miércoles, 17 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 9





La joven no le prestaba atención. La cocina era algo tan extraño para ella como la propia vida en el rancho y Pedro lo estaba descubriendo. Jamás le había importado,
y no entendía qué podía tener ese hombre para haber despertado en ella tan repentino el interés por la vida doméstica.


Por fin se sentaron a la mesa, frente al guiso de la madre de Pedro, los quimbomboes en salmuera y la ensalada.


—Los quimbomboes debe haberlos hecho la esposa de Ruben —comentó Pedro cuando la conversación decayó.


Aquella era una peculiaridad que Paula ya había notado. Para referirse a las mujeres siempre decían, «la esposa de», jamás mencionaban su propio nombre.


Suponía que cuando se referían a ella hablaban de «la nieta de Beau».


—¿Sí? —preguntó mirando aquella verdura que no se había atrevido a comer.


—Deben de estar bastante picantes. A Beau le encantaban así.


Había llegado el momento de comerlos. Sonriendo, Paula clavó el tenedor en uno de ellos y mordió un trocito.


Al momento le estaban ardiendo la lengua y los labios y las lágrimas escapaban sin contención de sus ojos.


—Creo que ya entiendo lo que quieres decir —se bebió un vaso de agua, pero no le sirvió de nada.


Antes de que hubiera terminado, Pedro ya se había levantado para servirle un vaso de leche.


—Prueba con esto.


Paula habría estado dispuesta a probar con cualquier cosa.


También el guiso que había llevado Pedro estaba bastante picante. Era increíble que aquella gente conservara todavía el gusto.


Cuando terminaron la ensalada, Paula le ofreció un café a su invitado.


Este lo rechazó mientras se levantaba.


—Tengo que volver a mi casa. Mañana tendré que levantarme pronto —llevó su plato al fregadero.


—Gracias por haberme hecho compañía durante mi primera noche en el rancho Pedro debía tener muchas cosas que hacer y le parecía un gesto conmovedor que hubiera pasado tanto tiempo con ella. Cuando vio que estaba empezando a enjuagar su plato le dijo—: Déjalo, ya me ocuparé yo de los platos.


Pedro no la contradijo.


—Entonces, vendré mañana a verte —estaba ya a punto de salir cuando se detuvo—. Se me olvidaba, tengo algo para ti.


Se metió en una de las habitaciones y volvió con una caja.


—Es un regalo por la inauguración de la casa.


—¿Para mí?


Abrió la caja y descubrió un par de botas negras.


—¡Pero si son exactamente iguales que las mías! —Lo miró a los ojos—. Son las mías, ¿verdad?


—Échalas un vistazo.


—¡Las has arreglado! —Examinó los tacones—. Están perfectas.


—Por supuesto —Pedro sonrió—. No olvides que ahora estás viviendo en Texas. Podemos hacer cualquier cosa con un par de botas de Nueva York.






ANIVERSARIO: CAPITULO 8





Paula conservaba el recuerdo de aquella cálida sonrisa y de la reacción que en ella provocó mientras se preparaba para trasladarse a Chaves.


Al final, Audrey no se había visto demasiado afectada por su marcha. De hecho, Paula había encontrado una sustituta antes de dejar Nueva York.


Una de las últimas cosas que había hecho antes de marcharse a Texas había sido visitar a su distribuidor de tejidos favoritos, y se había llevado tres pliegos de telas de
colores conjuntados.


Una cosa era que estuviera dispuesta a vivir en Chaves, y otra que estuviera dispuesta a soportar los terribles colores de su tapicería.


Esperaba que Pedro fuera a buscarla al aeropuerto, y no pudo evitar sentir cierta desilusión al ver que era la esposa de Pablo, la mujer que se ocupaba de las gallinas de Paula, la que iba a llevarla a Chaves.


Para el momento en el que tomaron la carretera de Chaves, Paula ya le había regalado a la señora Stevens todas las gallinas a cambio de poder recibir huevos cuando los necesitara. Cada una de las dos mujeres pensaba que había
llegado a un acuerdo extraordinario.


La señora Stevens casi le hizo olvidar la tristeza que le producía el que Pedro no hubiera ido a buscarla personalmente.


Pero estaba deseando verlo otra vez. Aquella sonrisa que habían cruzado en el porche estaba cargada de promesas. 


