viernes, 23 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 12




Cuando entró en la cocina, apenas podía dar crédito a sus ojos y, por un instante, pensó que se había equivocado de casa. Todo estaba recogido, el suelo relucía recién fregado y de un par de cacerolas, que borboteaban con alegría encima del fuego, salía un olor delicioso. Pedro se había remangado la camisa, se había puesto alrededor de la cintura un delantal limpio que había encontrado en un cajón y con una cuchara de madera removía a la comida. A Paula le pareció uno de los hombres más atractivos que había visto en su vida.


—¡Es un milagro! —exclamó, maravillada.


Pedro se la quedó mirando sin decir nada. A pesar de lo cansado que se sentía unas horas antes, pensó que haber ido a casa de su vecina había resultado un acierto. 


Resultaba casi increíble, pero limpiar el desastre que había organizado Paula y hacer la cena le había relajado; le encantaba cocinar y resultaba mucho más agradable hacerlo para alguien más que él mismo. Como de costumbre, su vecina se había puesto un vestido de ese estilo algo hippie que tanto le favorecía, su pelo brillaba como la miel al sol y la alegría asomaba de nuevo en su cara. Pedro se sintió extrañamente reconfortado con solo mirarla.


—Huele fantástico. ¿Qué has preparado? —preguntó acercándose tanto a los fogones, que a su vecino también le llegó el delicioso aroma que la envolvía a ella.


El hombre se aferró más fuerte a la cuchara y contestó, procurando mantener su tono habitual:
—He seguido la receta del libro de manera aproximada para aprovechar las verduras que habías cortado. A este plato lo he rebautizado: «Pasta especial después del tsunami», ¿qué opinas?


Paula empezó a reír de forma contagiosa y Pedro se vio obligado a esbozar una sonrisa.


—Eres una joya Pedro. Alicia va a tener suerte al fin y al cabo.


—No empecemos... —advirtió con severidad.


—Por supuesto que no, querido vecino, ¿crees que después de todo lo que has trabajado me voy a permitir el lujo de meterme contigo? Te estaré eternamente agradecida por lo de hoy, Pedro, y ya sabes, si algún día necesitas mi ayuda, cuenta con ella— Pau se alzó de puntillas, depositó un suave beso en su mejilla y se apartó enseguida. Luego abrió la nevera y sacó la botella que había llevado Pedro, la descorchó, sirvió dos copas, y le entregó una a él.


—A la salud de este magnífico cocinero —brindó con una afectuosa sonrisa en los labios.


—A la salud de esta atolondrada vecina —respondió él chocando su copa con la de la chica, mientras percibía aún un ligero hormigueo en su mejilla.


—Voy a poner la mesa. Al menos eso se me da bien —afirmó Paula y salió de la cocina a toda prisa.


Cuando llevó la fuente de pasta al salón, Pedro entendió lo que Pau había querido decir. La habitación estaba en penumbra, el dorado resplandor de las llamas y unas cuantas velas colocadas estratégicamente eran la única iluminación de la estancia. En vez de disponerlo todo en la enorme mesa del comedor, Pau había colocado una más pequeña cerca del fuego, pero no tanto como para que el calor resultara molesto. Uno de los mejores manteles de Alberto Winston cubría la mesa y había utilizado su vajilla y su cristalería más lujosas; los cubiertos de plata relucían y un par de diminutos jarrones de cristal, con una flor solitaria cada uno, decoraban la mesa. De repente, parecía como si fueran a cenar en un lugar encantado.


—Una puesta en escena preciosa —afirmó con su voz grave.


—¿Verdad que sí? —asintió la joven, complacida, examinando su obra con satisfacción.


—De las más bonitas que he visto jamás, podrías dedicarte a ello profesionalmente.


—Al principio pensé que quizá estaba rizando un poco el rizo. No quería que creyeras que planeaba una velada romántica con ánimo de seducirte a los postres —comentó guiñándole un ojo con expresión traviesa—, pero luego he decidido que, después de lo que has trabajado esta noche, te mereces lo mejor de lo mejor.


—Muchas gracias, mademoiselle —contestó Pedro haciendo una elegante reverencia, a pesar de que todavía sujetaba la fuente de pasta entre sus manos.


