martes, 19 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 6

 


Pero esa noche, durante la fiesta, había notado que los ojos de Paula adquirían una expresión dolida, algo en lo que no se habrían fijado quienes la conocían a un nivel meramente social o profesional. Pero él sí se había fijado, y por eso había vuelto.


—¿Qué tal estás? —Preguntó, en un susurro—. ¿Te apetece ponerte alguna otra cosa ahora?


Paula se estremeció.


—Tengo frío.


Pedro se levantó de inmediato y fue hasta el armario empotrado que se hallaba frente a la cama. Pasó por alto las hileras de trajes de trabajo perfectamente colgados, los vestidos, las camisas y las faldas y centró su atención en un camisón beige de punto con una bata a juego. Lo acarició y comprobó que era suave y cálido, perfecto para Paula en aquellos momentos.


Lo descolgó y se acercó con él a la cama. Paula tenía los ojos abiertos.


—¿Te parece bien? —preguntó, mostrándoselo.


Ella asintió levemente y volvió a cerrar los ojos.


—Puedo cambiarme yo sola —murmuró.


En circunstancias normales, Pedro sabía que se habría opuesto con todas sus fuerzas a que él la ayudara a cambiarse, pero, esa noche, su habitual determinación por controlarlo todo estaba muy disminuida.


Tenía que distraerla, y para ello contaba con el tópico perfecto.


—Sé que puedes —dijo, en tono despreocupado—, pero ya que estoy aquí, me gustaría ser de alguna utilidad —con sumo cuidado, ayudó a Paula a erguirse—. Además —continuó—, hay algo que necesito decirte. En realidad es una confesión. Sé que estarás de acuerdo conmigo en que me equivoco en muy raras ocasiones —Paula dejó escapar un leve gruñido de protesta. Él sonrió. Podía oírlo. Eso estaba bien—. El caso es que esta noche me he equivocado. Después de todo, Darío no te estaba esperando en el dormitorio.


—Dario no… no ha venido.


—Nunca viene a tus fiestas, ¿verdad?


—Algunas veces sí viene.


—Cualquiera pensaría que no le gustas —Pedro bajó rápidamente la cremallera del vestido de Paula y le hizo sacar los brazos.


—Si le gusto…


El vestido cayó hasta su cintura. Pedro notó que se le secaba la garganta al ver el sujetador de encaje de color crema que llevaba puesto. La atrajo hacia sí para rodearla con los brazos y soltárselo. Un perfume cálido y sensual se elevó de la piel de Paula cuando el sujetador cayó, dejando expuestos sus pechos, de areolas y pezones delicadamente rosados. Pedro sintió que se endurecía y que la boca se le hacía agua.


Apartó a un lado el sujetador e hizo un esfuerzo por continuar.


—Supongo que has decidido que ya ha llegado el momento de ir definitivamente tras él, ¿no? —Preguntó, mientras deslizaba el camisón por la cabeza de Paula—. Alza los brazos hacia mí.


—No —la mirada de Paula revelaba una evidente falta de comprensión, pero Pedro sintió que estaba tratando de centrarse en lo que le decía—. Sé que le gusto a Darío.


—Claro que sí… como miembro de su familia. Alza los brazos para que pueda ponerte el camisón, cariño —Paula obedeció—. Pero creo que debo decirte que no tienes la más mínima oportunidad de llevártelo a la cama, y mucho menos al altar.


—No. Claro que sí. Quiero decir que… ¿por qué piensas eso?


Pedro trató de concentrarse en meterle el camisón por los brazos sin mirar sus pechos. A pesar de todo, el dorso de una de sus manos rozó la cima de uno de ellos, haciéndole contener el aliento. Casi gimió. Los pechos de Paula eran exactamente como los había imaginado: altos, redondeados y firmes, lo suficientemente grandes como para llenar sus manos, pero no tanto como para hacer que un hombre volviera la cabeza al pasar junto a ella. Tal y como a él le gustaban.


—En primer lugar —dijo, sin poder evitar el tono ronco de su voz—, Darío te considera miembro de su familia, y no creo que vayas a poder hacerlo cambiar de opinión al respecto. Después de todo, no eres exactamente una mujer fatal, ¿no?


Paula miró el camisón que la cubría hasta la cintura con expresión de no saber cómo había llegado allí.


—Sí lo soy —contestó.


—Túmbate —Pedro apoyó una mano tras su nuca y la ayudó a tumbarse—. Me gustaría estar de acuerdo contigo en que eres una mujer fatal, pero me temo que no puedo —mintió, pero aquel no era momento de confesar la facilidad con que Paula podía hacer que la deseara.