Por vez primera, había tenido la sensación de que no la veía sólo como la nieta de Beau, o como la mujer que podía hacer fracasar el proyecto de los avestruces. La había mirado como a una persona. Como a una mujer, como a una mujer atractiva, quizá… a no ser que Paula hubiera
malinterpretado la expresión de sus ojos.


Quizá pudieran permitirse el lujo de dedicarse a flirtear durante el próximo año. Naturalmente, ambos sabrían que no podía tratarse de nada serio, pues el siguiente destino de Paula estaba en París.


Abril en París. Paula suspiró y se aferró con fuerza aquel pensamiento.


Hasta entonces, se dedicaría a investigar en dónde residía el atractivo de los vaqueros. Sería divertido, pensó sonriente, mientras la señora Steven entraba en el rancho.


Pedro y los otros habían estado muy ocupados durante la semana que Paula había pasado en Nueva York.


Al lado de los criaderos habían cercado con alambre una nueva zona de terreno en la que en ese momento estaban descargando una camioneta de arena.


—Ha cambiado de aspecto, ¿verdad? —le preguntó la esposa de Pablo mientras se acercaban a la casa del rancho.


—Sí —la joven apenas podía creer que hubieran hecho tantos cambios—. ¿No crees que es un poco pronto para levantar ya ese corral?


—Bueno, seguro que Pedro puede explicarte por qué lo están haciendo. Los demás nos limitamos a seguir sus propuestas.


Paula estaba empezando a darse cuenta de que ella no había sido la única que se había dejado llevar por los sueños de Pedro.


—¿Cuándo van a llegar el resto de tus cosas? —le preguntó la señora Steven, mientras apagaba el motor de la camioneta.


—Al final de la semana, aunque tampoco es mucho lo que falta por traer —salió del vehículo, y palmeó una de las cajas que llevaban en la parte trasera de la camioneta—. Mientras tenga aquí la máquina de coser, me mantendré ocupada.


—¿Te gusta coser a máquina? —le preguntó la mujer de Pablo con entusiasmo.


—Soy diseñadora de ropa —contestó Paula, aunque estaba segura de que ya debía saberlo todo el mundo—. Y hasta que llegue a ser suficientemente conocida como para poder contratar a alguien que lo haga por mí, tengo que coser yo misma mis diseños.


—Entonces, tendrás que venir a nuestro círculo de costura.


—Humm, suena bien. Quizá pueda pasarme por allí cuando no esté demasiado ocupada con mi propio trabajo —lo último que necesitaba era tener que dedicar más horas a la costura.


—Sí, claro —contestó la señora Steve con evidente desilusión—. ¡Pablo! —gritó— ¡Venid todos a bajar las cosas de Paula!


Paula esperaba que Pedro fuera uno de los que se acercaran a descargar su equipaje. Sabía que llegaba ese mismo día y lo menos que podía hacer era acercarse a
darle la bienvenida. En aquella ocasión, había escogido su atuendo con mucho más acierto que la vez anterior. Llevaba unos vaqueros negros y unas botas que ya habían soportado dos inviernos en Nueva York. Estaba haciendo un esfuerzo por adaptarse a su nueva vida y le habría gustado que Pedro lo viera. Pero el vaquero no estaba entre los tres hombres que se acercaron a la camioneta, y Paula no pensaba preguntar por él.


—¿Qué tal, Paula? —la saludó Pablo—. ¿Vienes preparada para instalarte en el rancho?


—Claro —contestó, y preguntó inmediatamente—. ¿Qué estáis haciendo allí?


Pablo miró hacia los establos antes de subirse a la camioneta.


—Estamos preparando el corral para las avestruces.


Paula alzó las manos para agarrar una de las cajas que Pablo le pasó.


—Pero si yo pensaba que aquí sólo íbamos a tener huevos y polluelos de avestruz.


Pablo le hizo un gesto a uno de los hombres para que lo ayudara a bajar la máquina de coser.


—Eso es lo que pensábamos, pero tú no tienes perros.


Por supuesto. No podía haber encontrado una explicación más razonable.


Paula estaba a punto de preguntarle qué había querido decir cuando vio que entraba un coche por la puerta del rancho. 


Era el jeep de Pedro.


Ya era hora, pensó, y desvió intencionadamente la mirada. 


No quería que nadie la sorprendiera mirando embobada la llegada de Pedro.


—Eh, aquí viene Pedro —Pablo agitó la mano y sonrió.


