jueves, 2 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 29





—¿Has comido? —preguntó él mientras Paula apagaba el
ordenador—. Si te apetece, podríamos ir al Chester…


El restaurante Chester se encontraba a tres manzanas de la librería y era famoso por sus carnes, pero Paula no tenía hambre.


—Lo siento. No tengo apetito. Con tantas emociones, se me ha quitado.


Él la tomó entre sus brazos.


—Te comprendo muy bien… Parece que los dos hemos tenido un día difícil. Si quieres, yo te hablaré del mío y tú me hablarás del tuyo.


Paula sonrió.


—De acuerdo, pero empiezas tú. No sé si tengo fuerzas para hablar ahora.


—¿Tan malo ha sido?


—No, no ha sido malo, sólo complejo. Me ha pasado una de esas cosas que te cambian la vida —respondió.


—¡Qué curioso! A mí me ha ocurrido lo mismo —dijo Pedro—. He estado con Carla.


Paula dio un paso atrás y lo miró a los ojos con espanto.


—¿Con Carla?


Pedro sonrió.


—No sé qué locura se te ha ocurrido, pero si crees que hay algo entre ella y yo, olvídalo. Sin embargo, hemos hecho las paces. O algo parecido a las paces… Quiere que vuelva a ser el padre de Tomy.


—¿Lo dices en serio?


—Sí. Ha aceptado ponerlo por escrito. Mi abogado ya está redactando el documento.


—¡Oh, Dios mío…! ¡Eso es maravilloso!


Pedro se apartó y se metió las manos en los bolsillos.


—No estoy seguro de que deba confiar en ella, pero está muy cambiada y tengo la impresión de que lo está pasando mal.



—No me extraña, teniendo en cuenta que destruyó su propia familia —observó Paula—. Aunque no fuera feliz con vuestro matrimonio, no tenía derecho a hacer lo que hizo. Seguro que se siente culpable.


—Sí, y eso ya es una sorpresa. Jamás habría imaginado que Carla era capaz de sentirse culpable —declaró.


—¿Cuándo podrás verlo?


—Aún no hemos establecido los detalles. No quería presionarla antes de que firme el acuerdo. Conociéndola, podría cambiar de idea.


—No, si quiere a su hijo, no cambiará de idea.


—Eso espero.


—Felicidades, Pedro. Debes de estar muy contento.


—Lo estoy —dijo con una sonrisa radiante—. De hecho, estoy tan contento que no he podido trabajar en todo el día.


Pedro la llevó al salón. Después, se tumbó con ella en el sofá y la besó.


—Su boca sabe maravillosamente bien, señorita Chaves —bromeó.


—Y la suya, señor Alfonso.


Pedro podría haberla besado durante horas, pero quería saber lo que le había ocurrido. Así que le acarició la nariz y dijo:
—Es tu turno, Pau. ¿Qué te ha pasado?


Paula deseaba decírselo, pero estaba tan alterada que la voz se le quebró y los ojos se le humedecieron.


—Lo siento. Normalmente no soy tan llorona —se disculpó.


Pedro la acarició.


—No seas tonta; llora todo lo que quieras. Si no te apetece hablar de ello, lo dejaremos para otro momento. Y si no me lo quieres contar, lo entenderé.


—No, no… Claro que te lo quiero contar. Es que ahora no me siento con fuerzas.


Pedro le dio un beso en los labios.


—Entonces, olvídalo. Cierra los ojos, relájate y deja que yo me ocupe de todo.


—Pero yo…


Él la volvió a besar. Y esta vez, apasionadamente.


—Eso no es justo —protestó ella—. No juegas limpio.


—Y todavía no has visto nada…


Pedro llevó las manos a su cintura y la cambió rápidamente de posición. Antes de que se diera cuenta, estaba a horcajadas sobre él.


—¡Pedro! —dijo entre risas—. ¿Qué diablos…?



Pedro introdujo las manos en su pelo, le bajó la cabeza y la besó otra vez. A continuación, hizo otro giro brusco y cambió de posición con ella.


—¡Deja de hacer eso! ¡Nos vamos a caer al suelo!


—No, qué va.


Él le agarró las muñecas y le estiró los brazos por encima de la cabeza.


—¿Lo ves? No te vas a caer. Te he atrapado.


—¿Así? ¿Sin esposas?


—Dejaremos las esposas para más tarde.


Pedro le soltó las manos y la empezó a acariciar. En menos de un minuto, Paula estaba tan excitada que se dejó llevar por el deseo y empezó a desnudarlo. Quería tocar su piel, probarla, destrozar lo que quedaba de su control.


