula había iniciado una campaña de sabotaje a pequeña escala contra la pareja, decidiendo que, si ella no podía ser feliz, nadie más podía serlo. Y el día del desfile anual de verano, Pedro decidió que ya había visto suficiente, y la llevó a un aparte para decirle algunas verdades.


Pero las palabras se habían convertido en ardientes besos, y sus manos habían explorado el cuerpo de Paula por todas partes, por encima de la ropa y por debajo, tocando lugares con los que había fantaseado durante mucho tiempo. Y ella no lo había rechazado, precisamente, sino que había alcanzado un orgasmo y gritado de placer, grito que él había ahogado con un beso, para recordarle que estaban a sólo unos metros de la multitud, al otro lado del instituto.


Mientras ella se colocaba la ropa, Pedro había intentado hablar de lo que había ocurrido, pero ella le había ordenado que se callara.


Ahora era tres años mayor, pero no más sabio. 


Dejó la mermelada de fresa en la nevera y oyó que Paula se revolvía en el sofá, murmurando algo. Se preguntó qué podría haber en la vida de una princesa mimada que el dinero no pudiera solucionar.


—Concéntrate —se dijo, al darse cuenta de que la curiosidad quería vencerlo.


Aunque en la Facultad de Derecho podía haberse licenciado con su clase dos semanas atrás y haber empezado a estudiar para el examen final con el que obtendría el título de abogado, no había ocurrido así. El pasado noviembre, la noche anterior a la que se abriera la veda de caza del ciervo, un cazador borracho con una mala actitud y peores intenciones se había encargado de ello.


Pedro sabía que había tenido suerte de que sus lesiones no hubieran sido peores, pero no por eso estaba menos cabreado. Desde la cama del hospital había hecho un trato con la administración de la Facultad de Derecho y se había retirado de dos asignaturas. Había conseguido ponerse al día con una de ellas el pasado semestre, pero no había sido suficiente.


Sin embargo, lo que realmente lo mataba era que a Bety, su compañera de estudios, le habían ofrecido trabajar con un juez federal en Grand Rapids. Pedro había hecho las prácticas con el mismo juez el año anterior. Si se hubiera licenciado a tiempo, el puesto habría sido suyo. 


De todas formas, como Bety también había sido una de las mujeres que no había podido competir con sus recuerdos de Paula, Pedro finalmente había decidido que se sentía feliz por ella. Pero él también deseaba saborear el éxito, así que debía concentrarse en los libros, no en las tentadoras curvas de la princesa que dormía en su salón.


Pedro fue a su escritorio y agarró el libro de jurisdicción federal. Cuando volvía con él a la cocina, le echó a Paula una mirada rápida, simplemente para asegurarse de que seguía dormida. Dudaba que a ella le gustara saber que la había visto totalmente despeinada y con marcas en la cara de las sábanas. También dudaba que creyera que le había gustado mirarla. Pero le gustaba. Y no solamente eso: la deseaba. Deseaba tenerla tendida debajo de él y oírla gritar su nombre, tal como había hecho en aquel encuentro incompleto que habían tenido tres veranos atrás.



LA TENTACION: CAPITULO 8




Media hora después, cuando casi eran las nueve de la noche, Paula ya había preparado su cama, pero no se sentía con ánimos de dormir.


Buscando distraerse con algo, puso música al descubrir la colección de discos de Pedro


Según pasaban las canciones, se sintió lo suficientemente atrevida, como para adentrarse en la cocina. Sonrió al pisar el suelo de linóleo. Tenía unos motivos en blanco y negro y, a pesar del paso del tiempo, estaba perfecto.


Junto a la puerta trasera estaban la secadora, la lavadora y una cesta con ropa limpia y planchada. Encima de todo había una camiseta blanca con el emblema del departamento de policía de Sandy Bend. Paula la agarró y la desdobló. Le llegaba a las rodillas.


—Perfecta —dijo, y rápidamente se quitó su ropa y se la puso. Después dejó sus prendas en el cesto de la ropa sucia, pensando en hacer una colada al día siguiente como compensación por la hospitalidad que él le estaba ofreciendo.


Pensando que si se había atrevido a ponerse su ropa también se atrevería a comerse su comida, abrió el frigorífico y echó un vistazo. La lechuga ya lavada y envasada y la pechuga de pollo precocinada podrían ser una cena decente. 


Tomó un frasco de salsa para ensaladas y echó la lechuga en un cuenco que había en el escurreplatos, junto al fregadero.


Con el cuenco en una mano y el tenedor en la otra, se dirigió al territorio aún por explorar de los dormitorios. La puerta número uno estaba entreabierta, así que la empujó con el codo y entró.


