sábado, 7 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 8





Si su madre hubiera estado allí, aquello no habría ocurrido, porque la habría mirado y le habría prohibido conducir en aquel estado. Pero no estaba allí, sino de luna de miel con su recién estrenado marido.


Paula soltó un suspiro victimista mientras caminaba fatigosamente. Decidió seguir hasta la siguiente curva en lugar de volver a la puerta de la casa de Carlos Latimer. Le resultaría muy frustrante darse la vuelta y enterarse más tarde de que estaba a menos de un kilómetro de la carretera principal, donde podría encontrar ayuda o donde al menos habría señal para llamar.


Estaba intentando otra vez comunicarse por teléfono cuando escuchó un coche a lo lejos y sintió una punzada de alivio. 


Pero cuando la luz distante se convirtió en un foco, el alivio se transformó en aprensión. Entonces aspiró con fuerza el aire. En la vida real no era frecuente encontrarse con un maniaco homicida, y ella no pensaba entrar en el coche de ningún desconocido. Solo quería preguntar si podían llamar a un taller local para que fueran a recogerla a ella y a su coche. Sí, aquella era la opción más sensata.


El coche aminoró la marcha y Paula siguió caminando en la oscuridad tratando de aparentar seguridad.


—¿Estás completamente loca?


No fue el comentario, sino la voz conocida lo que la llevó a girar la cabeza hacia el conductor del coche. El estómago le dio un vuelco y la cabeza se le llenó al instante de imágenes de su boca en la suya, del tormento de sus labios cálidos… tuvo que hacer un esfuerzo enorme por controlar su imaginación y sus hormonas.


El motor seguía en marcha cuando Paula aspiró con fuerza el aire y se llevó una mano a la cara para protegerse del resplandor de los focos. La puerta del conductor se abrió y Pedro salió del coche.


No podía verle la cara, pero su lenguaje corporal hablaba por sí solo. Tenía una expresión rígida y furiosa.


Paula estiró los hombros. Parecía que hubiera una conspiración cósmica para arrojarla continuamente al camino de aquel hombre.


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó con petulancia—. ¿Me estás acosando?


—Si ese fuera el caso, me lo estarías poniendo muy fácil.


—¿Me estás llamando fácil? —«Paula, ¿por qué no te callas?», se dijo con un gemido silencioso.


—¿Fácil? —repitió él mirándola fijamente—. No, eres muy difícil. Métete en el maldito coche.


—No hace falta, gracias, no quiero ser una molestia, solo necesito que llames a un taller.


Pedro alzó las cejas y sacó el móvil del bolsillo. Lamentó que dejarla allí en medio de la carretera no fuera una opción.


Pero era mentira. No le había emocionado la idea de hacer el amor en un coche desde que era adolescente, pero por alguna razón aquella mujer con sus labios carnosos y sus ojos ávidos le había hecho vibrar de un modo inusual. 


Después de todo, ¿qué sentido tenía analizar algo que no era más que sexo? Sobre todo porque sabía que con ella el sexo sería estupendo.


—¿Has oído hablar alguna vez de los teléfonos móviles? —Pedro le tendió el suyo.


—¿Y tú has oído hablar de las zonas en las que no hay señal? —respondió ella.


¿Acaso pensaba aquel hombre que era idiota?


«No, Paula, solo piensa que eres fácil. Y con razón».


La puerta se abrió a aquel recuerdo todavía salvaje y reciente, todavía tan excitante que la sumergió en una ola de deseo. La única defensa posible fue meterse las temblorosas manos en los bolsillos y apartar la vista.


No recordaba haberse sentido tan fuera de control desde… desde nunca. No le gustaba, y tampoco le gustaba él. O mejor dicho, le odiaba.


Pedro frunció sus oscuras cejas mientras guardaba otra vez el móvil en el bolsillo sin mirarlo. Estaba tratando de no fijarse en los visibles temblores que sacudían su delicada figura.


—¡Entra! —le ordenó combatiendo una irracional oleada de ternura que se mezcló con el deseo que todavía le corría por la venas.


Era un gran error equiparar lo pequeño y delicado con lo vulnerable y necesitado de protección. Paula era dura como una roca.


O eso quería ella que pensara el mundo.


—A menos que prefieras ir andando. O quedarte sentada esperando a un asesino en serie.


La mirada de desprecio que le dirigió Paula desde los pies se detuvo en la cintura. En algún momento, igual que ella, Pedro se había cambiado. Los vaqueros oscuros que ahora llevaba le quedaban tan bien como los pantalones del traje que se había puesto por la mañana, aunque el corte de los vaqueros le enfatizaba las estrechas caderas y los fuertes muslos.


