viernes, 18 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 18





El grito de Sabrina dejó helado a Pedro, que estaba a punto de llamar a la puerta. Sabrina palideció y dejó caer la bolsa con la ropa sucia, así que Alfonso se acercó a ella y pasó un brazo por encima de los hombros de la mujer, para tranquilizarla.


—Soy yo, Sabrina, Pedro Alfonso. Tranquilízate. Venga, respira profundamente...


Paula aún estaba aterrorizada, pero el contacto de Pedro hizo que reaccionara. Se sentía increíblemente pequeña a su lado, pero era algo muy agradable.


Pedro apartó la bolsa de ropa con un pie, la hizo entrar en la casa y la llevó hacia uno de los dos sofás.


—Siento haberte asustado —declaró, mientras la ayudaba a sentarse—. He ido a la mansión, pero la señora Anderson me ha dicho que vivías aquí.


Sabrina frunció el ceño.


—La señora Anderson se marcha a las cinco. Y, además, no enviaría a un desconocido a mi casa.


—Al parecer se ha quedado hasta más tarde para ayudar a la señora Kaiser. Me ha dicho que no se encontraba muy bien, pero que ahora está mejor —dijo Pedro—. En cuanto a lo que has dicho sobre los desconocidos, tienes razón. Sin embargo, conocí a la señora Anderson en la fiesta de Navidad que dio cierta amiga tuya, Donna.


Pedro la miró con intensidad, para observar su reacción. Pero Sabrina mantuvo la calma.


—El caso es que se acordaba de mí —continuó él—. Le he dicho que Donna estaría al caer y que la esperaría en el salón.


—¿Quieres decir que la señora Anderson se ha marchado a casa? Entonces, ¿cómo es que no estás esperando en el salón de la mansión, como acabas de decir?


Pedro podría haber dicho muchas cosas. Podría haber dicho que hacía días que no conseguía conciliar el sueño porque no hacía otra cosa más que pensar en ella; o podría haber dicho que había echado un vistazo a sus datos, en el instituto, y que había descubierto cosas muy interesantes. 


Pero se limitó a responder:
—Porque Donna no va a venir. Mentí.


—¿Por qué? —preguntó, extrañada.


—Porque era la única manera de que la señora Anderson se marchara. Sin embargo, no soy yo quien tiene que responder a algunas preguntas. ¿Por qué has mentido, Sabrina? ¿De dónde eres realmente?


—¿Cómo?


—He comprobado tus datos. Al parecer, estudiaste en el instituto Washington de San Diego, pero dijiste en clase que fuiste al instituto Milburn. Y no hay ningún instituto Milburn en San Diego. No mientas, porque lo he comprobado. Además, hay otra cosa que me extraña... ¿qué pintan los Kaiser en todo esto?


—¿Qué quieres decir? La señora Kaiser es tía mía.


—Qué extraño. Donna me ha dicho que no tiene más familia que su abuela, pero tú dices que la señora Kaiser es tu tía, de modo que tú también debes ser familiar de Donna, al igual que tus padres, ¿no es cierto? —preguntó—. Por cierto, ¿qué tal están Patricia y Carlos?


—Bueno, están a punto de divorciarse —acertó a responder—. Querían que terminara los estudios lejos de casa, para no involucrarme en sus problemas, así que me enviaron aquí.


Pedro pensó que Sabrina era una buena actriz. Había captado su interés desde el principio. Pero a la curiosidad que sentía se añadía ahora el enfado.


—He intentado ponerme en contacto con tus padres, Sabrina. Pero el número de teléfono que viene en tu historial académico no existe.


—Mi madre se ha cambiado de número, y se ha dado de alta con el apellido de soltera. En cuanto a mi padre, se ha marchado de la ciudad.


Pedro pensó que no era una mala excusa. Pero no se lo creyó.


—Tenía la impresión de que habías dicho que aún no se habían separado. Que seguían juntos, aunque discutiendo todos los días. De hecho acabas de decir que te enviaron aquí para que sus peleas no interfirieran en tus estudios.


—¿A qué vienen todas estas preguntas?


—¿Por qué te has asustado tanto al verme? Te he observado en el instituto, y no se puede decir que seas tímida. De hecho, no sé nada sobre ti, salvo que no actúas como ninguno de los alumnos que he tenido durante mi experiencia académica.


Pedro la miró. Llevaba unas zapatillas y una chaqueta que se había colocado encima de un camisón de franela. 


Además, tenía el pelo revuelto y húmedo, como si acabara de salir de la ducha.


—¿Y bien? ¿No vas a decir nada? —continuó él—. Sé que está pasando algo, y quiero que me lo cuentes antes de que vaya a hablar con la directora.


