sábado, 22 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 14




Paula iba a cumplir treinta y nueve años al día siguiente. Se suponía que aquella noche había salido para divertirse con su mejor amiga, pero no lo estaba consiguiendo, a pesar de los esfuerzos de Pato.


—Nos tomaremos una copa aquí —dijo Pato prácticamente empujando a Paula al interior de The Country Pub—. Si después de esta copa sigues sin ganas de seguir la fiesta, nos marcharemos.


—No me gustan los bares. Siempre hay mucho humo y nunca deja uno de toparse con el borracho de turno.


—Vamos, vamos.


Una camarera les indicó una mesa libre y Pato y Paula se sentaron. Encima de la pequeña mesa, una vela lanzaba una romántica luz.


Había un pequeño escenario a la izquierda de la entrada donde un conjunto tocaba una vieja canción de Nat King Cole, Mona Lisa.


—¿Por qué no te relajas? —dijo Pato dejando su chaqueta de imitación encima del respaldo de su sillón—. Con un poco de suerte, un par de chicos guapos se nos acercarán y nos invitarán a bailar.


—Espero que no —respondió Paula volviendo la cabeza hacia la camarera que se les acababa de aproximar—. Ginger ale para mí, por favor.


—¡Oh, Dios mío! En fin, yo tomaré un cuba libre.


—Lo siento —se disculpó Paula cuando la camarera se retiró—. Sé que no ha sido un sábado divertido para ti.


—Vamos, no seas tonta. El concierto ha estado estupendo. Lo único que siento es que no hayas disfrutado más.


—No me gusta mucho el rock. Esto que tocan está más en mi línea —dijo Paula señalando al conjunto.


—Sí, no está mal —respondió Pato mirando a su alrededor—. Este sitio está muy bien. Fred me trae aquí de vez en cuando.


—Supongo que es el pub más elegante de la ciudad —comentó Paula.


—Por supuesto, no olvides que es el bar del Southland Inn. A propósito, ¿no es aquí donde trabaja Tomas?


—Tomas es recepcionista del hotel —respondió Paula—. Le encanta su trabajo y se gasta casi todo el dinero que gana en llevar a la tía Mirta por ahí.


—Y tú que estabas preocupada de que la estuviese utilizando…


—No me queda más remedio que reconocer que la quiere mucho. Sin embargo, todavía no me acostumbro a su… a su… idilio.


—Pues será mejor que te acostumbres pronto por que…


De repente, Pato se interrumpió y contuvo la respiración.


—¿Qué te pasa?


—Nada.


Pato no parecía capaz de apartar los ojos de la barra de bar.


Paula se volvió para ver qué era lo que había sorprendido tanto a su amiga.


—¿Qué te ocurre, Pato? ¿Qué estás mirando? ¡Oh, Dios mío, no!


La mirada de Paula se posó en Pedro Alfonso, que estaba sentado en un taburete junto a la barra. Le acompañaba un hombre guapo y moreno vestido con un traje muy elegante. Los dos parecían absortos en una conversación.


Paula volvió el rostro y lanzó una furibunda mirada a Pato.


—No me mires así, yo no le he dicho que íbamos a venir aquí esta tarde. Te lo prometo.


—¿Crees que tiene una cita? —preguntó Paula rezando porque no fuese así.


—Parece estar con ese hombre —dijo Pato—. ¿Quién será? Es guapísimo también.


En ese momento la camarera llegó con las bebidas, cuando se alejó, Paula dijo:
—Tan pronto como acabemos las copas, nos marchamos de aquí.


Pato sonrió.


—De acuerdo.


Y con expresión traviesa, Pato alzó su copa, se la llevó a los labios y bebió un diminuto sorbo.






EL VAGABUNDO: CAPITULO 13





—Bueno, ¿qué tal van los preparativos para la fiesta de caridad? —preguntó Pato mientras cruzaba el precio original de un árbol de navidad y ponía el precio rebajado.


—No lo menciones —respondió Paula alzando los brazos en señal de desesperación—. Cora Woolton se niega a hacer cambio alguno, quiere que siga igual que durante los últimos cien años. Esta fiesta de caridad es para conseguir dinero para la biblioteca, el pequeño teatro infantil y la sociedad de Nuevos Comienzos. A Cora no se le mete en la cabeza que no podemos gastar una fortuna en la fiesta y sacar dinero al mismo tiempo.


—En fin, ya conoces mi opinión sobre la señora Woolton. No está realmente interesada en ayudar a nadie.


—No me queda más remedio que estar de acuerdo contigo —dijo Paula.


—Apuesto a que todavía está haciéndote insinuaciones sobre Pedro, ¿me equivoco?


