domingo, 14 de febrero de 2021

APARIENCIAS: CAPÍTULO 46

 


Desde que la había dejado en su casa el domingo, Paula no había parado de llorar. Y eso que ella nunca lloraba. Había roto con chicos con los que había estado meses saliendo y no se había sentido nunca tan mal. ¡Y eso que todavía no había roto con él!


Había estado preparándose durante todo el viaje, pero, al despedirse, no había tenido valor para decirle lo que le tenía que decir.


Y había pasado tres días intentando reunir el coraje necesario para hacerlo, evitando sus llamadas para no venirse abajo al oír su voz.


El miércoles por fin había decidido ir a su hotel para decirle que lo suyo se había terminado, pero cuando Pedro le había abierto la puerta y lo había visto tan contento, solo había podido besarlo y ponerse otra vez a llorar.


Pedro la había mirado confundido al ver sus lágrimas, pero no le había hecho preguntas. Sólo se las había secado a besos y le había hecho el amor con tanta dulzura, con tanta pasión, que Paula se había dado cuenta que no podía romper con él. Todavía no.


De eso habían pasado cinco días y habían pasado juntos casi todas las noches. Faltaban otros cinco días para la gala, para que aquello se terminase de verdad, pero cada vez que Paula lo pensaba, se le hacía un nudo en el estómago y le costaba respirar.


Se echó a llorar por enésima vez aquel día y Camila se acercó a consolarla.


–No sé qué me pasa –le dijo ella–. Me conoces. Sabes que yo no lloro nunca. Y mira cómo estoy.


–Tal vez sean las hormonas. O que vas a tener el periodo.


Eso era posible. Aunque no solían entrarle ganas de llorar.


–Quizás sea eso.


–¿Cuándo te toca?


–Pronto, creo.


Había estado tan ocupada que no se había parado a pensarlo. Abrió el calendario que tenía en el ordenador y contó los días, volvió a contarlos, segura de que lo había hecho mal. Y los contó una tercera vez.


–No puede ser.


–¿Qué pasa? –le preguntó Camila con el ceño fruncido.


–Que han pasado treinta y un días desde mi último periodo.


–¿Y eso es mucho para ti?


–Siempre lo tengo cada veintiocho días, soy como un reloj –le contestó, con el corazón en la garganta–. Camila, tengo un retraso.


Paula maldijo al preservativo que se había roto mientras Camila iba a la farmacia a por un test de embarazo.




APARIENCIAS: CAPÍTULO 45

 



Pedro le tomó de la mano y le enseñó los dos establo. Y ella se quedó impresionada con la limpieza y las instalaciones.


Luego fueron al granero y Paula se fijó en un edificio alargado que había en la parte de atrás.


–¿Es ahí donde duermen los hombres?


–Sí.


–¿Puedo verlo?


Él se encogió de hombros.


–Claro. No creo que haya nadie a estas horas.


Si Paula necesitaba una dosis de realidad, el barracón le hizo bajar de las nubes. El edificio estaba formado por una cocina con dos mesas largas, un salón con sofás, sillones y una vieja televisión, y el dormitorio. Al final de este había varias puertas, que debían de ser los baños.


Se parecía demasiado a la casa de acogida en la que había estado con su madre, y solo de verlo se puso nerviosa, le trajo malos recuerdos.


No se podía imaginar volviendo a vivir en un lugar así. Solo la idea le dio miedo.


–¿Y has dicho que el capataz tiene su propio alojamiento?


–Está detrás. Si quieres, puedo enseñártelo, aunque ahora lo está utilizando Claudio. Se parece a tu apartamento, pero todo en una habitación. Y con la mitad de tamaño.


Eso significaba que la vivienda era como su salón. Y era suficiente para un hombre solo, pero ¿y si el capataz decidía casarse?


A ella le daba igual porque, a pesar de lo que sentía por Pedro, después de ver aquella parte de su vida supo que su relación no iría más allá.


Pedro debió de darse cuenta de que estaba incómoda, porque le puso la mano en el hombro y le dio un cariñoso apretón.


–¿Estás bien?


Ella se obligó a sonreír.


–Sí. Solo un poco cansada.


–Bueno, pues vamos. Puedes dormir en el viaje si quieres.


