jueves, 24 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 38

 


Cuando Pedro se despertó, no encontró a Paula en su cama, cosa que lo sorprendió y desilusionó al mismo tiempo. Se habían quedado dormidos uno en brazos del otro la noche anterior, exhaustos.


Pedro jamás había hecho el amor como aquella noche. Todavía estaba admirado por lo ocurrido. Cuando por fin se había hundido en ella, un torrente de emociones lo había transportado a una dimensión que estaba más allá de la razón o el placer.


¿Se habría debido aquella respuesta al hecho de que Paula fuera virgen? Estaba seguro de que al menos algo había tenido que ver con ello. Jamás había alcanzado un clímax con la fuerza que en aquella ocasión. Había explotado de una forma sorprendente, incapaz de contener los violentos espasmos que su cuerpo liberaba.


A continuación, la había abrazado con fuerza, sintiendo en su corazón, en cada uno de sus huesos, que después de lo ocurrido Paula le pertenecía.


Un sentimiento que poco a poco había ido desapareciendo, por supuesto. Que hubiera sido el primer hombre que había hecho el amor con Paula no le daba ningún derecho sobre ella.


A menos que Paula se hubiera enamorado de él.


Sacudió la cabeza ante aquel ridículo pensamiento. Sabía que el sexo por sí solo no era ninguna garantía para una relación.


Además, ¿por qué se habría levantado Paula de la cama?


Miró el reloj y advirtió que eran solo las siete. Tenían todo el día por delante. Y lo que de momento le apetecía era que Paula volviera a la cama y demostrarle lo maravilloso que sería hacer el amor sin tener que enfrentarse a ningún tipo de dolor físico. O al menos no tanto dolor. Porque posiblemente, Paula iba a estar dolorida durante todo el día.


—Soy un bárbaro —se regañó mientras se levantaba de la cama y se ponía la bata para ir a buscarla.


Cuando llegó al pasillo, oyó correr el agua de la ducha. La ducha de la habitación de invitados, no la del dormitorio principal.


Pero no había nada de raro en ello. Paula se había duchado y cambiado de ropa en aquel baño la noche anterior...


Decidido a conservar el optimismo, se dirigió a la cocina y preparó café. Al poco tiempo dejó de oír la ducha. No oyó sin embargo que se abriera la puerta del baño, ni siquiera al cabo de unos minutos. Se tomó una taza de café, hojeó el periódico del domingo, se dio una ducha rápida y se afeitó. Pero antes de vestirse para enfrentarse a un nuevo día, volvió a ponerse la bata y se asomó al pasillo, para ver si Paula había salido ya del baño.


Era evidente que sí. El baño estaba abierto y vacío y la que estaba cerrada era la puerta de la habitación de invitados.


Inmediatamente se acercó y llamó.


—Paula, ¿estás bien?


—Sí, estoy perfectamente.


—¿Estás segura?


—Claro que estoy segura.


—¿Y te importaría abrirme la puerta?


Pasó un buen rato antes de que lo hiciera. Y cuando la abrió, permaneció con la mano en el pomo, como si pensara cerrarla de nuevo. Paula iba vestida con unos vaqueros y una camiseta tan ancha que dejaba parte de uno de sus hombros al desnudo. Se había recogido la melena en una cola de caballo y el brillo de sus ojos grises aparecía apagado por una sombra de prevención.


—¿Sí? —preguntó Paula.


Pedro se apoyó contra el marco de la puerta y la miró. Paula tenía un aspecto juvenil, inocente y hermoso. Le bastó posar en ella sus ojos para que el deseo volviera a invadir sus entrañas. Pero su aire distante lanzaba una clara señal: no le iba a resultar más fácil tocarla que cuando eran unos perfectos desconocidos.


—Yo... he hecho café —musitó, sintiéndose como si acabaran de darle una patada en el estómago—. Descafeinado, para recompensar la dosis extra de cafeína que tomaste ayer.


—Oh —un delicado rubor coloreó sus mejillas—. Gracias, pero supongo que debería haberlo hecho yo. Es mi primer día de trabajo y ni siquiera se me ha ocurrido preparar el desayuno.


—Oh, el trabajo... —frunció el ceño—. Paula, yo...


En ese momento, sonó el timbre.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 37

 


Estaba perdiendo el control. Se había olvidado ya por completo del objetivo de su misión... Se había olvidado de todo lo que no fuera la imparable urgencia de hacer el amor con ella.


Pero no podía hacerlo. Le había prometido que se detendría.


Cerrando los ojos en un dolorosísimo intento de controlar su deseo, presionó su rostro contra el vientre de Paula.


Excitado todavía más por su penetrante aroma, luchó contra la necesidad de hundir los dedos en su interior.


