sábado, 17 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 20

 


«Oh, Dios mío».


Pedro sabía a vino y a las fresas y la nata que habían comido con el postre, envuelto todo ello en el sabor del café que habían tomado después. Dulce, ácido y ahumado a la vez.


Era una mezcla embriagadora, pero nada en comparación con la sensación de tener su lengua dentro de la boca, saboreándola, acariciándola, reclamándola.


Tenía las manos apoyadas sobre los hombros y el comienzo del cuello de Paula, de forma que pudo tirar ligeramente de ella para hacer que se levantara. Paula no estaba muy segura de cómo había ocurrido todo, no recordaba haberse movido, pero de pronto se encontró en las rodillas de él, el pecho unido al torso de él, besándolo con el mismo fervor.


Mientras él le acariciaba la parte superior de los brazos, ella se aferraba a su camisa, sujetándose y tirando de él para pegarse más. Sus pechos estaban aplastados totalmente contra el torso de él, pero aun así pudo notar cómo se le erizaban los pezones. Se le formó una sensación de fuego en la parte inferior del vientre, y el corazón empezó a latirle con tanta fuerza que le atronaban los oídos.


Se había equivocado al tratar de mantener las distancias con él, y también al intentar convencerse de que aquel hombre no le interesaba. Aquel hombre estaba muy excitado, era fuerte y seguro de sí mismo, y despertaba en ella sentimientos que jamás había sentido antes, al menos en ese grado.


Sus dedos ascendieron hasta enredarse en las puntas de su sedoso cabello. Besándose, con los cuerpos pegados todo lo humanamente posible sin desprenderse de la ropa, pero así y todo ella tiró de la nuca de él para profundizar más aún en el beso.


Pedro dejó escapar un gemido al tiempo que deslizaba las manos sobre sus senos y ahuecaba las palmas contra ellos, valorando su plenitud y su peso antes de empezar a acariciarle los pezones con los pulgares.


Fue un leve roce, pero profundamente erótico, más aún porque fue como si le estuviera acariciando los pezones directamente por lo fino que era el tejido de su camisón y su bata, y un escalofrío le recorrió el cuerpo.


Al empezar a removerse entre sus manos, una de sus rodillas chocó contra la taza de café que Pedro había apartado del borde. El tintineo de la porcelana la sobresaltó, sacándola de la bruma de la pasión y la excitación.


Se apartó de él ligeramente, rompiendo así el beso, pese a que su cuerpo le gritaba que buscara aquellos labios de nuevo. Respiraba entrecortadamente, le temblaban los brazos y las piernas, débiles como nunca antes los había sentido.


Santo Dios, ¿qué había estado a punto de hacer? ¿Cómo podía haberse dejado llevar de esa forma sólo con un beso?


Pedro no apartó las manos de los pechos de ella, sus dedos seguían rozando los rígidos pezones. Sus ojos resplandecían como dos zafiros a la luz del fuego, rebosantes de una pasión no menos intensa que momentos antes.


¿Es que no se había dado cuenta de que se había apartado de él o estaba tan cegado por la pasión como ella hasta hacía unos segundos?


Fuera como fuese, tenía que detener aquello, tenía que dejarle claro que lo que acababa de ocurrir entre ellos era un error. Uno monumental que no podía, no debía, repetirse.


—Para —jadeó ella.


—¿Qué ocurre? —preguntó él con voz igualmente entrecortada. Aunque dejó caer los brazos a lo largo de los costados, tuvo que apretar los puños, traicionando así la tensión que palpitaba en su interior.


—Esto no va a ocurrir —dijo ella, aunque con un tono mucho menos firme de lo que le habría gustado. Todavía en las rodillas de Pedro, se separó un poco más, temerosa de que la abrazara nuevamente porque no estaba tan segura de que pudiera resistirse mucho más.


Pedro arqueó una ceja.


—Pues a mí me ha parecido que íbamos por muy buen camino —respondió él.


Sin mirarlo, se levantó.


—Ya te he dicho que no había venido a Glendovia a convertirme en tu última conquista. Estoy aquí por motivos estrictamente laborales. Este beso ha sido un error. Jamás debería haber ocurrido, y no volverá a ocurrir. Las cosas se han descontrolado un poco sólo porque estoy cansada y había bajado la guardia.