Se levantó, se inclinó sobre ella y deslizó el vestido hacia abajo por sus caderas y piernas hasta quitárselo. Por unos momentos, solo pudo mirar. Paula llevaba unas diminutas braguitas de encaje a juego con el sujetador.


—Pronto tendré a Dario comiendo de mi…


—¿Mano? —Pedro concluyó la frase al ver que ella no parecía encontrar la palabra para hacerlo. Enseguida notó que su voz revelaba el incontenible deseo que estaba creciendo en su interior. Debía tener cuidado porque, a pesar de su estado, Paula podía notarlo.


—Lo necesito…


Pedro se aclaró la garganta.


—Crees que lo necesitas, pero no es cierto. El problema es lo que quieres. Y quieres el cincuenta por ciento de Barón International que Darío heredará cuando muera tu tío Guillermo. Con la mayoría de las acciones en tu poder podrás controlar a tu hermana —Pedro se obligó a tirar las braguitas hacia donde estaba el sujetador y a bajar el camisón todo lo que pudo.


—Sí. No —Paula apoyó una mano en su sien—. Cuando nos casemos, ganaré el cincuenta por ciento de… er… de su negocio.


—Eso acabo de decir.


Paula permaneció en silencio, tratando de comprender.


—¿Tan ansiosa estás porque muera tu tío?


Paula abrió los ojos de par en par y volvió a cerrarlos rápidamente.


—No. Lo quiero.


—A veces me pregunto si sabes lo que es querer —murmuró Pedro—. Conociendo tu plan, resulta difícil creerlo.


—¿Qué?


—Nada. Vuelve a erguirte un poco —Pedro la ayudó a hacerlo. Unos momentos después había logrado meterla en la cama—. Además, hablando estrictamente, no serías tú, sino Dario, el que ganaría el cincuenta por ciento de la empresa. Y quién sabe qué querrá hacer con ella.


—Una vez que nos casemos…


—«Si» os casáis, quieres decir. Pero supongamos que lo hacéis; ¿de verdad crees que Darío se sentiría tan apabullado por tus encantos femeninos como para dejarte hacer lo que quieras con su cincuenta por ciento?


—Sí, él…


—Piénsalo bien, querida. Además, ¿acaso crees que eres la única mujer que quiere a Darío? Y no solo por su futuro porcentaje en Barón International.


Paula frunció el ceño y volvió a apoyar una mano sobre su sien.


—Des nunca ha mostrado interés en…


—Tienes razón. Nunca ha mostrado interés en Barón International, pero yo no apostaría contra él cuando herede su parte de la empresa. Por si no lo sabes, te diré que Darío es un hombre de negocios muy astuto —Pedro observó un momento el rostro de Paula y le pareció que estaba algo más relajada—. ¿Cómo te sientes ahora?


—Yo… —Paula se interrumpió y Pedro tuvo la sensación de que estaba tratando de evaluar su dolor, lo que significaba que había tenido cierto éxito con su táctica de distraerla preocupándola—. Aún me duele mucho.


Pedro miró su reloj.


—Han pasado quince minutos desde que te di la medicina. ¿Debería haberte hecho efecto ya?


—Lo hará.


—¿Quieres decir que pronto te sentirás mejor?


Paula no respondió. Mirando su rostro, precioso y más pálido que nunca, Pedro se sintió más impotente que nunca en su vida.


—Voy a llamar al médico. ¿Dónde está el número?


Paula gimió e hizo un intento por moverse que interrumpió de inmediato.


—Sniffer.


—¿Qué?


Paula alzó una temblorosa mano y señaló la mesilla de noche.


—Sniffer.


Pedro abrió el cajón en el que había vuelto a guardar los frascos de medicina.


—¿Sniffer? —entonces lo vio. Se trataba de un inhalador. Lo sacó—. ¿Es esto lo que quieres?


Paula alargó una mano y él le entregó el inhalador. Luego la ayudó a erguirse sobre un codo.


—Esto me atontará y… pronto estaré mejor.


—Bien.


—¿Te… te irás?


—Me iré en cuanto esté seguro de que te encuentras bien.


Paula se llevó el inhalador a la boca, lo presionó y se dejó caer de nuevo sobre la almohada.


Pedro la observó durante varios minutos. Paula permanecía muy quieta, aunque le pareció que empezaba a respirar de forma más relajada. Ella no podía saberlo, pero no tenía ninguna intención de dejarla sola esa noche en aquella gran casa.