Pedro suspiró y dijo:
—Entra, Paula. Tengo mejores cosas que hacer que estar aquí discutiendo tonterías.


Paula, que se estaba tambaleando un poco, parpadeó. 


Sentía una oleada de puro deseo que le provocó impaciencia. ¿Y qué si aquel hombre sabía cómo besar? 


Soltó un suspiro de rendición. Dada su situación, debía ser práctica. Así que aceptó que la llevara. ¿Qué era lo peor que podía pasar?


Se apartó un mechón de cabello castaño de los ojos.


—Es muy amable por tu parte —sus ojos conectaron y Paula guardó silencio. El corazón empezó a latirle con fuerza. En la mirada de Pedro no había nada que pudiera considerarse amable.


—No soy amable.


Paula sacudió ligeramente la cabeza y volvió a apartarse los mechones de la cara con impaciencia.




*****


Pedro, que estaba sentado tras el volante, se inclinó, se quitó la chaqueta y la puso en el asiento del copiloto antes de que ella se reclinara. La mano de Pedro le rozó el hombro, y aquel leve contacto le produjo una corriente eléctrica.


Paula había sobrevivido a su mirada, e incluso había reconocido su acción asintiendo brevemente con la cabeza a pesar de la confusión de su mente.


Cuando Pedro arrancó el motor se escuchó una balada de jazz clásica. Paula suspiró y se cubrió la boca con la mano para disimular un suspiro de alivio. No tendría que mantener
ninguna conversación.


Entonces Pedro apagó la radio.


Llevaban unos minutos en el coche cuando él rompió el silencio.


—¿Quieres abrocharte la chaqueta?


Paula no resistió el infantil impulso de cuestionar todo lo que le decía.


—¿Por qué? No tengo frío.


El comentario provocó en él una risotada contenida, pero Paula giró la cabeza y torció el gesto.


—No veo la ironía.


—Te ganas la vida vendiendo ropa interior, pero no te pones tus propios productos.


Paula estaba cansada y estresada, y tardó un rato en entender lo que quería decir. Entonces agarró los extremos de la chaqueta y los unió.


—Te refieres a que no soy modelo de lencería. Bueno, pues para que lo sepas, la mayoría de las mujeres no lo son. Yo hago ropa interior para mujeres normales.


—La haces pero no te la pones.


—Yo… me he sometido a una intervención menor y me molestan los tirantes del sujetador —el médico australiano la había tranquilizado diciéndole que el lunar tenía aspecto benigno, pero que era mejor extirparlo para analizarlo.


—¿Menor?


—Me han quitado un lunar, pero no es nada grave.


Pedro la miró de reojo.


—Con lo blanca que eres, deberías ponerte protección cincuenta.


—No soy idiota.


—Eso es discutible —lo que no era discutible era que su pálida y suave piel resultaba deliciosa—. Estadísticamente hablando, alguien con tu tono de piel…


—¿Sabes lo aburrida que es la gente que habla citando estadísticas?


Pedro adoptó una expresión confundida mientras miraba por el espejo retrovisor.


—Yo no cito estadísticas, me las invento —reconoció—. Nadie se da cuenta y quedo como una persona inteligente e informada.


—¿De verdad?


—Sí —le confirmó Pedro—. Deberías probarlo. Te sorprendería ver qué poca gente cuestiona una estadística.


Paula se mordió el tembloroso labio, pero, a su pesar, no pudo contener una carcajada.


Tenía una risa maravillosa cuando no se mostraba amargada y sexualmente frustrada. Ahora le costaba trabajo creer que hubiera pensado que era virgen. Se dio cuenta de que Paula Chaves podía ser divertida fuera de la cama, aunque su interés no iba más allá del dormitorio, se recordó.


Ella se secó los ojos y se giró hacia él.


—Entonces, la próxima vez que vaya perdiendo una discusión, me inventaré alguna estadística.


—Tienes que contar con un elemento realista y tienes que creerte lo que dices.


—Te refieres a que hay que saber mentir —señaló Paula.


—Eso por supuesto.


—Como tú.


—Podría decir que siempre digo la verdad, pero mentiría.


Paula reconoció el cruce al que se estaban acercando. Era donde siempre temía confundirse y terminar en Gales.


Le dijo a Pedro la zona donde vivía, pensando que le preguntaría más datos. Pero no lo hizo. Estaba claro que era una de aquellas personas que tenían un navegador interno. 