Pero Pedro no estaba dispuesto a irse todavía.


Se puso en pie también y entonces le tocó el codo, acariciándolo por encima del tejido de satén de la manga.


—Podría quedarme —susurró seductoramente—, y asegurarme de que descanses y disfrutes. Que disfrutes mucho.


El brillo que Pedro captó en los ojos de Paula, le dijo que se había extralimitado. Paula se zafó de él y se escabulló a abrir la puerta, esperando, rígida y con cara de pocos amigos, a que Pedro saliera.


—Buenas noches, alteza —dijo con un tono un tanto desprovisto de respeto.


Si no fuera un hombre paciente, decidido a salirse con la suya, tal vez se hubiera ofendido. Pero era un hombre paciente, y sabía que presionándola no sacaría nada de ella. Sería mejor tomarse las cosas con calma, cortejarla y seducirla debidamente.


—Hasta mañana entonces —dijo él con cortesía, colocándose frente a ella sin dar señales de sentirse molesto por su actitud.


Aunque permanecía rígida, Pedro le tomó la mano y le dio un tierno beso en el dorso.


—Gracias por haber sido la compañera perfecta durante la cena, y por todo el trabajo que estás haciendo para el hogar infantil. Sabía que traerte sería un acierto.


Entonces salió de la habitación con una enorme sonrisa y se alejó caminando despreocupadamente pasillo abajo. Segundos después, oyó el golpe de la puerta al cerrarse y su sonrisa se ensanchó aún más.


Paula Chaves era una mujer ardiente y apasionada con un fuerte temperamento. Tal vez pensara que se lo había quitado de encima, que podría mantenerlo a raya, pero su reticencia no había hecho más que intrigarlo todavía más.




EN SU CAMA: CAPÍTULO 19

 


Paula lo observaba todo desde la puerta del dormitorio, disgustada consigo misma por estar observando con admiración la amplia espalda del príncipe. Su estrecha cintura. Los poderosos músculos que se tensaban, bajo la camisa blanca y los pantalones oscuros, a cada uno de sus movimientos.


Tragó con dificultad, sintiendo una oleada de calor que le subía por el pecho, sonrojándole el cuello y las mejillas.


Fijarse en los considerables atributos físicos de Pedro, era lo último que debería estar haciendo. De hecho, reconocer que lo encontraba atractivo, representaba ya bastante peligro. Un riesgo que no podía correr.


Y pese a todo, no era capaz de apartar los ojos de él.


—¿No hace demasiado calor para encender el fuego? —le preguntó, mientras el criado terminaba de servir las bandejas y salía discretamente de la habitación.


—Me ha parecido que tenías frío —replicó el príncipe, volviéndose para mirarla.


Fijó la atención en las piernas desnudas de Paula, detalle que a ella no le pasó desapercibido, y tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para mantener el tipo y no hacer ademán de cubrirse. Y si no lo hizo, fue porque sabía que Pedro se había fijado en la carne de gallina que se le había puesto antes, mientras cenaban. Le conmovió la consideración de Pedro, algo que no quería sentir.


—No nos acercaremos demasiado —añadió, alejando un poco la mesa antes de tomar dos de los cojines del sofá—. Ven a sentarte.


Se sentó entonces sobre uno de los cojines en el suelo, con las piernas cruzadas, y dejó el otro para ella. Pero en vez de sentarse uno frente al otro, ahora estarían mucho más cerca, separados tan sólo por la esquina de una pequeña mesa de centro.


No era el escenario típico de una reunión de trabajo. Claro que tampoco lo era su atuendo. Nada era típico en toda aquella situación.


Paula atravesó la habitación descalza, dejó los expedientes a un lado y se sentó con las piernas cruzadas.


Pedro sirvió café de la jarra de plata, mientras ella echaba un vistazo al postre: un bizcocho esponjoso de un tono dorado, partido en rebanadas con jugosas fresas dentro y cubierto todo con abundante y espesa nata. Se le hizo la boca agua.