Ya se había quedado en calzoncillos cuando llevó las manos al top de Pau, se lo quitó y lo arrojó lejos. Antes de que llegara al suelo, le desabrochó el sostén. Y luego, hizo lo mismo con sus pantalones.


Le acarició los pechos desnudos y las caderas, seduciéndola por completo. Ella gimió, jadeó, y por fin consiguió lo que quería: Sentirlo en su interior.


Se empezaron a mover juntos, al ritmo de su necesidad mutua, borrando cualquier resto de control o inhibiciones. Y cuando alcanzaron el clímax, sus gritos mezclados rompieron el silencio de la noche.


Pedro no quería marcharse de allí.


En algún momento, habían apagado las luces del salón y estaban tumbados en el sofá, bajo una manta. Si hubiera sido posible, se habría quedado con ella durante días, sin apartarse un milímetro de su cuerpo.


No sabía lo que le estaba pasando. Se había prometido que jamás volvería a confiar en una mujer, pero con Paula era diferente.


Sólo podía pensar en besarla, abrazarla, hacerle el amor…


Y no era sólo sexo. Era algo más profundo.


Ya estaba a punto de poner nombre a lo que sentía, cuando se dijo que no era necesario. No necesitaba etiquetar las cosas. Paula y él tenían una relación perfecta. De momento, era más que suficiente.


Unos segundos después, hundió la cabeza en su cabello, aspiró su aroma y supo que se estaba engañando a sí mismo.


No podía dejar de tocarla. No podía vivir sin ella.


—¿Pedro? —pregunto Paula, sacándolo de sus pensamientos.


—¿Sí?


—Esta tarde, cuando te dije que no tenía fuerzas para hablar…


—No te preocupes por eso. Hablaremos cuando tú quieras.


Paula estuvo tentada de dejarlo para otro día; pero de repente, dijo:
—Mi madre falleció en un parto, cuando yo tenía doce años.


Pedro la abrazó con más fuerza.


—Debió de ser espantoso para tu padre y para ti.


—Lo fue. Vivíamos en Richmond, en el campo, y mi padre se había marchado para asistir a una convención. Nadie esperaba que diera a luz tan pronto, ni que aquella noche nevara tanto que las carreteras quedaron cortadas… La nieve impidió que llegara a tiempo.


—¿Y qué hizo tu madre? ¿Condujo al hospital?


—No. Conduje yo.


—¿Tú? Pero si sólo tenías doce años…


Ella sonrió con tristeza.


—Sí, es verdad, pero no tuve más remedio que intentarlo. Arranqué el coche y avancé muy despacio…


—Pero no llegaste.


—No.


—¿Me estás diciendo que estabas en un coche, con tu madre, cuando ella falleció? —preguntó él, horrorizado.


—No, no estaba en el coche. Mi madre comprendió que no
llegaríamos a ninguna parte y quiso que volviéramos a casa.


—¡Oh, Dios mío!


—Intenté ayudarla. Te aseguro que lo intenté. Pero yo era una niña… Y de todas formas, el final habría sido el mismo —afirmó—. Llamé a urgencias y la ambulancia llegó en quince minutos. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Mi madre murió por un trombo.


—¿Y el bebé?


—También falleció.


—Lo siento tanto, Paula…


Ella hizo un esfuerzo por contener las lágrimas.


—Fue devastador para mi padre y para mí; una verdadera pesadilla. Papá vendió la casa y nos vinimos a vivir a Washington D.C., pero no lo superó nunca.


—¿Y tú?


—Yo me prometí que jamás tendría hijos. Y pensé que cumpliría la promesa —respondió—. Pero esta mañana he acompañado a Silvina al ginecólogo y…


—¿Silvina está bien?


—Sí, sí, es fuerte como un roble.



—Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Por qué estás tan alterada? Si tu amiga se encuentra bien, no hay motivo para la preocupación.


—No se trata de eso —acertó a decir.


Pedro la miró y esperó a que se explicara.


—Silvina es como una hermana para mí; la única familia que tengo — continuó—. Cuando supe que se había quedado embarazada, tuve miedo de que las cosas se complicaran y terminara como mi madre. Esta mañana, al ver al bebé en la pantalla… —Paula derramó unas lágrimas, pero se recuperó enseguida—. No sé, me ha parecido tan real… Sólo es un bebé, un dulce e inocente bebé. Y he pensado que si las cosas fueran distintas…


Ella no pronunció las palabras, pero Pedro lo entendió tan bien como si las hubiera pronunciado. Le estaba diciendo que en otras circunstancias, le habría gustado ser madre.


