viernes, 26 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 6




Paula se revolvió, se estiró y despertó, consciente de estar en una cama extraña, en una habitación extraña y vestida únicamente con la camiseta de un extraño. Un trío de emociones la inundó, alivio, vergüenza e irritación porque el novio elegido por sus padres se mostraba más cauteloso y mantenía más el control de su libido que ella.


La noche anterior, cuando ella había preguntado, «Matias, ¿no vas a hacerme el amor?», él se había quedado en silencio. Tras insistirle un par de veces más, él había cerrado los ojos, en un gesto de sufrimiento, y al fin había suspirado y contestado: «no».


Había tardado menos de cuarenta y cinco segundos en llevarla al dormitorio de invitados, con una de sus enormes camisetas y un beso sobre la punta de la nariz.


Ese autocontrol en un hombre resultaba odioso.


Pero ya era de día y, por el silencio, la lluvia había cesado, de modo que podía marcharse, junto con su humillación, de esa casa. Había decidido esperar un poco antes de romper su compromiso. Cuando estuviera a más de cien kilómetros de allí, lo llamaría. Mejor aún, le enviaría un correo electrónico desde alguna cuenta anónima. O a lo mejor una nota transportada por una paloma mensajera.


Lo que no iba a hacer era volver a enfrentarse a él, aunque tuviera que conducir hasta su casa vestida únicamente con una camiseta que le llegaba por las rodillas.


Una mujer que todavía no había cumplido los treinta, pero que ya había sido rechazada tanto en el altar como en el dormitorio, ya había tenido bastantes humillaciones.


Sin embargo, aquel día no estaba destinada a conducir casi desnuda. Al abrir la puerta del dormitorio, se encontró su ropa seca y doblada en un aseado montón. Una vez vestida, salió del dormitorio, escuchó el silencio y avanzó de puntillas por el pasillo y las escaleras en lo que iba a ser la primera etapa de su fuga.


Y se encontró de bruces con su anfitrión, que contemplaba sus exageradamente lentos pasos mientras saboreaba una taza de café.


—Ah, hola —ella intentó adoptar un tono casual, como si pretendiera convencerlo de que caminar como un gallo era una de sus actividades matutinas cotidianas—. No te… No te había visto.


Ese era el problema, ¡verlo! Enseguida volvió a su mente el fabuloso aspecto de aquel hombre la noche anterior, mientras le sonreía, acariciaba sus cabellos, su rostro, mientras se acercaba para besarla. Paula se cruzó de brazos e intentó borrar los recuerdos de su oscura mirada sobre sus pechos desnudos.


¡Cómo había deseado que él la tocara!


—¿Estás lista para el desayuno que te prometí? —con un movimiento brusco, él se giró y estuvo a punto de derramar el café.


—¿Desayuno? —sonaba como una estúpida, pero se sentía estúpida por sentir de nuevo esa feroz atracción hacia él, sin Merlot, sin el acogedor fuego de la chimenea y sin el sonido de la lluvia.


Atracción por un hombre capaz de rechazar todo lo que ella le había ofrecido la noche anterior.


—Dije que te alimentaría —el se volvió de nuevo—, y si no consigo un café decente, empezaré a morder las patas de la mesa. No me importa admitir que soy un esnob para el café, y esta cosa no se ajusta a mis exigencias. Es café instantáneo, pero no hay otra cosa aquí.


—Entonces, de acuerdo —a ella le habría gustado agarrar las llaves de su coche y salir de allí pero, de repente, había redescubierto su orgullo. En lugar de huir como una niñata cobarde, pasaría una hora más con él.


Después, se ocultaría en algún lugar donde alquilaran palomas mensajeras.


Una hora sin hacer el ridículo. No podía ser tan difícil. ¿O sí?


Paula atribuyó a la necesidad de cafeína el silencio mostrado por él en el coche mientras se dirigían a Hunter's Landing. 


En cuanto a ella misma, consiguió evitar su habitual parloteo nervioso hundiendo las uñas en la palma de la mano cada vez que estaba a punto de abrir la boca.


Tenía miedo de que un comentario inocente, como «qué mañana tan preciosa», pudiera sonar más como «¿por qué no quisiste acostarte conmigo anoche?». De modo que se dedicó a taladrar su mano mientras contemplaba las vistas.


La mañana era, en efecto, preciosa. La carretera era estrecha y sinuosa y atravesaba tupidos bosques de pinos sobre los que brillaban las gotas de lluvia, como si fueran cristales, a la luz del sol. De vez en cuando, se veía el lago, de un profundo color azul, a juego con el cielo.


