domingo, 17 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 23






Ella soltó el vestido, que pareció caer a cámara lenta al suelo y se quedó de pie ante él vestida sólo con unas braguitas negras minúsculas, un pequeño sujetador negro y las medias rojas y negras que él estaba seguro de que le saldrían canas si no se las quitaba pronto.


—¿Esto es suficiente respuesta para ti?


Pedro no podía hablar, así que asintió con la cabeza y se dio cuenta de que le temblaban las manos, mientras que ella lo tomó de la mano sin vacilar y tiró de él fuera de la cocina y hasta su dormitorio, iluminado sólo por la poca luz de luna que entraba por la ventana enfrente de la cama.


Entonces le soltó la mano y se quitó lentamente el sujetador. 


Se cubrió un momento los pechos con manos vacilantes y después bajó las palmas hasta el borde de las braguitas. Las bajó y llevó las manos a la parte superior de las medias.


Pero Pedro le sujetó las muñecas y negó con la cabeza. Ella entreabrió los labios y dejó las manos a los costados.


Él quería pasar sus manos por cada centímetro de piel sedosa, pero controló el impulso de apresurarse y tomar con rapidez antes de que ella se diera cuenta de lo que hacía, antes de que cambiara de idea y lo echara de allí.


Rozó con los dedos los hombros de ella y miró el modo en que entrecerraba los labios y cómo le latía el pulso en la garganta.


Repasó con los dedos la línea del cuello, los bajó por la curva exterior de los pechos y observó los pezones volverse escarlata y ponerse duros. Sintió la estrechez de la cintura, la oscilación invitadora de las caderas y el punto en la unión de sus muslos que prometía más paraíso del que estaba seguro de poder sobrevivir.


La hizo retroceder un paso y luego otro. Las piernas de ella chocaron con la cama y se sentó despacio. Él le bajó los dedos por las piernas, detrás de las rodillas y la oyó dar un respingo. Encontró el borde elástico de la media y la bajó despacio por la pierna.


Ella respiró con fuerza y se humedeció los labios, dejando en ellos un brillo perturbador.


Él le quitó la media de lana y la dejó en el suelo. Antes de que empezara con la otra, ella se tumbó en silencio en la cama, apoyándose en los codos, levantó la pierna y le puso los dedos en el pecho. Su mirada se encontró con la de él. 


Retadora. Esperando. Invitando.


Él se preguntó entonces quién dirigía aquel baile, y decidió que no importaba. Bajó lentamente la segunda media y la tiró al suelo. Le dobló la rodilla y la besó en los labios.


Sintió el murmullo de su nombre en el beso y las manos de ella tiraron de su camisa y después de su cinturón. Alzó la cabeza el tiempo suficiente para librarse de la enojosa ropa que los separaba y después volvió a besarla y ella lo abrazó, y antes de que pudiera pensar algo coherente, ella lo guió a su interior y la sintió tan apretada, tan húmeda, tan suya que podría haber gritado como un bebé.


Respiró con los dientes apretados, apoyó la frente en la de ella e intentó recordar que era una mujer pequeña y él era un hombre grande. No quería aplastarla. Pero ella lo abrazó con las piernas y sus caderas lo urgían a seguir más y más. Y poco después la boca de ella le quemaba el hombro, el cuello… y sentía pequeñas explosiones en las puntas de los nervios.


—No pares —suplicó ella cuando llegó a su oreja—. Por favor, Pedro. No pares.


Y al instante siguiente gritó y él sintió sus convulsiones y lo único que pudo hacer fue seguirla una vez más.


Al interior del fuego.







UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 22





Paula saludó con la mano a los dos adultos que estaban detrás del trío de niños disfrazados de piratas y que acababan de tomar un puñado de caramelos de su bol. 


Cerró la puerta y se apoyó en ella un momento. Zeus y Arquímedes estaban tumbados en el suelo al lado del sofá. 