—No, no te equivocas. Está enfadada desde que se enteró de que Pedro comió en casa el día de Navidad.


—¡Cómo se habrá puesto al enterarse de que ahora vive en el ático de la tienda!


—No lo sabe, no es asunto suyo.


—En eso tienes razón —dijo Pato.


Pedro necesitaba un sitio donde estar, ¿no? No podía quedarse más tiempo en el albergue y el ático estaba vacío, a excepción de unas cajas y alguna cosa que otra.


—Paula, no tienes que justificarte delante de mí. A mí me gusta mucho Pedro. Me encantaría que tuvierais una relación.


—No vamos a tener una relación. Pedro y yo somos amigos simplemente. Es mi empleado, eso es todo.


—Es un empleado que ya no necesitas. La Navidad ha pasado. Estamos a mediados de enero y nadie compra nada. Deberías haberle despedido hace ya una semana, pero no lo has hecho. Y tampoco te he oído decir que vayas a despedirle pronto.


—De acuerdo, admito que no quiero que se vaya de Marshallton y que la única forma que se me ocurre de retenerle es dejándole que siga trabajando aquí.


—¿Por qué no quieres que se marche? —preguntó Pato cogiendo un bote de limpiacristales y un paño.


Pedro no tiene sitio a donde ir —respondió Paula acercándose al mostrador y cogiendo un plumero—. Si se marcha, volverá a quedarse en la calle. Es invierno y hace un frío de muerte. No puedo soportar la idea de que esté solo, hambriento y sin un techo donde pasar la noche.


Pato se puso a limpiar el mostrador de cristal.


—Si no te importara, no te preocuparías tanto por él.


—Claro que me importa. Me importa mucho más de lo que debería.


Paula comenzó a quitar el polvo con suma energía. Pato dejó el bote de limpiacristales y el paño encima del mostrador.


—¿Por qué vas a ir a la fiesta de caridad con Sergio?


—Porque Sergio y yo seguimos saliendo juntos.


—¿Por qué no le pides a Pedro que te acompañe?


—Pato, por favor… Pedro y yo nos comprendemos. Yo quiero casarme, tener un hijo y una vida estable. Pedro es un vagabundo que no quiere casarse ni tener hijos.


—La gente cambia de ideas —comentó Pato.


Paula se volvió y miró a Pato fijamente.


—Sí, la gente cambia de ideas, pero… ¿Cuánto tiempo crees que necesitaría Pedro para cambiar de opinión? ¿Un año, dos… diez? A mí no me queda mucho tiempo.


—Así que estás decidida a conformarte con Woolton, ¿no? —preguntó Pato sacudiendo la cabeza.


La puerta de la tienda se abrió en ese momento y el teniente McMillian entró.


—Buenos días, señoritas. Hace un día estupendo si no fuera por el frío.


Mac se quitó el sombrero y se acercó a Paula.


—¿En qué puedo servirle, Mac? —preguntó Paula.


—Señorita Paula, lamento mucho venir a molestarle, pero… Bueno, es mi deber.


Mac miró a Paula con el ceño fruncido.


—¿De qué se trata?


—¿Sigue trabajando Pedro Alfonso para usted? —preguntó el teniente.


—Sí.


Paula sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo.


—Verá, necesito hacerle unas cuantas preguntas. ¿Está aquí, en la tienda?


—Sí, está en la trastienda —respondió Paula—. Yo… iré a avisarle.


—Si le parece, la acompañaré y así hablaremos allí. De esa forma, la gente que pase no nos verá y no empezará a hacer comentarios.


—Sí, gracias. Es una buena idea.


Dejando a Pato con los ojos desmesuradamente abiertos, Paula condujo al teniente de policía hasta el almacén. 


Cuando abrió la puerta vio a Pedro recogiendo basura.


Pedro se volvió y sonrió al ver a Paula. Luego, advirtió la presencia del policía.


¿Qué había ido a hacer McMillian allí? ¿Acaso estaba dispuesto a molestarle?


—¿Ocurre algo, Paula? —preguntó Pedro.


—Mac… El teniente McMillian quiere hacerte unas preguntas.


—¿Sí? ¿Sobre qué? —preguntó Pedro apartándose del cubo de basura.


—Ha habido otro robo. El tercero desde que está usted en la ciudad, amigo.


Mac rodeó a Paula, que permanecía en el umbral de la puerta, y entró en la trastienda.


—¿Y?


Pedro se volvió de espaldas al oficial y cruzó la habitación para abrir la puerta trasera.


El frío viento de enero invadió la estancia. Paula tembló.


—¿Adónde cree que va? —preguntó McMillian.


—Creo que voy a sacar la basura. Hoy viene el camión y llegará dentro de un momento.


