miércoles, 29 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 17




—¿Alfonso?


Pedro vio que Paula le lanzaba una mirada mientras el padre de ella repetía el apellido.


—Sí.


—¿Como Eduardo Alfonso?


—¿Quién? —preguntó Paula.


—Mi abuelo —explicó Pedro.


Pedro le puso una mano en la espalda y la acarició para que supiera que no debía preocuparse por él. Sabía cuidar de sí mismo.


El padre de Paula se cruzó de brazos.


—Así que eres uno de ellos…


—Sí, lo soy.


—Hum —murmuró, mirándolo con sus ojos verdes—. No estoy seguro de que me guste que mi hija se mezcle con un Alfonso.


Pedro decidió aprovechar el comentario. No era gran cosa, pero podía ser un principio.


—Bueno, supongo que podría decir algo sobre los pecados de los padres…


El padre de Paula arqueó una ceja, sorprendido, y volvió a mirarlo con desconfianza.


—¿Y a qué te dedicas?


—Soy arquitecto.


—¿Un buen arquitecto?


Pedro sintió el deseo de sonreír, pero se contuvo.


—Sí.


—Pero no necesitas trabajar para vivir…


—Tal vez no, pero mi trabajo me gusta.


El hombre giró la cabeza hacia la ventana y miró el coche que estaba aparcado en el exterior.


—Dime una cosa. ¿Ese coche te lo has comprado con tu salario?


—No.


—Ya me parecía a mí.


—Pertenecía a uno de mis tíos. Estaba destrozado, así que me lo vendió a buen precio y luego lo restauré —explicó.


—Querrás decir que pagaste a alguien para que lo arreglara.


—No, quiero decir que lo arreglé yo mismo.


El padre de Paula caminó hasta la ventana. Pedro se acercó a él, se detuvo a su lado y se cruzó de brazos como él.


—Hum… Es un Aston Martin, ¿verdad?


—Sí, el modelo DB5.


—El coche de James Bond.


—Bueno, no exactamente el de James Bond. Incluso un Alfonso tiene sus limitaciones en cuestión de presupuesto —dijo.


—En tal caso, será mejor que salgamos a echarle un vistazo. Me gustaría comprobar si hiciste un buen trabajo con él.


Cuando se giraron, Pedro sonrió a Paula. Su madre se acercó a él en ese momento.


—¿Cuándo es tu cumpleaños, Pedro?


Paula alzó los ojos en gesto de desesperación.


—El veinte de mayo —contestó.


Pedro no supo a qué venía el gesto de Paula, pero lo averiguó en seguida.


—¿El veinte de mayo? Entonces eres tauro… una buena compañía para una leo. Porque Paula es leo, ¿lo sabías? Seréis sexualmente compatibles. No está mal, para empezar —comentó la mujer.


Pedro caminó hacia la puerta. Al pasar junto a Paula, le habló en voz baja.


—Ese asunto te lo dejo a ti. Yo me voy a hablar de coches.


Sin embargo, en ese momento tuvo una idea. Se detuvo, se giró hacia su madre con la mejor de sus sonrisas y dijo:
—Paula me ha contado que eres maestra tántrica.


La cara de la mujer se iluminó.


—Sí, lo soy. ¿Es que también practicas el tantra?


—No, pero me gustaría aprender.


Pedro


Él hizo caso omiso de la protesta de Paula, aunque sabía que había grandes posibilidades de que más tarde se arrepintiera.


—Tal vez podrías enseñarme los principios básicos…


—Esta tarde tengo una clase con principiantes. Si quieres, puedes venir.


—Magnífico. Iremos.


Pedro pensó que una clase de principiantes no podía ser muy peligrosa. Y si aprendía algo interesante, algo que pudiera poner en práctica más tarde, tanto mejor.


—No, no iremos, Pedro.


—¿Por qué no?


—Porque no tienes ni idea de dónde te estás metiendo.


La madre de Paula le dio una palmadita en el brazo.


—Llevo años intentando convencerla para que venga a una clase, pero siempre se ha negado —le explicó—. No dejes que se salga con la suya. Los dos os beneficiaréis de la lección.


—Mamá…


—¿Es que no la has oído? Será beneficioso para nosotros —dijo Pedro, mirándola con humor—. Además, ¿nadie te ha dicho que tienes que hacer caso a tu madre?


—Si mi querida madre insiste con eso, empezaré a decir que soy adoptada.


—No eres adoptada. Heredaste la belleza de tu madre. No soy ciego.


Su madre rió.


—Sí, creo que nos vamos a llevar bien, Pedro, independientemente de tu apellido. Pero no pruebes la estratagema de la belleza con el padre de Paula.


—Espero que lo del coche sirva de algo…


—Es un principio.


—¿Se te ocurre algo más que me pueda servir? 


La mujer volvió a sonreír.