Como quiera que la reunión estaba adquiriendo rápidamente tintes románticos, Paula optó por sacar el tema de la fiesta de Navidad en el orfanato, y no se detuvo hasta que hubieron terminado una porción de bizcocho y una taza de café cada uno. Dicho sea en su honor, Pedro siguió la conversación en todo momento, y no hizo ningún comentario íntimo fuera de lugar.


Su entusiasmo y participación la complació. A decir verdad, había esperado de él un esfuerzo mínimo para convencerla de que la había llevado a su país por motivos legítimos y no para convertirla en la última de la que suponía sería una interminable lista de conquistas.


Pero se estaba tomando en serio su conversación y el asunto de la recaudación de fondos. La estaba tomando en serio a ella.


Le resultó un cambio agradable después de haber tenido que soportar, durante las últimas semanas, un sinfín de bromas y crueles indirectas, desde que se extendiera el rumor de que se había acostado con un hombre casado.


Pese a la taza de café que acababa de tomarse, Paula no pudo evitar parpadear varias veces seguidas para mantenerse despierta ni taparse la boca con la mano para ahogar un bostezo. Y tal vez no estuviera en plena forma, tal vez sus defensas estuvieran bajas, porque le pareció sensato, casi natural, seguirle cuando Pedro se acercó al fuego.


Se reclinó junto a él y se dejó acunar por las llamas danzarinas y la opulencia de lo que la rodeaba. No había nada malo en estar en compañía de un príncipe guapísimo, aunque tuviera que hacerse fuerte para no ceder a sus encantos, a su aspecto, al aroma especiado de su colonia.


Y es que era todo lo guapo que podía ser un hombre. Si no fuera porque ya era príncipe, pensaría que lo era. Un príncipe o una estrella de cine.


—¿En qué piensas? —preguntó él con suavidad, a escasos centímetros.


Y tenía una bonita voz. Susurrante y ligeramente ronca, cuya cadencia le acariciaba directamente la espina dorsal, obligándola a retorcer los dedos de los pies, como cuando quieres reprimir un escalofrío.


Si no fuera un miembro de la familia real, constantemente perseguido por los paparazzi, y si ella no acabara de sufrir el escozor de las calumnias en sus propias carnes, puede que hasta se hubiera decidido a lanzar toda precaución a los cuatro vientos y se hubiera acostado con él. Convertirse en su amante no, eso no iba con ella, pero sí pasar una noche de pasión con un hombre, que tenía la habilidad de hacer que le flaquearan las rodillas cuando estaba con ella.


Gracias a Dios que esto no lo sabía. Gracias a Dios que no podía saber lo que estaba pensando en ese momento. Si no, todas sus buenas intenciones, todo lo que había insistido en que sólo se había quedado allí por trabajo, sin posibilidad alguna de mezclar un poco de placer, se desvanecería como la niebla entre la brisa marina.


Gracias a Dios.


—Pienso que esto es muy agradable —replicó—. Muy relajante. Debería trabajar un poco más, pero creo que estoy demasiado cansada.


Pedro se giró y Paula se vio reflejada en sus pupilas.


—¿Quieres ir a la cama?


A punto estuvo de contestar que sí, antes de que su brumoso cerebro identificara el peligro implícito en la pregunta.


—Muy listo —dijo ella riéndose. Se sentía tan relajada que encontraba divertido el intento de Pedro de atraparla—. Pero aunque quiera irme a la cama… en algún momento… no me iré contigo.


—Es una pena. Aunque siempre nos quedará mañana.


Allí estaba otra vez, aquel tono suyo relajado y engatusador. La voz que le espesaba la sangre y provocaba una cálida sensación de hormigueo en zonas de su cuerpo que preferiría que no reaccionaran así a su presencia.


—No he venido aquí para eso —respondió ella, con calma.


Lo tenía a escasos centímetros de ella, acariciándole las mejillas y las pestañas con su cálido aliento. Su boca se le antojaba increíblemente incitante, sexy y apetecible.


Seguro que un pequeño beso no le haría ningún daño. Sólo un besito para satisfacer su creciente curiosidad.


No era un paso inteligente por su parte. De hecho, era ridículo.