Hasta que no estuvieron a una calle de donde vivía Paula no preguntó más detalles.


—Es en la siguiente curva… te la acabas de pasar. Nos han cortado la luz de las farolas, es parte de los recortes del ayuntamiento —dijo Paula a modo de disculpa.


Se desabrochó el cinturón de seguridad, incapaz de disimular el alivio que sentía al saber que el trayecto había tocado a su fin. Pero ahora se daba cuenta de que tal vez había exagerado. Los machos alfa no eran lo suyo; el beso de antes no había significado nada para ella, y nada de lo sucedido aquel día era lo suyo.


Por suerte, mañana sería otro día, un nuevo comienzo. Se giró hacia Pedro.


—Bueno, gracias. Por traerme —aclaró para que no hubiera dudas.


No perdonaría aquel beso, pero tenía toda la intención de olvidarlo, o al menos restarle importancia.


—Te acompaño.


Paula agarró el picaporte de la puerta.


—No hace falta. Sé cuidar de mí misma. Mira, aquí tengo la llave —sacó la mano vacía del bolsillo interior del bolso, donde siempre las guardaba—. Tiene que estar por aquí, en alguna parte…


Unos minutos más tarde, tras haber vaciado dos veces el bolso entero, quedó claro que las llaves estarían en alguna parte, pero, desde luego, no en aquel bolso.


—Has perdido las llaves. A veces pasa.


Las palabras tranquilizadoras de Pedro no la tranquilizaron.


—¡A mí no! Las tenía cuando levanté el capó para ver qué le pasaba… —Paula se cubrió la cara con las manos y gimió—. Oh, Dios mío, me las he dejado en el coche…


—Solo son llaves.


Paula dejó caer las manos.


—No eres tú quien se ha quedado tirado.


—¿Tienes otro juego, algún vecino al que le hayas dejado la llave?


—Sí, pero… —Paula sacudió la cabeza—.Tienen un bebé y James trabaja esta noche. No puedo llamar a la puerta de su casa y despertar a Sue y al bebé a estas horas de la noche.


Paula no se lo podía creer. Había vivido un montón de momentos bajos durante aquel día, y Pedro había sido testigo de todos ellos.


—¿Te importa dejarme en un hotel? —Paula abrió el espejito compacto y volvió a cerrarlo sin mirarlo antes de guardarlo en el bolso de nuevo. Había cosas que era mejor no saber.


Bajo la fina capa de alegre bravuconería, estaba claro que Paula había llegado al límite. Pedro la miró en pensativo silencio y se sintió tentado a hacer lo que le pedía. ¿Y por qué no? Paula no era responsabilidad suya y tenía más en común con un felino feroz que con un gatito asustado.


Pero estaba claro que había tenido un día infernal, así que finalmente su conciencia pudo más… ¿o sería su libido?


—Sé que soy una molestia.


Pedro la miró de reojo. Parecía agotada, y experimentó una punzada de simpatía que acabó con él.


—Sí —sin decir una palabra, arrancó el motor.


Paula apretó los labios y se sintió considerablemente menos culpable. El encanto no era precisamente el fuerte de Pedro


Tras la debacle de las llaves, buscó disimuladamente en la cartera para asegurarse de que tenía todavía las tarjetas de crédito. Resistió la tentación de volver a comprobarlo. Pedro ya pensaba que era un caso perdido, así que, ¿para qué confirmárselo?


Afortunadamente, el camino de regreso a Londres no se hizo muy largo debido a la potencia del coche de Pedro, y él no mostró ninguna inclinación a hablar, lo que supuso una bendición. Paula le miraba de vez en cuando de reojo y tenía una expresión fría y remota.


No reconoció la zona en la que terminaron; era un vecindario tranquilo y ultraexclusivo. Pedro se detuvo frente a un edificio de portal victoriano con vistas a una plaza ajardinada. Aquel lugar debía de ser muy caro, pero en aquel momento a Paula no le importó.


—Estupendo —Paula se desabrochó el cinturón—. Siento haberte causado tantos problemas —aseguró con formalidad. Pero entonces guardó silencio. Estaba hablando sola.


Pedro salió del coche antes de que la tensión le rompiera la mandíbula. El cínico que había en él quería pensar que Paula era consciente del efecto que causaba con aquellas miradas de reojo, pero sabía que no lo era. Aquella mujer no tenía doblez, lo que la hacía todavía más peligrosa. No estaba acostumbrado a tratar con mujeres así.


