jueves, 13 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 32





Pedro intentaba concentrarse en los números que aparecían en la pantalla de su ordenador, pero no era capaz. Suspirando, se dio la vuelta para mirar por la ventana.


Hacía una preciosa mañana de primavera, el sol brillaba sobre el mar azul y la brisa hacía que los yates y los veleros bailasen sobre el agua.


Acababa de hacer el amor con la mujer de sus sueños y no tenía la menor duda de que su plan tendría éxito. Lo supiera o no, Paula pronto sería su esposa.


Entonces, ¿por qué no se sentía feliz? Cerrando el ordenador, se levantó y empezó a pasear por el estudio. Luego miró el mar y los veleros que parecían bailar sobre la superficie…


No debería haberle hablado de su madre. 


Algunos secretos era mejor mantenerlos enterrados para siempre. ¿Qué más daba que lo hubiera abandonado de niño? ¿Qué más daba que hubiese querido a su perfecto hermano y no a él? Le daba igual. Haber crecido solo lo había hecho más fuerte. Así había aprendido a pelear.


Había aprendido a ganar.


—¿Señor Alfonso?


Riggins estaba en la puerta del estudio. El usualmente imperturbable mayordomo respiraba profundamente, como si hubiera ido corriendo.


—¿Sí?


—He estado buscándolo. El príncipe Mariano von Trondhem está aquí… en la biblioteca.


—¿Mariano está en la biblioteca? ¿Y por qué lo has dejado pasar?


Riggins lo miró, sorprendido.


—Señor Alfonso, una vez me dijo que, si el príncipe lo visitaba, querría verlo…


—Eso fue antes —lo interrumpió Pedro, atravesando el estudio a grandes zancadas.


Cuando estaba en el pasillo oyó una voz de hombre y tuvo que sujetarse a la pared, angustiado al oír la voz de su hermanastro.


—Nunca se casará contigo, Paula. Nunca te será fiel. Es un hombre peligroso, despiadado. No pertenece a tu mundo. No se rige por nuestro código de honor. Que gane el Grand Prix año tras año… es muy sospechoso. Y no me sorprendería en absoluto que mientras te estaba seduciendo a ti estuviera acostándose con esa secretaria suya…


Pedro empujó la puerta de la biblioteca. Mariano tenía una mano sobre el hombro de Paula, aún vestida con su albornoz. A su lado parecía pequeña, frágil.


—¿Tienes algo que decirme? —le espetó a su hermanastro.


—Sólo la verdad —contestó Mariano—. Si te importa Paula, la dejarás ir, antes de hacerle más daño a su reputación.


Pedro hizo una mueca.


—No voy a dejarla ir. No va a ser ni para ti ni para nadie.


—Eso lo decidirá ella, ¿no te parece?


Los dos la miraron.


Los ojos pardos de Paula se clavaron en Pedro antes de volverse hacia Mariano.


—No pasa nada. Puedes irte, Mariano, de verdad. Estoy bien.


Él apretó su mano.


—Cuando cambies de opinión, llámame. Yo sigo queriendo casarme contigo, Paula. Seríamos una pareja feliz, te lo aseguro. Cuando por fin te des cuenta de la clase de hombre que es, volverás a mí…


—Hora de irte —lo interrumpió Pedro


Hermanastro o no, no iba a dejar que convenciese a Paula para que lo dejara.


—Escúchame…


—Gracias por la visita —Pedro lo empujó hacia el pasillo y cerró la puerta.


—¿Es cierto lo que ha dicho? —preguntó Paula.


Él apretó los puños. Debería haberle dado un puñetazo a Mariano por atreverse a acusarlo de algo tan grave.


—Como no puede ganarme me acusa de hacer trampas. Es un mentiroso… un fracasado. Yo trabajo, entreno… por eso gano.


—No me refería a eso, sino a lo que ha dicho sobre tu secretaria. La conocí en Nueva York, ¿recuerdas? Es una chica preciosa.


—Sí, lo es —asintió Pedro—. Pero eso no significa que me acueste con ella.