Pero antes de que decidiera si podía permitirse un momentáneo lapsus de cordura, Pedro tomó la decisión por ella.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 18

 


En primer lugar, fue al comedor, donde los demás miembros de la familia ya tenían la cena servida, y les dijo que no cenaría con ellos. A continuación se acercó a las cocinas del palacio y pidió que preparasen dos bandejas en vez de una y las subieran a la habitación de Paula.


Esperó mientras las preparaban y después acompañó al joven criado con el carrito. Paula abrió la puerta y frunció el ceño al ver que el criado iba acompañado por Pedro. Dicho sea en su honor, Paula se contuvo hasta que el chico introdujo el carrito en la habitación.


El chico miró entonces a Pedro, esperando a que éste le dijera dónde quería que les sirviera la comida.


—Está bien, Franc. Ya me ocupo yo. Gracias.


El joven inclinó la cabeza y salió rápidamente de la habitación, cerrando la puerta detrás de sí, y los dejó a solas.


Paula miró por encima las bandejas con las cubiertas de plata y el vino que reposaban sobre el carrito y clavó los ojos en él.


—¿No estarás pensando en cenar conmigo? —preguntó, sin molestarse en fingir un ápice de cortesía, mientras se cruzaba de brazos y tamborileaba el suelo impacientemente con la punta del dedo gordo. Estaba descalza y llevaba las uñas pintadas de rojo.


—Como tú misma has dicho, tenemos mucho que hacer, y coincido contigo en que cenar en tu habitación es una manera de seguir avanzando. Cenaremos en el balcón —añadió, empujando el carrito hacia la terraza—. Te gustará. Trae tus papeles, si quieres, y podemos discutir de los detalles mientras cenamos.


Paula no dijo nada, pero le hubiera dado igual que hubiera dicho algo. Concederle la posibilidad de responder era invitarla a negarse, y no tenía intención de aceptar más excusas.


Paula lo siguió hacia las ventanas francesas sin decir palabra, pero se detuvo antes de salir al balcón.


Todavía había luz natural, aunque empezaba ya a anochecer, y las brillantes tonalidades de la puesta de sol se apreciaban ya en el horizonte. La temperatura era normalmente bastante agradable en esa época del año, pero hacía algo más de calor de lo normal, por lo que Pedro no tuvo reparos en sugerirle que cenaran fuera pese a ir vestida con un fino camisoncito de nada.


Y si tenía frío… se le ocurrían un montón de formas de hacerla entrar en calor.


Se acercó a la mesa con tablero de cristal que había en la terraza y fingió que no la miraba mientras pasaba las fuentes de la cena del carrito a la mesa, aunque en realidad seguía todos sus movimientos por el rabillo del ojo. La vio aferrarse con la mano al marco de una de las ventanas francesas a causa de los nervios y retorcer los dedos de los pies como si vacilara entre salir al balcón o quedarse dentro.


—Tal vez debería cambiarme de ropa —dijo en voz baja.


Pedro sintió un arrebato triunfal, aunque se cuidó de que no se le notara. Paula parecía haber aceptado finalmente que discutir o pedirle que se fuera era inútil. Había ido a cenar con ella y tenía la intención de hacerlo.


Levantó entonces la cabeza y la miró a los ojos. Quería tenerla en la mesa tal como iba, con aquellas prendas azul turquesa que hacían resaltar el brillo de sus ojos oscuros.


—Lo que llevas está bien —replicó él—. Será una cena informal y hablaremos de organizaciones benéficas casi todo el tiempo. De hecho, creo que yo también me pondré cómodo.


Y diciendo esto se quitó la chaqueta del traje, que colgó en el respaldo de la silla, a continuación se quitó la corbata y se remangó la camisa.


—¿Qué te parece así? —preguntó, dejando que lo observara un momento—. Puedo quitarme más cosas si quieres, pero tengo la sensación de que eso te parecería demasiado informal. ¿Me equivoco?


Enarcó entonces una ceja, retándola en silencio a negarlo. Si conseguía salirse con la suya, acabarían desnudos antes de que acabara la noche.


Por un segundo, Paula le lanzó una mirada firme y rebelde pero, finalmente, se giró y desapareció en la habitación.


Al principio, Pedro pensó que había ido a taparse con una armadura, por lo menos, pero Paula reapareció al momento vestida con la misma bata y nada más. También llevaba su cuaderno de notas y un pequeño montón de expedientes.