—¿Has hecho windsurf alguna vez? Ese viejo estúpido decidió aprender este verano… hay una escuela cerca. 


Mejor tarde que nunca, dijo.


Pedro sonrió.


—Sí, esa información me será muy útil.


Pedro salió de la casa y caminó hasta su coche, sintiéndose más optimista que en los últimos días. La perspectiva de conocer a los padres de Paula, y el propio empeño de ésta por relajarlo de su tensión, lo habían puesto a la defensiva y lo habían convencido de la necesidad de prepararse para lo peor. Sin embargo, su madre acababa de darle una buena idea para salir del paso.


Paula se acercó a la ventana y pensó que era increíble. Pedro estaba utilizando con sus padres los mismos trucos que había usado con sus amigas. Y asombrosamente, funcionaba. Era el diablo en persona.


—Es un chico muy sexy.


Su madre se detuvo junto a ella y miraron por la ventana. 


Las dos estaban con las piernas levemente separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, en una posición bastante masculina.


—Sí, lo es.


—Y no se aparta de ti.


—No, no se aparta.


—Bueno, es normal. Siempre dije que el hombre que conquistara tu corazón tendría que ser muy obstinado.


Paula no dijo nada.






SUS TERMINOS: CAPITULO 16




—¿Cuál es el veredicto, Chaves?


—¿Tengo que decidir si tu familia me gusta o me disgusta a partir de una sola noche?


Pedro la tomó de la mano mientras caminaban por la casa.


—Ah, es verdad, había olvidado que no te gusta juzgar a la gente tras una sola noche. Me lo dijiste en cierta ocasión, ¿recuerdas?


Paula inclinó la cabeza y sonrió.


—Ha pasado tanto tiempo que se me había olvidado.


—Está bien, reconozco que no ha sido el mejor de mis planes —le confesó—. Pero ahora no me puedo echar atrás.


—¿Por qué no?


Pedro rió y su voz profunda resonó en el pasillo.


—Porque si me echo atrás, tú habrás ganado y me lo estarás recordando eternamente.


—¿Yo? Qué cosas dices.


Paula arrugó la nariz y Pedro volvió a reír.


—Vaya, eso de la nariz te lo ha enseñado mi hermana, seguro… Es su marca.


Paula soltó una carcajada. Había tomado demasiadas copas de champán y estaba mucho más alegre que de costumbre.


—Tu hermana es maravillosa. Me alegro de haberla conocido.


—Y yo…


—La has echado de menos, ¿verdad?


Él arqueó una ceja, como si la pregunta le hubiera sorprendido.


—Sí, claro que sí. Durante mucho tiempo, Gabe, ella y yo fuimos inseparables.


—Como los tres mosqueteros…


Pedro sonrió.


—Todo el mundo debería tener sus propios mosqueteros.


Paula asintió y los dos siguieron caminando, tomados de la mano.


—Estoy completamente de acuerdo contigo. Los mosqueteros siempre están a tu lado cuando los necesitas.


—Exacto.


—Y puedes hablar con ellos de cualquier cosa.


—Sí, ya lo sé. Por ejemplo, de la puntuación que un novio merece…


Paula no protestó ante la mención de la palabra «novio». De hecho, la había presentado como su novia a varios invitados y tampoco protestó en su momento.


—Por ejemplo. Y están contigo cuando los necesitas.


Pedro apretó los labios y asintió.


—¿Adonde diablos pretendes llegar, Chaves? ¿Qué te ha contado mi hermana de mí?


—¿Qué podría haberme contado? —preguntó con inocencia—. ¿Es que tienes algún secreto oscuro? ¿Algo que manche tu imagen de chico de oro…?


Paula cruzó mentalmente los dedos.


—Nadie es perfecto. Todo es cuestión de suerte, nada más.


—Hum. ¿De suerte, dices?


Paula lo maldijo para sus adentros. Esperaba que Pedro le confesara algo que lo hiciera menos perfecto, o que se vanagloriara de su forma de ser; pero lejos de caer en la trampa, había admitido que la vida que llevaba se debía fundamentalmente a la suerte. Por lo visto, Pedro tenía una sola debilidad. Si quería salirse con la suya, tendría que aprovechar esa debilidad y conseguir que rompiera su palabra. Entonces, sólo entonces, sería menos perfecto.


Se acercó a él, apretó los senos contra su pecho y utilizó la más seductora de sus sonrisas. Sabía que nueve de cada diez veces, funcionaba. Pedro sacudió la cabeza.


—No, querida Chaves, no voy a romper la norma.


—¿Aunque me empeñe a fondo?


—Si te empeñas muy a fondo, serías tú quien la rompería, no yo —respondió, admirando sus labios—. Inténtalo si quieres. No te vas a salir con la tuya.


—Juegas sucio, Pedro.


—No sabes cuánto, Paula.


Ella gimió, frustrada, y se mordió un labio.