A medida que se acercaban a la ciudad, aumentaba el tráfico, aunque no pasaba de ser unos pocos coches, en ambos sentidos, que entraban o salían de los aparcamientos de las pequeñas tiendas o cafés.


—¿Has estado alguna vez en el lago? —él la miró.


—Únicamente en temporada de esquí —asintió ella.


—¿Alpino, de travesía, tabla?


—¿Quieres la verdad? Lo que mejor se me da es tomarme un chocolate caliente mientras atizo el fuego.


—Así me gustan las mujeres —él rió.


Ya. Después de la noche anterior, ambos sabían que no era así.


—¿Tampoco te gustan a ti los deportes de nieve?


—Sí que me gustan los deportes de nieve, pero cuando estoy harto me gusta tomarme algo caliente junto al fuego y junto a la cálida mujer que me espera.


—Eso ha sido tremendamente machista —ella hizo una mueca.


—Oye, no pretendía decir que crea que tú seas así —aparcó frente a un restaurante llamado Clearwater's—, sólo que me gustaba. Y ya que a ti también te gusta, no veo cuál es el problema.


¿Qué había querido decir con eso? ¿Que no veía problema en su comentario o que, dadas sus inclinaciones naturales, no pensaba que su matrimonio fuera a tener problemas durante la temporada de esquí?


Salvo que ellos no iban a casarse. Ella no tenía intención de insistir en ello, por si de verdad él se había referido al comentario y encontrara de lo más presuntuoso que ella hubiera supuesto que se refería al matrimonio. ¡Madre mía! No pensaba más que incongruencias.


«Sal del coche, Paula. Sal de ahí. Desayuna y procura no hacer el ridículo durante una horita de nada».


Se sentaron en una mesa junto a una ventana con espectaculares vistas sobre el lago. Había barcos de todos los tamaños y colores y Paula sintió un escalofrío al imaginarse lo frío que debía de ser el viento. Pedro le había prestado un jersey suyo antes de salir de la cabaña y ella agradecía el suave calor.


Y el delicioso aroma que tenía pegado.


De nuevo, tembló.


—¿Estás bien? —él la miró por encima de la carta.


—Desde luego —Paula se concentró en la carta para evitar encontrarse con su mirada.


A diferencia de la noche anterior, él iba bien afeitado y ella ansiaba deslizar los dedos por el suave perfil de su mandíbula. «No hagas una estupidez, Paula».


—Lo siento, pero no veo crêpes.


—¿Crêpes? —ella levantó la vista.


—¿Recuerdas? Te las iba a conseguir para compensar la ausencia de Gastón en tu vida.


—Gagnon, Jean-Paul Gagnon. Gastón es un personaje de La bella y la bestia, de Disney. Ya sabes, el egocéntrico villano.


—¿Lo ves? Al final tenía razón.


Ella no pudo reprimir una sonrisa.


—Así me gusta —él alargó una mano y acarició su labio inferior—. Estás muy seria esta mañana.


—Yo también necesito mi dosis de cafeína —ella volvió a concentrarse en la carta mientras sus labios temblaban ante la caricia.


—Es increíble lo compatibles que somos —murmuró él.


Ella fingió no haberlo oído. La compatibilidad le recordaba el matrimonio y le hacía preguntarse si él también pensaba en el matrimonio, y también le hacía preguntarse si él iba en serio con lo de colocarle un anillo de boda en el dedo, o si la
iba a dejar tirada como sus otros novios.


Un momento. Él tenía el poder de confundirla. Era ella quien lo iba a dejar tirado a él.


La camarera se acercó, les sirvió el café y tomó nota de su pedido. Bebieron el café hasta que llegó el desayuno. Él había pedido un desayuno completo y ella unos copos de avena y fruta. Paula tenía la boca llena de cereales cuando él habló de nuevo.


—Me acabo de dar cuenta de que no tengo muy claro el porqué de tu visita a la cabaña —dijo Pedro.


Para ganar algo de tiempo, ella señaló su boca llena e hizo la pantomima de explicarle con gestos «espera un segundo a que mastique y trague». Sin embargo, en cuanto el bocado estuvo en su estómago, lo mejor que se le ocurrió fue una maniobra de distracción.


—Pues resulta que yo no tengo muy claro qué haces tú en esa preciosa cabaña —contuvo la respiración, rezando para que él hubiese caído en la trampa.