Sabrina no habló. Se limitó a mirarlo con rabia.


—Como quieras. Supongo que debí hablar antes con Donna.


—No metas a Donna en esto —espetó ella, indignada—. Has mentido al ama de llaves para entrar, me has asustado, te has presentado sin invitación y encima amenazas a una de tus alumnas con preguntas típicas de una mala serie de televisión. No tienes derecho a meterte en mi vida, de modo que te sugiero que te marches por donde has venido antes de que sea yo quien proteste ante la dirección del instituto. Y no creo que tu reputación soporte otra denuncia por acoso sexual.


—¿Me estás amenazando, Sabrina? —preguntó, con calma.


—Sólo hablo de hechos. Sé que te declararon inocente de los cargos que te imputó Wendy, pero eso no importaría demasiado, ¿verdad? Déjame en paz, olvida todas esas preguntas y no montaré otro escándalo diciendo que has venido a mi casa por la noche, aprovechando que estaba sola, y que te has librado del ama de llaves para tener acceso.


Pedro dio un paso adelante, amenazador.


—Adelante, ve a decir lo que quieras. No hubo ningún escándalo la primera vez, de modo que no vas a empezar otro. Como tú misma has dicho, me declararon inocente.


—Vamos, sé realista. Una chica atractiva como Wendy y un hombre como tú, que eras su tutor privado. Colócalos a los dos en una habitación y en este país tendrás un escándalo, seas o no culpable. Y sería aún peor si te denuncio, porque empezarían a dudar sobre el caso de Wendy. De modo que será mejor que me dejes en paz.


—«Un hombre como yo» es una expresión muy adecuada para describirlo. Llevo diez años en el instituto, y si se trata de elegir entre tu palabra y la mía, creerán en mí. Yo no miento nunca, y la gente lo sabe.


—Eso cuéntaselo a la señora Anderson. Además, no me refería ni a tu honradez ni a tu sentido de la responsabilidad. Puede que sea cierto lo que dices, pero la imagen es más importante que los hechos. Tal vez seas un profesor estricto, pero he notado cómo te miran las chicas, y no se puede decir que te respeten, precisamente, por tus virtudes morales.


Pedro la miró con interés.


—¿Podrías explicarme qué has querido decir con eso?


—¿Para qué? ¿Para alimentar aún más tu ego? No, gracias. Márchate de inmediato o llamaré a la dirección del instituto y te denunciaré por acoso.


—Ya está bien de discursitos en plan «Lolita». No pienso marcharme hasta que...


—¿Lolita?


—Sí, la protagonista de una novela muy conocida. Pero si no has leído la novela, tal vez te acuerdes de la película. Es una quinceañera que manipula a James Mason y que...


—Sé quién es, pero no puedo creer que hayas dicho algo así. Yo no me he comportado como una mujer de esa clase en toda mi vida, pero si lo hiciera, sería peor que ella.


—No lo dudo. Pero quiero respuestas, Sabrina. ¿A qué estás jugando? ¿Qué haces en casa de la abuela de Donna?


Sabrina se dio la vuelta, dispuesta a llamar por teléfono al instituto, pero Pedro la tomó por la muñeca.


—Dime lo que escondes, Sabrina. Tal vez te pueda ayudar.


—¡Suéltame!


BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 17




Paula estaba disfrutando de una ducha caliente. Hacer cinco kilómetros con aquel frío había resultado una experiencia agotadora, que la había dejado exhausta física y mentalmente. Pero había merecido la pena. Ahora estaba más relajada de lo que lo había estado desde el asesinato.


Tomó el jabón y se frotó el cuerpo. Olía muy bien. No se parecía nada al perfume caro que utilizaba en su trabajo, un perfume refinado, a la altura de sus obligaciones como relaciones públicas. Pero le gustaba su trabajo. Le gustaba pensar que ayudaba a la gente a alcanzar sus sueños o sus objetivos.


Cerró el grifo de la ducha, apartó la cortina y salió de la bañera. Sólo quedaba una toalla limpia, así que se dijo que tendría que lavar. Donna le había dado a Paula los códigos de la alarma y de la puerta principal de la propiedad, así como una llave para entrar en la mansión por la puerta trasera, de manera que no tuviera que molestar a la señora Kaiser, en sus idas y venidas.


Minutos más tarde, Paula salió del cuarto de baño con un camisón de franela, entre el vaho. Mientras recogía la ropa sucia, para lavarla, pensó en Eliana. Esperaba que lo que le había contado acerca de su pasado le sirviera de ayuda; había cambiado algunos nombres y detalles, pero lo esencial era cierto.