—Chaves, eres terriblemente peligrosa. Deberías tener un letrero de advertencia.


—Intenté advertírtelo. Varias veces.


—Sabía lo que estaba haciendo. Y todavía lo sé.


Pedro la miró a los ojos. No pestañeó, no sonrió, no arqueó una ceja; se limitó a mirarla con tanta intensidad que Paula estuvo a punto de gemir.


Aquel hombre la volvía loca. Y justo en ese momento, supo por qué.


Necesitaba escapar de aquella situación. Enseguida.


Paula se apartó, lo tomó de la mano y siguieron andando por el pasillo. Al cabo de unos segundos, Pedro volvió a hablar.


—No es mi familia lo que te incomoda, ¿verdad?


Ella no lo miró.


—Me he divertido mucho esta noche. Todo el mundo ha estado encantador conmigo.


—Y no te has dejado impresionar por ninguno, ni siquiera por mis padres. Aunque habría preferido que coquetearas menos con él…


—Era él quien coqueteaba conmigo; pero de forma perfectamente inocente —afirmó—. De hecho, me ha recordado mucho a ti… los ojos le brillan de la misma manera cuando hace una broma. Aunque tiene más sentido del humor que tú.


—Porque es mucho mayor y tiene más práctica —se defendió.


—Pero supongo que a veces puede resultar difícil…


—En eso también nos parecemos.


Paula lo miró con sorpresa y él sonrió.


—Sí, Chaves, también tengo mis defectos. Lo que pasa es que intento ocultarlos en público. Y lo hago bastante bien.


Antes de que Paula pudiera replicar, Pedro se detuvo delante de una puerta y la abrió.


—Ya hemos llegado. Esta es mi habitación preferida.


Él le puso una mano en la cintura y la llevó al interior. 


Paula sonrió con verdadero asombro al contemplar la sala enorme y llena de balcones por los que entraba la luz del jardín. Era preciosa, mágica, perfecta.


—Es la galería grande. Antes estaba llena de cuadros de la familia, pero la luz del sol dañaba los colores y los colgaron en las paredes de las escaleras. Además, era demasiado seria… hasta que la hice mía.


Paula lo miró.


—¿Tuya?


Pedro la abrazó por detrás y ella se apoyó en él.


—Sí. Cuando era niño, empecé a venir aquí en Navidades para jugar con mis juguetes. Pasaba horas y más horas, y a veces me escabullía en mitad de la noche. Gabe jugaba conmigo; organizábamos torneos y cosas por el estilo.


Ella soltó una carcajada. Casi imaginaba a Pedro y a Gabe mientras reían, discutían y jugaban a cualquier cosa.


—¿Y quién solía ganar?


Pedro se inclinó sobre ella y apretó la mejilla contra su cabeza.


—A veces uno, y a veces, otro. Al cabo de un tiempo, decidimos que ya éramos mayores para torneos y empezamos a jugar al fútbol; pero claro, destrozamos un par de cristales y nos ganamos unas cuantas regañinas, así que nos tocaba huir y escondernos.


Pedro la besó en la sien.


—Fueron tiempos muy felices —añadió.


Paula inclinó la cabeza y ofreció el cuello a sus caricias.


—Seguro que le encontrarías un uso más interesante a la sala cuando empezaste a salir con chicas —dijo, con voz sugerente—. Besos secretos, caricias secretas…


Pedro le besó el cuello y descendió hacia sus hombros.


—Ah, si las paredes hablaran…


Paula notó que sus senos se volvían más pesados dentro de su sostén. Casi al mismo tiempo, Pedro acercó una mano a sus pechos, le acarició el estómago y empezó a juguetear con el pezón por encima de la tela.


Paula apoyó la cabeza en su hombro y suspiró.


Pedro


—Lo sé, lo sé —afirmó—. Yo también lo deseo.


Cuando la mano de Pedro se cerró completamente sobre su seno, Paula se desesperó tanto que se obligó a darse la vuelta.


Pasó los brazos alrededor de su cuello y preguntó:
—¿Vas a romper tu promesa, Pedro?


Él rió.


—¿Y tú?


—No, contesta tú primero.


—No, las damas siempre van antes.


—Eres tan caballeroso…


Pedro cerró las manos en su cintura y la meció de lado a lado.


—¿Verdad? Todo un príncipe azul.


—Sí, lo eres. Pero Cenicienta nunca habría querido que su príncipe…


Paula se puso de puntillas y le hizo una sugerencia bastante tórrida al oído.


Pedro gimió, la besó apasionadamente y empezó a darle vueltas y más vueltas, como si bailaran un vals, hasta que ella se quedó sin aliento y rompió a reír.


Cuando por fin se detuvieron, en el rostro de Pedro se dibujaba la sonrisa más brillante que le había dedicado.


—Sólo una semana más, una más, y podremos hacerlo.


Paula se estremeció. Eso era justo lo que temía.