—Traeré el agua y el pan —dijo Pau y al volver aprovechó para rellenar la copa de vino de su vecino—. Siéntate. A partir de ahora yo me encargo de todo —La joven se sentó frente a él, se sirvió una buena ración de pasta y, expectante, se llevó un tenedor a la boca.


—Hmm. Delicioso —declaró Paula paladeando la mezcla de sabores con los ojos cerrados, lo que provocó que Pedro se sintiera absurdamente orgulloso por su comentario.


A pesar de los temores de Pedro, la cena resultó un éxito; charlaron de diversos temas y, aunque en muchos de ellos sus opiniones no coincidían en absoluto, la conversación resultó muy animada. Alfonso disfrutó de la experiencia de hablar con una mujer sin preocuparse por tener que deslumbrarla y pensó que Paula, cuando no pretendía resultar irritante, era una persona divertida y encantadora. De pronto, la idea de ser amigo suyo lo atraía; nunca había tenido una amiga del sexo femenino.


—Tengo una gran noticia... —anunció Pau de repente.


—Cuenta —Pedro se vio obligado a parpadear para resistir el fulgor dorado de sus ojos.


—Una persona anónima ha comprado el cuadro de Peter. ¿Sabes cuánto ha pagado por él? —preguntó con la boca llena, al tiempo que gesticulaba con los cubiertos.


—Ni idea —contestó Pedro, pensando en el lienzo que colgaba ahora de una de las paredes de su dormitorio.


—Lo suficiente para que podamos reformar el edificio y todavía nos sobre un poco para nuevos proyectos. —El hombre casi podía palpar el entusiasmo de su vecina.


—Vaya, me alegro.


—Es increíble. Da la sensación de que vivimos en un mundo espantoso y egoísta en el que todos estamos tan ocupados que no tenemos tiempo para a pensar en nadie más que en nosotros mismos, pero cuando las cosas se ponen realmente mal, siempre surge un alma generosa para echar un cable.


—Eres una romántica —afirmó Pedro revolviéndose incómodo en su silla.


—Y tú un cínico —replicó Pau con indignación.


—Llevo mucho tiempo viviendo en el mundo real y sé que las cosas no son tan bonitas como tú las pintas —respondió, flemático, llevándose la copa a los labios.


—Pues estás equivocado y ahí tienes la prueba. —Paula lo miró, triunfante.


Cuando terminaron de cenar, Pau no le dejó recoger ni un tenedor; lo llevó todo a la cocina y le dijo que ya lo lavaría más tarde. Enseguida quitó el mantel y sacó un tablero de ajedrez en el que colocó las antiguas piezas de marfil de su tío Alberto.


—No sé si mi cabeza está muy despejada después de la comilona y la copa de vino.


—Excusas —respondió él—. Yo acabo de llegar de Nueva York y he comido y bebido más que tú.


«Aunque no mucho más», pensó para sí, pues su vecina había repetido dos veces.


La verdad era que cocinar para una mujer como ella, que disfrutaba con la comida —no como Alicia que se limitaba a hacer montoncitos con el tenedor—, era un auténtico placer.


—¿Blancas o negras? —preguntó Pau.


—Elige tú.


Paula eligió las blancas y empezó la partida. A la joven le divirtió la expresión reconcentrada que lucía Pedro en su rostro, de pronto, le dieron ganas de extender la mano y alisar con los dedos su ceño fruncido. Le parecía estar viendo la cara de su tío Alberto cuando la enseñó a jugar; estaba claro que ambos se tomaban el ajedrez muy en serio.


Suspiró. A ella le hubiera gustado dedicarse a otro tipo de juegos con su atractivo vecino, pero no le gustaba interponerse entre las parejas. Además, había decidido hacer con Pedro un trabajo altruista y si se liaba con él, su desinteresada misión perdería el sentido. Suspiró de nuevo y trató de concentrarse en la partida.


Pedro la escuchó suspirar y pensó que la tenía contra las cuerdas. La joven permanecía estudiando el tablero con los codos hincados en la mesa y las palmas de las manos sujetando su afilada barbilla. Una vez más, pensó que era muy hermosa; quizá debería portarse como un caballero y dejarla ganar sin que se notara mucho. En ese instante, Paula extendió una mano de largos y esbeltos dedos en los que no brillaba ningún anillo, cogió una de las piezas como con desgana y la movió unas casillas más allá, al tiempo que decía:
—Jaque.