Paula se reunió con él a medio camino de los escalones de la impresionante entrada del hotel. No fue consciente de lo que pasaba hasta que le vio meter una llave en la cerradura.


—Esto no es un hotel.


Una media sonrisa asomó a los labios de Pedro cuando la miró. Parecía todavía más alto de lo que era porque estaba subido a un escalón.


—Me gustan los debates intelectuales como al que más, pero es tarde, estoy cansado y tú tienes un aspecto… terrible —afirmó observando su expresión cansada.


—Tú tampoco estás para tirar cohetes —la respuesta le había parecido fría y cortante al pensarla, pero ahora sonó infantil e impertinente.


Y además, era una gran mentira. La barba incipiente y los pelos de punta de la cabeza, consecuencia de su hábito de pasarse la mano por el pelo cuando se desesperaba, no le restaban ni un ápice de atractivo.


Paula dirigió la mirada hacia la mano que tenía Pedro en la puerta. Tenía unas manos bonitas, pensó, fuertes y grandes.


 Apartó los ojos, pero el calor continuó expandiéndose por su cuerpo. No entraría en aquella casa por nada del mundo.


—Ha sido un día muy largo.


—No veo la relación entre mi aspecto y el hecho de que no me lleves a un hotel.


—Aunque te parezca mal, he pensado que esto sería lo mejor para ti.


—Así que has tomado una decisión unilateral y esperas que yo esté de acuerdo —pasar la noche bajo el mismo techo que él le provocaba un pánico irracional. Ni que fuera a pedirle que pagara la posada con su cuerpo—. ¡Llama a un taxi! —le pidió. El pánico hizo que sonara a orden.


Pedro entornó la mirada. Estaba harto de hacer lo que ella decía.


—Madre di Dio! —murmuró apretando los dientes.


Paula se lo quedó mirando con los verdes ojos muy abiertos. 


Tenía un acento tan perfecto que había olvidado que no era británico, pero en aquel momento era imposible no percibir su herencia latina.


—¡Haz lo que quieras! Pasa la noche en una fría habitación de hotel, pero ahórrame el drama. Y llama tú misma al maldito taxi.


—¡Lo haré! —Paula le vio entrar al vestíbulo y, sin previo aviso, su enfado se mezcló con una sensación de culpabilidad al ver de pronto el día a través de sus ojos.


Se le pasaron por la cabeza imágenes de sí misma. Desde luego, aquel día no se había cubierto de gloria.


Como primera impresión, vaciar la bolsa de muestras de lencería delante de él se llevaba la palma. Y luego estaba el ataque de llanto en el baño de señoras, contándole Dios sabía qué. No quería recordarlo. Y luego había convertido lo que se suponía que debía ser un beso falso en una competición. Y cuando Pedro pensó seguramente que todo había terminado, tuvo que rescatarla de su deambular por la campiña de Surrey. Paula aspiró con fuerza el aire y lo siguió al interior de la casa.


—Lo siento, tienes razón. Yo no soy esa mujer —de pronto le pareció importante que lo supiera.


—¿Qué mujer?


—La de hoy. Normalmente no lloro como una niña, no necesito que me rescaten y puedo llamar yo misma a un taxi.


—Tal vez puedas también resistir la tentación de querer hacerlo todo tú sola siempre.


Se hizo un breve silencio durante el que Pedro supo que estaba librando un debate interno, y finalmente Paula asintió.


—Gracias. Te agradeceré mucho una cama en la que poder pasar la noche —debía de haber al menos una docena libres en aquella casa si el recibidor era indicativo de algo—. Espero que no sea mucha molestia.


Pedro observó cómo miraba a su alrededor, como si esperara que apareciera un ejército de criados


—Esta noche estamos solos. ¿Ocurre algo? ¿Te da miedo estar a solas conmigo?


—No seas tonto —si tuviera una pizca de sentido común, sí le daría miedo. De hecho, ni siquiera estaría allí, estaría en una habitación de hotel. Pero había capitulado con demasiada facilidad ante su sugerencia.


—¿Te da miedo, Paula?


Ella apartó aquel pensamiento de su cabeza.


—Solo pensé que tal vez podría haber alguien esperándote levantado.


Pedro pareció encontrar divertida la idea.


—No tenemos servicio interno.


—¿Como mi madre, quieres decir? —le espetó Paula.


—No conozco a tu madre —aseguró Pedro encogiéndose de hombros—. Y nunca se me ocurriría juzgar a nadie por lo que hace.


Paula se sonrojó ante la reprimenda.