Se sentó y acercó la silla a la mesa, con la misma seriedad que si estuviera en una comida de negocios y llevara puesto un traje formal. Y Pedro no pensaba discutir ahora que la tenía justo donde quería.


Levantó las tapas que cubrían las fuentes con la cena y se sentó frente a ella. Descorchó la botella de vino, proveniente de los propios viñedos de Glendovia, y sirvió una generosa cantidad a cada uno.


Pedro charlaba de cosas sin importancia mientras comían, y aunque Paula se mostró un poco reacia a hablar al principio, al final se relajó y terminó charlando tan despreocupadamente que cualquiera diría que era otra mujer.


Después pasaron a los planes para el hogar infantil, hasta que alguien llamó a la puerta.


—Será el postre —anunció Pedro, que se levantó y se colocó la chaqueta sobre el brazo—. Pasemos a la otra habitación, ¿te parece?


Y diciendo esto, entró en el salón de la suite mientras ella lo seguía con sus expedientes.


Sin dar tiempo al criado a llamar una segunda vez, Pedro abrió la puerta y le indicó que entrara y sirviera el café y el postre en la mesa baja que había frente al fuego.


Mientras tanto, Pedro bajó la intensidad de las luces y se dispuso a encender fuego.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 17

 

Pedro comprobó la hora por tercera vez en diez minutos. Estaba al pie de la escalera principal, esperando a Paula, mientras los demás aguardaban ya en el comedor para cenar.


Pero los minutos pasaban y Paula no aparecía.


Al ver que una criada salía del comedor se acercó a ella.


—¿Podrías subir a la habitación de la señorita Chaves y averiguar por qué se está retrasando tanto?


—Lo lamento, señor, pero avisó antes para excusarse y pedir que le subieran la cena a su habitación.


—¿Está enferma? —preguntó, frunciendo el ceño en señal de sincera preocupación.


—No estoy segura, señor. No dijo nada.


—Gracias —y con una inclinación despidió a la criada.


Tan pronto como ésta desapareció de la vista, se giró y subió las escaleras. A los pocos minutos estaba llamando con los nudillos a la puerta de Paula.


La oyó decir que esperara un segundo y al momento se abrió la puerta. Estaba de pie con un camisón corto azul turquesa y una bata a juego de un tejido que se le ceñía al cuerpo y Pedro sintió que se le secaba la boca nada más verla. Llevaba una especie de recogido flojo en lo alto de la cabeza.


No pudo evitar abrir desmesuradamente los preciosos ojos color chocolate sorprendida, pero al momento los entornó molesta.


Notó entonces en que Pedro tenía la mirada fija en el canal que formaban sus pechos y se cerró la bata.


—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó en un tono, que con seguridad no sería el que habría que utilizar para dirigirse a un miembro de la realeza.


Pedro contuvo la diversión que le provocaba la situación y la miró con expresión seria, las manos enlazadas a la espalda.


—Me han dicho que no ibas a bajar a cenar y he subido a asegurarme de que no te ocurría nada. ¿Estás bien?


La expresión de Paula se suavizó al oír sus palabras.


—Estoy bien, gracias. Decidí cenar aquí, para poder seguir trabajando.


—No has dejado de trabajar desde que llegamos del hogar infantil —dijo él, más como afirmación que como pregunta.


—Para eso es para lo que me contrataste —replicó ella, con una pequeña sonrisa.


Se soltó un poco la bata y Pedro vislumbró nuevamente su escote. Notó que su cuerpo se ponía tenso y empezaba a tener calor.


Entonces se aclaró la garganta, esforzándose por pensar en algo que no fuera desnudarla y hacerla retorcerse de placer bajo su cuerpo. Pero ante la incapacidad de hacerlo, asintió con brusquedad y se fue por donde había llegado.


No recuperó el sentido común hasta que hubo recorrido los dos corredores y bajado la escalera principal, y entonces pudo decidir lo que iba a hacer.




EN SU CAMA: CAPÍTULO 16

 


Paula se maldijo, pensando que seguro que él percibía lo mucho que la atraía, lo que probablemente tomaría como señal de que se encontraba mucho más cerca de su objetivo: meterla en su cama.