Sin poder creer lo que oía, Pedro miró el tablero y vio que, en efecto, estaba a punto de perder la partida. De repente, olvidó sus caballerosos propósitos y se puso a jugar como si en ello le fuera la vida; tuvo que echar mano de toda su habilidad para conseguir ganar. Casi había pasado una hora cuando se escuchó a sí mismo decir en voz alta, a punto de estallar de emoción:
—¡Jaque mate!


—Bien hecho, Pedro.


El hombre la miró desconfiado y, de súbito, vino a su mente un pensamiento terrible.


—No te habrás dejado ganar ¿verdad?


Paula abrió mucho los ojos con una mirada tan inocente que a Pedro le hizo desconfiar aún más.


—¡Pedro Alfonso, no digas tonterías!


Pedro trató de recordar las últimas jugadas, pero Pau aprovechó para recoger con rapidez el tablero y las piezas.


—Querido Pedro, debes estar cansado después de tu viaje. Será mejor que te vayas a dormir.


Pedro no podía creerlo, por segunda vez desde que la conocía, su vecina trababa de librarse de él; si eso seguía así, su autoestima iba a caer en picado y más ahora que estaba convencido de que la muy bruja se había dejado ganar para acabar de una vez.


—Está bien, me iré. Pero que conste que esto no va a quedar así. Tendremos que jugar otra vez.


—Cuando quieras —contestó Pau casi arrastrándolo hasta la puerta.


—¿Por qué tienes tanta prisa por librarte de mí? —preguntó el hombre, desconcertado.


—Es que, de repente, me han asaltado malos pensamientos. —Paula esbozó una sonrisa burlona y, sin darle tiempo para preguntar qué quería decir, le cerró la puerta en las narices.


Pedro se quedó quieto, mirando la puerta de madera con fijeza, mientras trataba de descifrar sus crípticas palabras. 


Su respiración se aceleró al entenderlas al fin, pero él lo achacó a la exasperación y se prometió que su perversa vecina se las pagaría: no solo volvería a ganarla al ajedrez de forma que no quedara ninguna duda acerca de su superioridad, sino que haría que se arrastrara ante él, suplicando su perdón por haber osado echar dos veces de su casa nada menos que a Pedro John Saint Clair Alfonso de Hallcourt Abbey. Con esos buenos propósitos en mente regresó a su casa, se puso los pantalones del pijama, se lavó los dientes y se metió en la cama, quedándose dormido en el acto


Al otro lado del tabique, su vecina recogía los restos de la cena. Mientras metía los platos sucios en el lavaplatos, Pau se preguntó qué mosca le había picado. Entendía la confusión de Pedro; ella misma estaba sorprendida de su comportamiento.


En un momento dado, había alzado la mirada del tablero y lo había visto ahí sentado, muy serio, pasándose las manos una y otra vez por su cabello gris, hasta que cada uno de sus cortos mechones apuntó en una dirección diferente. Los ojos plateados brillaban de excitación al pensar en la jugada que estaba a punto de realizar y lo encontró tan atractivo, que tuvo que sujetarse a los brazos de la silla para no alzarse por encima de la mesa y depositar un beso sobre esos labios firmes, ni muy gruesos ni muy delgados, que parecían llamarla.


Igual debería dejar de ver a su estirado vecino que, cuando perdía algo de su estiramiento, se convertía en un tipo adorable, se dijo. Ahora mismo no estaba preparada para tener un lío con ningún hombre, adorable o no, así que tal vez sería mejor no jugar con fuego. Tampoco era que le disgustase jugar con lo que fuera; le habría encantado coquetear un poco con él, intercambiar algún beso por aquí, un abrazo por allá... pero tenía claro que Pedro no era el tipo de hombre que se dejaba manejar y sabía que luego vendrían los problemas. Además, por lo poco que le había contado, estaba a punto de casarse con la bella Alicia. 


Paula cerró la puerta del lavavajillas con decisión y se prometió a sí misma que, entre Paula Chaves y el severo señor Alfonso, no ocurriría nada que no fuera completamente inocente. Orgullosa de su resolución, puso en marcha el electrodoméstico y se fue a acostar.