—Bueno, eso te convierte en alguien único, o tal vez te guste pensar que no tienes prejuicios, pero, si tu hija te anunciara que se va a casar con el reponedor del supermercado del pueblo, sospecho que no serías tan tolerante.


—Mi hija tiene trece años. No me gustaría que me dijera que se va a casar ni aunque fuera con el príncipe Enrique. Tengo curiosidad, ¿eres siempre así de cínica?


Mientras hablaba, Pedro le abrió la puerta que tenía a la derecha y, tras una pausa, Paula aceptó la silenciosa invitación y pasó por delante de él.


La habitación en la que entraron no era enorme. Tenía una chimenea llena de velas apagadas, bonitas obras de arte en las paredes y una cara mezcla de mobiliario moderno y antigüedades.


Era simple y sin complicaciones, no como el hombre que vivía allí.


Deslizó la mirada hacia Pedro, que se había acercado a un mueble bar del que sacó una botella y un vaso.


—Me gustan las cosas sencillas. La señora Ellis, el ama de llaves, está todo el día, pero no vive aquí, y mi chófer…


—Lo entiendo. Las cosas sencillas.


Pedro se sirvió un dedo de brandy y lo apuró de un trago.


—Lo siento, ¿quieres una copa?


Ella asintió.


—Sí, por favor. Tienes una casa preciosa. ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?


—Desde el año pasado. Antes de eso pasaba la mitad del tiempo aquí y la otra en Italia. Pero mi hermana se casó con un británico y su hija, Catalina, es de la edad de Josefina. Cuando empecé a buscar colegio para Josefina, me recomendó el de Catalina —Pedro alzó una ceja—. Pero esto no te interesa nada, ¿verdad? Lo que estás pensando es si voy a intentar ligar contigo.


Paula se sonrojó hasta la raíz del pelo y le dio un largo sorbo a su brandy.


—Yo por mi parte me preguntó si tú vas a intentar ligar conmigo.


Paula sostuvo el vaso con las dos manos y le miró por encima del borde. Le lloraron los ojos cuando el brandy le pasó por la garganta y le provocó una punzada de calor en el estómago.


—Tu mente funciona de un modo muy extraño.


—Y tú tienes muy buen cuerpo, y para ser diseñadora, tu forma de vestir es… interesante.


Aquello era un insulto y un halago. ¿A cuál de los dos debía responder? Al final decidió que a ninguno de los dos.


—Es tarde, así que si no te importa…


—Te mostraré el camino.


La puerta era enorme, como todo lo demás de la casa, y Paula se encogió para hacerse todavía más pequeña al cruzarla, como si tocarle pudiera provocar un incendio. 


Molesta consigo misma, al cruzar el umbral alzó la cabeza y echó los hombros hacia atrás. Estaba actuando como si fuera víctima de sus propias hormonas, su contacto no tenía por qué provocar una reacción en cadena si ella no lo permitía.


Siguió a Pedro por la enorme escalera de caracol. El corazón le latía con fuerza. Cuando él llegó a la planta de arriba, señaló hacia la derecha sin girarse.


—Yo subiré un piso más. Las suites de invitados están por ahí. Escoge la que quieras. Menos las dos últimas. Clara utiliza la del fondo cuando se queda y mi madre deja algunas cosas en la de al lado.


Pedro se fijó en cómo le miraba y dijo:
—Clara es mi exmujer.


Una exmujer que se quedaba a dormir. Qué civilizado. Paula se preguntó si no lo sería demasiado.


—No, no nos acostamos.


Paula abrió los ojos de par en par ante la habilidad que tenía para leerle el pensamiento.




PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 7





Pedro se unió a su hija, que estaba sentada en una mesa vacía al lado de la pista de baile.


—El aviso de la puerta ha sido un detalle simpático.


—¿Va todo bien, papá?


—Muy bien —Pedro extendió la mano para revolverle el pelo, pero Josefina se puso de pie.


—Está disponible. Lo he comprobado.


Pedro bajó la vista, pero no demasiado. En los últimos diez meses, su hija había crecido casi diez centímetros y había pasado de ser una niña dulce y algo regordeta de doce años a convertirse en una adolescente de trece esbelta y alta. De hecho ya había recibido dos ofertas para firmar un contrato como modelo.


Para Pedro era un alivio que los planes que Josefina tenía para su futuro no incluyeran convertirse en el rostro de ningún producto.


—¿Quién está disponible? —bajó la vista y se dio cuenta entonces de que su hija tenía un cóctel en la mano. 
Parpadeó y culpó a Paula por haberle distraído. Le quitó la copa—. Nada de eso, cariño.


