lunes, 18 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 6





Pedro no quería soltarla. Los labios de Paula eran cálidos y dulces y su cuerpo, totalmente entregado, le hizo sentir un enfebrecido deseo corriéndole por las venas. Y sin embargo, la inocencia de la entrega de ella, hizo que un sentimiento protector suavizase su pasión. El beso fue haciéndose menos exigente, una promesa; sin embargo, continuó abrazándola, como si jamás pudiera cansarse de hacerlo.


—¡Paula! Paula, ¿estás ahí? —la voz se hizo más insistente—. ¡Paula, pregúntale al jefe de Jorge si sabe jugar al bridge!


Con desgana, Pedro levantó la cabeza y miró aquellos ojos azules maravillados, esos labios abultados que confirmaban la sospecha de Pedro, que Paula estaba tan sorprendida como él de su ardiente respuesta.


—¡Paula, contéstame!


Sin quitarle los ojos de encima, Pedro retrocedió y apretó el botón.


—Sí, señora Chaves, sé jugar al bridge. Ahora mismo bajo.


Después, acercándose a Paula, le puso las gafas y volvió a rozarle los labios con los suyos. 


Luego, sonrió.


—Tus labios se merecen un diez —murmuró él antes de volverse para bajar.


Paula se llevó dos dedos a la boca como si con el gesto pudiera contener la ternura. Se quedó inmóvil, casi mareada, reviviendo la sensación de los brazos de Pedro alrededor de su cuerpo, la intoxicante presión de su boca contra la suya. 


Le había hecho sentir algo nuevo y maravilloso a lo que se había aferrado, anhelando saborear por completo el éxtasis.


¡Oh, no! ¿Se habría dado cuenta él de que aquel era su primer beso? Su rostro enrojeció al enfrentarse a la realidad: a los veintidós años todavía nadie, hasta ese momento, la había besado.


Se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal con los ojos fijos en la oscuridad, recordando…


Su último año en el instituto, la fiesta de cumpleaños de Ann Simpson, Cari Adams. Aquel pegajoso beso que él le plantó en la boca. Paula ni lo había esperado ni lo quería. Sin embargo, lo realmente humillante fue cuando Debby le dijo que había sido por una apuesta.


El incidente la hizo sufrir y la hizo aún más introvertida.


Hacía como si no le importara que los chicos la evitasen.


—¡No son ellos, sino tú! —le había insistido Jorge—. Estás demasiado encerrada en ti misma. Pau, no dejas que nadie se acerque a ti.


Ahora, Paula suspiró. Por el motivo que fuera, no había conseguido superarlo ni tener un verdadero amigo. Excepto Jorge… y Daniel. Aquel año, el último del instituto, Daniel y ella solían almorzar juntos en la cafetería; después, cuando por la tarde la llevaba a su casa, le daba un beso en la mejilla. 


Sólo un beso fraternal… nada parecido al terremoto que acababa de tener lugar.


Paula se dio media vuelta, apoyó la espalda en la ventana y cerró los ojos con la intención de volver a capturar la magia del beso.


Abrió los ojos inmediatamente. ¡Era ridículo! 


Enderezó los hombros y sacudió la cabeza con intención de volver a la realidad. No estaba dispuesta a dejarse engañar por algo que para él debía tener el mismo significado que darle la mano a alguien. Sería mejor que se pusiera a trabajar si quería pagar la mensualidad de la hipoteca



AT FIRST SIGHT: CAPITULO 5




«¡Has rechazado su invitación! Podrías haber ido a cenar con él esta misma noche aprovechando que Alicia está entretenida con su partida de bridge. Podrías…»


No, pensó Paula ajustándose las gafas. Con resolución, colocó las flores en un jarrón y las llevó a la mesa. Echó otro tronco en la chimenea y se enfadó consigo misma por seguir pensando en aquel desconocido de voz sensual. Con decisión, subió las escaleras y fue al cuarto de su madre.


—Todo está listo —le dijo a Alicia—. Estás preciosa con ese vestido. Ven, deja que te coloque el cinturón, te lo has puesto mal. Y ahora, diviértete. Si me necesitas, llama al timbre.


Paula estaba encantada con el interfono que su padre hizo instalar en la casa, lo que hacía posible que Alicia la llamase desde cualquier habitación de la casa.


Subió al ático, a su estudio, y, durante unos momentos, se quedó contemplando los dos paracaídas que había comprado en un rastrillo. 