—No se haga el listo conmigo —dijo Mac acercándose apresuradamente a la puerta.


Mac salió al callejón, donde ahora se encontraba Pedro.


Paula quería seguirlos, pero no podía moverse de donde estaba. Se encontraba como paralizada.


—¿Qué pasa? —preguntó Pato, que se había acercado a Paula.


—Mac cree que Pedro está involucrado en los robos que ha habido recientemente en Marshallton.


—Eso es ridículo —dijo Pato.


Paula y Pato se acercaron a la puerta trasera, aunque vacilaron antes de salir.


Mac le puso una mano en el hombro a Pedro. Este dejó la bolsa de plástico con la basura en el callejón y retiró la mano del policía.


—Escuche, no sé nada sobre esos robos.


—Amigo, se me está acabando la paciencia.


—Y a mí se me va a agotar también como me siga llamando amigo —le espetó Pedro.


Mac señaló a Pedro con el dedo índice de la mano derecha.


—Voy a vigilarle y, como vea algo que no me guste, se le va a caer el pelo. ¿Me ha comprendido, amigo?


—No sé quién demonios se cree que es —dijo Pedro en voz baja y grave—. Sin embargo, Mac, le advierto que no soy un ignorante pedigüeño a quien puede usted molestar a su antojo. Conozco mis derechos y, si sigue molestándome, le aseguro que voy a hacerle papilla.


Mac retrocedió unos pasos con la mano sobre su pistola. 


Tragó saliva y se aclaró la garganta.


—Si hace un movimiento en falso, estará en la celda en un abrir y cerrar de ojos —dijo Mac en tono amenazante.


Mac se dio media vuelta al instante, pasó junto a Pato y Paula apenas asintiendo con la cabeza en su dirección, y se marchó de allí precipitadamente.


—Vaya, vaya… Parece que nuestro señor Alfonso sabe cuidar de sí mismo — comentó Pato.


—¿Pedro? —dijo Paula acercándose a él.


—No sé nada sobre esos robos —le dijo él poniéndole las manos sobre los hombros.


—Te creo —respondió ella inmediatamente. De repente, Pedro deseó besarla con todo su corazón. Sin hacer una sola pregunta, le había creído.


Sin poder controlarse por más tiempo, Pedro la estrechó en sus brazos. Fue entonces cuando, por encima de la cabeza de Paula, vio a Pato en la puerta. Pato sonrió y al momento, dándose la vuelta, se marchó.


—Necesito una hora libre —le dijo Pedro a Paula mientras le acariciaba la cabeza.


—Por favor, no…


—No voy a meterme en ningún problema. Es que tengo que ponerme en contacto con un amigo que puede ayudarme.


Paula asintió y Pedro le puso los brazos alrededor de la cintura. Luego, la condujo a la trastienda. Una vez dentro, cerró la puerta y la abrazó y la besó.


Fue un beso fuerte y apasionado. Paula se aferró a él, atrayéndole hacia sí.


Por fin, Pedro se apartó de ella y lanzó un suspiro.


—Tengo que irme ya.


Pedro cogió la chaqueta que colgaba de un perchero, se la puso y abrió la puerta trasera de nuevo.


—Coge mi coche —le dijo Paula pasándose la lengua por los labios.


—No hace falta, iré andando.


Al instante siguiente, Pedro cerró la puerta tras sí y salió al frío invernal.


Cuando Paula volvió a entrar en la parte delantera de la tienda, Pato se le acercó.


—Es todo un hombre, ¿verdad? —comentó Pato.


—Sí que lo es —respondió Paula sonriendo a su amiga.


—¿Por qué no le invitas para que venga con nosotras a celebrar tu cumpleaños este fin de semana? Puedo pedirle a Fred que venga también y así seríamos dos parejas.


Paula lanzó un suspiro.


—No funcionará.


—¿Qué es lo que no funcionará? —preguntó Pato.


Pedro y yo, nuestra relación. Nos atraemos, pero lo demás es un desastre.









EL VAGABUNDO: CAPITULO 12




—No tenías que haberme acompañado a casa —dijo Paula mientras descorría el cerrojo de la puerta y entraba en el vestíbulo—. Ahora vas a tener que volver al albergue andando y son casi las diez.


—No me importa dar un pequeño paseo. Sólo es un kilómetro y medio y el ejercicio me ayudará a dormirme antes —respondió Pedro entrando en la casa—. Me gustaría no tener que darte las buenas noches.


—Lo he pasado muy bien contigo —dijo Paula dirigiéndose hacia el cuarto de estar y advirtiendo que todas las luces estaban encendidas—. ¿Tía Mirta? ¿Tía Mirta?


