jueves, 8 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 20




Se acercaron a la familia. Cuando llegaron, todos guardaron silencio.


Durante un segundo, Pedro pensó que alguien había descubierto quién era, que lo iban a acusar de impostor y que lo iban a echar. Pero nadie lo miraba. Todos tenían la atención centrada en la madre de Paula.


-Acaba de llamarme Armando –dijo Constanza, con la voz quebrada-. Judith y él no han venido porque estaban esperando a Jimmy. Habían tenido una discusión con él, así que pensaron que sólo había salido a dar una vuelta para que se le pasara el enfado, pero…


Le tembló la barbilla. Se llevó una mano a la boca y miró a su marido.


-Jimmy ha dejado una nota –continuó Joel-. Se ha fugado.


-Por Dios, sólo tiene quince años –dijo Constanza, conteniendo las lágrimas a duras penas-. Armando está muerto de preocupación.


-Seguro que está bien –intervino Jeronimo, rodeando con el brazo los hombros de su madre-. No lleva tanto tiempo fuera de casa.


-Se ha marchado esta mañana, hace más de doce horas. Pensaba que estaría con alguno de sus amigos, pero a la hora de cenar se han puesto a llamarlos a todos, y nadie sabe dónde está. Cuando pienso en todas las cosas que podrían pasarle…


-Lo encontraremos –dijo Christian, acercándose a su gemelo.


Todos guardaron silencio, hasta que un bebé se puso a llorar. Constanza se enjugó los ojos y miró a Paula.


-Siento haberte estropeado así la fiesta, pero…


-No te preocupes, mamá.


-Pero queríamos que fuera algo especial para ti. Para los dos –añadió, mirando a Pedro-. Oh, Dios mío, no sé qué hacer. Si llamamos a la policía, Jimmy no nos lo perdonará nunca, pero no sé dónde podemos buscar.


Pedro se dijo que no debía interferir. Todos los presentes pensaban que era un informático en paro. Lo único que le importaba era que aceptaran su compromiso con Paula, para poder infiltrarse en la fiesta de Fitzpatrick, pero en realidad no formaba parte de aquella familia. No tenía por qué meterse en sus problemas, mientras no obstaculizara sus planes.



Paula apretó su mano con fuerza y lo miró. Tenía los ojos cargados de lágrimas, y lo miraba con los labios apretados, como si estuviera esforzándose para no hacerle un ruego.


Pedro se dijo que sería una estupidez desarmar una tapadera que tanto le había costado establecer por una tontería. Probablemente, el muchacho sólo tenía una rabieta, y acabaría por volver a casa cuando se le pasara. Ningún adolescente del mundo querría abandonar una familia como aquella.


El recuerdo lo sorprendió. No se lo esperaba. De repente vio con nitidez el frío y sucia callejón detrás del almacén, el colchón enmohecido que se había llevado a una esquina resguardada, las largas noches en la que tenía demasiado miedo para salir, y demasiado hambre para quedarse donde estaba.


Tenía menos de doce años la primera vez que se escapó de casa. Su madre tardó casi una semana en darse cuenta de que se había ido. Aquella vez volvió por sí mismo; no era suficientemente rápido para robar, y no estaba  suficientemente desesperado para aceptar las ofertas de los hombres bien vestidos que recorrían el barrio en coches con cristales tintados.


La segunda vez que se marchó estaba más preparado. 


Tenía un año más y se creía más inteligente, pero al cabo de un mes no pudo más.


Jimmy no sabía a qué se enfrentaba. Era un muchacho inocente, y sería presa fácil de los malhechores que poblaban las calles.


Apretó la mandíbula, respiró profundamente y dio un paso al frente.


-A lo mejor puedo ayudar.


EN LA NOCHE: CAPITULO 19




Pedro se apoyó en un roble que había junto al garaje y observó a la multitud. La fiesta tenía por lo menos una ventaja; con tanta gente a su alrededor, no tenía tiempo para seguir pensando en Paula. La vio de reojo y se volvió a mirarla mejor. Estaba sentada en el borde de una mesa de jardín, con un bebé en la rodilla, mientras reía por algo que le estaba diciendo su cuñada Geraldine.


Aunque al principio Paula no quería quedarse cuando se dio cuenta de lo que ocurría, no tardó mucho tiempo en olvidar sus reparos e integrarse plenamente. Pedro no recordaba haberla visto nunca tan relajada. A pesar del caos que la rodeaba, allí se sentía en su elemento.