La abrazó, la besó en la mejilla y le secó las lágrimas.


—No te tortures de ese modo. Sufriste una experiencia espantosa. Es normal que decidieras no tener hijos.


—Echo tanto de menos a mi madre… No me quería arriesgar a tener un hijo y a que pasara por lo mismo que ella. No podía correr ese peligro.


—Llegaste a una conclusión lógica. Pero entonces tenías doce años, y ahora eres una mujer adulta. Sabes perfectamente que los casos como el de tu madre son muy excepcionales. Cosas que pasan.


—Pero puede volver a pasar.


—Sí, por supuesto —dijo él—. Pero piénsalo un momento… ¿Qué posibilidades hay de que una mujer fallezca en el parto y su hija sufra el mismo destino unas décadas después? Muy pocas, por no decir ninguna.


—¿Qué pretendes decir con eso?


—Sólo lo que he dicho. Tienes que tomar una decisión. Tienes que elegir entre ser madre o renunciar a ello por la posibilidad remota de que las cosas se compliquen.


Paula sabía que su problema era tan sencillo como eso, pero no dijo nada.


Pedro supo que guardaba silencio porque no sabía qué hacer.





NO TE ENAMORES: CAPITULO 28





Paula se volvió a sentar delante del ordenador y le enseñó el
mensaje. Pedro lo leyó, de pie, y dijo:
—¿Hunter Lyons? Supongo que será un apodo… Pero será mejor que lo comprobemos. Busquémoslo por Internet.


Paula escribió el nombre en un buscador y se llevó una sorpresa cuando Hunter Lyons apareció en la pantalla. Por lo visto, era escritor y profesor de Historia en la Universidad de Boston.


—¡Vaya! Tiene un currículum impresionante…


—Sí, el señor Hunter Lyons tiene un currículum bastante bueno —dijo Pedro—, pero no estoy seguro de que el hombre que te ha escrito sea el mismo.


Ella frunció el ceño.


—¿Insinúas que alguien se hace pasar por él?


Pedro se encogió de hombros.


—Es posible. Mira si tiene algún número de teléfono.


Paula se puso a buscar y localizó un número de Concord. Pedro alcanzó el teléfono, lo marcó inmediatamente y pulsó el botón de manos libres para que ella también pudiera oír la conversación.


—¿Sí?


—¿El señor Hunter Lyons?


—Sí, en efecto.


—Soy Pedro Alfonso, de la Oficina del Inspector General de Archivos Nacionales. Estoy investigando unos robos que hemos sufrido y me gustaría hacerle unas preguntas.


Lyons pareció sorprendido.


—¿Es que hay algún problema, agente Alfonso?


—Es lo que intento averiguar, señor. Hoy mismo hemos interceptado un mensaje relativo a un anuncio que se publicó recientemente en The Patriot. ¿Sabe algo al respecto? ¿Se ha interesado por él?


Lyons respondió con rapidez y firmeza.


—Agente Alfonso, no he adquirido ningún documento histórico desde hace años; e incluso entonces, los compraba a través de un intermediario oficial. ¿Por qué quiere saberlo? —se interesó.


—Porque alguien ha usurpado su nombre.


—¿Cómo?


—¿Me podría dar su dirección de correo, si es tan amable?



—Por supuesto.


Lyons se la dio. Como Pedro había imaginado, no coincidía con la que estaba al final de la carta.


—Descubriremos quién se está haciendo pasar por usted —le aseguró —. Imagino que su nombre es muy conocido en la Universidad de Boston y que podría ser alguno de sus alumnos o colegas de profesión, pero sospechamos que el culpable vive en la zona de Washington D.C. ¿Se le ocurre alguna idea al respecto?


—Señor Alfonso, yo no mantengo relaciones con ladrones. Sea quien sea ese individuo, no tengo nada que ver con él, pero se me ocurre una explicación: Es posible que viera mi nombre en la revista Smithsonian y decidiera utilizarlo. La semana pasada publiqué un artículo en ella — explicó.


Pedro miró a Paula.


—Sí, es posible. Gracias por su ayuda, profesor Lyons.


—Bueno, no se puede decir que haya ayudado mucho —ironizó el hombre—, pero le agradecería que me mantenga informado. Me desconcierta y me preocupa que un ladrón se dedique a delinquir en mi nombre.