—¿No te lo expliqué?


—No. Al menos no exactamente por qué te alojas allí. Mi padre fue quien me dio la dirección. Sólo sé que tiene algo que ver con tu compañero de universidad, Anibal.


—Anibal Palmer —él carraspeó.


—Creo que mi familia conoce a algún Palmer. ¿Palm Springs? ¿Bel Air?


—Esa es su familia —Pedro asintió—. Industria farmacéutica y productos para el cuidado personal. Nos conocimos en la universidad. Formamos una pandilla y nos llamábamos los siete samuráis.


—¿Y a vosotros los chicos os parece ridícula la hermandad femenina de las medias viajeras?


—Te diré que la nuestra era una amistad especial —él sorbió el café.


—Háblame de ellos.


—Todos éramos los hijos privilegiados de familias prestigiosas, pero lo que nos unió fue que no queríamos dedicarnos a chupar del bote familiar. Queríamos labrar nuestro propio futuro. Y lo hicimos. Lo hemos hecho.


—¿Qué tiene eso que ver con la cabaña del lago Tahoe? —la seriedad en la voz de Pedro había despertado el interés de Paula.


—Bueno —él rió—. Eso es algo menos noble. Creo que fue producto de la cerveza.


—Gracias por mostrarme los pies de barro de la estatua —ella rió.


—No te hablaré del dolor de cabeza del día siguiente.


—Adelante. Sigue.


—Después de unas cuantas cervezas de más —él contempló su taza de café como si el pasado se reflejara en el oscuro líquido y una tímida sonrisa apareció en su rostro—, hicimos el juramento de que en diez años construiríamos una cabaña a orillas del lago Tahoe. Después, viviríamos en ella un mes cada uno y, al finalizar el séptimo mes, nos reuniríamos para celebrar los éxitos logrados —él la miró a los ojos y su sonrisa se hizo más amplia—. Menudos niñatos arrogantes.


—Pues no sé qué decir —ella apoyó el rostro en una mano—. Dijiste que los niñatos arrogantes habíais logrado vuestro objetivo.


—Supongo —él se encogió de hombros—. Aparte de mí, está Nicolas Barrister, quien sigue ganando dinero a puñados con la cadena hotelera de su familia; Ruben
Matheson, dueño de varias empresas de comunicación; David Campbell, banquero; y Javier Howington, nuestro aventurero.


—Eso hacen cinco —señaló ella.


—Ya sabes que Anibal murió, justo antes de la graduación —él volvió a fijar su mirada en el café—. Todavía lo echo de menos.


—Eso hacen seis —Paula tenía el corazón encogido, pero aún era capaz de contar.


—Y luego está mi hermano —él seguía fascinado por el café.


Paula se había preguntado si él sería capaz de sacar el tema de su hermano gemelo. Ella conocía su distanciamiento, aunque no los detalles. Era una lástima, pero no conocía a Pedro Barton. A lo mejor se trataba del enemigo número uno.


—No hablemos de él —dijo Pedro.


El tono de voz y la tensión en su rostro aumentaron la curiosidad de Paula.


—Mejor, hablemos de ti —continuó él mirándola a los ojos.


Paula dio un respingo. Hablar de ella sólo crearía problemas, la clase de problemas en los que terminaba siendo humillada.


—Ya sé lo de tus novios, pero no sé gran cosa sobre tu trabajo…


—Ya sabes que soy traductora independiente —el tema del trabajo le gustaba, era un terreno seguro—. Está bien pagado, a pesar de que mi padre estaba seguro de que mis títulos de francés y español no servirían de nada.


—¿Por eso te fuiste a París?


—Era un proyecto a largo plazo —ella asintió—. Desgraciadamente, tuve que dejar mi apartamento antes de marcharme de Estados Unidos, y por eso he vuelto a vivir con mis padres hasta que…


—Se produzca la conveniente fusión entre los Alfonso y los Chaves — interrumpió él con cierta irritación.


Paula sintió un escalofrío en la columna. Pero no era de deseo sexual, sino de señal de peligro. Su expresión debió de haberla traicionado, porque él alargó la mano para tomar la suya.


—Lo siento —dijo mientras le apretaba los dedos—. No me hagas caso.


La conveniencia del matrimonio para los negocios de ambas familias había sido el tema recurrente del padre de Paula. Aturdida por lo que sospechaba era una más que probable depresión, ella apenas se había preocupado por eso. Y había dado por hecho que Matias estaría encantado con esa parte del trato. Pero no parecía muy feliz.


