martes, 30 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 20




Pedro había llegado a acostumbrarse a los estados de ánimo de Paula. Sabía qué le hacía reír y qué le hacía suspirar. Sabía lo que quería cuando sus miradas se fundían en la mesa, la habitación o el colchón que compartían.


A él le gustaban sus estados de ánimo. Su espíritu juguetón le divertía y distraía durante la forzosa inactividad. Cuando empezaba a enfurecerse por las maquinaciones de su hermano, o cuando experimentaba un sentimiento de culpa por hacerse pasar por Matias, se distraía con la expresiva curvatura de sus labios o el hoyuelo que se formaba en la mejilla izquierda cuando reía. Su inclinación sentimental le parecía demasiado infantil, pero si contemplar una película romántica hacía que ella se fundiera en sus brazos, ¿quién iba a protestar?


Ella se había convertido en una excelente jugadora de air-hockey. Algo que no pasaría de ser una divertida distracción si Paula no le hubiera aterrorizado tras la última partida al decirle «Eres bueno para mí».


Cielo santo. Ella había dicho «Eres bueno para mí».


Pedro sabía que eso no era cierto.


No era mejor para ella que el perdedor de Trevor que la había abandonado ante el altar.


Pero Paula no lo sabía, aunque él no podía imaginarse ninguna otra razón por la que estuviera tan callada. Durante todo el camino de regreso a la casa desde Java & More, ella había sido como una estatua a su lado. Y ése no era uno de los estados de ánimo habituales de Paula.


Pedro abrió la puerta de entrada y ella pasó al interior, todavía en silencio.


¿Por qué?


Había asegurado no seguir enamorada de Trevor, pero…


—Paula—la voz de él sonaba ronca.


—¿Humm?


Se volvía loco. Justo cuando pensaba que la comprendía, de repente no era capaz de adivinar qué pasaba por su rubia cabeza. Y esa frustración le volvía loco.


En cuanto a las relaciones personales, él nunca se fijaba en el interior. Nunca le había importado demasiado.


Aun así, no podía evitar preguntarse qué pasaría por la cabeza de Paula. No podía evitar preocuparse por cómo iba a terminar todo aquello y por qué demonios se había metido en esa situación.


Ella se volvió para mirarlo con sus ojos, increíblemente, azules. Sus rubios rizos ondularon y, de repente, él pensó en esa mujer imaginaria con la que había soñado el primer día de su estancia en casa de Anibal. Había captado todas las características externas, pero no se había dado cuenta de todo lo que había en el interior. Calor. Humor. Esa refrescante sinceridad que era como un profundo soplo de aire fresco.


—¿Querías algo? —preguntó ella mientras fruncía el ceño.


—No —se apresuró a contestar.


—Muy bien. Me voy a dar un baño —y, sin más, se dirigió hacia las escaleras. «Eso está bien», pensó él. Así podría sumirse en sus preocupaciones, dudas, análisis y exámenes. Podría ver un rato la televisión. Algún programa de deporte o
una vieja película del Oeste. A Paula no le gustaban.


Así se distraería un rato y dejaría de pensar.


Se tiró en el sofá, sintiéndose mejor. Se estiró y alargó una mano hacia el mando. En unos instantes dejaría de pensar mientras recorría los canales del televisor.


Bien. Una reposición del concurso Jeopardy.


Mal. La primera categoría: rubias sexys.


¿En qué estaría pensando su rubia sexy en ese instante?
¿Por qué había estado tan callada?


Apagó el televisor y se puso en pie. Tenía que haber algún modo de concentrarse en algo que no fuera ella. De concentrarse en cualquier cosa. Pedro Alfonso sólo se obsesionaba tanto por el trabajo.


Nunca por una mujer.


Se dirigió a un extremo de la mesa del comedor y volcó el contenido de una caja que incluía las mil piezas de un puzzle. Después, empezó a colocar las piezas con los bordes rectos.


Paula seguramente se reiría de su orden metódico. Ella lo haría a lo loco, supuso él, eligiendo una pieza y revolviendo entre las novecientas noventa y nueve restantes hasta encontrar la pareja que encajara.


Ella, desde luego, lo haría a lo loco.


Pedro se frotó los ojos mientras intentaba borrar la imagen que ese pensamiento había creado en su mente. No quería pensar en ella.


En lo que estaría haciendo.


La vocecilla en su interior le recordó que ella se estaba bañando.