—Paula —susurró, asustado por su falta de control—. Tenemos que detenernos. Creo que nos hemos saltado algunos pasos de... Bueno, la progresión natural.


—A mí todo me está pareciendo muy natural —respondió Paula con voz trémula.


Pedro apretó los dientes hasta que le dolieron. Podía hacer el amor con ella, lo sabía. La respuesta de Paula era demasiado ardiente para resistirse durante mucho tiempo; estaba demasiado excitada.


«¿Pero la natural progresión de las cosas no es terminar haciendo el amor?», le había preguntado Paula, añadiendo que hasta que no supiera si estaba casada no sabría si podía hacerlo.


Pedro maldijo suavemente. Él no se había propuesto seducirla. Lo único que pretendía era conseguir la información que Paula deseaba, un asunto relativamente sencillo. Pero en todo momento había habido una motivación inconsciente que no se le reveló hasta ese momento: hacerla llegar a las más altas cumbres del sexo para que los temores de Paula terminaran haciéndose realidad. Para que se enamorara perdidamente de él. Era una locura pensar que mediante el sexo podría hacerle enamorarse, pero la propia Paula parecía creerlo posible. Y también era una locura desear que se enamorara de él, pero así era.


Pedro no era un hombre al que le resultara fácil desviarse de los objetivos que se proponía. Sintiendo el latido de la sangre en las sienes y la angustiosa llamada del sexo en su miembro, con una impaciencia que no se sentía ya capaz de doblegar, se aferró a las piernas de Paula para separarlas. Un gemido casi gutural vibró en su garganta mientras se inclinaba sobre ella, dispuesto a dar rienda suelta a su placer.


Paula jadeó al sentir la humedad de la lengua de Pedro sobre una de las zonas más sensibles de su cuerpo. La intimidad de lo que estaba haciendo la sorprendía, y pensaba que debía detenerlo.


Realmente, debería detenerlo.


Pero Pedro tenía los ojos cerrados en tan intensa concentración... Su lengua se deslizaba por los más escondidos rincones, despertando al placer cada una de las terminaciones nerviosas de la joven.


De la garganta de Paula escapó un regocijado sollozo.


Pedro gimió y hundió su lengua más profundamente, saboreando lo que Paula le ofrecía en profundidad. La joven gritó y cerró los ojos, perdida en el torbellino de sensaciones que giraban en su interior. Y cuando pensaba ya que no iba a poder seguir soportando aquella dulce tortura, Pedro hundió un dedo en su interior.


El jadeo de Paula se confundió con el suave gruñido de Pedro mientras la primera sentía la primera sacudida de un orgasmo; una espumosa ola que recorría de pies a cabeza su cuerpo.


Pedro mantuvo el dedo en su interior mientras ella se tensaba, atrapándolo en sus muslos. Permanecieron así durante una eternidad, hasta que Pedro decidió apartar lentamente su dedo. Bastó aquel movimiento para que Paula volviera a estremecerse.


Pedro la atrapó entonces en un cariñoso abrazo, mientras ella temblaba, jadeaba y se acurrucaba contra él, asombrada por los sentimientos que Pedro había invocado.


—Paula—susurró éste con voz trémula. Parecía estar tan conmovido como ella—. Eres virgen.


Aquella novedosa información tardó algunos segundos en penetrar el estado post-orgásmico de Paula.


—Virgen —repitió Pedro.


A Paula no la sorprendió tanto la idea como parecía sorprenderlo a él. Pero sí las consecuencias que de ella podían derivarse.


—¿Estás seguro? —susurró, casi temiendo creerlo.


—Completamente —contestó Pedro sin hacer ningún esfuerzo para disimular su alivio—. No estás casada, Paula. No puedes estar casada.


—No estoy casada —repitió Paula, en el tono del que hacía un importante descubrimiento.


—Y, por supuesto, nunca has tenido un hijo. Nunca has hecho... —se le cerró la garganta, y se obligó a tomar aire. La deseaba de tal manera que no estaba seguro de ser capaz siquiera de respirar.


Una inmensa alegría iluminó los ojos de Paula y curvó sus labios en una sonrisa. Pedro, incapaz de contenerse, besó delicadamente su boca.


—¿Todavía soy virgen? ¿Incluso después de lo que hemos hecho?


—Completamente.


—¿Pero cómo...? ¿No habremos roto el himen?


Pedro buscó la forma de explicárselo.


—La verdad es que no he ido muy lejos...


—A mí me ha parecido que sí —contestó la joven sonrojada.


—Sólo ha sido un dedo —respondió Pedro con la voz entrecortada y su sexo todavía palpitante de deseo—. Pero es posible que te haya parecido más porque estabas muy cerrada.