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 11




Durante el mes siguiente, Pau y él se encontraron en contadas ocasiones y apenas intercambiaron más que algún escueto saludo. Pedro había decidido que no era conveniente acercarse a su vecina más de la cuenta. Al fin y al cabo, no le gustaba que nadie —y menos una insignificante muchacha que no tenía dónde caerse muerta—, le hiciera sentir incómodo. Hubieran seguido así eternamente si una de las veces en las que él llegaba de correr, sudado y jadeante, Paula, que en ese momento salía del portal, no se hubiera parado allí mismo resuelta a hablar con él.


—Hola, Pedro, hace siglos que no charlamos —saludó, alegre.


—Hola, Paula. Sí, la verdad es que últimamente estoy muy ocupado. Ahora mismo iba a darme una ducha, estoy agotado.


El hombre se volvió para marcharse, pero Pau se interpuso en su camino con decisión, alargó la mano y lo sujetó por el brazo sudoroso. Su gesto, tan efectivo como si acabara de dispararle una descarga paralizante con una pistola eléctrica, lo detuvo en seco.


—Trabajar tanto no puede ser bueno —comentó Paula clavando sus aterciopeladas pupilas castañas en los duros ojos masculinos.


—Tonterías —descartó Pedro con severidad. La mano femenina seguía posada en su brazo produciéndole un extraño cosquilleo que le hizo envararse aún más pero, a pesar de que le hubiera gustado, era incapaz de apartarse de ella.


—No son tonterías, Pedro—Su forma de dirigirse a él, como si estuviera hablando con un chiquillo cabezota, hizo que a Pedro le entraran ganas de sacudirla—. La vida no puede ser solo trabajar y trabajar.


—¿Por qué no? A mí es lo que más me gusta —respondió, desafiante.


—Pobre... —La compasión que detectó en los ojos femeninos no le pareció fingida y su enojo subió un par de grados.


—Para tu información, Paula Chaves, soy yo el que debería sentir lástima de ti —anunció su vecino.


—Ah, ¿sí? —preguntó ella lanzándole una de esas sonrisas que parecían iluminarla por completo.


—Sí —respondió él parpadeando un par de veces, deslumbrado—. Una mujer de unos veintitantos años...


—Treinta y tres —precisó ella muy seria, aunque el cálido chisporroteo de sus ojos desmentía su aparente gravedad.


—... que vive de prestado en casa de su tío —continuó él como si no la hubiera oído—. Con un trabajo que no debe reportarle más de unas mil libras al mes...


—Novecientas cincuenta, para ser exactos.


Definitivamente, esa joven resultaba exasperante.


—¿Qué futuro te espera? ¿Qué ocurriría si por cualquier cosa perdieras la salud? ¿Tienes algún tipo de seguro, un plan de jubilación, un...?


—¡Para por Dios, Pedro, me estás deprimiendo!


—Quería que llegaras por ti misma a la conclusión de quién de nosotros es más digno de lástima. Está claro ¿no? —afirmó Pedro, triunfante.


—Pero hay algo que marca toda la diferencia.


—¿Sí? —preguntó, sarcástico, para él estaba muy claro que la joven no quería dar su brazo a torcer por pura cabezonería.


—Yo estoy disfrutando del presente. Mi trabajo me encanta, lo mismo que a ti, pero no se traduce solo en cifras; trata de personas, con las que mantengo el contacto día a día, que me transmiten emociones y calor humano. Tú tienes una gran empresa, cada día más grande, pero todo ese esfuerzo ¿para qué? ¿Quién reclamará los frutos de toda una vida de sacrificio?


—Eso no son más que tonterías sentimentales. Yo también trabajo con personas. Gracias a mi sacrificio, como tú lo llamas, miles de ellas gozan de un empleo que, a su vez, les permite disfrutar de la vida. Y respecto a cuando yo no esté, espero que para entonces habré creado una familia y tendré hijos a los que poder entregar el resultado de tantos años de trabajo.


—¿Familia, hijos? ¿Tienes pensado casarte con la inefable Alicia? —preguntó Paula con curiosidad.


—Mi vida sentimental no es de tu incumbencia —Pedro respondió con frialdad, a pesar de que sus ojos grises lanzaban furiosas esquirlas de hielo, pero Pau no se amilanó.