Los dos tenían diademas en la cabeza con cuernos de diablo saliendo de ellas, pero el golpeteo perezoso de sus rabos tenía muy poco de diabólico.


Se habían portado muy bien toda la noche, sin alterarse por el frecuente sonido del timbre. Paulales lanzó una galleta de perro a cada uno y llevó el bol vacío a la cocina para rellenarlo.


El timbre sonó de nuevo y se volvió a contestar, pero antes de que abriera, los perros se levantaron ladrando con suavidad y la rodearon.


—Sentaos —dijo ella.


Los animales obedecieron, pero Arquímedes ladró un poco aunque no muy alto. Paula abrió la puerta con una sonrisa. 


Pero no se encontró con otro niño con una calabaza de plástico en la mano.


Era Pedro.


Y después del primer arrebato de alegría, ella se dio cuenta de que parecía nervioso. Llevaba el pelo revuelto y alrededor de sus ojos había arrugas que no estaban allí unas horas antes.


La alegría de ella dio paso a la preocupación.


—¿Fiona está bien?


—Sí.


Ella abrió más la puerta.


—Entra. No esperaba verte.


Él entró en la sala y puso las manos en las cabezas de los perros.


—Ellos también se disfrazan, ¿eh?


Paula se encogió de hombros.


—A los niños que vienen les gusta —ella fue a la cocina y volvió con el bol lleno de caramelos—. ¿Qué tal tu reunión? —le ofreció el tazón.


Pero él negó con la cabeza y ella dejó las chucherías en la mesa al lado de la puerta.


—He tenido que cambiarla —repuso él. Empezó a pasear por la pequeña sala y los perros lo siguieron—. Han adelantado el juicio por la custodia.


—¿Por qué? —Paula se sentó en el brazo del sofá, alarmada.


—Por la agenda de Ernesto. HuntCom lo envía a Europa dentro de unas semanas y no de unos meses.


—¿Y puede cambiar un juicio así sin más?


—Ernesto trabaja para HuntCom. Ellos tienen mucha influencia.


Paula empezaba a ponerse también nerviosa.


—Eso no parece justo —declaró.


Pedro se pasó la mano por el pelo y la miró. Las pecas que se había pintado destacaban ahora más en sus mejillas pálidas.


—«Justo» no ha sido algo que haya formado parte de esta ecuación hasta el momento —señaló—. ¿Por qué iba a ser distinto ahora?


—¿Qué puedo hacer yo?


Él apretó los dientes. Sacó una cajita de joyería del bolsillo de la chaqueta y se la pasó.


—Ponte esto.


Paula tomó la cajita con lentitud, la abrió y miró el anillo.


—Mi abogado quiere que vayas al tribunal conmigo.


Ella lo miró con un sobresalto.


—Eso no era parte del trato.


—Lo sé.


Paula tragó saliva.


—No tengo un buen presentimiento con esto, Pedro.


—No tendrás que decir ni una palabra.


—¿Estás seguro? Porque no puedo mentirle a un juez.


—Lo sé. Yo no te lo pediría.


Ella pasó el pulgar por la piedra solitaria del anillo.


—¿Es un diamante de verdad?


Pedro no esperaba aquella pregunta.


—Sí —carraspeó—. El aro es de platino —y debería haber sido fácil elegirlo, pero había estado mucho rato en la joyería intentando imaginar cuál podría gustarle más.


—Habría sido mejor optar por una piedra falsa —comentó ella en voz baja—. Puesto que todo lo demás lo es.


—No hay nada de falso en lo mucho que te necesito.


Ella cerró los ojos.


—Me necesitas por los niños.


Pedro se moría por dentro. Tenía que centrarse en Ivan y Valentina, no en enamorarse de una mujer que merecía mucho más de lo que él podía ofrecer. Le tomó la cajita y sacó el anillo.


—¿Quieres ponértelo?


Ella lo miró. Y luego levantó despacio la mano izquierda.


Pedro le puso el anillo y ella dobló los dedos. Bajó la mano al regazo y miró el anillo.