—Podrías hacerlo, no estamos casados —Paula tragó saliva—. No me quieres.


—No te quiero, es verdad —asintió él—. Nunca te querré.




TE ODIO: CAPITULO 31





—¿Tu hermano?


De repente, todo tenía sentido. Por primera vez, Paula vio el parecido entre los dos hombres. La misma mandíbula, los mismos pómulos, el mismo color de pelo.


Mariano era delgado, elegante. Pedro era oscuro, peligroso. Pero era lógico que Mariano le hubiese parecido un hombre atractivo… el color de su piel, sus ojos, todo le había recordado a Pedro.


—Hermanos —repitió, sacudiendo la cabeza—. Es imposible.


—Bueno, hermanastros. Tenemos la misma madre.


—Pero la madre de Mariano es la princesa Von Trondhem. Sus padres pertenecían a una de las mejores familias de Nueva York…


—Sí, lo sé. Pero cuando tenía dieciséis años se escapó con mi padre. Era un hombre diferente, peligroso, y eso entonces le pareció romántico. Hasta que empezó a vivir con él —Pedro intentó sonreír—. Unos meses después de casarse supo que había cometido un terrible error, y cuando nací yo llegaron a un acuerdo: él le daría el divorcio y ella le daría… en fin, a mí.


—Oh, no…


Pedro se levantó, encogiéndose de hombros.


—Aparentemente, para ella no fue difícil dejarme. Su familia la envió a Europa hasta que pasara el escándalo, y en Viena conoció al príncipe Von Trondhem. Se casaron enseguida y, un año más tarde, nació Mariano. Y desde el día que nació, se lo pusieron todo en bandeja de plata.


Pedro


—Tengo trabajo que hacer —la interrumpió él—. Termina de desayunar y luego hablaremos. Vas a quedarte, Paula. Lo sabes tan bien como yo, así que no pierdas el tiempo discutiendo conmigo —añadió, antes de cerrar la puerta.


Paula estaba perpleja. Su madre lo había dejado cuando era un niño…


De repente, tenía un terrible dolor de cabeza. Recordaba lo aterrador que había sido volver a San Piedro embarazada y sola y, aparentemente, olvidada por su infiel amante. Su madre se había pasado el viaje entero haciendo planes para dar el niño en adopción, Paula se había pasado el viaje llorando.


Hasta que a Karina se le ocurrió una idea.


—Tu hermano necesita un heredero y ya sabes lo difícil que está siendo para nosotros tener un hijo. Paula, ayúdanos. Deja que queramos a tu hijo como si fuera nuestro.


Le había roto el corazón tener que entregar a Alexander, pero lo hizo. Por su familia, por su país. Y, sobre todo, por Alexander.


Pero, aunque Alexander nunca la había llamado mamá, al menos había pasado toda su vida al lado de su hijo. Había vivido su infancia, sus cumpleaños, sus primeros dientes, sus primeros pasos. Había sido su amiga, su confidente.


Pedro ni siquiera sabía que tuviera un hijo.


Ella se lo había robado sin darle la oportunidad de saber que era padre.


Pero, evidentemente, él no quería tener hijos. De ser así, se habría casado. El día anterior le había dicho que no terminaría sola y embarazada y no había que ser un lince para saber a qué se refería. Un hombre como él, que trabajaba dieciséis horas al día y pasaba su tiempo libre pilotando motos y acostándose con modelos, no querría el estorbo de un niño en su vida.


Se había hecho una vasectomía.


Pero no querer tener hijos y lidiar con la situación si los tuviera eran dos cosas diferentes.


Cuando le habló de su madre había visto una vulnerabilidad en sus ojos que no había visto antes. Pedro nunca había superado el hecho de haber sido abandonado.


Aunque no lo reconocería nunca, seguía rompiéndole el corazón.


Y eso la obligó a admitir otra verdad sobre sí misma.


Estaba enamorándose de Pedro otra vez. Estaba enamorándose desesperadamente de un hombre con el que no podía casarse.


