domingo, 9 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO FINAL





Las siguientes dos semanas fueron una verdadera agonía para Paula. Pedro no intentó siquiera ponerse en contacto con ella y ella tampoco fue a su casa a pesar de lo mucho que echaba de menos a Kiko. Gia le contó que su hermano había decidido pasar el resto de las vacaciones en su casa. 


Pero ella no tenía fuerzas para enfrentarse a él, al menos por el momento.


A mediados de la tercera semana le llegó la noticia de que la pulsera estaba terminada.


—Espérame abajo en cinco minutos y te llevo a buscar la pulsera —le sugirió Gia—. Estoy tan impaciente como tú por ver el resultado.


Hasta que tomaron la calle de Pedro, Paula no se dio cuenta de dónde iban.


—Pensé que estaría en la oficina —dijo ella.


—No. La tiene Pedro —Gia la miró con impaciencia—. Así podrás ver también a Kiko. Deberías estar contenta. No dejes que mi hermano te estropee el momento.


—No. No, claro que no.


Lo que no esperaba era que Gia pretendiera soltarla allí y marcharse.


—Esto es una encerrona, ¿verdad? —adivinó—. Crees que, si entro ahí, Pedro y yo podremos resolver nuestras diferencias.


—Podríais intentarlo al menos.


—No va a servir de nada.


—Bueno, yo lo habré intentado.


No tenía sentido seguir discutiendo con Gia, así que se bajó del coche y llamó a la puerta. Pedro no tardó en abrir. Ambos se quedaron mirándose durante una eternidad antes de que él se hiciera a un lado para dejarla pasar.


Paula no sabía qué decir. Sentía tal torbellino de emociones.


Deseo, arrepentimiento, tristeza, amor y, por encima de todo, dolor. Un dolor que le rompía el alma.


—¿Dónde está Kiko? —consiguió preguntarle.


—En el patio —Pedro no apartaba los ojos de ella, prácticamente se la comía con la mirada—. El caballero que trajo la pulsera quería que la examinaras y pensé que no se sentiría cómodo con un lobo dando vueltas por la casa.


Paula estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo.


—¿Está bien?


—Te echa de menos, pero debe de ser algo contagioso.


Paula lo miró sin saber muy bien cómo interpretar sus palabras.


Pedro la llevó al salón. La pulsera estaba sobre la mesa y, junto a ella, un hombre esperaba de pie con gesto atento y silencioso. Paula agarró la pulsera y se echó a llorar al ver el resultado.


—Es preciosa. Dile a Francesca que ha hecho un magnífico trabajo.


El hombre se aclaró la garganta.


—Ha hecho algunos pequeños cambios, como las amatistas. Tienen un color impresionante, ¿no cree?


Paula miró al hombre y sonrió.


—No se lo diga a Francesca, pero sigo prefiriendo el original.


Por algún motivo, aquel hombre parecía alegrarse de oír aquello. Lo miró y entonces se quedó helada. Debía de estar cerca de los cincuenta años, tenía los ojos azules y unos rizos indómitos, pero lo que más le llamó la atención fue la barbilla afilada y los labios carnosos. De pronto supo, sin haber pasado ni un minuto con él, que se reía a menudo. Lo mejor de todo fue que le vinieron a la cabeza imágenes de duendes y arcoíris, de magia y sueños que se hacían realidad.


—Debo reconocer que ha quedado muy bien con todas esas piedras tan elegantes.


Paula no podía dejar de mirarlo.


—Perteneció a tu tatarabuela.


—Eres…


—Rodolfo Finnegan. Soy tu padre, Paula.


No recordaba haberse movido, pero de repente estaba en sus brazos.


—¿Papá?


—No sabes el tiempo que llevo buscándote —le susurró al oído y las palabras le llegaron directamente al corazón.


Las siguientes horas pasaron volando. En algún momento Paula se dio cuenta de que Pedro había desaparecido para dejar que su padre y ella hablaran tranquilamente. En ese tiempo descubrió que su madre lo había llamado poco antes de morir para decirle que tenía una hija, pero no le había dado su nombre ni su dirección.


Se enteró también de que se llamaba Paula por la mujer a la que le había pertenecido la pulsera y que tenía una familia tan numerosa como la de los Alfonso.


—No podrás librarte de nosotros —le advirtió Rodolfo—, ahora que por fin te he encontrado.


Cuando llegó el momento de despedirse, lo hicieron los dos con lágrimas en los ojos.