—Quizá se haya metido ya en la cama —dijo Pedro ayudando a Paula a quitarse el abrigo, que dejó encima del sofá.


—Mi tía Mirta nunca se acuesta tan pronto, es un ave nocturna. Nunca se va a la cama antes de las doce.


—Quizá Tomas no se haya marchado y los dos estén comiendo en la cocina.


Paula y Pedro fueron a la cocina. La luz estaba apagada.


—No lo entiendo, ¿dónde puede estar?


—Tranquilízate, cielo, en alguna parte tiene que estar. A lo mejor ella y Tomas han salido a algún sitio.


—¿Por qué iban a marcharse después de habernos echado literalmente de la casa? ¡Oh, Pedro, y si le ha pasado algo!


Pedro colocó las manos en los hombros de Paula.


—No le ha pasado nada. Podría estar descansando en su habitación.


—En ese caso, ¿por qué no contesta?


Paula se apartó de él y comenzó a subir las escaleras, Judd la siguió.


—¿Adónde vas? —preguntó él.


—A ver si está en su habitación.


—Cielo, yo que tú no haría eso…


Pero ya era demasiado tarde.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó Paula al ver a su tía Mirta y a Tomas en la cama.


Inmediatamente, Paula sintió el cuerpo de Pedro rozarle la espalda.


—Apártate de la puerta, ciérrala y haz como si no hubieras visto nada —le susurró Pedro al oído.


—Tía Mirta—jadeó Paula.


Mirta Mria alzó la cabeza y enfocó a su sobrina con los ojos.


—Paula, márchate —dijo Mirta abrazada a Tomas.


—Tía Mirta, ¿qué crees que estás haciendo?


Paula era consciente de que su tía no había llevado una vida de celibato, pero era la primera vez que llevaba a un hombre a su dormitorio. Aquello parecía ser la prueba de que su tía había cruzado la línea que la separaba de la locura.


—Estoy disfrutando de la vida tanto como puedo —respondió Mirta sonriendo a Tomas—. Lo estamos pasando muy bien… hablando.


—Paula, vámonos —dijo Pedro.


—¿Estás ahí, Pedro? —preguntó Mirta Maria.


—Sí, señora, estoy aquí.


—Pues en ese caso, llévate a Paula a alguna parte y demuéstrale lo que se ha estado perdiendo —dijo Mirta.


Pedro apenas pudo contener la risa y deseó que Paula pudiera ver el lado humorístico de la situación.


—Mirta Maria Derryberry, exijo que…


Pero Pedro le tapó la boca con la mano y la sacó de la habitación de Mirta. Una vez en el pasillo, Pedro cerró la puerta.


Paula se volvió a él con mirada furiosa.


—Quiero que ese hombre se vaya de mi casa ahora mismo. ¿Qué demonios creen que están haciendo? ¡Tienen sesenta años, no están casados y casi no se conocen!


—¿No te parece que estás exagerando un poco? Después de todo…


—¿Qué sabes tú de Tomas? ¿Cómo puedes estar seguro de que no está utilizando a mi tía? No lo comprendes, Mirta es como una niña. No es… no es muy normal… mentalmente.


—Tomas la quiere —dijo Pedro—. Él me lo ha dicho y yo le creo. No va a hacerle ningún daño.


—Espero que tengas razón. Me siento responsable de ella y si algo le ocurriese…


—¿Comprende Sergio Woolton lo de tu tía, o querrá llevarla a un hospital mental?


—¿Qué estás diciendo?


—Estoy preguntándote si tú y ese tipo habéis hablado sobre Mirta Maria?


—No, la verdad es que no.


Paula había hecho todo lo posible por evitar discutir ese tema con Sergio Woolton.


—¿No crees que deberías hacerlo? —preguntó Pedro—. Es decir, si sigues pensando en la posibilidad de casarte con él? Tiene que saber lo que significa vivir con Mirta Maria.


—Claro, tienes razón.


Paula bajó las escaleras seguida de Pedro, pero al llegar al vestíbulo se detuvo bruscamente y se volvió hacia él.


—Si tú… si las cosas fueran diferentes y estuvieras interesado en volver a casarte, ¿te… que pensarías sobre…?


—Si fuésemos a casarnos, yo consideraría a Mirta Maria como una bendición. Es una mujer muy especial y tienes mucha suerte de que sea parte de tu familia.


Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Pedro se acercó y se los secó con las yemas de los dedos.


«¿Por qué no querrá casarse Pedro?» Se preguntó Paula. «Yo sería una buena esposa y le daría un hijo».


Pero Pedro Alfonso no quería un hijo, lo había dejado muy claro. Era el hombre perfecto para ella, pero era demasiado tarde. Sus vidas no corrían paralelamente.