—Descuide, así lo haré —afirmó Pedro—. Gracias de nuevo.


Cuando cortó la comunicación, Paula dijo:
—¿Qué hacemos ahora?


—Tenderle una trampa. Organizaremos una reunión con él.


—Pero ni siquiera estamos seguros de que el tipo que suplanta a Lyons sea el ladrón que buscamos —le recordó—. En Internet es normal que la gente use alias o nombres falsos para preservar su intimidad… Sobretodo, cuando se trata de realizar una compra tan importante como ésa. Es posible que el ladrón ni siquiera haya leído el anuncio.


Pedro sabía que Paula tenía razón, pero su instinto le decía que estaban sobre la pista correcta.


—¡Oh, vamos…! Tú y yo sabemos que los coleccionistas se pasan la vida navegando por Internet en busca de tesoros. Si el ladrón quiere recuperar los objetos robados, se conectará todos los días y buscará donde sea. Seguro que ha visto el anuncio.


—Pero no puedes estar seguro de que ese hombre sea la misma persona. Podría ser un coleccionista que no quiere dar su identidad.


—Podría, pero el ladrón entró aquí en busca de los recibos que probablemente lo identifican, y volvió una segunda vez con la intención evidente de recuperar los objetos robados. Como no le salió bien, empezó a pensar en otra forma de conseguirlos… Y se le ocurrió que los podía comprar con un nombre falso.


—Es una hipótesis interesante. Pero, ¿qué pasará si el autor de esa carta no es el ladrón?



—No pasará nada en absoluto —respondió, encogiéndose de hombros —. De momento, responde a su carta y dile que se encuentre contigo en el Theodore Roosevelt Memorial a las diez de la mañana. ¡Ah! Y que lleve el dinero en efectivo.


Mientras redactaba la respuesta, Paula lo miró y preguntó:
—¿Por qué quieres que quedemos allí? Es un lugar muy solitario.


Pedro comprendió su preocupación. El Theodore Roosevelt Memorial estaba en una isla del río Potomac, frente al Kennedy Center. Habían elegido aquel lugar para erigir el monumento porque Roosevelt adoraba la Naturaleza; los visitantes debían dejar el coche a bastante distancia y caminar por un camino largo y sinuoso para llegar a él. 


Además, la isla estaba llena de árboles y arbustos perfectos para esconderse.


—Si ese hombre es inocente, te pedirá que quedéis en un sitio más público y menos inquietante. A fin de cuentas, él no sabe si no eres una ladrona; podrías quedar allí con la intención de robarle el dinero. Pero descuida, tú no irás a ese encuentro; me encargaré de que una agente acuda en tu lugar.


Paula sacudió la cabeza.


—Eso no es posible. El ladrón debía ser amigo de mi padre, o por lo menos, conocido suyo. Seguramente sabe quién soy. Si envías a una agente, se dará cuenta y huirá.


Paula tenía razón, pero a Pedro no le gustó nada.


—No puedo permitir que te arriesgues.


—¿Qué alternativa tenemos? Además, sólo es un vulgar ladrón. No me va a matar por una copia manuscrita de un discurso.


—Bueno, ya hablaremos de eso —dijo él, impaciente—. Primero tenemos que saber si muerde el anzuelo.


—Sólo hay una forma de descubrirlo…


Paula envió el mensaje y los dos se llevaron una sorpresa cuando el remitente respondió al cabo de un par de minutos y aceptó su proposición. Se verían al día siguiente, a las diez de la mañana, en el Theodore Roosevelt Memorial.


Pedro silbó, asombrado.


—¡Vaya, vaya…! Parece que alguien tiene prisa por cerrar el trato.


—Sí. Ni siquiera ha dudado con el lugar del encuentro —comentó ella —. ¿Crees que hemos encontrado al ladrón?


—Sí, creo que sí —contestó, satisfecho—. Tiene que estar muy desesperado para arriesgarse de ese modo.


—¿Y ahora?


—Ahora tengo que hacer unas cuantas llamadas para organizar su comité de bienvenida. No afrontaremos esto sin apoyo.



La Oficina del Inspector General de Archivos Nacionales sólo tenía tres agentes, de modo que Pedro llamó a su hermano Leandro para pedirle ayuda. Una hora después, lo habían organizado todo; Pedro, Leandro y otros tres agentes del FBI irían a la isla por la mañana, antes de que Paula asistiera al encuentro.


Ahora, sólo tenían que esperar.