—Ven este fin de semana y haremos una gran fiesta de bienvenida —le dijo su padre mientras la abrazaba—. Y trae a tu novio, tu abuela querrá conocerlo antes de dar su consentimiento a la boda.


—Pero…


—Allí estaremos —prometió Pedro, que acababa de aparecer.


En cuanto cerraron la puerta tras su padre, Paula se volvió a mirar a Pedro.


—No sé qué decir, «gracias» me parece demasiado poco.



—De nada —dijo y le tendió una mano—. Quiero enseñarte otra cosa.


Le dio la mano y cerró los ojos para sentir bien los maravillosos latidos del Infierno.


—Bueno, pero me gustaría ver a Kiko.


—Eso es lo que quiero enseñarte.


La llevó hasta la habitación de invitados, pero la puerta estaba cerrada y en ella había una placa en la se leía: Guarida de Tukiko y Youko.


—Me dijiste que ése era el nombre completo de Kiko. Busqué el significado y resulta que es «hijo de la luna» —le explicó, sonriente.


—Le va muy bien. Pero ¿quién es Youko?


—Nuestro hijo del sol.


Abrió la puerta del dormitorio. En lugar de la cama en la que habían pasado tantas noches maravillosas, ahora había dos camas de perro. Al salir al patio, Paula se quedó boquiabierta. Estaba lleno de juguetes para perros y había incluso un arenero para que escarbaran.


En ese momento apareció Kiko, que la recibió entusiasmada y, detrás de ella, un precioso perro que parecía mezcla de labrador y golden retriever.


—Supongo que éste es Youko.


—Tiene terror a la gente, así que supongo que han debido de maltratarlo.


—Un perro es una gran responsabilidad, un compromiso a largo plazo —le advirtió Paula.


—Quince o veinte años, si tenemos suerte. Claro que Los amigos de Kiko también es un compromiso a largo plazo.


—¿Los amigos de Kiko?


—La organización de ayuda a los animales que vamos a poner en marcha, si tú quieres. Una organización benéfica para ayudar a animales como Kiko. Espero que quieras dirigirla.


Paula apenas podía contener las lágrimas.


—¿Has hecho todo eso por mí… por nosotras?


—Haría cualquier cosa por vosotras.


—No lo entiendo —susurró ella—. No entiendo nada.


—Deja que te lo explique.


La llevó al piso de arriba y se detuvo frente a la puerta de su dormitorio, donde otra placa decía: Guarida del gran lobo y de su compañera para toda la vida. Abrió la puerta y dio un paso atrás, para darle la oportunidad de decidir si quería entrar o marcharse.


Paula no lo dudó. Entró al dormitorio y dejó que él la estrechara en sus brazos.


—Lo siento mucho, Paula. He sido un idiota. No te pareces en nada a Laura. Llevo tantos años protegiéndome que he estado a punto de perder lo que más quiero en el mundo. A ti —le tomó el rostro entre las manos y la besó—. Te amo. Creo que te amo desde que te toqué por primera vez.


Pedro —Paula reía y lloraba al mismo tiempo—. Yo también te amo.


Se apartó lo justo para mirarla a los ojos.


—Aún quiero que seas mi prometida temporal.


—¿Sí?


—Desde luego. Primero mi prometida temporal y después mi esposa para toda la vida —volvió a tomarla en sus brazos para llevarla hasta la cama—. Tendrás que recordarme dónde lo dejamos porque hace tanto tiempo, que no lo recuerdo.


Paula le echó los brazos alrededor del cuello y lo besó en los labios.


—Veré lo que puedo hacer para refrescarte la memoria.


—Espera. No podemos hacerlo sin romper la promesa que le hice a Primo.


Abrió el cajón de la mesilla para sacar el anillo de compromiso y devolverlo a su lugar, el dedo de Paula. El fuego del Infierno ardió con fuerza entre ellos y, aunque Pedro no lo reconoció abiertamente, su mirada demostraba que lo había aceptado.


—Parece que, después de todo, sí que es el anillo perfecto —le dijo él.


—¿Por qué? —preguntó Paula, aunque ya sabía la respuesta.


—Se llama Una vez en la vida porque si me has enseñado algo —la besó apasionadamente antes de añadir—, es que los lobos se emparejan para toda la vida.




PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 25





Al volver a casa, Pedro encontró a Paula sentada en el salón, vestida con su ropa de antes. Kiko descansaba a sus pies. Las dos levantaron la cabeza y lo miraron con parecida intensidad. Junto a la perra estaba la mochila de Paula, lo que quería decir que se iban. Al menos había tenido el detalle de esperar hasta que volviera a casa. Pero no iba a marcharse sin la pulsera.