—Y dime, querido vecino, ¿cuándo encontrarás tiempo para casarte y no digamos para tener hijos? ¿Está la fascinante Alicia dispuesta a traer al mundo lo que no serán más que serios obstáculos en su carrera?


—¡Hablas de lo que no sabes! —A Pedro le enfureció no poder controlar el tono de su voz, que sonó más alto de lo que deseaba.


—¿Ah, no? —La joven alzó una ceja, burlona.


Haciendo un esfuerzo sobrehumano para no perder los papeles por completo, Pedro cogió la mano que lo sujetaba y la apartó con suavidad, respiró profundamente y contestó en un tono más calmado:
—No quiero seguir hablando contigo de este tema. Me voy a duchar. Buenas noches. —Muy tieso, giró sobre sí mismo y se dirigió hacia el portal, pero no pudo evitar oír la voz de su insufrible vecina a sus espaldas.


—¡Pedro,Pedro, lo siento! ¡Te prometo que no volveré a meterme contigo! —A pesar de sus excusas, el hombre creyó detectar una nota de regocijo en sus palabras y, furioso, apretó los puños con fuerza—. Si vuelves a tiempo el viernes, te invito a cenar y a una partida de ajedrez —le gritó Paula antes de que él cerrara la puerta sin volverse a mirarla.


«Esa mujer está loca si cree que voy a pasarme el viernes por su piso para que siga insultándome», se dijo Pedro apretando los labios.



***


Durante el resto del paseo, Paula siguió pensando en Pedro Alfonso. Había intentado por todos los medios a su alcance sacarlo de sus casillas pero, a pesar de que estuvo cerca, no lo había conseguido. Ese estirado vecino suyo era duro de pelar, se dijo. Su coraza de buena educación era casi inexpugnable, pero Pau se prometió a sí misma que la atravesaría, aunque para ello se viera obligada a utilizar juego sucio.


—Milo, te pongo por testigo de que el orgulloso Pedro Alfonso no tendrá más remedio que empezar a disfrutar un poco de la vida, le guste o no— juró Pau, alzando el puño contra el cielo oscuro como una moderna Scarlett O'Hara. El perro la miró con adoración y se limitó a mover el rabo, entusiasmado.



***


El viernes Pedro llegó a su piso hacia las ocho de la tarde, acababa de llegar de Nueva York y, a pesar del cansancio acumulado, sabía que no podría pegar el ojo. Al abrir la puerta, vio una nota que alguien había deslizado por debajo de la rendija, se agachó y descubrió una letra desconocida y bastante caótica.


«Como su dueña», pensó mirando la firma que figuraba al final.



Querido Pedro, espero que recordarás la partida que tenemos pendiente.


Pau


Nada más. Estuvo a punto de rasgar la nota y tirarla al cubo de la basura, pero en ese momento su móvil emitió un sonido y vio que su amigo Harry le había dejado un mensaje.
«Pedro», escuchó, «si llegas a tiempo, tengo una mesa reservada en Mason's a las ocho y media. Estaremos nosotros, los George y una chica que está deseando conocerte».


«Demonios», se dijo a sí mismo, «no debería haberle comentado a Harry que lo he dejado con Alicia».


Lo último que le apetecía esa noche era acudir a una cita a ciegas. Otra posibilidad era quedarse en casa zapeando delante del televisor hasta que le entrara el sueño, pero esa opción tampoco le seducía. Quizá lo mejor, al fin y al cabo, sería ir a casa de su vecina. Así aprovecharía para cenar un poco, echar la famosa partida de ajedrez —que liquidaría en cinco minutos—, y regresaría a su casa temprano Sí, haría eso exactamente.


En la nota no ponía hora, así que Pedro se duchó con calma, se puso unos desgastados vaqueros y una camisa blanca y se calzó unos cómodos mocasines de ante. Buscó en su pequeña vinoteca y cogió una botella de vino blanco, con ella en la mano llamó al timbre y esperó varios minutos.


Molesto, oprimió de nuevo el botón durante un buen rato, hasta que la puerta se abrió por fin.


—Hola Pedro, perdona, no te oía con la música —saludó, Paula sin aliento. Luego miró el reloj y al ver la hora exclamó, agobiada—: ¡Dios mío, no pensé que fuera tan tarde!