Uno era azul y el otro gris plateado. 


La compra había dañado su presupuesto, pero valía la pena.


Seda de paracaídas. Decidió hacer el traje deportivo con el paracaídas gris y lo acarició con deleite; después, lo dejó y comenzó a desdoblar la muselina. Como siempre, confeccionaría su diseño con un tejido barato primero.


Trabajó consistentemente mientras trataba de olvidar a ese hombre con voz risueña, a ese hombre al que, realmente, no había visto y a quien nunca conocería.



****


Swanson Way era una calle tranquila con grandes casas de estilo tradicional y generosos jardines. Eso le sorprendió. 


Había supuesto que vivía en un apartamento. 


Pero no, el mil novecientos cinco de Swanson Way era una casa de ladrillo con un amplio porche. Subió los escalones y llamó al timbre.


Una mujer de extraordinaria belleza le abrió la puerta, una mujer que no pareció sorprendida al verle.


—¿Qué tal? Usted debe ser el señor Simmons, ¿verdad? Entre, por favor.


—No. Soy Alfonso, Pedro Alfonso.


—Oh, perdone. Creía que Rita había dicho Simmons. Pero entre, hace un tiempo horrible, está lloviendo otra vez.


Pedro entró en el espacioso vestíbulo y contempló a la mujer, muy elegante con ese vestido de lana color crema. No se parecían en nada, pensó Pedro; aunque los ojos… sí, se parecían en los ojos. Se fijó en los zapatos de salón y recordó que Paula le había confesado que llevaba los zapatos de su madre y que le estaban pequeños.


—¿Señora Chaves?


—Sí, soy yo. Pero, por favor, llámeme Alicia —dijo sonriendo—. Deme su abrigo. Es el primero en llegar, pero no creo que los demás tarden mucho.


Mientras llevó el abrigo de Pedro al armario del vestíbulo, continuó diciendo:
—Ha sido muy amable al aceptar ocupar el lugar de Rita, espero que se le pase la gripe pronto. Yo la tuve el mes pasado y me duró muchísimo. Oh, debe estar helado. Venga, le serviré una taza de café mientras esperamos a que lleguen los demás. Pedro no tuvo más remedio que seguirla hasta el cuarto de estar. Allí, entre un mobiliario tradicional, había cuatro mesas de juego arregladas para una partida. ¿Bridge? El fuego alumbraba la chimenea y había un refrigerio preparado en una mesa. Debía ofrecer una explicación y una disculpa a su presencia allí.


—Señora Chaves, yo…


—¿Leche? ¿Azúcar? —preguntó ella levantando una cafetera de plata de gusto exquisito.


—Ah… no, gracias —tampoco quería café, pero esa mujer no le dio la oportunidad de rechazarlo—. Gracias.


Tenía que explicar quién era inmediatamente.


—Señora Chaves…


—Por favor, llámeme Alicia. Aquí, no nos andamos con formalidades. A propósito, antes de que lleguen los demás, tengo que advertirle respecto a Juan. El será su compañero, a pesar de que suele serlo Susana. Pero Juan se enfada tanto con ella a veces que… Lo comprende, ¿verdad?


—Sí, pero…


—Estupendo —Alicia, entonces, le contó que ella y su marido habían formado aquel grupo hacía diez años—. Y, desde entonces, nos reunimos todos los jueves por la tarde.


Pedro dejó de intentar dar explicaciones. Observó cómo esa mujer movía sus delicadas y bien cuidadas manos mientras hablaba, sin pararse para preguntarle quién o qué era. Por fin, Pedro decidió que estaba delante de una mujer completamente absorta en sí misma y en sus problemas.


—La muerte de Pablo me dejó destrozada, la verdad es que aún no he conseguido superarlo. Era un hombre maravilloso —los ojos azules se tornaron sombríos y, por un momento, Pedro creyó que Alicia iba a echarse a llorar, pero vio que ella consiguió controlarse—. No dejo de pensar en él cuando estamos en esta habitación; a veces, me parece que no deberíamos… Pero Paula insiste en que continuemos con las partidas de bridge.


—Señora Chaves, yo no soy el señor Simmons. Me llamo Pedro Alfonso y he venido a ver a Paula.


—¿A Paula? ¿Que ha venido a ver a Paula? —aquello la dejó sin hablar por primera vez.


¿Acaso nadie iba a visitar a Paula? Se preguntó Pedro.