Se puso en pie, respiró hondo y agarró la mochila.


—¿La tienes?


Pedro se sacó la caja del bolsillo de la chaqueta y se la dio. 


Ella la agarró sin decir una palabra y se dio media vuelta.


—¿Eso es todo? —dijo él, aunque no sabía muy bien qué esperaba.


—Gracias —respondió sin darse media vuelta para mirarlo—. Kiko y yo nos vamos.


Era mejor así, se dijo Pedro.


Un segundo después, Paula soltó la mochila y fue corriendo hasta él.


—¿Qué demonios has hecho con mi pulsera? Esta… esta cosa no es mi pulsera.


—Sí que lo es.


La sacó de la caja y la agitó.


—Mírala, Pedro. La han estropeado.


¿Cómo era posible que le hiciera ponerse a la defensiva con tanta facilidad?


—Laura me pidió que le cambiara las piedras. Pero no te preocupes, ahora tiene más valor.


Paula lo miró como si tuviera dos cabezas.


—¿A mí qué me importa el valor que tenga?


—Pensé que…


En los ojos de Paula apareció una frialdad que Pedro jamás había visto en ellos. Pero había algo más, algo que le hizo sentir vergüenza. La había decepcionado, como si hubiera acabado con todas sus esperanzas y sus sueños.


—Ya sé lo que pensabas —lo miró fijamente—. Has dado por hecho que soy como Laura, que lo único que me importa es el valor económico de las cosas.


De pronto se dio cuenta. No era Laura. ¿Cómo podía haber pensado algo así? Era como comparar un ángel con un demonio. Laura no había hecho más que pedir y exigir, mientras que Paula le había regalado su posesión más preciada, a sí misma. Y él había respondido acusándola del peor crimen imaginable… ser como su media hermana. Ella le había dado su corazón y Pedro lo había tirado como si no valiera nada.


—Esta pulsera es la única esperanza que tengo de encontrar a mi padre. ¿Cómo voy a poder utilizarla para encontrarlo si ya no se parece a nada a la pulsera que él recordará?


«Reconócelo, Alfonso, has metido la pata».


Pero aún tenía una opción. Un camino lo llevaba a lo que había sido unas semanas antes. El otro… Para seguir ese camino tendría que arriesgar todo lo que siempre había considerado más importante. Su independencia y la necesidad de controlar su mundo. Las barreras con las que llevaba toda la vida protegiéndose.


Pero la recompensa…


Miró a Paula y por fin la vio de verdad. No fue necesario nada más. Se frotó la palma de la mano y se rindió a lo inevitable. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo con tal de recuperarla. Y así fue cómo surgió el plan. Tardaría días, incluso semanas en dar su fruto. Haría falta mucha delicadeza, pero quizá funcionase.


Ahí iba el primer paso.


—Puedo volver a dejarla como estaba —le ofreció.


Tenía los ojos llenos de lágrimas.


—Olvídalo. No quiero nada de ti.


Se dio media vuelta para marcharse y llamó a Kiko, pero en lugar de seguirla, la perra agarró la mochila con los dientes y salió corriendo escaleras arriba, hacia el segundo piso.


—¡Kiko! —la llamaron los dos a la vez.


Fueron tras ella y la encontraron tumbada en el centro de la cama de Pedro. Al verlo entrar, les ladró.


—Parece que no quiere marcharse —dijo Pedro.


—Enseguida se le pasa —Paula se acercó a la cama y agarró su mochila—. Vamos, Kiko.


La perra no parecía dispuesta a moverse.


—Deja que se quede —le sugirió, pensando que podría serle de ayuda.


—¿Qué? —Paula lo miró con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué?


—Podéis quedaros las dos hasta que solucionemos el problema de la pulsera.


Ella meneó la cabeza.


Pedro no le extrañó. Habría sido demasiado fácil.


—En tal caso, Gia me ha dicho que puedes quedarte en su casa mientras buscas a tu padre. El problema es que allí no puedes llevar a Kiko, pero puedes dejármelo a mí mientras tanto.


Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


—¿No te basta con haber destrozado mi pulsera, ahora también quieres quitarme a mi perra?


—No quiero quitártela —le explicó con suavidad—. Solo te sugiero que la dejes aquí mientras zanjamos el negocio.


Ella levantó la barbilla dignamente.


—Pensé que ya estaba zanjado.


—Aún tengo que pagarte por tu tiempo y por los desperfectos de la pulsera.


—Olvídalo.