Donna había aprendido muchas técnicas para mejorar la autoestima tras la muerte de sus padres, técnicas de relajación y de evaluación que ayudaron a Paula a romper su timidez. Y cuando consiguió convencerse de que era mejor de lo que pensaba, de que tenía más virtudes de lo que creía, dejó de utilizar la comida como una forma de reducir la ansiedad. Paula empezó a quererse, y en consecuencia, perdió peso. Mucho peso.


Pero dejó de pensar en el pasado y regresó a la realidad. Se había vestido, se había puesto unas zapatillas y llevaba una bolsa con la ropa que tenía que limpiar. Eran las seis de la tarde y no tenía mucho que hacer, así que sonrió y se dirigió a la puerta de la casa.


Y cuando la abrió, gritó aterrorizada.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 16




Eliana apenas podía soportarlo. Ya habían dado una vuelta al desierto campo de fútbol, y dudaba que consiguiera dar cuatro a pesar de que Sabrina intentaba animarla. Hacía un frío intenso, pero su amiga actuaba como si no le afectara; en cierto modo le recordó a sus abuelos, que vivían en Michigan. Estaban acostumbrados a temperaturas muy bajas, y aquello les habría parecido un clima tropical.


Pero Eliana no estaba acostumbrada. Tenía la cara y las manos heladas y le dolían todos los músculos del cuerpo. En aquel momento se arrepintió de haber salido a correr con Sabrina. Correr le parecía una tortura; no entendía que la gente lo hiciera voluntariamente, y mucho menos que se hubiera prestado a algo así


—Ánimo, Eliana, lo vamos a conseguir —dijo Sabrina.


Eliana miró a su amiga y enseguida comprendió que hubiera aceptado. Sabrina la había invitado a correr a ella, no a Wendy, ni a Jesica, ni a ninguna de las chicas más populares del instituto. La había invitado a ella, a la chica tímida y estudiosa que nadie quería.


El enfrentamiento de Sabrina con Wendy había dado mucho que hablar. Algunos habían dicho que la pelirroja estaba loca, y otros que era una chica muy valiente. Pero Eliana sólo sabía que Sabrina se había comportado como una amiga y que, por alguna extraña razón, era mucho mayor de lo que parecía. Además, se estaba convirtiendo en una especie de leyenda viva del instituto Roosevelt.


—Dobla los codos y mueve los brazos como yo —dijo Sabrina—. El ejercicio será más efectivo y te cansarás menos.


Eliana la imitó y echó un vistazo a su alrededor. No había nadie, y se alegró mucho, porque pensaba que debía de tener un aspecto ridículo.


—Magnífico. Ahora, sincroniza el movimiento de tus brazos con el de tus piernas. ¿Lo ves? ¿A que corres más deprisa?


Eliana comprendió, sorprendida, que Sabrina tenía razón. Le seguía doliendo todo el cuerpo, pero ya no era tan malo. Ya no sentía tan pesadas las piernas, y de hecho tenía menos frío.


—No lo entiendo. Ni siquiera jadeas —dijo Eliana, con esfuerzo—. En cambio, yo estoy muy cansada.


—Tendrías que haberme visto la primera vez que lo hice. Te aseguro que pensé que me iba a morir. En serio. No conseguí hacer ni un solo kilómetro.


—Pero al menos no estabas gorda.


—Te equivocas, lo estaba.


Eliana la miró con sorpresa. Estaba acomplejada con su peso, y nunca hablaba con nadie sobre su problema.


—¿Es que no me crees? —preguntó Sabrina.


—No dudo que quisieras perder peso —dijo Eliana, sin dejar de correr—. Pero dudo que estuvieras gorda.


—Pesaba más o menos lo que pesas tú, y eso que soy algo más baja. Sé lo que se siente cuando los chicos se burlan de una, lo que se siente cuando te tratan como si fueras invisible, o estúpida, o algo peor. Y sé lo que se siente cuando te dicen que tienes una cara bonita, pero que tu vida sería mucho mejor si perdieras peso. Y lo sé porque a mí también me pasó. Me crees, ¿verdad? —preguntó, mirándola.


—Sí —respondió Eliana—. Pero, ¿cómo lo hiciste?


—No fue ninguna dieta milagrosa, te lo aseguro. Intenté hacer varias dietas, desde luego, pero no logré nada. De hecho, empecé a perder peso cuando dejé de hacer dietas —respondió, sonriendo—. Anda, cierra la boca y sigue corriendo. Luego te contaré más cosas sobre mi pasado.


Eliana se sintió mucho más esperanzada. Pero no dijo nada. 


Se limitó a apretar los dientes y a seguir corriendo.