Paula dejó el tenedor en el cuenco y se acercó a la cama de Pedro, probando el colchón con la mano libre. Aquello era el paraíso... Una parte de ella quería meterse en esa cama y acurrucarse entre las sábanas, pensando que era una cama tan grande que Pedro ni siquiera notaría su presencia. Pero su parte racional le dijo que, aunque la cama fuera del tamaño de la casa entera, cada uno sentiría la presencia del otro. Decidió salir de aquella habitación; algunos territorios era mejor no explorarlos.


En la habitación número dos encontró el banco de levantar pesas, con algunas pesas junto a él.


En una esquina había un escritorio con un ordenador y, junto a él, un libro titulado Jurisdicción Federal.


Paula encendió la luz y caminó hacia el ordenador. Pedro lo había dejado encendido, y el suave zumbido del aparato se mezclaba con el sonido del ventilador que había en el techo. 


Paula dejó el cuenco sobre la mesa y se sentó.


Los ordenadores no eran lo suyo. Sabía lo justo para hacer su trabajo y poco más. Roxana siempre había sido la encargada de mantener actualizada la página web de la empresa y el programa de correo. Pero sus conocimientos eran suficientes como para saber que Pedro tenía conexión a Internet.


Entró en la página de Chaves-Pierce y comprobó su correo. Aunque no había esperado ningún mensaje de Roxana, la decepcionó un poco no ver ninguno. Respondió algunos correos y le envió un par de recordatorios a Susana.


Deseó no haber confiado tanto en Roxana. Si por lo menos hubiera sido lo suficientemente inteligente como para quedarse con la contraseña de su compañera, ahora tendría un cincuenta por ciento más de control sobre la situación de lo que tenía.


Se terminó la ensalada, volvió a la página de la empresa y se dedicó a intentar adivinar la contraseña de Roxana. Probó con nombres de antiguas mascotas, de sus padres y con el cóctel preferido de su compañera, pero no hubo suerte. Tenía que cambiar de categoría.


—Novios, ligues y aventuras —murmuró.


—¿Te diviertes? —dijo una voz masculina a su espalda.


Paula pudo controlarse lo suficiente como para no gritar aquella vez, aunque enviar el cuenco de ensalada por los aires no fue mucho mejor. 


Salió rápidamente de la página de la empresa y se giró para mirar a Pedro.


—Tienes un gran futuro como ladrón —le dijo—. ¿Siempre te mueves tan sigilosamente?


—Ésta es mi casa, y en ella me muevo como quiero. Y ésos son mi cuenco de cereales y mi camiseta —añadió.


Paula se levantó y se alisó la camiseta, peligrosamente consciente de que no llevaba nada debajo.


—¿Qué te mantenía tan distraída como para no oírme llegar?


—Sólo estaba visitando mis páginas favoritas.


—Ya. Te he visto desde la puerta y estabas tecleando, no navegando —tomó un sorbo de la cerveza que llevaba en la mano y dijo—: Te voy a hablar claro. No tengo paciencia con los subterfugios y las mentiras. Y por razones que desconozco, quiero ayudarte en lo que sea que estés metida.


Aquella noche, Paula no había hecho nada que mejorara la opinión que Pedro tenía de ella. Y, por razones que desconocía, la opinión de Pedro le importaba. Y mucho. Ya no era la antigua Paula que él había conocido, la Paula que llamaba a papá cuando necesitaba dinero, la que manipulaba a algún desgraciado que estaba loco por ella para que la invitara a cenar o la que se dejaba caer de improviso en casa de algún conocido si necesitaba un sitio donde dormir.


Había luchado muy duro para cambiar, para aprender a valerse por sí misma, pero Pedro la seguía viendo como a una princesa consentida.


—No estoy metida en nada, Pedro. Estoy aquí de vacaciones.


—¿De vacaciones? ¿Por eso has venido sin ropa y has tenido que ponerte mi camiseta?


Se acercó a ella y dibujó con el dedo el perfil del emblema del departamento de policía, que quedaba justo por encima de su pecho izquierdo.


Paula sintió que los pezones se le endurecían ante aquel contacto y que el corazón se le salía del pecho, pero mantuvo un rostro inexpresivo.


Entonces Pedro se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Mientes bien, princesa, pero no tan bien. Voy a descansar un poco pero, si sientes la necesidad de confesarte, despiértame. Tengo la sensación de que merecerá la pena perder sueño por conocer tu historia.


Y, por segunda vez aquella noche, la dejó sola.