—Sabía que ibas a decir eso —murmuró—. En tal caso, lo menos que puedo hacer es devolverle el aspecto original a la pulsera. ¿Te parece bien?


Ya no parecía tan segura.


—¿Se puede hacer eso?


—Francesca puede hacer cualquier cosa.


—Francesca —abrió los ojos de par en par al recordar algo—. Me había olvidado del anillo de compromiso.


Se lo quitó enseguida y extendió la mano para dárselo; Pedro se negó a agarrarlo, pero Paula lo dejó en la mesa.


—Si me arreglas la pulsera, estaremos en paz.


De eso nada. La vio mirar a Kiko y la expresión que había en su rostro a punto estuvo de hacerle ponerse de rodillas frente a ella. Excepto su abuela, todo el mundo la había abandonado en la vida. Había sufrido mucho rechazo en una vida tan corta.


Pero ya no volvería a ser así. Pedro iba a encargarse de arreglar las cosas costase lo que costase.





PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 24





Por fin amaneció y Pedro pudo dejar de fingir que dormía y levantarse para ir a trabajar. No vio ni oyó a Paula por la casa, pero no le importaba; cuanto antes desapareciera, mejor. Todo volvería a ser como antes de que Paula irrumpiera en su vida y la hiciera pedazos. Podría volver a huir de cualquier vínculo emocional y vivir tranquilo.


Nadie lo esperaba en la oficina, puesto que oficialmente seguía de vacaciones con el resto de la familia. No obstante, decidió encerrarse en su despacho, donde se entretuvo en responder algunos correos y ordenar papeles. Sabía que solo estaba retrasando lo inevitable. Finalmente miró la caja de seguridad y se dijo que había llegado el momento de hacerlo.


Tardó solo unos segundos en introducir el código y abrir la puerta. Allí estaba la caja con la pulsera. Era una obra impresionante, con un diseño que parecía sacado de un cuento de hadas. Las piedras originales, amatistas y diamantes modestos, no habían sido lo bastante buenas para Laura, que había insistido en sustituirlas por esmeraldas y él se lo había consentido. De haber sido por ella, también habría cambiado el engarce, pero Pedro se había negado a retocar un diseño perfecto. No costaría mucho volver a colocar las piedras originales.


Alguien llamó a la puerta e interrumpió sus pensamientos. 


Era su hermana, Gia.


—Paula me dijo que te encontraría aquí —dijo al asomar la cabeza por la puerta—. La verdad es que me he alegrado de ver que seguía en tu apartamento —continuó diciendo—. Cuando os fuisteis del lago, pensé que estabais a punto de romper.


—¿Y nos seguiste a casa? —la vio encogerse de hombros, lo que quería decir que sí los había seguido—. No es asunto tuyo, Gianna.


—Entonces es cierto que vais a romper. Dios, Pedro —se apoyó en su mesa y miró la pulsera—. Es bonita. Aunque lo sería aún más si no fuera tan excesiva. Le irían mejor unas piedras más suaves.


—Como las amatistas.


—Exacto —dijo, impresionada—. Buen ojo. ¿De quién es?


—De Laura. De Paula, supongo —corrigió enseguida.


Su hermana lo miró frunciendo el ceño.


—¿Qué?


—Laura era hermana de Paula. Media hermana en realidad.


Gia se quedó boquiabierta.


—¿Es una broma?


—Ojalá lo fuera —le ofreció una versión resumida de la historia—. Y ése es el final de mi breve compromiso.


—No lo entiendo. ¿Por qué habríais de romper el compromiso por eso?


—¿Cómo que por qué? —le preguntó, indignado—. Porque es la hermana de Laura.


—¿Qué más da? No se parece en nada a Laura. Solo hay que hablar cinco minutos con ella para darse cuenta.


—Me mintió.


—¿Te dijo que no era su hermana?


—Su media hermana.


—Deduzco que no —esperó a que dijera algo más y resopló exasperada al ver que no lo hacía—. Muy bien, sé todo lo cabezón que quieras. Pero dile a Paula que, si necesita un lugar donde quedarse mientras busca a su padre, puede…


—¿Dando por hecho que la historia del padre sea verdad?


—Dile que estaré encantada de que venga a casa —siguió diciendo como si él no hubiera hablado—. Paula te ama, supongo que lo sabes.


—Me ha utilizado.


—Cosas que pasan —se limitó a decir Gia—. Voy a decirte una cosa —se detuvo camino de la puerta, pero no se volvió a mirarlo—. Yo daría lo que fuera por tener lo que tú estás tirando por la borda.