—Alteza —dijo una voz, y una mujer de cierta edad se acercó a saludarlos precedida por el repiqueteo de sus zapatos.


Hizo una pequeña reverencia ante Pedro y sonrió a Paula.


—Soy la señora Vincenza, administradora del hogar. Estamos encantados de que nos haya honrado hoy con su presencia. Espero que encuentre todo a su gusto y haremos todo lo que esté en nuestra mano para contribuir a sus generosos esfuerzos.


—Gracias, señora Vincenza —respondió Pedro, con una pequeña inclinación—. Esta es Paula Chaves. Se ocupará de organizar los proyectos para recaudar fondos.


—¿Dónde están los niños? —preguntó Paula, mirando la amplia zona de entrada, con su escalinata central que conducía al piso superior.


—Los mayores están en el colegio, por supuesto, y los pequeños están arriba, en la guardería. ¿Le gustaría conocerlos?


—Me encantaría —respondió ella.


Siguió a la señora Vincenza hasta la segunda planta, con Pedro cerrando la comitiva.


Recorrieron la guardería, donde Paula jugó un rato con los bebés y los pequeños de dos o tres años y después la señora Vincenza les presentó a otros miembros del personal. También visitaron los dormitorios, el comedor, la sala de juegos y el salón para las visitas.


Nada más verlo, Paula se dio cuenta que el salón sería el lugar perfecto para la fiesta de Santa Claus. Era lo bastante grande para albergar a todos los niños, los medios y los invitados. Incluso había un precioso árbol de Navidad ya decorado en el rincón más alejado.


Tomaba notas en cuaderno todo lo rápido que le era posible, pero su cabeza trabajaba más deprisa y se le acumulaban montones de ideas. Al mismo tiempo, se las iba comentando a la señora Vincenza, que la miraba con los ojos resplandecientes.


A sus espaldas, de pie muy erguido y serio, Pedro escuchaba sin decir nada. Paula supuso que eso significaba que le gustaban sus ideas. Estaba segura de que se lo diría, si algo no le parecía bien.


Una hora más tarde, había completado con la administradora la fase inicial de sus planes y había elaborado una lista de tareas de las que ocuparse personalmente. Tras darle a la mujer las gracias por su tiempo y su entusiasmo, Pedro y ella salieron del hogar, atravesaron la nube de fotógrafos que seguían esperando a la puerta y se metieron en el coche.


No habían hecho más que arrancar, cuando Pedro se volvió hacia ella y le preguntó: —¿Qué te ha parecido?


—Muy bien —respondió ella, hojeando el cuaderno de espiral y revisando las notas que había tomado—. La señora Vincenza tiene muchas ganas de colaborar, porque sabe que eso la beneficiará a ella al final, y aunque hay mucho trabajo por delante, creo que nos dará tiempo a organizarlo todo.


En los labios de Pedro brotó una pequeña sonrisa.


—Tengo que admitir, que lo que le has dicho me ha impresionado. Se te da muy bien describir lo que tienes en la cabeza, para que los demás lo vean con claridad.


Paula se sonrojó complacida por el cumplido y le dio las gracias con una inclinación de la cabeza.


—Permíteme que te invite a comer en uno de los restaurantes de la isla, como gesto de agradecimiento por tu trabajo. Podemos ocuparnos de los detalles y ganar así tiempo para que esté todo listo para Navidad.


Aunque empezaba a tener hambre y no le iría nada mal comer algo, no le parecía buena idea pasar más tiempo con él del estrictamente necesario. Sería mejor regresar al palacio y pedir que le llevaran algo a su habitación, donde pudiera ocultarse y trabajar lejos de Pedro.


—Gracias, pero no. Preferiría volver y ponerme a trabajar —dijo ella, sin mirarlo a los ojos.


Él entornó los ojos levemente ante el rechazo, y Paula se preparó para discutir. Pero Pedro giró la cara hacia el frente y dijo: —Está bien. Deberías recordar algo, no obstante.


—¿Qué?


Pedro la miró a los ojos nuevamente, con su penetrante mirada azul.


—No podrás evitarme todo el tiempo.