—Escucha… —empezó ella.


—Shh —él tomó su mano y besó los nudillos, provocando en ella otro escalofrío, el que ya era habitual cuando se encontraba a su lado. Sin dejar de mirarla, continuó—. Soy un bastardo.


—Algo así pensé yo anoche —se escuchó Paula decir a sí misma. ¡Maldición!


La humillación se abría paso peligrosamente.


—Yo… —Matias sujetaba su mano con más fuerza.


—No te molestes en inventarte una excusa —dijo ella apresuradamente—. Tenías razón. No era una buena idea. Apenas nos conocemos y el dormitorio no es el mejor lugar para solucionar algo así. La sangre fría prevaleció. Te llevas el primer premio.


—Paula…


—Debería darte las gracias —ella era consciente de haberse sonrojado, y parloteaba como siempre hacía cuando se sentía incómoda, pero ya era demasiado tarde para corregir una costumbre que tenía de toda la vida—. Y te doy las gracias. De verdad. Aprecio tu contención y tu… desinterés.


—¿Desinterés? —él la miraba como si le hubiera crecido otra cabeza, y a ella le habría gustado golpear la mesa con la única que tenía—. ¿Has dicho desinterés?


—Puede. No. Sí. Seguramente he dicho lo que sea que hayas escuchado.


—¡Maldita sea! —él arrojó la servilleta sobre la mesa—. Hasta aquí hemos llegado —tras lo cual se levantó, dejó unos billetes sobre la mesa y tiró de ella para que se pusiera en pie. La servilleta de Paula cayó al suelo, pero no tuvo tiempo de recogerla porque él la empujó fuera del restaurante y empezó a caminar, arrastrándola con él.


Había un bonito paseo junto al lago, pero ella no tuvo oportunidad de disfrutar del paisaje porque prácticamente tenía que correr para mantener el paso. Al llegar a un mirador cubierto, él la empujó al interior, se dejó caer sobre un banco de madera y la obligó a sentarse a su lado.


—Para que lo sepas. Lo de anoche no fue desinterés —dijo él—. ¿Cómo has podido pensar algo así?


—Veamos… ¿Por la habitación de invitados? ¿La camiseta que me llegaba a las rodillas? ¿El modo en que prácticamente saliste corriendo?


—Intentaba portarme bien, y lo sabes.


—Apuesto a que eso mismo pensaron mis tres novios anteriores.


—Paula —gruñó él.


A lo mejor se había mostrado un poco irracional. A fin de cuentas, aquella misma mañana ella había sentido alivio por la contención practicada por él la noche anterior.


Pero, ¿a quién quería engañar? Lo que le había molestado era el calentamiento sin culminación. Y se había sentido herida. Y había dudado seriamente sobre sus posibilidades de conseguir y mantener la atención de un hombre.


—He pasado por una mala racha, ¿de acuerdo? —dijo ella—. Y allí estaba yo, prácticamente suplicándote, y tú te echaste atrás. Resulta…


Mortificante, y más aún en esos momentos en los que las lágrimas empezaban a aflorar a sus ojos. Giró la cabeza y se volvió hacia el lago.


—Menudo viento helado, ¿eh?


—Paula, Paula, por favor —él volvió a gruñir mientras le sujetaba la barbilla con una mano para obligarla a mirarlo—. Maldita sea. Anoche, esta mañana, ahora mismo, siento frustración en todos los sentidos. Mis buenas intenciones caen en saco roto, Ricitos de Oro y… olvídalo.


Tras lo cual la besó.


Por fin.


Un beso maravilloso… quizás con una pizca de ira.


—Qué bien sienta —susurró ella contra su boca.


Él hundió una mano entre sus cabellos e intensificó el beso. 


La otra mano se deslizó bajo el enorme jersey hasta acomodarse sobre uno de sus pechos, cuyo pezón se endureció desesperadamente mientras él lo acariciaba con el pulgar.


Por su parte, Paula deslizó una mano por el musculoso muslo hasta llegar a la dura protuberancia bajo los vaqueros. 


Él empujó contra esa mano mientras su pulgar intensificaba las caricias.


Ella gruñó.


Se sentía tan bien que hasta oía campanas.


—Maldita sea —Pedro la soltó y se separó de ella mientras hundía una mano en el bolsillo delantero de su pantalón.


Ella seguía oyendo campanas. Pero no eran campanas, sino el móvil de él. Pedro miró la pantalla, soltó otro juramento y le hizo una señal con un dedo.