—Es muy hermoso —dijo con voz ronca—. ¿Ahora se lo dirás a los niños?


Él asintió.


—Se lo diré mañana.


—¿Y cuándo es ese juicio?


—El viernes.


—¿Este viernes? —ella pareció alarmarse de nuevo—. ¡Santo cielo!


Sonó el timbre y se sobresaltó. Pero se puso en pie y fue a abrir. Se mostró amable y animosa con los dos niños, un chico con sombrero de cowboy y una chica con alas de hada, que llamaron y a los que ofreció el tazón de chucherías.


Pero cuando cerró la puerta y se apoyó en ella, dejó de sonreír. Lo miró largo rato y luego se volvió, abrió la puerta y dejó el tazón de chucherías en el escalón. Cerró la puerta con llave y bajó la persiana antigua que cubría la única ventana que daba a la parte frontal de la casita.


Pedro estaba más nervioso que nunca.


—Sabes que algún niño emprendedor se llevará todo el bol.


Ella negó con la cabeza y tiró de una de las cintas rojas atadas al final de las coletas.


—Ten un poco de fe.


Todavía con la cinta en la mano, se apartó de la puerta y se quitó los zapatos negros brillantes de tacón alto. Pedro sintió la boca seca. Pero ella pasó delante de él y entró en la cocina, seguida por los perros.


—Supongo que no has cenado, ¿verdad?


—No —Pedro la siguió a su vez—. ¿Qué tienes en mente?


—Pizza congelada —ella dejó la cinta en la encimera y abrió el congelador, del que sacó una caja plana que dejó con fuerza en la encimera antes de buscar una botella de vino en el frigorífico—. No les digas a Valentina e Ivan que comemos pizza sin verduras. Nunca me lo perdonarían —encendió el horno y abrió un cajón, del que sacó un sacacorchos—. Toma. Abre el vino.


Pedro abrió la botella sin dejar de mirarla. Paula quitó los cuernos a los perros y les dio agua fresca.


—¿Prefieres que me vaya? —preguntó Pedro.


Ella lo miró por encima del hombro.


—No lo sé —luego negó con la cabeza—. No.


No parecía muy segura, pero él decidió dar la respuesta por buena. No quería irse.


Giró el sacacorchos en el corcho y lo sacó despacio de la botella de vino.


—¿Copas?


Ella abrió un pequeño armario y sacó dos copas altas. Las sostuvo mientras él servía el vino y después le pasó una.


—El horno tardará un rato en calentarse —dijo. Se sentó en el sillón de cuero y cruzó las piernas.


Pedro le miró los muslos y tomó un trago de vino como si fuera un chupito de tequila.


—¿Cómo va el suelo del baño? —como sentía una necesidad brusca de escapar, se alejó por el corto pasillo.


—Está perfecto —contestó ella—. ¿Esperabas otra cosa?


Él miró el baño. Pero en vez de examinar el suelo, sus ojos se posaron en los tres sujetadores que colgaban de la barra de la cortina de la ducha y en los tangas que había al lado.


Volvió a la sala y paseó por ella.


—Hay que pintar los techos —dijo.


—Y las paredes —repuso ella—. Pero soy perfectamente capaz de hacerlo yo —tomó un sorbo de vino y lo miró por encima del cristal—. ¿Cómo es tu apartamento?


—Es sólo un lugar para dormir. Hay dos dormitorios extra para Valentina e Ivan, que sólo se han usado una vez, la semana pasada —miró una grieta en la escayola de la pared—. Lo alquilé porque estaba cerca de los niños. Los muebles también son alquilados. Todas mis cosas siguen aún en Colorado. Allí me hice una casa hace seis años.


—¿Y qué harás si consigues la custodia compartida?


—No quiero volver a mudarlos. Compraré algo aquí. O volveré a construir si encuentro un terreno de mi gusto.


—¿Y si no te dan la custodia? ¿Volverás a intentarlo?