—La conocí el jueves por la noche y…


—¡Oh! Ahora sé quién es, es el jefe de Jorge.


—¿Jorge?


—Sí, por supuesto. Paula me habló de lo guapo que era. Me alegro de que haya regresado… ¿o es que no se ha marchado de vuelta a Nueva York? Creía que Paula me había dicho que se había ido. En fin, voy a llamarla, estará encantada de que haya venido a verla —Alicia se acercó a la pared, pero se detuvo y volvió la cabeza para mirarle—. Usted no es pelirrojo.


Justo en el momento en que Alicia iba a apretar un interruptor en la pared, sonó el timbre de la puerta.


—Oh, será mejor que vaya a abrir. Oiga, ¿por qué no sube?


—¿Subir, adonde?


—Al estudio de mi hija, está allí. Suba esa escalinata, gire a la derecha, y vuelva a subir hasta el ático. Paula debe estar… —pero Alicia abrió la puerta en ese momento—. Oh, ¿cómo estás, Chris? Hola, Lionel. Hace un tiempo horrible, ¿verdad?


Pedro comenzó a subir las escaleras pensando que aquella mujer no parecía proteger mucho a su hija. En el primer piso, oyó los acordes de una sinfonía de Beethoven procedente del piso superior. La puerta del ático estaba abierta y Pedro se detuvo, contemplando con sorpresa la iluminada estancia llena de libros, papeles y material de dibujo. Vio una mesa grande y una máquina de coser, al igual que una mesa camilla con un montón de revistas encima.


Al principio, creyó que no había nadie en la habitación. 


Luego, la vio. Estaba de espaldas a él y arrodillada en el suelo de madera, parecía estarle poniendo alfileres a un tejido que cubría un maniquí. La observó en silencio, fascinado. Después, la vio tomar unas tijeras y comenzar a cortar la tela por la parte inferior. Cayó un trozo de tela y ella se levantó para examinar el trabajo.


—No mentías, estás verdaderamente ocupada —dijo él, casi para sí mismo.


Paula se dio media vuelta con expresión atónita. 


¡Aquella voz! Era el hombre que…


—¡Es usted!


En parte, Paula se preguntó cómo era posible que estuviera allí; pero, al mismo tiempo, se quedó hipnotizada mientras contemplaba su hermoso rostro, la profundidad de sus ojos avellana, la curva de sus labios…


—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —consiguió preguntar Paula por fin.


—Tu madre me ha dicho que subiera. Estaba… bastante ocupada para acompañarme hasta aquí arriba.


—Oh.


Aquella voz la sobrecogía… y la visión de un hombre con el que creía que jamás volvería a encontrarse. Contuvo la respiración. Ahora que tenía las gafas puestas y podía verlo claramente, no podía dejar de mirarlo. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Alto y delgado; sin embargo, el traje no podía disimular su constitución atlética.


Tal y como había supuesto, era rubio, como Alicia.



—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella en un susurro.


—He venido en busca de un recuerdo —contestó Pedro en tono suave y con un brillo burlón en los ojos—. Ya te lo he dicho por teléfono, no he podido olvidarte.


¡Dios del cielo! El rostro le ardía cuando lo bajó y se miró los pies. Era dolorosamente consciente de su aspecto con esos viejos pantalones vaqueros y usado jersey, con el cabello recogido en un moño… ¡Y las gafas! Quería decir algo, pero no parecía ser capaz de respirar siquiera.


—Por favor, Paula, perdóname. Quería volverte a ver, quería saber más sobre ti.


—Pues ya lo ha conseguido —dijo Paula con más brusquedad de la que quería.


Pedro miró a su alrededor.


—¿Es tu estudio?


Ella asintió.


—¿Puedo entrar?


Ella volvió a asentir.


Pedro entró y se paseó por la habitación examinándolo todo. Paula, contemplándolo, no se movió del lugar en el que estaba.


—¿Has dibujado esto tú? —Pedro estaba contemplando uno de los diseños de Paula.


—Sí.


—¿Es tuyo el diseño?


—Sí.


—Muy bonito —Pedro volvió el rostro, vio los paracaídas y luego volvió los ojos hacia ella—. ¿Paracaídas?


—Sí. Yo…


—¿No me digas que te gusta tirarte en paracaídas?


La miró con tal sorpresa que Paula no pudo contener una carcajada.