Cuanto más se acercaba, más rápidos eran los latidos del corazón de la joven.


Sólo había hablado una vez con él desde la semana pasada. Pedro la había llamado para preguntarle si le gustaría que contratara a alguien que limpiara la casa antes de su llegada. Paula, que acababa de tener que limpiar su apartamento, había aceptado encantada.


Pedro había estado cordial, pero no especialmente afectuoso por teléfono.


Después, al no verlo en el aeropuerto, Paula había pensado que podría estar intentando distanciarse un poco de ella, de modo que, mientras lo veía salir del coche, no sabía qué debía esperar.


—Así que al final te has decidido —comentó Pedro con una sonrisa, mientras cerraba la puerta del jeep.


—Sí —contestó Paula, sintiendo que se le secaba la boca como a una colegiala nerviosa.


Vio que Pedro bajaba la mirada hacia sus pies y se echaba a reír.


—Vaya, parece que terminaremos convirtiéndote en una auténtica ranchera.


¿Esperaba acaso que cometiera el mismo error que la semana anterior?, se preguntó la joven, indignada. Era cierto que era una chica de ciudad, pero eso no significaba que no fuera capaz de adaptarse a otro medio si tenía que hacerlo


Después de todo, Pedro también se había puesto un traje cuando había ido a Nueva York.


Después de saludar al resto de los hombres y a la mujer de Pablo, Pedro se volvió de nuevo hacia Paula.


—Ya no puedes dar marcha atrás, ¿verdad?


—¿Quieres decir que alguna vez he podido escoger?


Pedro se echó a reír.


—Claro que podías haber escogido. Nosotros éramos los que no teníamos ninguna otra opción.


Se miraron a los ojos y a Paula le pareció descubrir cierto alivio en los de Pedro.


—¿Pensabas que al final no iba a venir?


Pedro se encogió de hombros y abrió la puerta trasera del jeep.


—Siempre cabía la posibilidad de que cambiaras de opinión al volver a Nueva York.


Paula dejó la caja que tenía entre las manos en el suelo y fue tras él.


—Me habrías traído a la fuerza.


—Probablemente. Toma, agarra esto —le tendió una caja. Paula miró inmediatamente lo que contenía.


—¿Comida?


Pedro agarró dos bolsas y cerró la puerta.


—He pensado que no te gustaría tener que ir hoy hasta Royerville para comprar provisiones.


Paula estaba conmovida.


—Mi madre te envía un guiso.


—¿De verdad? —era una buena señal, pensó Paula, preguntándose al mismo tiempo qué le habría contado Pedro a su madre sobre ella—. Ha sido una idea muy sensata por su parte. Mis habilidades culinarias son bastante escasas.


—¿Quieres decir que no sabes cocinar?


—No, supongo que no tendré muchos problemas en la cocina, pero viviendo sola estoy acostumbrada a picar cualquier cosa —esperaba que con aquel comentario se diera cuenta de que no había ningún hombre en su vida, aunque Pedro no se lo hubiera preguntado.


—¿Paula? —La señora Steven se acercó a ellos—. ¿Dónde quieres que dejemos la máquina de coser?


—Lo mejor será ponerla en frente de la ventana —le contestó—. Es donde hay más luz.


Mucho más contenta después de su reencuentro con Pedro, siguió a la mujer de Pablo al interior de la casa y llevó la caja de las provisiones a la cocina. Las cosas no iban a ser tan difíciles como pensaba. Estando todo el mundo dispuesto a echar una mano, terminaría mucho antes de lo que pensaba en poner la casa en funcionamiento.


—Tienes un congelador que debe de estar bien surtido —le explicó Pedro—. Está dentro de la despensa —señaló una puerta.


Paula abrió la despensa. Encontró allí latas de sopa, de judías, galletas y botes de tomate y verduras. Y un congelador de buen tamaño que zumbaba de forma considerable.


—Esto debe de tener más de cincuenta años.


—Probablemente —contestó Pedro—. Supongo que era el que utilizaba tu abuela.


Paula se quedó mirando fijamente el viejo electro doméstico.


—¿Tu conociste a mi abuela? —le preguntó.


—No —contestó Pedro.


—Yo tampoco —dejó las latas a un lado, para colocarlas más tarde—. Murió antes de que yo naciera.


—Entonces yo debía ser un niño. 