—Dios mío…


¿Cómo se sentiría Pedro si supiera que lo había obligado, sin saberlo, a abandonar a un niño como él mismo había sido abandonado?


No podía amarlo. No podía. Y tenía que llevarse su secreto a la tumba. Si Pedro se enteraba, la odiaría para siempre.


Y, sin embargo, merecía saberlo. Aunque la odiase, tenía que saber que era el padre de Alexander.


De repente, no podía respirar. Intentando no pensar en lo que iba a hacer, salió del dormitorio y entró en la primera habitación que encontró, una habitación con estanterías llenas de libros. Un hombre se levantó de una silla…


—Ah, perdone…


Paula no terminó la frase. El hombre era Mariano von Trondhem, con un elegante traje gris y una corbata de seda.


—Hola, Paula.


Su expresión era tranquila, amable, pero ella se ruborizó de todas formas. Tenía el cabello despeinado y llevaba un albornoz, el albornoz de Pedro. Y si Mariano estaba allí era, evidentemente, porque había visto las fotografías en los periódicos.


—Lo siento mucho —dijo en voz baja—. Yo no quería hacerte daño…


—No pasa nada. Es culpa de Pedro, no tuya —Mariano le ofreció su mano—. He venido a decirte que estás cometiendo un error, Paula. Sal de aquí antes de que sea demasiado tarde.




TE ODIO: CAPITULO 30




Su piel brillaba como la más fina porcelana, el largo pelo oscuro esparcido por la almohada. Estaba desnuda. No llevaba maquillaje, ni joyas.


Era la mujer más bella que había visto nunca. Y lo único que sabía era que quería más. Más sueño. Más amor. Más Paula.


Y lo tendría. No porque la necesitase, se decía a sí mismo, sino porque disfrutaba estando con ella. Hacer el amor con Paula, verla reír, dormir a su lado, poseerla de todas las maneras posibles…


Y ahora ella podría estar esperando un hijo suyo.


La oyó contener el aliento entonces. Sus ojos de color caramelo a la luz del sol, se abrieron de golpe.


—¡Pedro!


—¿Sí, cara mia?


—Anoche no… no usamos protección. ¡No usamos preservativo!


—¿Eso es todo?


—¿Eso es todo? —repitió Paula—. ¿No te das cuenta de lo que podría pasar?


—Tranquila —intentó calmarla Pedro—. No tienes nada de qué preocuparte.


Ella parpadeó, sorprendida.


—¿No?


—No acabarás embarazada y teniendo que criar a un hijo sola. Eso es imposible.


—Ah. ¿Quieres decir que tú…?


—Ven aquí —la interrumpió Pedro, apretándola contra su pecho.


Volvió a hacerle el amor, esta vez despacio, tomándose su tiempo. Acarició su piel de satén hasta que ella le suplicó más. Pero Pedro se contuvo, haciéndola gemir antes de llevarla al clímax… dos veces.


Sólo entonces se dejó ir, cerrando los ojos, empujando con fuerza. No la disfrutó tanto como le gustaría, sin embargo. Quería llevarla al clímax por tercera vez, pero Paula agarró su miembro y empezó a acariciarlo con dedos de seda. Dio Santo, él sólo era un hombre.


Después, mientras se levantaba de la cama, se alegró de haber decidido hacerla su esposa. Una vida entera de noches así sería suficiente para dejarlo saciado.


Sonriendo para sí mismo, pidió el desayuno por el intercomunicador. Mientras esperaba, se puso una camisa negra de manga larga y un pantalón de diseño italiano.


Podía sentirla mirándolo desde la cama, tumbada perezosamente como si fuera un domingo por la mañana.


Casarse con ella sería una eterna luna de miel.


Oh, sí, pensó, felicitándose a sí mismo por su elección. La signora de Alfonso. Le gustaba cómo sonaba eso. Su mujer. En su cama.


Su mayordomo británico llevó una bandeja con el desayuno y la dejó sobre una mesa redonda frente a la chimenea. Y luego salió de la habitación, sin dar la menor indicación de haber reconocido a la princesa Paula Chaves.


Pero, una vez en la puerta, el hombre se volvió, carraspeando.