—No, no es eso —contestó ella sintiéndose más y más relajada—. La seda de los paracaídas es muy flexible y muy fuerte. Se pueden hacer todo tipo de prendas con ella.


Pedro la miró con admiración.


—Una idea muy inteligente. Dime, qué estás haciendo con eso que le has puesto al maniquí.


—Es un patrón.


—¿Un patrón?


—Sí. Cuando quiero hacer algo nuevo, primero lo hago con un material barato, como éste, que es muselina. La seda de los paracaídas es muy cara.


—Sí, claro —asintió Pedro.


Se apartó del maniquí y se quedó mirando un vestido que colgaba de una percha en la pared. La mirada de Paula lo siguió, notando que se había fijado en su última creación y, en su opinión, la mejor.


Pedro contempló el vestido durante un buen rato; después, se volvió hacia ella con expresión incrédula.


—¡Increíble! ¿Lo has hecho tú?


Paula se dio cuenta de que estaba realmente sorprendido y sintió un repentino orgullo. Era su mejor trabajo. Le había llevado días confeccionar aquel elegante vestido se merecía el encaje y las ceñidas mangas con sus puños y botones forrados de la misma tela… y las piedras que brillaban bajo la luz de la lámpara.


Pedro lanzó un silbido.


—¡Es realmente fantástico! —Pedro tocó la muselina del maniquí—. Así que empiezas con esto, ¿no? Y terminas con algo como esa maravilla, ¿verdad?


Paula no pudo evitar sonreír.


—Así que ésta es la verdadera señorita Paula Chaves —dijo Pedro mirándola fijamente.


Había algo en esos ojos color avellana, algo burlón que le recordó a los chicos que solían reírse de ella en la adolescencia, a los chicos de los que Jorge la había defendido siempre. Paula enderezó los hombros y alzó la barbilla con gesto desafiante.


—¿Por qué me ésta mirando así? —preguntó ella en tono exigente.


—¿Así, cómo? —preguntó a su vez Pedro, sorprendido por el tono de voz con el que Paula le había hablado.


—Como… como si me estuviera juzgando o algo por el estilo —murmuró ella. Pedro arqueó una ceja y ella lo vio esbozar una provocativa sonrisa.


—¿Quieres saber qué puntuación te he dado?


—No.


—Veamos… —dijo él mientras continuaba mirándola.


Paula se sintió intimidada y vulnerable, no sabía qué hacer ni qué decir. Por lo tanto, se quedó donde estaba y como estaba, con un pie descalzo encima del otro.


—La señorita Paula Chaves, con el cabello revuelto y ocupada. Una mujer que no tiene tiempo libre ni para maquillarse… ¿Te damos un ocho por ser natural? —Pedro hizo una pausa, meditando—. No, la naturalidad es una cualidad extraordinaria en estos tiempos que corren, creo que te mereces un diez.


Entonces, los ojos de él se pasearon por el cuerpo de Paula, fijándose en los pantalones vaqueros y en el jersey, y sonrió maliciosamente.


—Una mujer demasiado preocupada con la comodidad y demasiado práctica —Pedro sacudió la cabeza—. Eso significa que no se molesta en complacer a la gente. Me temo que, en ese aspecto, sólo puedo darte un seis, querida.


Su sonrisa era provocativa, decidió Paula, pero tierna. No pudo evitar devolvérsela.


—No ser pretenciosa debe contar como algo positivo —argumentó ella, siguiéndole el juego—. Eso se merece un nueve por lo menos.


—Una premisa válida que merece cierta consideración —Pedro frunció el ceño como si estuviera intentando tomar una decisión.


Paula observó sus labios y una indescriptible emoción se apoderó de ella.


—De acuerdo, un ocho por no ser pretenciosa —declaró Pedro con magnanimidad mientras la miraba de arriba a abajo hasta clavar los ojos en sus pies descalzos—. ¿No te gustan los zapatos, Paula?


—Así me encuentro mejor, estar descalza me da la sensación de libertad —respondió ella sacudiendo la cabeza, ya totalmente relajada.


—Sí, ya me he dado cuenta —Pedro asintió—. Un verdadero símbolo de libertad que le permite a uno ser más creativo. Sí, un diez por ir descalza.


Paula se echó a reír. Pero cuando él mencionó sus manos, ella lo interrumpió.