—Tienes un problema de confianza, papá. Es un cóctel sin alcohol —Josefina sonrió—. Pruébalo si no me crees.


—No, gracias —Pedro frunció los labios con gesto de rechazo.


—Bueno, hablando de Paula, papá…


Pedro sacudió la cabeza, luego miró a su hija a los ojos y preguntó a la defensiva:
—¿Qué pasa con Paula?


—Te he dicho que está disponible.


Su hija estaba de broma, pero entre broma y broma… Pedro no estaba muy seguro, pero lo que tenía claro era que no quería seguir manteniendo aquella conversación.


—¿Ese chico es amigo tuyo? —miró hacia el joven que estaba avanzando por la pista de baile en dirección a su hija.


Al reconocer la mirada de advertencia, el chico cambió bruscamente de dirección.


—Buen intento, papá.


—¿Intento de qué?


—De cambiar de tema.


—¿A qué tema te refieres?


Josefina puso los ojos en blanco antes de señalar con el dedo hacia el punto en el que estaba Paula.


—Está sola, deberías ir a hablar con ella. ¿O te da miedo? 
—preguntó su hija—. Conozco a muchos hombres a los que les da miedo el rechazo.


Pedro, que no tenía mucha experiencia en rechazos, sonrió. 


Las revistas femeninas tenían respuestas para todo.


—¿Cómo sabes que a los hombres les da miedo el rechazo?


—Me lo ha contado Clara.


Pedro se le borró la sonrisa.


—¿Desde cuándo llamas Clara a tu madre? —le preguntó muy serio.


—Me lo pidió ella. Dice que ahora que soy más alta que ella se siente mayor si la llamo mamá —al ver la expresión de su padre, le puso la mano en el brazo—. No puede evitarlo, ¿sabes? Hay personas que son…


—Egoístas y egocéntricas —Pedro frunció el ceño y lamentó al instante haber pronunciado aquellas palabras amargas.


Tras el divorcio, tomó la decisión de no hablar mal de su exmujer delante de su hija, y siempre se sentía culpable cuando lo hacía. No quería ser como esos padres que obligaban a sus hijos a tomar partido.


—Relájate, papá. No me estás diciendo nada que ya no sepa. Entonces, ¿tienes miedo? Has estado todo el día mirándola. Sí, papá, es la verdad. Paula es una tentación, tiene cerebro y belleza. Y antes de que digas nada…


—¿Qué crees que iba a decir?


—La belleza no es una cuestión de piernas largas y senos grandes, papá.


Siempre era bueno saber que tu propia hija te consideraba superficial y sexista.


—Soy consciente de ello.


—Y está claro que te gusta, así que no permitas que yo te entretenga. Adelante, papá.


—Muchas gracias.


Su hija ignoró la ironía.


—Creo que necesitas un reto.


—Ser tu padre es un reto diario.


—Soy mucho mejor hija de lo que te mereces —Josefina sonrió.


Durante un instante volvió a ser su niñita, pero Pedro apartó de sí la nostalgia y se recordó que nada dura para siempre.


—No voy a negarlo —le acarició la mejilla—. ¿Y si dejas que sea yo quien me preocupe de mi vida social, niña?


Josefina frunció el ceño.


—Es que no quiero verte solo. No voy a quedarme para siempre en casa, y tú te haces viejo.


Sintiendo el peso de sus treinta y tres años, Pedro dejó que su hija lo sacara a la pista de baile. Paula ya se había marchado.



*****


Tras llevarle el coche y las llaves a Pedro, su chófer se subió en el asiento del copiloto al lado de su mujer. Pedro se echó a un lado mientras el Mini se alejaba a toda prisa lanzando gravilla.


Sonrió al ver cómo el coche evitaba por los pelos chocarse contra una de las camionetas del catering. Pedro se alegró de que su chófer fuera el marido y no su mujer.


Se dirigió hacia la mansión isabelina, que ahora estaba iluminada desde atrás gracias a la tecnología láser. Menos modernos pero igual de atractivos resultaban los árboles que rodeaban la casa y que habían sido artísticamente decorados con luces blancas para la ocasión.


No había ni rastro de Josefina. Había dicho que tardaría cinco minutos cuando volvió a entrar hacía ya quince minutos para pedir que le prepararan una bolsa con sobras de la boda para su prima.