Demonios. Con esos recordatorios, ¿cómo iba a pensar en otra cosa?


Sólo había un modo lógico de hacer callar su mente.


Subió las escaleras de dos en dos.


El aroma floral del vapor salía por debajo de la puerta del baño principal y le atrajo como si una mano invisible tirase del cuello de su camisa. El picaporte giró en su mano sin hacer ruido.


La visión que lo recibió al otro lado de la puerta era justo lo que él deseaba… una imagen que borrara todo lo demás de su mente.


La piel desnuda y resplandeciente de Paula envuelta en burbujas.


—¿Va todo bien? —se volvió hacia él con los brazos cruzados sobre el pecho y mientras se sonrojaba.


—No —él se acercó—. Necesito…


—¿Qué? —ella frunció el ceño.


¿De qué estaba hablando? Pedro no necesitaba nada. Salvo despreocuparse.


Algo de sexo que borrara los sufrimientos de ese día.


«Eres bueno para mí».


«Por supuesto que no estoy enamorada de Trevor».


Si sabía que lo primero no era cierto, ¿cómo podía creerse lo segundo?


—¿Qué necesitas? —preguntó ella mientras reculaba dentro de la bañera a medida que él se acercaba.


Pedro aspiró nuevamente el aroma floral del agua perfumada. Casi podía saborear su piel.


Necesitaba saborear su piel con la lengua.


—Sal de ahí —agarró una toalla y la sujetó entre las manos.


Sus miradas se fundieron y fue como si una cerilla hubiese encendido un fuego entre ellos. Paula tragó con dificultad, pero él no cedió. Era imprescindible que sus cuerpos se fundieran en ese preciso instante para poder desconectar su mente.


«Eres bueno para mí».


«Por supuesto que no estoy enamorada de Trevor».


Paula apoyó una mano en el borde de la bañera y se puso en pie. El agua corría por su costado y su rosada piel desnuda estaba moteada de burbujas del tamaño de bolas de algodón.


Pedro observó, fascinado, cómo un grupo de burbujas se deslizaba por su estómago y se detenía sobre los mojados rizos de su sexo. También era rosada y rubia en esa parte, y tan atractiva que él sintió una punzada de hambre. 


Necesitaba hacerla suya.


Como si tiraran de ella, Paula levantó una pierna y salió de la bañera mientras le ofrecía un breve destello del paraíso entre sus piernas, antes de ocultarlo tras la enorme toalla de baño.


Él la rodeó con sus brazos mientras la envolvía en la toalla.


—Necesitaba un rato a solas para pensar —ella lo miró, ligeramente contrariada.


—Esa es una mala idea, nena.


—Si te pidiera que te marcharas, ¿lo harías?


—¿Me lo estás pidiendo? —él respiró su dulce, dulcísimo aroma.


La respuesta estaba en los ojos de ella, en la llama que crecía entre ambos.


Envuelta en la toalla, resultó muy sencillo levantarla en vilo y llevarla a la cama.


También resultó muy sencillo quitarle la toalla mientras las puntas mojadas de su cabello dejaban oscuros regueros sobre la almohada. Él contempló su piel enrojecida por el calor del baño y aspiró el aroma que llenó su cabeza hasta que no pudo pensar en nada que no fuera Paula, su lujuriosa piel y el calor que irradiaba su cuerpo a medida que él se acomodaba entre sus piernas.


—Aún estás vestido —susurró ella.


—Pero tú no —él lamió su ombligo.


—Pienso que… —los músculos del estómago temblaron y sus pupilas comenzaron a dilatarse.


—No lo hagas —le rogó él mientras lamía una gota de agua que descendía por uno de sus costados—. No pienses.


No era el momento de pensar. Era el momento de tocar, acariciar, saborear. Era el momento para el sexo suave y relajado.


Las manos de Matias encontraron fácilmente sus pechos. Los erectos pezones rozaban su piel mientras le besaba el cuello. Ella emitió un sonido, mezcla de protesta y súplica, y él supo exactamente cómo se sentía. Percibió todas sus sensaciones a través de los gemidos y los escalofríos. Por el modo en que su cuerpo se retorcía hacia su boca y ante el contacto.


Él percibió cada palabra sin pronunciar.