—Podría seguir llevando a Stephanie a los tribunales durante mucho tiempo. ¿Pero cómo afectaría eso a los niños? —todavía no tenía una buena respuesta para aquello—. No lo sé. Probablemente volveré a Colorado —seguir a sus hijos a Suiza no era una opción. Tenía demasiadas cosas en marcha en Alfonso‐Morris. Si no conseguía que siguieran sus hijos en el país, la empresa sería lo único que le quedaría.


Ella bajó las pestañas. Tomó otro sorbo de vino.


—¿Y tu empresa de aquí?


—Podemos contratar a un encargado, como hemos hecho con la sucursal de Texas.


—¿No echarías de menos a Fiona?


—Echaría de menos muchas cosas —murmuró él. Y ella no sería la que menos. Sonó un timbre en la cocina y ella empezó a levantarse, pero él la detuvo—. Yo meteré la pizza en el horno.


Entró en la cocina. Terminó el vaso de vino de dos tragos, desenvolvió la pizza y la metió en el horno. Leyó las instrucciones en la caja y, como no vio cronómetro en el horno, puso el de su reloj. Rellenó su vaso de vino y se llevó la botella consigo a la sala de estar.


Zeus y Arquímedes se habían tumbado en el suelo, dejando muy poco espacio para pasear. Paula alzó la copa y él se la rellenó y dejó la botella en un estante de libros al lado de su sillón. Tomó uno de los álbumes de fotos y empezó a hojearlo.


Vio a una Paula más joven con dos perros ya crecidos. Pasó la página.


Más perros de distintas edades. Más personas. Un par de rubias espectaculares que asumió debían de ser las hermanas a las que todavía no conocía.


—Deberías considerar la oferta de Fiona —cerró el álbum y volvió a ponerlo en su sitio—. Lo harías bien.


—Estoy bien donde estoy.


—¿Sirviendo café?


Paula achicó sus ojos grises.


—¿Eso tiene algo de malo?


—Nada en absoluto, si eso es todo a lo que aspiras. ¿Lo es?


Ella apartó la vista.


—No estoy hecha para ese tipo de trabajo. Es demasiada responsabilidad.


—¿Seguro que lo que pasa no es que tienes miedo de fracasar?


Paula frunció los labios.


—Bueno, eso también, claro —se levantó de la silla—. Voy a hacer una ensalada para acompañar la pizza. ¿Te importa sacar a los perros fuera unos minutos?


Quería tener espacio propio. Y a Pedro le parecía bien. Él también necesitaba espacio. Quizá así recordaría por qué era importante no tocarla y no complicar aquel acuerdo.


Abrió la puerta y llamó a los perros. Salieron inmediatamente y saltaron por encima del bol de chucherías, que no estaba tan lleno como antes, pero tampoco estaba vacío.


Paula le había dicho que tuviera fe.


Siguió a los perros fuera y entornó la puerta antes de sentarse a vigilarlos en el escalón. La casa de Fiona estaba a oscuras, excepto por una luz que iluminaba la terraza de atrás.


Suspiró y se pasó una mano por la nuca. Zeus se acercó a él y le olisqueó las botas, pero volvió a alejarse para visitar otro arbusto. Unos minutos después, ambos perros regresaron y se sentaron tranquilamente al pie de los escalones.


—¿Cómo puede dejaros marchar? —preguntó Pedro, acariciándoles la cabeza.


Oyó un crujido detrás y supo que Paula había abierto la puerta.


—Porque están destinados a cosas más importantes que ser mis cachorros —ella salió al porche y se sentó a su lado.


—¿No tendrás frío sin chaqueta? —preguntó él.


Ella negó con la cabeza.


—Tenía mucho calor dentro. Y hace una noche hermosa.


—Sí —Pedro la miró. Se había deshecho las trenzas y el pelo, más rizado que nunca, le colgaba sobre un hombro, contenido apenas por un lazo de cinta roja. Apretó los puños para no tocarlo—. Deberías considerar la oferta de Fiona.