—¿Paula?


Al ver que no contestaba, Pedro se levantó de la cama. De inmediato, ella abrió los ojos.


—¿Tienes que irte… ya?


—No.


—Quédate… un poco más.


Pedro apenas podía creer que le estuviera pidiendo que se quedara. Para que Paula hiciera algo así debía estar pasando por un auténtico infierno.


—Me quedaré todo el tiempo que quieras.


Paula volvió a entrecerrar los ojos.


—Solo un… poco.


Pedro se quitó la chaqueta y la corbata, se arremangó la camisa y se quitó los zapatos. Luego se sentó en el otro lado de la cama, colocó dos almohadas junto al cabecero y se apoyó en ellas.


Paula gimió y, adormecida, se arrimó a él. Debía tener frío. Pedro la atrajo lentamente hacia sí, aunque él estaba encima de las mantas y ella debajo. Pasó un brazo en torno a sus hombros y le hizo apoyar la cabeza en su pecho.


Llevaba mucho tiempo deseando abrazarla, pero no así. Solo podía pensar en cómo conseguir que estuviera más cómoda. Paula volvió a gemir. ¿Qué podía hacer?



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 5

 


Pedro la observó, tratando de pensar qué otra cosa podía hacer por ella. Había reconocido el nombre de algunas de las medicinas. Se utilizaban para las migrañas. Conocía a varias personas que sufrían aquella enfermedad. ¿Cuánto tiempo haría que Paula la padecía?


Por lo que había oído de las migrañas, era una candidata ideal para sufrirlas: una personalidad tipo A, una perfeccionista que trabajaba hasta la extenuación.


Aquella noche había sido un ejemplo perfecto. No había disfrutado de la fiesta. Había «trabajado» la fiesta. Y la conocía lo suficiente como para saber que él y otras cuantas personas habían sido invitados con el único fin de redondear el número de asistentes. En realidad, solo estaba interesada en dos o tres personas con las que quería hablar de negocios, aunque era toda una profesional en el arte de camuflar sus intenciones.


Deslizó la mirada por su cuerpo. Llevaba un vestido de seda de cuello alto y color marfil que contorneaba discretamente su cuerpo, dejando al descubierto tan solo los brazos. Era un vestido de un gusto perfecto, aunque en ella tenía un sutil toque sexy que podía llevar a un hombre al extremo de rogarle que le enseñara algo más. Pero Pedro sabía que aquel no era el modo de llegar a Paula, de manera que se había limitado a observarla.


Había algo en aquella mujer que lo alcanzó de lleno en cuanto la conoció. Era muy guapa, de una belleza clásica, con un precioso pelo negro y unos ojos de color ámbar. Se conocieron en una fiesta de beneficencia a la que también asistieron varias mujeres enjoyadas y con vestidos deslumbrantes. Pero, para Pedro, ella sobresalía entre todas. No llevaba joyas y su vestido de terciopelo rojo, sin tirantes, era el más elegante de la fiesta. Aún recordaba el brillo de su piel a la luz de las velas.


De buenas a primeras, lo rechazó de un modo casi automático. Aquello divirtió a Pedro. Evidentemente, rechazar a los hombres era algo instintivo en ella y, por ello, él se sintió retado.


Al principio, su atracción fue simple y básica, una necesidad ardiente y primaria que lo impulsaba a tomarla en brazos, llevarla al lugar más cercano en que pudieran estar solos y hacerle el amor hasta que ambos quedaran lo suficientemente cansados como para no hacer otra cosa más que dormir.


La observó durante el resto de la tarde y, en un momento dado, cuando Paula se volvió después de haber estado hablando con alguien, vio algo que conectó con él a un nivel muy profundo. En ese instante percibió en su interior mucho más de lo que ella permitía ver al resto del mundo. Pero no supo con exactitud qué era lo que le había hecho conectar con ella de manera tan intensa. Solo más tarde, tras otros encuentros, descubrió qué era.


Pérdida y necesidad.


Vio en ella las cicatrices de la pérdida, heridas no completamente sanadas y dolores recordados como si hubieran sucedido el día anterior. Los reconoció en ella porque él también los había sufrido, tal vez no tan profundamente, pero sabía muy bien lo que era el sentimiento de pérdida y la necesidad. Aunque sus experiencias fueran distintas, el dolor era el mismo.


Reconocer aquello le hizo comprender que valdría la pena esperar con calma a que Paula llegara a verlo como un hombre deseable que merecía toda su atención.