Un helicóptero despegó por encima de su cabeza y Pedro suspiró. Habría sido más fácil regresar en el mismo medio de transporte con el que había ido, pero la última vez que aterrizó en el jardín de la granja en la que su hermana Gabriela, exmodelo, vivía la bucólica vida de campo con su marido banquero, esta se quejó y dijo que las gallinas habían dejado de poner huevos por el susto.


Pedro no le pareció una explicación muy científica, pero no quería que se enfadara con él porque le ayudaba mucho con Josefina, quedándose con ella cuando él estaba fuera de la ciudad. Así que decidió llevar a su hija en coche antes de volver conduciendo a Londres él mismo.


Ahora estaba esperando a Josefina bajo un enorme arce iluminado. Un minibús lleno de invitados procedentes del pueblo partía en aquel momento, dejando a tres figuras en el camino de gravilla.


—¿A quién ha llamado borracha? —gritó la mujer que le había escrito su nombre en el brazo arrastrando las palabras.


Otra se sentó en el suelo y se quitó los zapatos.


—Me duelen los pies. Luisa, ¿por qué has tenido que insultarle?


Pedro se adentró más en las sombras y una expresión de desagrado cruzó sus patricias facciones. Se llevó una mano a la nuca y giró la cabeza para intentar aliviar la tensión de los músculos.


Estaba rotando los hombros cuando apareció una figura en el iluminado umbral. No era Josefina, pero también la conocía. No era difícil, porque llevaba todavía el vestido de dama de honor, aunque cubierto por una capita que le tapaba los hombros y se abrochaba al cuello, ocultando todo lo demás.


Pedro observó cómo miraba a derecha y a izquierda como si buscara a alguien, y luego empezó a avanzar en su dirección, aunque no podía verle.


No pudo evitar sentir un tirón en la entrepierna. Suspiró y se adentró todavía más entre las sombras. Su problema era que llevaba mucho tiempo sin tener relaciones sexuales.


—Vaya, aquí está la pobrecita Paula.


El comentario despectivo de una de las mujeres le llevó a salir de la oscuridad sin pensar. Se plantó al lado de Paula en dos zancadas. Sin decir una palabra, la agarró del brazo y la atrajo hacia sí.


Paula chocó contra él, sus suaves curvas se ajustaron perfectamente a los ángulos de su cuerpo.


Estaba demasiado impactada para siquiera gritar; abrió los ojos de par en par al mirar el rostro del hombre que la estaba sosteniendo. Dejó escapar un suspiro suave y se puso tensa cuando él le deslizó la mano libre por la cintura con gesto posesivo.


—¿Qué haces? —la pregunta demostraba que el cerebro le funcionaba. El resto de su cuerpo parecía funcionar de forma independiente. La sensual nube que le cubría el cerebro provocaba que le resultara difícil pensar, así que dejó de intentarlo.


¿Por qué molestarse en hacerlo si era una lucha que iba a perder? Porque quería saborearle, y no podía pensar en nada más.


Pedro se inclinó un poco más y le rozó la mejilla con los labios sin apartar la mirada de la suya. Tenía una mirada hipnótica; Paula no habría podido romper el contacto visual ni aunque hubiera querido. Y no quería.


—Voy a besarte. ¿Te parece bien?


No. Solo era una palabra. ¿Por qué le costaba tanto trabajo pronunciarla? Era lo único que tenía que hacer.


—Nos van a ver —susurró en cambio.


—Esa es la idea, así que no digas nada, cara, y no sufras otro ataque de pánico.


El comentario despertó a Paula de su letargo.


—Yo no tengo ataques de pánico. ¡Suéltame! —fue una orden débil, pero al menos protestó. Así podría decirse más tarde que había intentado detenerlo—. ¿Qué crees que estás haciendo, Pedro? —decir su nombre había sido un error, porque de pronto todo pareció más íntimo, más personal.


—Relájate y no me pegues, tenemos público. Voy a aclarar de una vez por todas las dudas que haya sobre tu sexualidad —le tocó un lado de la barbilla—. No mires.


Paula alzó la vista hacia él y la mirada apasionada de sus ojos provocó en Pedro una oleada de poder.


—¿Mirar adónde? —Paula no podía seguir fingiendo que quisiera mirar a otro lado que no fuera él—. ¿Tú tienes alguna duda sobre mi sexualidad?


—Ninguna en absoluto —aseguró Pedro contra sus labios.


—No tienes por qué hacer esto —pero por supuesto, si no lo hacía, ella moriría, aunque para las mujeres que les estaban mirando, parecía que se estuvieran besando de verdad—. No me importa lo que piensen.


—Lo cierto es que sí tengo por qué hacerlo —murmuró Pedro con voz ronca.