Paula miró a su alrededor.


—¿Sabes? Estoy empezando a pensar que mi abuelo no hizo ningún cambio en la casa en los últimos treinta años.


Se refería a la decoración, pero Pedro lo interpretó en un sentido más amplio.


—Por aquí las cosas no cambian nunca demasiado —comentó mientras metía en el congelador los alimentos que necesitaban refrigeración—. Por eso ha sido tan difícil empezar con la cría de avestruces.


—Hablando de ese tema, ¿para qué se van a utilizar la arena y esas alambradas que están instalando?


—Bueno… ha habido un pequeño cambio de planes.


—¿Qué quieres decir? —le preguntó Paula duramente.


—No habíamos pensado en los perros.


—¿Perros?


—En su hábitat natural, los avestruces son víctimas de los chacales y las hienas. En cuanto ven a un perro piensan: «peligro, por aquí viene una extraña hiena».


Paula soltó una carcajada.


—Y cuando ven un caballo, se creen que es una cebra —dijo Pedro sonriente—. Pero deberías haber visto a los caballos la primera vez que se encontraron con esos pájaros de más de dos metros.


Pedro, ¿quieres decir que los avestruces se van a que dar aquí? —aquello no formaba parte de su acuerdo.


—Hemos pensado que sería lo mejor —respondió Pedro, mirándola de soslayo—. Hemos conseguido ya el par de avestruces para aparear y la hembra prácticamente no duerme desde que la trajimos. Está estresada.


—La comprendo perfectamente —replicó Paula.


—Ruben tiene perros, y se dedican a ladrar a los pájaros a todas horas.


—Así que me toca quedarme a mí con ellos.


—Es lo más sensato. Así no tendremos tampoco problemas para trasladar los huevos, la incubadora está aquí mismo.


—Pero…


—No te preocupes, Paula. Lo único que este cambio supone para ti es que vas a tener que verme más a menudo.



Oh, bueno, entonces estaría dispuesta a hacer el sacrificio.


—¿Cuántos avestruces vais a traer?


—De momento a la pareja, ya te lo he dicho, y después si tenemos un poco de suerte, algunos ejemplares de unos veinte meses…


—¿Paula? ¿Pedro? ¿Estáis ahí? —Pablo y su esposa se acercaron a la despensa—. Nos vamos a casa, ¿necesitas algo, Paula?


La joven miró la cantidad de alimentos que tenía en la cocina.


—Creo que gracias a Pedro, va a pasar mucho tiempo antes de que empiece pasar hambre.


—Ninguno de nosotros vamos a pasar hambre, gracias a Pedro —la mujer de Pablo lo miró radiante.


—No me convirtáis tan pronto en un héroe. Vamos a tener que trabajar mucho.


Pero por la expresión de sus vecinos, Paula sabía que las palabras de Pedro habían caído en oídos sordos. Era evidente que tanto Pablo como su esposa lo adoraban.


Después de despedirse de los Steven, ella y Pedro terminaron de colocar las porvisiones.


—Tengo que ir a comprobar algunas cosas de los establos —dijo Pedro.


Pero Paula no quería que se marchara todavía. Quería saber más cosas de aquel hombre capaz de inspirar tanto respeto.


—Cuando termines en los establos, ¿por qué no vienes a compartir el guiso de tu madre conmigo? —le habría gustado parecer menos ansiosa.


Pedro vaciló, y Paula se regañó. Se estaba poniendo en evidencia. Estaba confundiendo la simple amabilidad de un vecino con otra cosa. Le había bastado con que Pedro le hubiera dedicado una sonrisa para atribuir miles de significados ocultos a su gesto.


Tendría que poner bajo control sus sentimientos. Apenas conocía a aquel hombre. Por supuesto, esperaba poder remediarlo, pero quizá se estuviera precipitando un poco. Era posible que en aquella zona no estuviera bien visto que las mujeres invitaran a cenar a los hombres.


O quizá Pedro tenía ya novia.


O quizá…


—Gracias, Paula, me encantaría —volvió a sonreír.


¡Y con qué sonrisa! La joven suspiró disimuladamente.


—Bueno, será mejor…


—Debería…


Ambos hablaron al mismo tiempo y terminaron riendo embarazosamente, también al unísono.


Pedro salió de la cocina y Paula deseó que se la tragara la tierra. Estaba comportándose como una estudiante enamorada de su profesor.