Pedro Alfonso —anunció Paula—. Un hombre que no acepta un no por respuesta. Un hombre que se invita a sí mismo a entrar en un territorio sin que nadie lo invite. Un hombre falto de sinceridad que hace comentarios sin fundamento y halagos fuera de lugar. Lo siento, ningún punto.


—¿Ni siquiera por caballerosidad?


—¿Caballerosidad? —Paula lo miró sin comprender.


—Sí. Me contuve la noche que nos conocimos. Llevo todo el rato, desde que he venido aquí, conteniéndome. Pero ya no estoy dispuesto a seguir haciéndolo.


Pedro se acercó a ella y le quitó las gafas. Paula sintió aquellos brazos alrededor de su cuerpo, aquellos labios acariciando los suyos. Después, el beso profundizó y se sintió consumida por algo nuevo y excitante que la hizo temblar. De puntillas, se apretó contra él y le rodeó el cuello con los brazos. Vagamente, oyó la lluvia golpeando los cristales de las ventanas, los suaves acordes de la sinfonía y la voz de su madre a través del interfono.


—¡Paula! ¿Estás ahí, Paula? Escucha, ese hombre que está contigo, el jefe de Jorge… ¿sabe jugar al bridge? Porque el señor Simmons, el sustituto de Rita, no puede venir. Paula, ¿me estás oyendo? Pregúntale al jefe de Jorge si sabe jugar al bridge.





AT FIRST SIGHT: CAPITULO 4





Con gesto cansado, dejó el plato y la taza en el lavavajillas y subió las escaleras preguntándose qué podía hacer. Le estaba resultando difícil pagar la hipoteca. Había pensado en vender la casa, pero tenían que vivir en alguna parte; además, ¿qué haría ella sin el ático? Su padre lo había preparado para ella especialmente: grandes ventanales, equipo de música y unos suelos de madera noble para que ella y sus amigos pudieran hacer fiestas. Pero Paula, en vez de dar fiestas, lo había convertido en un excelente estudio y no sabía cómo podría arreglárselas sin él.


El día siguiente era primero de mes. Paula se metió en la cama y comenzó a pensar en la mensualidad de la hipoteca y en otros pagos que debía efectuar. La Boutique. Le dolía la cabeza de hacer tantos números.



****


Paula. Paula Chaves. No conseguía dejar de pensar en ella.


Pedro Alfonso dejó de escribir y comenzó a golpear la superficie del escritorio con el lápiz. Por fin, lo dejó, se recostó en el respaldo de su sillón de cuero y contempló la lluvia de febrero golpear los cristales de su estudio.


Había comenzado el libro un día muy parecido a ése, en su casa en Inglaterra, paseando por el bosque, pensando; sobre todo, en sus pacientes y en que se sentía cansado. 


Cansado de escuchar a las personas quejarse de su vida… o de que alguien la hubiera destrozado. Estaba cansado de ayudarles a salir de las trampas que ellos mismos habían preparado para sí.


Fue un día así, volviendo a la mansión después de un paseo por el bosque, cuando deseó poder escribir un manual para salir de las trampas emocionales que uno se tendía a sí mismo.


En realidad, fue una idea caprichosa lo que le llevó a plasmar sus pensamientos en un papel y a dárselos a un agente que conocía. Fue él el más sorprendido cuando el agente se le presentó con un contrato de una editorial americana. Inmediatamente después, completó el bosquejo y se preparó un horario para escribir; pero no consiguió avanzar mucho.


No encontraba tiempo para escribir. La mansión familiar que tenía en el campo llevaba en su familia generaciones y generaciones; emplazada a ciento cincuenta kilómetros de Londres, era el lugar perfecto para escribir. Pero había turistas, necesarios para pagar los impuestos y el mantenimiento de la mansión, a pesar de que nadie vivía en ella. Lisa vivía con su esposo y sus hijos en California, y él vivía en su piso en Londres. A pesar de que era el lugar apropiado para preparar el libro, los turistas le mantenían invariablemente distraído.


Por otra parte, también en Londres, con sus pacientes, amigos y clubs le resultaba imposible concentrarse… y las mujeres.


—Las mujeres siempre serán un problema para ti, querido hermano —le dijo Lisa en uno de sus viajes a casa—. La culpa es de tus ojos color avellana y del hoyuelo de la barbilla. Cuando empiezas a preguntarle a una mujer cosas sobre sí misma, por la forma como lo haces, cree que estás intentando ligar. De lo que las mujeres no se dan cuenta es de que, simplemente, las examinas como si fueran gusanos.