Paula recorrió su rostro con la mirada, para fijarla al final en sus ojos con lánguida sensualidad.


—Sigue con algo más.


Pedro sintió que una llamarada de fuego se apoderaba de su cerebro.


—¿Quieres más?


Paula deslizó la mano por su pelo.


—Continúa —susurró con un meloso susurro—, con todo lo que puedas.


Pedro no esperó otra invitación. Ni siquiera se detuvo para preguntarle si estaba segura. Se apoderó de su boca con un tórrido beso, expresando con aquel gesto toda la emoción que lo invadía antes de hundirse lenta e irrevocablemente en ella.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 36

 


Paula se quedó sin aliento al sentirlo deslizar la punta de la lengua por la palma de su mano. Pedro cerró los ojos y fue deslizando sus labios por cada uno de sus dedos, saboreándolos al mismo tiempo con la lengua, provocándole a Paula sensaciones intensamente placenteras. Cuando Pedro llegó al dedo meñique, lo deslizó completo al interior de su boca. El calor que bañaba el cuerpo de Paula se intensificó en el interior de su vientre. Pedro alzó el rostro hacia ella. Su mirada vibraba con un deseo apenas contenido.


—Estoy un poco confundido sobre lo que podría ocurrir a continuación —susurró con voz ronca—, pero yo diría que me convendría comenzar a atacar tu brazo.


Paula lo observó en silencio. El corazón parecía estar a punto de salírsele del pecho mientras Pedro trazaba un camino de besos desde su muñeca hasta las zonas más sensibles del brazo, que mordisqueaba y lamía con deleite.


Paula contuvo la respiración, cerró los ojos y dejó que de su garganta escapara un complacido ronroneo. Si alguna vez a lo largo de su vida hubiera sentido algo tan placentero, estaba segura de que no habría podido olvidarlo. Entregada a aquellas novedosas sensaciones, se dejó caer contra la almohada, mientras Pedro acercaba los labios a su hombro y la sorprendía lamiendo los rincones que lo aproximaban a su seno.


Paula gimió, extasiada por aquellas eróticas cosquillas mientras Pedro le acariciaba el cuello con la barbilla, desencadenando una cascada de suaves risas.


—Dilo otra vez —susurró Pedro contra su oído.


—¿Qué...?


Pedro miró deseoso su boca.


—Di «aahh»».


Y cuando Paula repitió aquel sensual suspiro, Pedro deslizó la lengua al interior de su boca, moviendo lentamente la cabeza. Con cada uno de sus gestos parecía crecer la sensibilidad de la piel de Paula que, entregada ya por completo al deseo, enmarcó su rostro con las manos para invitarlo a profundizar su beso.


Sus lenguas se enredaron en un beso de fuego. Las manos de Pedro se apropiaban de cada una de las curvas del cuerpo de Paula, hambriento y ansioso por sentir hasta el último centímetro de su piel.


Tras saborear aquella piel de seda, deslizó lentamente los tirantes del camisón para deleitarse con la vista de los senos desnudos de Paula. Llenó sus manos de aquella cremosa suavidad, acariciando los pezones con los pulgares hasta hacerlos erguirse orgullosos contra sus dedos.


Paula gimió contra su boca, arqueando al mismo tiempo su cuerpo.


Pedro interrumpió enfebrecido su beso y se inclinó sobre sus senos para apoderarse con la boca de los montículos rosados que los encumbraban.


Paula se deshacía en susurros y gemidos, aferrada con fuerza a la espalda de Pedro. Desgarrado por la pasión, Pedro le quitó el camisón por completo para consumir con la mirada la belleza que él mismo había revelado.


Dejó que sus manos vagaran libremente por aquel cuerpo desnudo, desnudo y perfecto, sintiendo cómo se avivaba la hoguera que lo abrasaba cuando Paula se arqueó nuevamente contra él, buscando sus caricias. Pedro siguió con la boca el camino abierto por sus manos hasta encontrar el dulce montículo de su vientre.


Paula había cerrado los ojos, advirtió. Y tenía los labios entreabiertos. Sus senos se elevaban y descendían al agitado ritmo de su respiración. Pedro no había visto nada más excitante en toda su vida. O por lo menos nada que lo hubiera afectado más.


Con manos temblorosas, se deshizo de las bragas de encaje y se abrió camino a través de los rizos que cubrían el vientre de Paula.


La respiración de Paula era ya un descontrolado jadeo. Enardecido por su respuesta, Pedro capturó aquellas caderas que lo estaban volviendo loco con sus movimientos y se colocó sobre Paula, dispuesto a hundirse en su interior.