Mientras dejaba en el horno el guiso de la madre de Pedro, se regañó con firmeza.


Si no controlaba sus sentimientos, aquel año podría llegar a ser muy duro.


Tal como estaban las cosas, ni podía plantearse un ligero coqueteo. Pedro no era un hombre que pudiera dedicarse a ese tipo de frivolidades. Tenía un rancho que dirigir, no un trabajo de ocho a tres que le dejara el resto del día libre. Lo mejor que podía hacer era olvidarse de todas esas tonterías, o al menos dejar que fuera él el que tomara la iniciativa.


Durante las siguientes horas, se mantuvo más ocupada de lo que había previsto.


Al revisar los cajones descubrió una colección de platos y tazas, algunos de ellos rajados y cada uno de diferente tipo y color. No había siquiera dos vasos a juego.


Aquello era terrible. Su vajilla estaba todavía en camino, junto al resto de sus cosas.


Algo tenía que haber para poder poner una mesa decente, se dijo, pero por mucho que buscaba no encontraba manteles ni servilletas por ninguna parte.


Al cabo de un rato, agarró los tapetes de ganchillo que había encima del escritorio de su abuelo y en su propia habitación. En un armario que había sobre la nevera, encontró servilletas de papel.


Salió por la puerta trasera de la cocina, esperando encontrar algunas flores. No las encontró, pero descubrió una pequeña huerta que su abuelo había plantado antes de morir. La maleza crecía entre las plantas. Debían de ser verduras frescas, pero no era capaz de reconocer ninguna de las matas que estaban todavía creciendo. Quizá pudiera ayudarla Pedro a identificarlas.


Entre la maleza, encontró flores silvestres con las que hizo un ramo que colocó a continuación en la mesa. Se alejó un poco para admirar el efecto: había conseguido un estilo desenfadado y campestre. Sin demasiada luz, no quedaría mal.


Había llegado el momento de ocuparse de la cena.


Abrió el horno y fue asaltada por un desagradable olor a quemado. ¿Qué pensaría Pedro cuando descubriera que había quemado el guiso de su madre?


Necesitaba con urgencia un guante para sacarlo del horno.


Afortunadamente, lo encontró en un cajón que había al lado del horno. Levantó parte del papel de aluminio y descubrió aliviada que sólo se había quemado el queso de los bordes.


Pero tendría que añadir algo para completar la cena.


Pedro llegó cuando todavía estaba en la despensa.


—Veo que las cosas marchan —comentó éste mientras se lavaba las manos.


—Sí, pero la cena todavía no está lista —Paula se dijo que en vez de preocuparse tanto por el aspecto de la mesa, debería haberse dedicado a hacer la cena.


Salió de la despensa y encontró a Pedro olfateando el guiso de su madre.


—Mmm… pollo a la ranchera. Es uno de mis platos favoritos.


—Espero que no te importe que se hayan quemado los bordes —esbozó una tensa sonrisa. Dejó el bote de verdura que había sacado de la despensa en el mostrador y fue a buscar una cazuela.


—¿Paula?


—¿Sí? —acababa de encontrar una cazuela y estaba pensando si debería fregarla antes de utilizarla o no.


—Creo que has sacado un bote de quimbomboes. No hace falta cocinarlos.


Paula se quedó mirando fijamente el bote. Ella lo había escogido pensando que eran judías verdes.


—¿Pensabas que iba a ponerme a cocinar los quingomboes? —Se echó a reír, preguntándose en silencio qué demonios sería eso del quingombó—. No, la cazuela
es para… para cocer unas patatas.


—¿Crees que es necesario? —Pedro parecía dudarlo—. Las patatas tardan mucho en cocerse.


—Oh, no —le aseguró Paula, alegrándose de no parecer una completa ignorante en cuestiones culinarias—. Sólo tardan ocho minutos en el microondas.


Pedro miró alrededor de la cocina.


—¿Microondas?


Paula cerró los ojos y suspiró.


—No hay microondas, ¿verdad?


—No, a no ser que tú lo hayas traído.


Desesperada abrió la puerta del refrigerador y encontró una lechuga.


—Entonces, haremos una ensalada.


Se puso a prepararla deseando que Pedro no estuviera presente, que se hubiera ido a otra habitación. Pero continuaba en la cocina, haciendo  comentarios intrascendentes sobre las familias que vivían por allí.