No le llevó mucho tiempo averiguar que Paula solo estaba interesada en un hombre: Darío Barón. Tras averiguar los motivos y los porqués, supo que no estaban hechos el uno para el otro. La certeza llegó de la convicción de que él era el único hombre con el que Paula debía estar, y de que, antes o después, iba a hacerla suya. Lo que no sabía era cuánto tiempo iba a llevarle conseguirlo. Afortunadamente, tenía mucha paciencia.


Se empeñó en conocerla, en averiguar qué la hacía feliz, qué cosas la disgustaban. No fue fácil, porque Paula se había ocupado de construir una formidable barrera a su alrededor. Solo últimamente había empezado a ver algunas grietas en aquella barrera, pequeñas, desde luego, pero tratándose de ella el más mínimo resquicio era algo extraordinario.


Tal vez, el problema de las migrañas había sido la causa de aquellas grietas. O tal vez se estaba quedando sin retos, algo que él sabía, pues se había empeñado en conocer cada uno de sus movimientos, tanto en el terreno de los negocios como en el personal. Y debido a ello, casi podía garantizar lo que iba a continuación. Eso era lo que había estado esperando.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 4

 

Con los ojos nuevamente cerrados, sintió que entraban en su dormitorio. Allí, con una delicadeza que nunca habría esperado de él, Pedro la dejó en la cama y colocó una almohada bajo su cabeza. Luego encendió la luz de la mesilla de noche y abrió el cajón de esta. Maldijo entre dientes.


Paula sabía lo que había visto, pero ya no tenía ningún control sobre la situación. Sentía el escozor de las lágrimas en los ojos. La luz le estaba atravesando el cráneo. Alargó una mano para tomar otra almohada y se cubrió con ella los ojos.


Oyó que Pedro entraba al baño y abría el grifo; unos momentos después el colchón se hundió bajo su peso.


—Paula, querida, ¿puedes abrir los ojos? Tienes que mirarme un segundo.


Era lo último que ella quería hacer. La luz iba a resultar intolerable. Apartó la almohada de su rostro y abrió lentamente los ojos. Pedro sostenía tres frascos de medicina en cada mano.


—¿Cuál necesitas?


Paula señaló uno.


—¿Cuántas pastillas?


Paula alzó un dedo.


Pedro pasó un brazo por debajo de sus hombros y la hizo erguirse. Ella tomó la pastilla y dio un sorbo al vaso de agua que él le acercó a los labios.


Luego, con la cabeza de nuevo sobre la almohada, volvió a cerrar los ojos.


—La luz… —Pedro apagó la lámpara antes de que terminara la frase. La única luz que iluminaba la habitación era la del baño, que Paula solía dejar encendida— Gracias. Ahora ya puedes irte. Ya estoy mejor —dijo, aun sabiendo que si el dolor no remitía rápidamente tendría que intentar otra cosa.


—Me alegra que ya estés mejor pero, entretanto, creo que debería llamar al médico.


—No.


—No estoy ciego, Paula. Sé que estás sufriendo un fuerte dolor. Tu médico debería saberlo.


—Lo sabe.


Pedro suspiró.


—De acuerdo. Si veo que mejoras durante la próxima media hora, no lo llamaré. Pero voy a quedarme contigo.


—No —Paula sabía que no iba a poder relajarse con él allí.


—Ssss. No trates de discutir conmigo porque no te servirá de nada. Además, sería demasiado esfuerzo para ti.


Pedro tenía razón en eso. Paula giró levemente la cabeza en la almohada y trató de alcanzar con las manos las horquillas que sujetaban con firmeza su moño. Pero el movimiento le produjo náuseas y tuvo que desistir.


Pedro le apartó las manos y se ocupó de quitárselas. Tras aflojarle el pelo en torno a la cabeza, tomó una de las manos de Paula en la suya y le acarició el antebrazo. Ella no lo habría creído posible pero, sorprendentemente, aquello la alivió. No solía gustarle que la tocaran.


Trató de calcular las consecuencias de que Pedro la hubiera visto en su estado más vulnerable, pero apenas podía pensar cuando le dolía tanto la cabeza. Permaneció muy quieta, rogando para que la medicina produjera cuanto antes su efecto.


—¿Y el vestido? —Oyó que preguntaba Pedro—. ¿No estarías más cómoda con otra cosa?


Paula pensó que sí, pero no se sentía con ánimos para cambiarse.


—Ahora no.


—Avísame cuando puedas moverte sin que te duela tanto.


Paula trató de poner su mente en blanco, pero era demasiado consciente del dolor, demasiado consciente del hombre que le estaba acariciando el brazo.