Pedro contempló el pelo revuelto de su vecina, la cara roja y su expresión angustiada. Sus habituales vaqueros rotos y su camiseta de algodón, a pesar de estar protegidos por un delantal, lucían numerosas manchas de lo que podía ser sangre o, lo más probable, salsa de tomate.


—Parece que te ha pasado un tanque de tres toneladas por encima —fue el veredicto de su vecino.


Paula le sonrió sin ofenderse y retiró el enmarañado cabello de su rostro con una mano no muy limpia.


—Gracias, Pedro, tú en cambio estás impecable, como siempre.


Pedro agradeció el cumplido con una ligera inclinación de cabeza y entró en la vivienda mirando a su alrededor con curiosidad. No había estado allí desde la noche de la fiesta y observó que todo estaba mucho más ordenado; a pesar de ello, un libro en la mesa y algunas revistas abiertas aquí y allá, un jarrón lleno de flores, el perro dormitando frente a la chimenea encendida y el leve olor a comida que salía de la cocina, le daba a la vivienda el ambiente hogareño del que la suya carecía.


—¿Cuál es la emergencia? —preguntó muy tranquilo.


—Quería lucirme —confesó la chica—, así que le pedí a Fiona su libro de Venti deliziose ricette italiane pensando que sería fácil, pero la vitrocerámica me odia y conspira contra mí. A pesar de que he seguido las instrucciones al pie de la letra, en vez de deliziose, todo me sale más bien «asquerosi».


Divertido, Pedro observó su aspecto desesperado.


—Vamos a la cocina —ordenó y, obediente, Pau lo condujo hasta allí arrastrando los pies.


La cocina parecía un campo de batalla; la salsa de tomate salpicaba incluso las paredes, algunos trozos de verdura habían caído al suelo y, por todas partes, había utensilios y platos usados de distintos tamaños y colores.


—Dios mío, ¿esto lo has hecho tú solita?


Paula suspiró, avergonzada, mientras Pedro echaba una ojeada a la receta y a los ingredientes que estaban esparcidos alrededor.


—Creo que podré hacer algo con todo esto.


—¿De verdad? —pregunto ella, animándose de repente. 


Pedro le pareció como si el sol acabara de salir en medio de la desordenada cocina.


—Anda, ve a ducharte. Yo me haré cargo de este código rojo.


Pau protestó:
—Ni hablar, Pedro. No puedo dejarte solo con este follón. Yo he sido la que te invitado, no puedo permitir que con lo cansado que debes estar te ocupes de todo. Llamaré a pedir una pizza.


—Paula —dijo Pedro en un tono de voz de no admitía objeciones, al tiempo que colocaba las palmas de sus manos sobre los hombros de la chica—. Vete a duchar ahora mismo y, ya sabes, no hace falta que te des prisa.


Diciendo eso la giró y con una leve palmada en el trasero, la envió en dirección a la puerta. La chica volvió la cabeza, indignada, pero no se atrevió a protestar. Al fin y al cabo, sentía un alivio tremendo al ver que otro se hacía cargo del desastre.


Siguiendo los consejos de Pedro, aprovechó para lavarse el pelo donde también habían ido a parar restos de salsa de tomate, lo secó con el secador y se puso uno de sus sencillos vestidos.



MAS QUE VECINOS: CAPITULO 10






Pedro abrió la puerta de su piso, encendió la luz y echó una ojeada a su alrededor; todo estaba como de costumbre, reluciente y sin nada fuera de su sitio, y por primera vez desde que vivía allí, pensó que su hogar resultaba algo frío. 


Molesto por ese absurdo pensamiento, sacudió la cabeza tratando de borrarlo. Le gustaba su casa, había contratado a uno de los mejores arquitectos de interiores de Londres para decorarla y se sentía satisfecho con el resultado. No entendía a qué venía ese repentino descontento.


«Un par de comentarios de tu excéntrica vecina, Alfonso, y cambias de opinión como Berlusconi de amante veinteañera», se reprochó, disgustado consigo mismo.


No entendía qué le pasaba últimamente; Pedro se consideraba un hombre razonablemente feliz, tenía unas metas muy claras y había encaminado su vida hacia ellas, sin desviarse ni un milímetro. Sin embargo, de un tiempo a esta parte notaba como si le faltara algo, una ligera insatisfacción lo acompañaba con frecuencia.