Las caderas de Paula se alzaban contra él mientras las palabras silenciosas le atronaban los oídos. Ella se frotaba contra los vaqueros, seguramente con ese delicado tejido del interior de su pelvis y, para aliviar su sufrimiento, él se separó de ella, a pesar de otro dulce y ahogado sonido de deseo. Pedro la calmó mientras besaba su estómago y, sí, el punto donde su piel había enrojecido tras frotarse contra los
pantalones. Con la lengua, él acarició las marcas sobre la piel antes de descender, encontrar el núcleo y separar sus sedosos muslos.


Ella también se sonrojaba en ese lugar, rosado e inflamado, y tan tentador que el corazón de él golpeó contra su pecho, tan fuerte que Pedro supo que había llegado el momento de abrir la puerta.


Tenía que hacerla suya allí también.


Paula dio un respingo ante la primera caricia con la lengua. 


Hundió los dedos entre los cabellos de Pedro, pero él apenas lo notó, sobrecogido por el dulce y cremoso sabor de Paula en su boca. El cuerpo de Paula emitía calor mientras él la mantenía abierta para su deleite, y su mente se apagó a medida que subía la tensión. Él lo sentía en sus manos, lo oía en sus súplicas sin aliento, lo aceleraba con el insistente martilleo de su corazón.


Se dedicó a colmar los deseos de Paula, controló la situación para que nada más interfiriese. No había molestos pensamientos, no había molestas preocupaciones, nada salvo Paula, su piel, su pasión, el grito de su orgasmo mientras con la lengua la transportaba al paraíso.


Todavía temblando, ella lo atrajo hacia sí con manos apremiantes que tiraban de su camisa y desabrochaban su bragueta. Él se hizo a un lado y buscó un condón antes de deslizarse dentro del dulce y apremiante calor de ella. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, extasiado por el exquisito placer.


Mientras empezaba a moverse cesaron los pensamientos, las recriminaciones, las dudas sobre los sentimientos o el futuro. Sí. Sí. Únicamente estaba esa sensación.


La sensación de tener a Paula en sus brazos. De estar dentro de Paula. La pieza del puzzle y su pareja.


Cuando él ya pensaba que no soportaría por más tiempo el ardiente placer de su cuerpo, Paula alzó las caderas para introducirlo más profundamente en su interior. Él se rindió al enloquecedor ritmo que habían iniciado. De repente, con una brusca sacudida de éxtasis, el placer se clavó en su cuerpo y lo arrastró.


Deseó ahogarse en ella.


Sin embargo, minutos después descubrió que, de algún modo, había sobrevivido. Paula yacía acurrucada contra su pecho, su cuerpo tan flojo como él sentía el suyo propio.


Sin embargo, ella todavía era capaz de mover un dedo que utilizaba para trazar complicados dibujos sobre el torso de él. Decidió perderse en las sensaciones, con el cerebro desconectado, tal y como había pretendido.


—¿Por qué lo hizo Anibal? —preguntó Paula mientras su aliento le hacía cosquillas en el pecho.


—¿Cómo? —Pedro frotó su mejilla contra la cabeza de ella.


—¿Por qué exigió Anibal estas estancias mensuales para los samuráis?


—¿Porque ya estamos en la treintena? —Pedro no pensó en la respuesta. Todavía no quería pensar—. A lo mejor supuso que necesitaríamos algo en este momento de nuestras vidas.


—¿Y bien? —ella apoyó las manos sobre el martilleante corazón de él y lo miró—. ¿Necesitabas algo?


—Sí —se oyó contestar él—. Te necesitaba a ti.


Esas palabras tampoco habían sido pensadas. Eran la verdad.


Maldita fuera.




EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 19





Los días pasaron y Paula no consiguió que Matias volviera a hablar sobre Pedro aunque, para ser sincera, tampoco lo había intentado demasiado por miedo a estropear su relación. Juntos, habían creado su pequeño universo, una burbuja, entre la cabaña de madera y piedra y la pequeña ciudad de Hunter's Landing. Pero no tuvieron reparos en hablar sobre todo lo demás: los lugares a los que habían viajado, los lugares a los que les gustaría viajar, las personas interesantes que habían conocido en sus vidas…


Paula no encontró motivo para cambiar su opinión sobre la adicción al trabajo de Matias y su necesidad de aprender a relajarse, siendo las vacaciones forzosas en la cabaña de Anibal la ocasión ideal para bajar de revoluciones. Aunque se quejaba por no hacer nada, dormía hasta tarde cada mañana. Y dado que parecía no haberse tomado ni un día libre en los últimos años para ir al cine, ella consiguió animarlo a pasarse tardes enteras acurrucados en el sofá frente al televisor de plasma mientras repasaban la extensa colección de DVDs que había a su disposición.