—¿Señor Alfonso?


—¿Riggins?


—Ha pedido usted los periódicos, como siempre. Pero… he pensado que sería mejor que los leyera en privado. Por la señora.


Cuando Riggins desapareció, cerrando la puerta tras él, Pedro miró la primera página del periódico que tenía en la mano… y lo cerró de inmediato. Malditos paparazis. Pedro maldijo a los fotógrafos que los seguían a todas partes y, sobre todo, maldijo su propia arrogancia por creer que estarían a salvo en su playa privada…


—¡No mires! —gritó Paula.


—¿Qué?


Sin pensar, Pedro se volvió. Paula había saltado de la cama y corría por el dormitorio, desnuda, para buscar el albornoz blanco. Él dejó que sus ojos se deslizaran por el cuerpo femenino, incapaz de hacer otra cosa más que saborear mentalmente las exquisitas curvas. Sólo después de que Paula se atase el cinturón,
cubriéndose con el albornoz de la cabeza a los pies, su cerebro empezó a funcionar otra vez.


—No has visto nada, ¿verdad?


Pedro guardó los periódicos a la espalda.


—No, nada que no quisiera ver.


—Eres un bruto —suspiró ella, dejándose caer sobre un sillón—. Un bruto.


—Sí, lo sé —sonrió Pedro—. Aunque eso anoche no parecía importarte.


—No, es verdad —Paula se puso seria—. Pero la noche ha terminado.


No. Imposible.


Fue una respuesta visceral del interior de su alma, fiera y posesiva.


—No quiero que esto termine —le dijo—. Los dos somos libres. Quédate conmigo.


Ella miró su plato, con jamón ibérico, huevos y dos pedazos de tarta de fresa.


—Tú eres libre, Pedro. Yo no.


—¿Qué quieres decir?


—Ya te lo dije hace dos días.


—¿No pensarás casarte con él?


—Mariano puede darle un futuro a mi país.


—¿Estás enamorada de Mariano? —demandó Pedro—. ¿Puedes estar tan loca?


—Soy la princesa de San Piedro. Mi destino es servir a mi gente —contestó Paula, mirándolo a los ojos—. No tengo más remedio que aceptarlo.


—Te vas a sacrificar por una causa absurda —dijo él, furioso, tirando los periódicos sobre la mesa—. Aunque Mariano fuera perfecto, ¿crees que seguiría queriendo casarse contigo después de ver esto?


Paula se quedó pálida al ver las fotografías de Pedro y ella haciendo el amor en la playa. Borrosas, pero suficientemente claras como para saber que eran ellos.


Con un nudo en la garganta, tomó otro periódico que contenía fotografías similares.


—¡Dijiste que estábamos a salvo!


—Pensé que era así —suspiró Pedro—. Lo siento.


—¿Lo sientes? Dios mío…


—Lo siento, Paula, de verdad. Yo no quería que esto pasara, te lo aseguro.


Ella se tapó la cara con las manos.


—No es culpa tuya, es culpa mía —murmuró, desesperada.


Pero sí era culpa de Pedro, y él lo sabía. La había seducido en la playa mientras le prometía que iba a protegerla. No haber cumplido esa promesa era como un cuchillo en su corazón.


—Encontraré al fotógrafo y le romperé la cámara.


—¿Y de qué serviría eso? —murmuró Paula, tapándose la cara con las manos—. Mariano habrá visto las fotografías. Mi madre las habrá visto…


—Yo hablaré con ellos. Les diré que todo ha sido culpa mía.


«Les diré que eres mía», pensó.


—¿Estás loco? ¡No puedes hacer eso!


—¿Por qué no?


—Bueno, tú no eres exactamente la persona favorita de mi madre. Y dudo que Mariano quiera verte después de esto.


—Me verá.


—¿Por qué? ¿Porque siempre le has ganado en el circuito? Que seáis rivales no significa…


—No, no es por eso —la interrumpió Pedro, tomando un sorbo de café—. Mariano no es sólo mi rival, Paula. Es mi hermano.