Pedro protestó y dijo que las mujeres jamás le habían parecido gusanos. Le gustaban las mujeres.


—Sí, te gustan, todas. Pero ya has pasado los treinta y no te has enamorado todavía. Así que te sugiero que vengas a pasar una temporada conmigo a América. Será perfecto, podrás vivir en la casita que tenemos para huéspedes y te prometo que allí tendrás toda la tranquilidad que quieras para escribir. También podrás pasear por el bosque, porque tenemos bosque, y pensar. Y te prometo que no dejaré a los niños que te molesten.


Dos meses más tarde, le pasó los pacientes a su socio y aceptó la invitación de su hermana. Lisa, fiel a su palabra, no dejaba que nadie le molestase y su trabajo como escritor comenzó a progresar. Ahora, casi había concluido la última corrección y si seguía así…


Se levantó bruscamente, se acercó a la ventana y, de nuevo, se quedó contemplando la lluvia.


Algo en los ojos de esa chica… Había visto miedo en ellos, pero también valor y decisión.


Paula. Paula Chaves. Su nombre debía estar en la guía telefónica.



****


A Paula le encantaba la lluvia. Siempre que ésta golpeaba los ventanales de su estudio, se sentía segura y capaz, se sentía como si pudiera crear una docena de trajes extraordinarios por los que le darían una fantástica cantidad de dinero con la que podría pagar la hipoteca. Se echó a reír. Bueno, tenía que terminar el vestido que estaba dibujando. Y si conseguía cortar el traje deportivo y terminarlo al día siguiente… Quizá, con dos trajes, podría pagar la mensualidad de febrero.


Se miró el reloj, había llegado la hora de prepararlo todo para la partida de bridge de su madre. Salió del estudio y bajó al piso bajo para arreglar las mesas y las sillas.


—¿Crees que deberíamos encender la chimenea? —preguntó Alicia mientras distribuía las cartas y las fichas—. Anima mucho la habitación, ¿no te parece?


—Sí, tienes razón —respondió Paula.


Paula tomó unos troncos del jardín y encendió la chimenea mientras Alicia preparaba café y refrescos. Luego, Alicia subió a su cuarto a cambiarse de ropa y Paula, notando que había dejado de llover, salió a cortar unas flores para adornar la mesa donde iban a servir el refrigerio.


Las camelias, en una esquina de la casa, estaban preciosas.


Estaba delante del fregadero sacudiendo el agua de las hojas de las flores cuando sonó el teléfono. 


—¿Diga?


—¿Paula? ¿Paula Chaves?


—Sí.


—Soy Pedro Alfonso.


—¿Quién? —preguntó ella tratando de ponerle rostro a aquel nombre.


—Nos conocimos el martes por la noche… en mi mesa, en el restaurante.


—Oh. Sí, ya sé —sintió un nudo en la garganta al reconocer la ronca voz con acento británico.


—Me gustaría invitarla a cenar mañana por la noche, o cualquier noche que le venga bien.


—Yo… —durante unos momentos, no supo qué decir.


Los hombres casi nunca la invitaban a salir. Y ahora, ese hombre al que… ni siquiera había visto, lo hacía. La había besado y, al hacerlo, casi le dio vueltas la cabeza y…


—¿Y bien? —insistió él.


—Yo… no tengo por costumbre salir con hombres a quienes he conocido en la calle.


Él lanzó una queda carcajada.


—No nos hemos conocido en la calle, sino en un restaurante respetable.


—A mi madre, eso le parecería conocerse en la calle.


Él volvió a reír y Paula sintió un repentino deseo de saber cómo era. Pero… eso era ridículo, no conocía a ese hombre.


—No, no creo que sea una buena idea. De todos modos, muchas gracias, señor Alfonso.


—Alfonso.


—¿Qué?


—Alfonso. Pedro Alfonso.


—Ah, sí, perdone. Bueno, señor Alfonso, estoy muy ocupada y…


—Espere, no cuelgue. La otra noche, me dejó con un recuerdo obsesivo, con la imagen de una hermosa mujer de ojos encantadores que no he conseguido olvidar.


¿Ella? ¿Estaba hablando de ella? Ese hombre también debía tener problemas con la vista.


—Lo siento, señor Alfonso, no puedo salir con usted —dijo Paula con decisión—. Le agradezco la invitación, pero… estoy muy ocupada. Adiós.


Colgó rápidamente.