LA TENTACION: CAPITULO 7




Si alguien le hubiera preguntado a Paula en qué lugar de Sandy Bend se habría esperado menos que viviera Pedro, habría contestado que en aquel mismo lugar.


—Increíble —dijo en voz baja mientras se acercaban a Dollhouse Cottage.


No se le ocurría ninguna imagen más incongruente que ver a aquel macho musculoso viviendo en aquella pequeña casita blanca, un lugar que ella siempre había adorado de pequeña.


Según se contaba, la casita había sido construida en la primera década del siglo XIX, como regalo de bodas que un hombre le había hecho a la más pequeña de sus hijas. Era de una sola planta, se quedaba enana al compararla con las otras casas de la misma calle y para nada era la vivienda más elegante de la ciudad, pero a Paula siempre le habían parecido perfectos sus adornos victorianos y sus ventanas.


Pedro bajó del coche y se acercó al porche de la casa. Paula lo siguió, admirando la vista... y no sólo la de la casa.


Pedro miró hacía atrás para decírle:
—¿Vienes?


Ya que a Paula se le había secado la boca, simplemente asintió con la cabeza. Estaba pensando en una actividad que la distraería más que un tour por Dollhouse. Pero era una pena que no le gustara el sexo de una sola noche...


—No puedo creer que vivas aquí —dijo mientras Pedro abría la puerta principal.


—¿Qué significa eso?


—Es que esta casa parece tan femenina que no te imagino viviendo en ella.


Pedro entró y se apartó para que ella pasara.


—Pero puedo pagarla. La vida no es barata aquí, ¿sabes? Cuanto más cambia la ciudad, más suben los alquileres. Pero supongo que vosotros los Chaves no tenéis que preocuparos por eso.


Paula se dio cuenta de que Pedro la trataba como si siguiera teniendo veinte años, como a la chiquilla rebelde que había sido. Deseó sacarlo de su error, pero había aprendido hacía mucho tiempo que cambiar a un hombre era una tarea dolorosa.


Paula miró a su alrededor. Los muebles podían describirse como de estilo retro de los años setenta, pero lo que más la impresionó fue que los techos eran sorprendentemente altos. El suelo del salón era de roble y las paredes estaban perfectas. Se acercó a la chimenea y puso una mano sobre la repisa.


—Muy bonito —dijo.


—Estoy aquí de alquiler desde que Carlos se casó el año pasado. En la granja ya había demasiada gente.


—¿Carlos está casado? —el hermano mayor de Pedro siempre había sido el soltero más empedernido del pueblo.


—Sí. Con Dana Devine. ¿La recuerdas?


—Claro —Dana era de la misma edad que Paula, y una de las pocas ciudadanas que no se habían dejado amedrentar por ella. Dana era fuerte, lista y nunca se arredraba. Y eso, suponía Paula, eran cualidades esenciales si una estaba casada, Dios no lo quisiera, con un Alfonso.


—¿No has traído maleta? —le preguntó Pedro.


—Tengo un par de cosas en el coche. Las recogeré después —siempre llevaba una muda de ropa y una bolsa de aseo en el maletero, por si acaso. Aun así, una falda y una blusa no le iban a hacer mucho servicio—. Y ahora... ¿me enseñas la casa?


—Tú dormirás en el salón. La cocina está por ahí. Los dormitorios y el baño están en la otra parte —dijo Pedro, señalando hacia la izquierda—. Te quedarás aquí —dijo, señalando el sofá.


—¿Aquí?


—No es un hotel de cinco estrellas, ¿verdad, princesa? —dijo Pedro, sonriendo.


—¿No has dicho que hay más de una habitación?


—Dos. Una es mi dormitorio, y supongo que puedes quedarte en la otra si no te importa dormir en el banco de levantar pesas.


—Ah —Paula se acercó al sofá y pasó una mano por él. Por lo menos, parecía limpio—. Aquí estaré perfectamente.


Él la miró con escepticismo, pero no dijo nada. 


En vez de eso, salió del salón y regresó pocos minutos después con sábanas, mantas y almohadas. Los echó sobre el sofá.


—Tengo que volver a la comisaría. Llegaré tarde esta noche, así que no me esperes.


—Créeme, eso no era una opción —y después, añadió impulsivamente—: Pedro... gracias.


—De nada.


Durante unos segundos pareció que Pedro iba a acercarse a ella. Y Paula recordó, aunque seguía haciendo grandes esfuerzos por olvidarlo, aquella tarde de verano que había pasado con él, sintiendo sus músculos contra las palmas de las manos, saboreando sus besos... 


Y deseó más. Se preguntó si él lo recordaría, y lo que desearía.


—No te pongas demasiado cómoda —dijo Pedro, y la dejó sola.