Era una familia enorme. Pedro había conocido ya al resto de sus hermanos, además de sus mujeres, y sus hijos. También había varios hermanos de los padres de Paula, y estaba su abuela materna. Había perdido la cuenta media hora después de llegar, pero en aquel jardín había más de treinta personas apellidadas Chaves. Armando y Judith eran los únicos que no habían asistido. Pedro sabía que Armando no había superado la desconfianza inicial, y esperaba que su ausencia no augurara problemas.


-¿Quieres una cerveza?


Pedro se volvió hacia el joven, con una coleta rubia, que le tendía una lata.


-Desde luego. Gracias, Agustin.


-Ya he terminado de meter en el ordenador los libros de cuentas de los últimos cinco años –dijo Agustin, abriendo su cerveza y bebiendo un trago-. He pensado que voy a añadir enlaces al programa de agenda.


-Me parece buena idea.



-Sí. Además, mi madre quiere tener acceso a más archivos desde el portátil, así que vamos a poner un cable para unir los dos ordenadores. Gracias de nuevo por ayudarnos a empezar.


-De nada.


-Por cierto, mi madre ha comentado que vas a ayudar a Paula con la boda de la semana que viene.


-Sí.


-Es uno de los trabajos más importantes que hemos tenido hasta la fecha, así que no nos vendrá mal un poco de ayuda. Tuvimos suerte de que se cancelara la otra boda que teníamos para esa fecha justo un día antes de que Fitzpatrick nos diera el contrato.


Pedro dudaba que hubiera sido una casualidad, pero se abstuvo de comentarlo.


-Ya he estado hablando con la empresa de alquiler de mobiliario con la que trabajáis –le dijo-. Llevarán las mesas, las sillas y las carpas, pero el cliente quiere que lo coloquemos nosotros.


-Será más trabajo, pero también más dinero. Por cierto, no sé si Armando ha hablado contigo de tu sueldo…


-Sólo quiero echaros una mano. No lo hago por dinero.


-¿Así que no tienes problemas económicos?


Pedro abrió la lata de cerveza y bebió un largo trago. A lo largo de la tarde había mantenido conversaciones muy parecidas con otros miembros de la familia.


-En absoluto. En el último trabajo me dieron una buena liquidación, y estoy seguro de que no tardaré mucho en encontrar otro empleo.


Agustin señaló con un gesto el grupo de niños que rodeaba a Paula.


-Siempre se le han dado muy bien los niños.


-Además, parece que le gustan mucho.


-Sí, lo de los niños es curioso. Despiertan mucho el instinto de protección.


-Eso tengo entendido.


-El caso es que siempre ha considerado a Paula mi hermana pequeña. Sólo tiene dos años menos que yo, pero supongo que es porque cuando éramos pequeños la diferencia se notaba bastante, el caso es que tengo la impresión de que debo cuidarla.


-Lo entiendo.


-Hace unos años lo pasó muy mal, y no me gustaría verla sufrir –miró a Pedro a los ojos-. Pareces un tipo decente, pero aunque vayas a casarte con mi hermana, seguiré cuidándola, así que espero que la trates bien.


Ya había oído cinco variaciones de la misma frase. O seis, si contaba el sutil interrogatorio a que lo había sometido el padre de Paula la primera vez que fue a su casa.



No le extrañaba. Sabía que los miembros de una familia se cuidaban entre sí, que celebraban juntos los buenos momentos y se apoyaban mutuamente en los malos. Y se sentían muy protectores ante cualquier desconocido.


-Te doy mi palabra de que la trataré bien.


Agustin levantó la cerveza en un brindis silencioso y se alejó. Pedro lo observó pensativo durante un momento antes de volverse de nuevo para mirar a Paula.


Le había dicho que no quería casarse. Desde el principio, había insistido en que no le apetecía mantener ninguna relación, pero ahora que la veía con su familia, se preguntaba hasta qué punto sería verdad. Como Agustin había dicho, se le daban bien los niños, y si su prometido no hubiera tenido aquel accidente, probablemente tendrían hijos.


Se preguntaba si seguiría enamorada de Ruben. Tal vez aquél fuera el motivo por el que no aceptaba a otro hombre en su lugar. Estaba empeñada en ser independiente y abrir un negocio propio, pero nunca estaría verdaderamente sola, con aquella familia.


Él, sin embargo, sí que estaba solo. Le gustaba estar solo, y allí se sentía fuera de sitio.


Lo había sabido desde el principio. Antes incluso de involucrar a Paula en el caso, sabía que estaban a años luz. 


Por si fuera poco, se sentía un ser inmundo al estar engañando a todas aquellas personas, haciéndoles creer que Paula sería feliz a su lado.


Se enderezó y caminó hacia ella. Al verlo llegar, Paula se levantó de la mesa.


-¿Te has hartado ya? –le preguntó.


-No iremos cuando tú decidas.


De forma automática, rodeó sus caderas con la mano mientras caminaban hacia la casa.