—Quédate aquí —ordenó mientras salía del pequeño refugio.


Ella se hundió sobre el banco de madera. Cuando por fin habían dejado claros sus sentimientos, resultaba que no les había llevado a ninguna parte. Al menos no había sido tan humillante. Más bien delicioso.



EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 5








En pocos segundos, sus lenguas estaban entrelazadas y ella hundía sus dedos en los cabellos de él. Él empezaba a sudar y su piel tenía un sabor salado en la comisura de los labios.


—Me gustaría poder embotellar esta sensación —dijo ella, abrumada por la fuerte química sexual—. Podríamos venderla y ganar un montón de millones.


—Un montón de millones es mucho dinero —murmuró él mientras fijaba su atención en la oreja izquierda de ella.


—Y eso —ella volvió a sentir escalofríos mientras él recorría con la lengua el lóbulo de su oreja—, sólo el primer año.


Él volvió a concentrarse en su boca y se deleitó en saborearla. Cuando introdujo el labio inferior de ella en su boca, Paula se quedó sin aliento. Y cuando la punta de la lengua empezó a recorrer la húmeda cavidad bajo el labio superior, ella le sujetó la cabeza con más fuerza. Después, él introdujo toda la lengua, con exigencia, y ella gimió.


Paula era plenamente consciente de su desnudez bajo la bata. De su trasero desnudo que descansaba sobre los pantalones de él. La suave lana le arañaba la piel, tan sensible estaba por los besos que no cesaban y las manos que seguían sobre su rostro y sus dorados cabellos.


Apenas le quedaban razones para sentirse feliz por ello. 


Frente a su «deseo», como él lo llamaba, ella no había podido resistirse a los besos. Tampoco era tan malo, ¿no? A fin de cuentas estaba prometida a ese hombre.


Todavía.


Una vocecita perdida en la oscuridad de su mente le recordó que estaba a punto de acabar con ese compromiso, pero ella la hizo callar. Porque ese hombre sabía cómo besar, y no había motivo alguno para negarse ese placer.


Lo malo fue que el beso empezó a no ser suficiente.


Para aliviar el creciente sufrimiento, ella juntó los muslos y empezó a moverse sobre él.


—Me estás volviendo loco —Pedro se separó de ella y la miró muy serio y con los labios húmedos.


—¿Qué has dicho? —ella le secó los labios con el pulgar. Al hacer una segunda pasada, él atrapó el pulgar con sus dientes.


Paula tembló una y otra vez a medida que la lengua de él le acariciaba el pulgar. El interior de su boca era caliente y húmedo y ella se inclinó hacia él para saborearla de nuevo.


—Paula, a lo mejor tenías razón… —él la agarró por los hombros.


—Sólo una vez más —ella lo empujó y, al caer, se llevaron con ellos la bata; Paula se quedó al descubierto hasta la cintura.


Desnuda de cintura para arriba.


Y congelada de cautela y deseo.


La mirada de él seguía fija en su rostro, pero al ver que ella no hacía ademán detaparse, empezó a descender.


Como si de una caricia se tratara, ella sintió esa mirada sobre el rostro, la nariz, la boca, las mejillas y el cuello.


Recorrió su escote y, al fin, se posó en sus pechos mientras ella sentía que le faltaba el aliento. Bajo el peso de su mirada, los pezones estaban cada vez más duros.


Ella los miró y vio cómo se oscurecían contra la palidez de sus inflamados pechos.


Y sin pensárselo dos veces, levantó los brazos para cubrirse con la bata.


—No lo hagas —él la atrapó por las muñecas—. No me los ocultes.


Ella sentía escalofríos ardientes por la columna. No quería ocultarle ninguna parte de su cuerpo.


—Shhh, no digas nada —dijo él cuando Paula hizo ademán de hablar y mientras la llevaba en brazos, escaleras arriba, como si no pesara nada.


Ella se sentía flotar en una nube de deseo. Una nube de sueños imposibles.


¿Sería posible que sus padres hubieran acertado? ¿Habían elegido al hombre adecuado?


Al llegar a la planta superior, él no dudó un instante y se dirigió hacia el dormitorio principal. Al pie de la enorme cama con forma de trineo, se paró.


Paula apoyó la cabeza contra su pecho, mientras oía el fuerte martilleo de su corazón. Lo que más deseaba en el mundo era desnudarse, completamente, ante él.


Lo miró y le dedicó una seductora sonrisa.


—Matias, ¿no vas a hacerme el amor?