viernes, 6 de julio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 38





El sábado Pedro se despertó a las siete. Su cama estaba demasiado vacía para sentirse cómodo en ella, ya que Paula había decidido dormir en el sofá.


Estaba a punto de salir por la puerta principal para correr un poco por la mañana, pero se detuvo para mirarla. Tenía la sábana enrollada en las piernas y no parecía muy cómoda.


Pedro se acercó al sofá, se inclinó y la besó en la frente. Cuando ella abrió los ojos, él le dijo:
—Te vas a mudar —sin darle tiempo para protestar, la tomó en brazos, la llevó a su dormitorio y la dejó en la cama—. Volveré más tarde. Duerme un poco; apuesto a que no has pegado ojo en toda la noche.


Después de calentar un poco, comenzó su carrera habitual, hacia el centro del pueblo y después hacia la playa. Las preparaciones para la boda de Lisa y Jim, que era a las once, estaban en pleno apogeo. Pedro cruzó la calle para observarlas más de cerca. Habían montado una gran carpa de color blanco en la pradera y estaban colocando mesas y sillas. Pasó por delante de una furgoneta con el logo de una floristería, aparcada a una manzana de la pradera. Sonrió a la mujer que estaba en el asiento del conductor, y ella le devolvió una rápida sonrisa.


Continuó corriendo, pero la florista se le había quedado grabada en la mente. Había visto a esa mujer antes, y no había sido en una floristería. 


Pedro sabía que la mejor forma de recordar dónde había sido era no pensar en ello y dejar que el subconsciente lo descubriera por sí solo. 


Tarde o temprano lo recordaría. Siempre era así.




LA TENTACION: CAPITULO 37




La cena se terminó y Paula tuvo la sensación de que su fantasía de una vida idílica en Dollhouse Cottage también había acabado. Pero Pedro era un hombre generoso, lo suficiente como para mantener una conversación animada cuando en realidad los dos se habían quedado sin palabras.


—Vamos a dar un paseo hacia el lago —sugirió él—. El sol se pondrá pronto.


Paula asintió, ya que no estaba preparada para volver a la casa. No había planeado decirle a Pedro tan pronto que se marchaba, pero cuando había intentado regalarle el collar de su madre, no había tenido alternativa. Aceptarlo no habría estado bien, ni tampoco involucrar a Pedro en sus problemas.


Se dirigieron a una zona de la playa con un pequeño paseo marítimo que quedaba al oeste del Nickerson Inn. Mientras caminaban, Paula sintió la necesidad de tomar la mano de Pedro o de agarrarlo del brazo, cualquier cosa para recuperar la conexión que parecía estar desvaneciéndose. Cuando entraron en el muelle, encontró la excusa perfecta para hacerlo.


—¿Te importa? —preguntó, tomándolo de la mano—. Los tacones altos y yo no nos llevamos muy bien.


El le apretó la mano y después se la puso en su brazo. Pasaron junto a un grupo de pescadores y otras parejas que también paseaban. Algunos saludaron a Pedro, y él les devolvió el saludo.


Al final del muelle se quedaron un poco apartados de un grupo que estaba contemplando la puesta de sol.


—¿A qué hora tienes planeado irte el domingo? —le preguntó Pedro en voz baja.


Ella no quería hablar de eso. Ya había hecho bastante por arruinar sus últimas horas en el pueblo.


—No lo sé... Tal vez a media tarde.


Apareció más gente que se reunió en el muelle a ver el atardecer. Paula empezó a sentirse fuera de lugar y, aparentemente, Pedro también.


—Volvamos a tierra —sugirió él.


Cuando pasaron junto a una zona de picnic, Paula dudó. En una de las mesas había sentados un hombre y una mujer. Él estaba ojeando una revista y ella hablaba por el móvil. 


Paula estaba segura de que no había visto antes al hombre, pero la mujer le resultaba vagamente familiar. Al pasar junto a ellos, Paula la observó con detenimiento. Mediana edad, pelo castaño, expresión anodina...


Pensó que sería alguien a quien le había enseñado alguna casa pero, cuando hubieron caminado algunos metros, se detuvo y miró hacia atrás. Al reconocerla sintió como si alguien le hubiera dado un puñetazo. Su pierna mala le falló un poco y sintió que se le doblaba el tobillo.


Pedro la sostuvo.


—¿Estás bien?


—Lo siento. Estúpidos zapatos... —murmuró, intentando parecer casual.


Había visto a aquella mujer hacía tan sólo unos días, pero a miles de kilómetros de distancia... en Coconut Grove. Paula estaba casi segura de que era la misma mujer a la que había visto en la furgoneta azul la noche que Roxana había desaparecido.


LA TENTACION: CAPITULO 36




Les adjudicaron una mesa en el porche acristalado, un cómodo lugar desde donde había una fantástica vista del lago Michigan. Durante la cena hablaron de los viejos tiempos y de los viejos amigos, y por un momento Pedro pudo imaginarse cómo sería la vida entre ellos cuando solucionaran todos sus problemas.


Esperó a que les recogieran la mesa para darle el collar.


—Tengo algo para ti —dijo, sacando la caja del bolsillo y poniéndosela delante.


A Paula se le encendieron ligeramente las mejillas.


—¿De verdad es para mí?


Él asintió. Paula parecía tan asombrada que Pedro se preguntó si todos los tipos con los que había salido se habrían enfrentado al mismo problema: no saber qué regalarle a una mujer que lo tenía todo.


Paula abrió despacio la caja, y después pasó suavemente un dedo por el collar. Su evidente placer le resultó a Pedro muy gratificante.


—Es precioso, y tan delicado...


—Era de mi madre —dijo Pedro, sintiendo la garganta seca.


—¿De tu madre? —repitió ella. De repente, Paula pareció consternada—. Pedro, no puedo aceptarlo.


—¿Por qué?


Ella bajó la mirada hacia el mantel, y luego volvió a mirarlo a él.


—Debería quedarse en tu familia. No sería justo que yo lo aceptara.


—Pero tú eres la mujer que quiero que lo tenga.


—Yo... me voy el domingo —dijo en un impulso—. ¿Recuerdas que te dije que tenía un problema en el trabajo? —él asintió con la cabeza—. Tengo que solucionarlo ahora. Mi vida va a estar patas arriba durante una temporada. No sé cuánto tiempo pasará hasta que pueda volver a Michigan y, además, comprendo que estés muy ocupado con tu trabajo y las clases. Es... un mal momento. Para los dos.


Paula cerró la caja y se la devolvió. Pedro la dejó sobre la mesa. Si no hubiera leído el e-mail de Paula y la búsqueda que había estado haciendo en Internet, pensaría que lo estaba rechazando. Pero lo había hecho, y reconocía las palabras de Paula como una oportunidad que le estaba dando para que él abandonara la relación.


El problema era que él no tenía intención de hacer eso. La curiosidad y la sensación de que estaban jugando a una especie de política arriesgada lo llevaron a preguntar:
—¿Y si yo quisiera ir a Florida?


Ella pareció estar a punto de echarse a llorar.


—No lo sé, Pedro. Como te he dicho, tengo muchas cosas que solucionar. Esperemos y veremos qué ocurre.


Pedro sabía que aquella cena le había dejado una moraleja. Los chicos malos no merecían ser felices. Tomó el collar y se lo metió en el bolsillo.