-Bárbara está loca por ti.


-¿Quién?


-Mi sobrina.


-Ah, sí, la que ha perdido un diente.


-¿De qué hablabas con Agustin hace un momento? Parecíais muy serios.


-Cosas de hombres.


Paula le dio un codazo.


-No te atrevas a decir eso. He tenido que soportar esa actitud en mis hermanos toda mi vida, y no estoy dispuesta a tolerar una frase así en mi…


Se detuvo, ruborizada, y lo miró.


-¿En el hombre con el que vas a casarte? Agustin sólo cumplía con su deber de hermano, asegurándose de que te iba a tratar bien.


-¿Cómo dices?


Pedro sonrió y le acarició la mejilla.



-¿De qué os reíais Geraldine y tú hace un rato?


-Cosas de mujeres.


-¿Me lo podrías explicar?


-Por nada del mundo –se detuvo, frunciendo el ceño-. ¿Qué estará pasando?


Se fijó en que algo parecía ocurrir cerca de la casa. 


Constanza estaba hablando con dos de los hermanos de Paula. Parecían preocupados. Joel se acercó a su esposa, escuchó durante un momento y la tomó entre sus brazos.


-Ha pasado algo –dijo Paula, apartándose de Pedro.


EN LA NOCHE: CAPITULO 18




Pedro tenía la mirada fija en la carretera. Sujetaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.


No quería ir con Paula a una parrillada en casa de sus padres. No quería charlar amigablemente con ellos y fingir que iba a formar parte de su familia feliz. No sabía cómo podría soportar otra velada desempeñando el papel de prometido feliz cuando en realidad sólo quería dar media vuelta, llevársela a su casa y desnudarla.


Paula cambió de postura, y Pedro apretó los dientes. Lo estaba volviendo loco. Afortunadamente, no era una de aquellas mujeres que se ponían medias hasta en verano. 


Llevaba las piernas desnudas cuando rodeó sus caderas con ellas, en la sala de reuniones de Fitzpatrick.


En aquel momento, fingir que estaban haciendo el amor era la única posibilidad. Pero se alegraba de haber terminado tan deprisa. Treinta segundos más y no estarían fingiendo.


No podía evitar sentirse ridículo. Se había comportado como un adolescente borracho en un coche. No había nada de seductor en la forma en que se había abalanzado sobre Paula sin previo aviso, y las cosas que le había dicho le parecían estúpidas. Probablemente, ella lo había tomado por un imbécil.


Estuvo concentrado en el trabajo durante una semana, con la esperanza de olvidar así a Paula. Dibujó un plano detallado de la casa de Fitzpatrick, hizo una lista con todas sus observaciones sobre el sistema de seguridad y los planes para el día de la boda y se lo entregó todo a Javier, junto con el vídeo del terreno.


A pesar de las continuas reservas del teniente, por el momento estaba complacido con los progresos. No era para menos; la tapadera de Pedro estaba perfectamente establecida, había conseguido infiltrarse en la casa de Fitzpatrick y había recopilado información muy valiosa. 


Muchos presuntos delincuentes, todos ellos ricos empresarios, estaban viajando a Chicago. No cabía duda de que se estaba preparando algo importante; ahora era más importante que nunca que Pedro estuviera dentro.


Así que no podía llevarse a Paula a casa y demostrarle que no era así como hacía el amor realmente, por mucho que le gustara ver sus piernas en el coche.


-¿Te ha llamado Agustin? –preguntó Paula.


-¿Qué?


-Mi hermano. Mi madre me ha dicho que te iba a pedir ayuda para configurar el programa de contabilidad que han instalado en el ordenador.



-Ya lo hicimos ayer.


-Oh. ¿Qué tal?


-Muy bien. Aprende muy deprisa, y ya lo domina.


-¿Así que no has tenido que fingir que eres un experto?


-Soy un experto. Hay mucha diferencia entre lo que se finge y lo que se hace de verdad.


-No pretendía ofenderte.


-Empecé a interesarme por la informática después de ver lo que hace Javier con ella. Reconozco que me da veinte vueltas.


-Por lo que dices, parece un jefe muy exigente.


-Lo es. Ahora está en la oficina casi siempre, pero es un buen policía.


-¿Qué te hizo elegir este trabajo?


Como le había ocurrido tantas veces con Paula, tenía la verdad en la punta de la lengua. Se detuvo en un semáforo y la miró, pero sólo le dio parte de la respuesta.


-Conocí a Javier cuando era un adolescente, y me convenció para que me planteara la posibilidad de dedicarme a hacer que cumpliera la ley.


Paula inclinó la cabeza, y un rizo le cayó por el hombro. 