Ambos jadeaban de tal modo que no podían distinguir la respiración de cada uno.


—Tengo ganas de besarte desde la mañana en la que me lanzaste el sujetador —susurró él—. Parece que hace años de eso. ¿Y bien?


—¿Y bien qué?


—¿Quieres saber lo que se siente?


La respuesta de Paula se perdió en el calor de su boca. 


Pedro movió la lengua y los labios contra los suyos con sensual pericia. El peso del beso la llevó a apoyarse en el brazo que la sostenía. Se volvió a incorporar cuando Pedro levantó la cabeza.


Seguía todavía muy cerca y ambos respiraban con dificultad. 


Un escalofrío recorrió el cuerpo de Paula.


—Así que esta ha sido tu buena obra del día… —murmuró.


Pedro, que en realidad había estado luchando contra su instinto más básico para mantener aquel beso bajo control, se limitó a asentir. Había sido un error besarla; solo había servido para darse cuenta de lo que se estaba perdiendo y la deseaba más que nunca.


—Sí, y ahora que ya nos hemos dado el primer beso… —volvió a inclinarse. El brillo de sus ojos la advirtió de sus intenciones.


Esta vez fue un beso diferente. Con menos control, menos delicadeza, con un salvajismo que asustó a Paula por un lado y por otro la excitó. Quería todo lo que Pedro estaba haciendo y más. Aquella certeza la impactó y se arqueó contra él.


Podía sentir su excitación contra el vientre cuando se amoldó a ella, sellando sus cuerpos al nivel de las caderas.


Entonces, sin dejar de devorarle la boca con la suya con intensidad, Pedro empezó a mover sus grandes manos por su cuerpo.


Paula podía sentir el calor de su mano a través de la seda del vestido mientras la subía y la bajaba por el muslo. Al mismo tiempo, la otra le acariciaba y le moldeaba el tirante pezón.


No se le pasó por la cabeza que estaban a plena vista de cualquiera que pasara por allí. No podía pensar más allá del ardor que sentía entre las piernas, y cuando no pudo seguir soportándolo, le agarró de la nuca con las dos manos y lo atrajo hacia sí.


Le besó a su vez con urgencia, de un modo alocado similar al de Pedro. Se colgó a él como una lapa mientras Pedro se tambaleaba hacia atrás y trataba de mantener el equilibrio y ella le tiraba de la ropa con manos ávidas, llenándole de besos la cara y el cuello antes de volver a la boca.


Cuando le deslizó las manos bajo la camisa, Pedro gimió. 


Luego le agarró las manos y se las apartó.


Se quedó algo retirado y la miró. La caricia de las manos de Paula por su piel había estado a punto de acabar con su autocontrol. La certeza de que su hija podría salir en cualquier momento fue lo que le hizo apartarse.


—Bueno, creo que con esto basta —jadeó tratando todavía de recuperar el control.


«Oh, Dios, Dios, Dios».


Aquel grito retumbó por su cerebro, pero por suerte, Paula mantuvo los labios cerrados mientras le veía meterse la camisa en la cinturilla del pantalón.


—¿Estás bien? —Pedro sintió una repentina punzada de culpa al verla allí de pie tan frágil.


Paula dio varios pasos atrás y solo se detuvo cuando hizo contacto con un árbol. Alzó la barbilla y le dirigió lo que esperaba fuera un gesto de desprecio.


—No voy a tener relaciones sexuales contigo para demostrar que no soy lesbiana.


—Creo que eso ya ha quedado claro, porque tus amigas se han ido. Y es de buena educación preguntar primero, cara.


Paula no tenía defensa contra el sonrojo que le cubrió el rostro.


—Lástima que tú no preguntaras antes de abalanzarte sobre mí. Y puedes dejar eso de «cara». Es muy cursi.


—Para ser exactos, creo que los dos nos hemos abalanzado el uno sobre el otro —los ojos de Pedro echaban chispas—. Y sinceramente, no esperaba que las cosas fueran a ser así —miró hacia atrás—. Lo siento, pero Josefina podría salir en cualquier momento.


Y ella que creía que no podría sentirse más humillada…


—Solo ha sido un beso —afirmó agitando la cabeza.


Pedro alzó las cejas y soltó una carcajada seca.


—Si crees que eso ha sido solo un beso, estoy deseando ver cuál es tu versión de «solo sexo», cara.


—¡No va a haber nada de sexo! ¡Nada en absoluto! —Paula se giró sobre los talones y escuchó cómo se reía entre dientes a su espalda.