Ella suspiró.


—Es más seguro seguir con lo conocido.


—Y puedes vivir muchas cosas nuevas cuando sales de la zona conocida —él le pasó el tazón de chucherías—. Tú puedes tener fe en desconocidos, pero no en ti misma.


—Lo pensaré —musitó ella, después de un momento.


—Buena chica.


—Humm —ella lo miró de soslayo—. ¿Así es como me ves? ¿Como una chica?


—Creo que ya deberías saber la respuesta a eso.


—A veces creo saberla —a pesar de la pequeña luz del porche y de las estrellas, las sombras eran demasiado profundas para leer en sus ojos. Para saber si aquellos ojos grises eran suaves como la niebla o plateados como metal líquido. Ella se pasó una mano despacio por el pelo—. A veces no.


Él quería que fuera su mano la que tocara el pelo de ella. 


Miró hacia la casa de Fiona.


—Paula, cuando te miro, veo una mujer —una mujer que deseaba y sabía que no debía tomar.


Ella respiró hondo, se apoyó en las manos y estiró las piernas, que parecían muy largas para una mujer tan pequeña, hasta que tocó con los dedos la piel de Zeus.


—¿Incluso cuando voy vestida así?


Pedro pasó la vista por el vestido amarillo que se pegaba a su cuerpo.


—Incluso ahora —musitó—. Especialmente ahora.


Ella respiró con fuerza.


Pedro


El reloj de él empezó a pitar y los dos se sobresaltaron. 


Pedro reprimió un juramento y paró el ruido.


—La pizza está hecha.


Paula se levantó y entró en la casa. Pedro respiró hondo. No necesitaba pizza.


Necesitaba una ducha fría. Muy fría.


La siguió dentro. Esperó a que entraran los perros y cerró la puerta, pero volvió a abrirla al darse cuenta de que salía humo de la cocina. Entró allí y encontró a Paula acuclillada delante del horno abierto. El humo salía de allí.


—He quemado la pizza.


—He sido yo el que ha puesto el cronómetro.


Ella cerró el horno, pero siguió acuclillada allí.


—Y yo la que ha subido cincuenta grados la temperatura —se pasó los dedos por el pelo, se engancharon en la cinta roja y tiró de ella y la dejó en la encimera—. No soy capaz de preparar una maldita pizza congelada, ¿y tú crees que puedo dirigir la agencia de Fiona?


Él se acercó por detrás y le puso las manos bajo el brazo.


—Sólo es una pizza.


—Es la historia de mi vida —replicó ella.


Él le alzó la cara. Las pecas que se había dibujado se borraban con las lágrimas y él pasó despacio los pulgares por ellas.


—Pues escribe otra historia.


Los ojos brillantes de ella contenían algo que no sabía descifrar.


—¿Estarás tú en ella? ¿O la semana que viene, cuando se acabe el juicio por la custodia, yo también seré algo del pasado?


Pedro sintió que se tensaba su mandíbula. Ahora que la conocía, ¿podía imaginarla ausente de su vida?


—No hace falta que contestes —musitó ella. Apartó la cara y se pasó las manos por las mejillas—. La pizza no está comestible. ¿Qué tipo de aliño quieres en la ensalada?


Él la tomó por los hombros y la volvió hacia sí.


—Olvida la maldita ensalada.


La besó en la boca y ella emitió un sonido suave. Pedro la estrechó más contra sí. El sabor de ella resultaba más embriagador que el vino y nunca había sentido tanta sed.


Apartó la boca de la de ella y respiró con fuerza. La deseaba tanto que le dolía físicamente.


—Si no me marcho ahora, no podré irme esta noche.


Ella lo miró con los labios rojos hinchados por el beso y círculos de color en las mejillas.


—¿Y eso sería tan malo?


Él la miró a su vez.


—Dímelo tú.


Paula respiró hondo. De pronto se sacó el vestido por la cabeza y él tuvo la sensación de que ya nunca volvería a ser el mismo.