«Pero esto no tiene nada que ver con Paula Chaves», se dijo. «Todo esto no es más que la reacción ante un shock. 


El shock que supone para mí haberme dado cuenta de que no solo no amo a Alicia, con la que hasta hace unas pocas semanas barajaba la idea de casarme, sino que ni siquiera me cae bien».


Pedro siempre se había preciado de conocer hasta el último pliegue de su alma y no entendía cómo había podido engañarse a sí mismo durante los dos últimos años; esa noche sintió como si se le hubiera caído la proverbial venda de los ojos. De repente, sentado a su lado en la elegante mesa que les habían asignado, rodeado de lo más granado de la sociedad inglesa, se dio cuenta de que Alicia tenía una risa estridente que le ponía de los nervios. Después, la escuchó realizar un par de comentarios que a Pedro le hicieron ponerse aún más recto de lo que estaba en el asiento. Los demás rieron divertidos, pero, por vez primera, él fue consciente de que el sentido del humor de Alicia era ofensivo y cruel. Reconocía que era una mujer muy bella y que muchos hombres lo envidaban por tenerla como pareja.


Quizá por eso había estado ciego hasta ese momento, le resultaba halagador saber que otros codiciaban lo que él poseía. Durante toda su vida había estado muy orgulloso de sus éxitos, tanto en el terreno laboral como en el personal; sin embargo, esa noche, de pronto, le pareció todo absurdo y sintió unas ganas terribles de escaparse de allí cuanto antes.


Alicia se enfadó mucho cuando le dijo que deseaba marcharse. Por primera vez, no pudo ocultar sus sentimientos y su rabia se desbordó de una manera que hizo que Pedro se pusiera aún más rígido de lo que ya estaba. 


Tuvo que echar mano de toda su buena educación para mantenerse impasible ante los comentarios de Alicia y le anunció en un tono muy cortés que él se iba y que ella tenía dos opciones: quedarse allí o permitir que la acompañara hasta su casa. Alicia decidió quedarse y enseguida se puso a coquetear con uno de los mayores rivales de Pedro que llevaba meses detrás de ella. Incrédulo, Pedro se dio cuenta de que no le importaba lo más mínimo y, sintiendo un profundo alivio, se fue de la fiesta y condujo hasta la galería de arte.


En cuanto llegó, descubrió a Paula en un rincón hablando con Diego. Al ver el brazo del galerista rodeando su cintura, se detuvo en seco y permaneció observándolos un buen rato sin que se dieran cuenta. No pudo descubrir en la actitud de Pau ni el más ligero asomo de coquetería; simplemente, era una mujer de la que emanaba tal calidez que los demás revoloteaban a su alrededor como polillas deslumbradas por las llamas. Reparó en lo afectuosa que era con cualquiera que se le acercara, padres, alumnos... para todos tenía una palabra amable o un gesto cariñoso. No era que Paula Chaves le gustase.


En absoluto.


Solo que había algo en su actitud que, en cierto modo, resultaba refrescante. A pesar de lo mucho que a veces le irritaba su conducta, cuando estaba a su lado el leve descontento que parecía perseguirlo de un tiempo a esta parte desaparecía en el acto.


«Tonterías», se dijo, al tiempo que se quitaba el esmoquin y se ponía el pijama.


Pedro se estaba lavando lo dientes en el cuarto de baño cuando, sin saber por qué, se quedó muy quieto con la mirada clavada el espejo. Por primera vez, reparó en las finas arrugas que se marcaban en las comisuras de sus ojos y, de repente, se sintió viejo a pesar de sus cuarenta y dos años. Alarmado, se preguntó si Paula también pensaba que lo era, al fin y al cabo, debía llevarle más de diez años, quizá pensaba en él como en un anciano venerable. Al darse cuenta de a donde le llevaban sus cavilaciones, sacudió la cabeza irritado consigo mismo; ¿qué más le daba lo que esa chica pensara? Paula Chaves no significaba nada para él, así que sería mejor dejarse de tonterías; ya era tarde y al día siguiente tenía que coger un avión a primera hora. Terminó de aclararse la boca y se metió en la cama, pero su mente seguía divagando, ingobernable, y aún tardó un rato en dormirse.