Aquel día no llevaba el pelo recogido, como de costumbre. 


Lo llevaba suelto, como lo había visto por primera vez sobre la almohada.


-¿Qué te has hecho en el pelo? –le preguntó.


-Me lo he cortado a capas esta tarde. Judith y Geraldine me han convencido.


-Te queda muy bien.


-No sé, me siento rara.


Pedro bajó la mirada hasta el vestido de Paula. Era azul. A menudo se vestía de azul, pero nunca la había visto con un vestido de aquel tono. Era del color del cielo del anochecer, justo antes de que salieran las estrellas, del mismo color que sus ojos. No sabía qué tejido era, pero no era de algodón, como casi todos sus vestidos. Se ajustaba a sus senos, y tenía un escote muy generoso.


-¿Pedro?


Siguió bajando la mirada. La tela se ajustabas a su cintura y sus caderas. La falda terminaba por encima de las rodillas, permitiendo ver aquellas piernas largas y esbeltas que había rodeado sus caderas en la mesa de reuniones.


-Pedro –insistió Paula-, el semáforo está en verde.


Diez minutos después aparcaron en la acera, cerca de la casa de los Chaves. Había varios coches en la calle.


-Parece que alguien celebra una fiesta –comentó.


-Tienes razón. Oh, creo que ésa es la furgoneta de Christian. Mi madre no me dijo que fuera a venir.


-Igual estaba por aquí y se ha acercado.



-Oh, no. Ahí está el todoterreno de Geraldine. Y ésa es la camioneta de Agustin. Espero que no haya pasado nada malo.


-Te habrían llamado, ¿no crees?


-Sí, supongo que sí, pero si no ha pasado nada, ¿por qué…? –se detuvo en seco-. Oh, no.


-¿Qué pasa?


-Debería haberlo imaginado. Por eso se han empeñado en llevarme de compras.


-¿Quiénes?


-Judith y Geraldine. ¿Cómo puedo ser tan ingenua? Ahora entiendo por qué me han hecho prometerles que me pondría este vestido. Pero aún no es demasiado tarde. Tal vez podamos marcharnos antes de que nadie nos vea.


-¿Se puede saber de qué me hablas?


-Espero estar equivocada, pero sospecho que estás a punto de conocer al resto de mi familia.


-¿Qué tiene eso de malo? ¿Crees que no los puedo convencer de que estamos comprometidos?


-Créeme, no pongo en duda tus dotes de actuación.


-Entonces, ¿cuál es el problema?


-Simplemente, esperaba que todos estuvieran demasiado ocupados para hacer algo así. Debí imaginar que no nos libraríamos tan fácilmente. No han organizado una fiesta de compromiso.


-Es una buena señal, ¿no?


-Bueno…


-¡Tía Paula! ¡Tía Paula!


Una niña salió corriendo de la casa de los Chaves y se dirigió a ellos.


-Ven a ver todos los globos que han puesto –dijo, tomando a Paula de la mano.


La puerta volvió a abrirse, y un niño pequeño salió gateando.


-¿Eres tú el tío bueno? –continuó la niña, dirigiéndose a Pedro-. La tía Judith dice que…


-Pedro –murmuró Paula, abrazando a la pequeña para que se callara-, te presento a mi sobrina Bárbara. Es la hija mayor de Christian.


El bebé chocó contra la pierna de Pedro y se agarró a sus pantalones.


-Y ése es J.B., el pequeño –añadió Paula.


Una mujer salió corriendo de la casa, preocupada.


-Bárbara, ¿has visto a…? Hola, Paula.


-Lo tengo yo –dijo Paula, levantando a J.B.-. ¿No te da vergüenza escaparte otra vez?


El niño rió y se puso a balbucear.


Pedro sintió que alguien le tiraba de la mano. Bajó la cabeza y vio que la niña lo miraba sonriente.



-Se me ha caído un diente –le dijo orgullosa.


Dos niños pecosos se acercaban montados en patines.


-¡Guillermo! ¡Pablo! –gritó un hombre desde la entrada-. Volved inmediatamente.


-Yo he hinchado los globos rosas –dijo Bárbara-. J.B. ha roto uno. ¡Abuela! –gritó al ver a Constanza-. ¿Has visto mi diente?


La mujer se agachó para admirar la mella de su nieta y llamó con un gesto a Pedro y Paula.


-¿El circo? –preguntó Pedro a su acompañante.


-Así llamamos a las reuniones de los Chaves, pero no te dejes engañar.


Pedro se agachó justa a tiempo para evitar que un balón de fútbol lo golpeara en la cara.


-¿Por qué?


-Porque los circos son mucho más organizados –sonrió algo incómoda-. Bienvenido a la familia.