–Sí.


Recogieron sus cosas, las metieron en la camioneta y se fueron antes de las diez. Paula cerró los ojos, pero no podía dormir. Tampoco podía hablar, así que se quedó inmóvil, para que Pedro pensase que estaba dormida y lo escuchó cantar con la radio. ¿Sabría que cantaba muy bien? Era un hombre perfecto en todos los aspectos. En todos, menos en el que más le importaba a ella.


Y lo irónico de la situación era que, aunque hubiese podido cambiarlo, no lo habría hecho. El problema era suyo, no de él. No se lo merecía, así que, aunque aquella semana hubiese sido maravillosa, tenía que terminar con aquello lo antes posible.



 

APARIENCIAS: CAPÍTULO 44

 


Cuando volvieron al rancho eran más de las doce. Paula estaba un poco mareada por la cerveza y agotada, así que se metió en la cama y esperó a que Pedro saliese del baño.


Cuando volvió a abrir los ojos ya era de día.


–Buenos días, bella durmiente.


Paula se sentó y se frotó los ojos. Pedro estaba al lado del armario, vistiéndose. Tenía el pelo mojado y había una toalla a los pies de la cama.


–¿Qué hora es?


–Poco más de las ocho y media. Anoche, cuando me metí en la cama, ya estabas frita.


–Pues haberme despertado.


Él se encogió de hombros antes de ponerse una camiseta.


–Creo que ambos necesitábamos descansar.


–Pero era mi última noche aquí.


Pedro se acercó y se sentó en el borde de la cama.


–No tiene por qué ser así.


–Sabes que tengo que volver a trabajar.


Él le acarició la mejilla y le metió un mechón de pelo detrás de la oreja.


–Podrías volver después de la gala.


Paula contuvo la respiración un instante.


–¿Te gustaría? Pensé que habíamos dicho que lo nuestro se terminaría después de la gala.


–¿Es eso lo que quieres?


No era lo que quería, pero sabía que no tenían futuro. Sus vidas eran demasiado diferentes.


–Será mejor que no hagamos planes a largo plazo –le dijo–. Ya veremos cómo van las cosas.


–Me parece bien –le dijo Pedro.


Y su respuesta la decepcionó.


Lo vio ponerse los calcetines y las botas. Entonces, levantó la cabeza y la miró.


–¿Estás bien?


Debía de notársele en la cara que estaba confundida.


Se obligó a sonreír.


–Supongo que todavía medio dormida.


–Bueno, pues levántate. Tenemos que ponernos en marcha –le dijo él, dándole un rápido beso–. He estado tan ocupado que no te he enseñado los establos. ¿Quieres verlos antes de que nos marchemos?


–Sí.


–Te esperaré fuera.


–No tardaré.


Paula se levantó, se aseó, se vistió e hizo la maleta. Le hubiese gustado quedarse unos días más, pero tenía que volver a su vida real. Bajó la maleta y la dejó al lado de la puerta, y luego fue a la cocina a despedirse de Elisa y darle las gracias por su hospitalidad, pero no la encontró.


De hecho, debía de ser porque era domingo, pero no había nadie por ninguna parte. Fue hacia los establos y encontró a Pedro en lo que debía de ser el despacho, sentado delante del ordenador, concentrado en la pantalla y escribiendo a una velocidad increíble para alguien que acababa de aprender a leer.


–Eres muy rápido –comentó.


Pedro se sobresaltó al oír su voz.


–Me has asustado. No te he oído entrar.


Le dio a un par de teclas más y cerró el ordenador.


–¿Cómo has aprendido a escribir así?


Él se levantó del sillón.


–Con un programa de ordenador de la biblioteca. Practico en mi tiempo libre.


Parecía nervioso, así que Paula prefirió dejar el tema.


–¿Has visto a Elisa? –le preguntó–. Quería despedirme de ella.


–Está en la iglesia. Como casi todos los hombres. Los obliga a ir. Dice que eso hace que sean buenas personas.


Paula se preguntó si también lo obligaría a ir a él. No se lo imaginaba.


–Supongo que por eso está todo tan tranquilo.


–Los domingos son así. ¿Damos ese paseo?


–Sí.