Temblar, reír o llorar ante la pantalla era mucho más agradable junto al calor de su hombre. Él la abrazaba fuerte cada vez que ella escondía el rostro cuando aparecía el villano, cuchillo en mano. Los ojos de él brillaban cuando ella se partía de risa viendo una comedia, y él le enjugaba las lágrimas ante una historia de amor especialmente trágica, de una manera tan dulce que a Paula le daba un vuelco el
corazón.


—Cariño, no es más que una película —decía mientras le enjugaba otra lágrima.


—El amor verdadero no es cualquier cosa —había gimoteado ella.


—Te tomo la palabra —él la miraba divertido—, pero creo que nuestro héroe se sentiría mejor si se pusiera a trabajar, o saliera a tomarse unas cuantas cervezas, en lugar de lloriquear todo el rato con los enmohecidos camisones de su amada fallecida en la mano.


«Ponerse a trabajar. Salir a tomarse unas cervezas. Camisones enmohecidos».


Ella intentó apartarlo de su lado, pero él la levantó en vilo y la sentó en su regazo, obligándola a corresponder su beso.


Pero Paula empezó a preocuparse ante la impresión de que él no creía en el amor.


Quizás Pedro presintió su estado de ánimo porque de repente la retó a una de sus partidas de air-hockey. Se habían convertido en asiduos del salón de juegos y a ella le gustaba ver cómo se divertía Matias, y cómo parte de su espíritu competitivo había empezado a pegársele a ella.


Ella había conseguido ser la campeona entre los chicos menores de doce años, una hazaña de la que estaba vergonzosamente orgullosa, aunque si le habían permitido competir contra jugadores que tenían menos de la mitad de su edad había sido únicamente, tal y como habían precisado no sin falta de desprecio, «porque no era más que una chica».


Pero en aquellos momentos, esos preadolescentes se lamentaban de haber pronunciado esas palabras y ella no perdía ninguna oportunidad de perfeccionar su técnica para poder llegar a batir al grande y malvado campeón, Matias.


—No me gusta ese brillo despiadado en tu mirada —dijo Matias, desde el otro extremo de la mesa de air-hockey, mientras sostenía un mango en la mano—. Antes jugabas con esa mirada de «no me hagas daño porque soy una monada». Pero eso ha cambiado.


—Ya no pienso conformarme con esa actitud pusilánime y pasiva —ella arqueó las cejas y le dedicó su mirada más perversa—. Voy a empezar a hacer las cosas a tu manera.


—¿Eso significa que piensas ganar? —él la miró divertido.


—El perdedor invita a café.


Treinta minutos más tarde, ella se jactaba en la cola del Java & More.


—Lo conseguí. Lo conseguí —antes de pararse en seco—. No me dejaste ganar, ¿verdad? Prométeme que no me dejaste ganar.


—No te dejé ganar —él negó con la cabeza—. Me ganaste limpia y abrumadoramente, Ricitos de Oro.


Ella dio un saltito, encantada por haberlo logrado. Tal vez no fuera más que un logro estúpido, pero tenía un significado más profundo. Su reacción habitual ante la actitud agresiva de Matias hacia el air-hockey consistía en encontrar un modo más retorcido de ganarlo, o directamente rendirse. Pero en aquella ocasión, ella se había subido el listón y no había perdido de vista su objetivo.


Paula contempló a Matias de reojo. De algo había servido que él se mostrara distraído durante la partida. Pero eso no cambiaba el hecho de que algo había aprendido de la victoria, y de él.


—Oye —ella se giró y apoyó una mano en su brazo.


—¿Qué? —él la miró inquisitivo.


—Eres bueno para mí.


—Paula… —los músculos de él se tensaron.


—¿Qué van a tomar? —preguntó la persona tras el mostrador.


—Para mí un café mediano —contestó Matias—, y para Paula…


—¿Paula? —el hombre al otro lado del mostrador pestañeó mientras su mirada iba de Matias a ella. Sus cabellos rubios, quemados por el sol, colgaban hasta los hombros y sus ojos azules resaltaban en su rostro bronceado—. ¿Eres tú? ¿Paula Chaves?


Tras fijarse detenidamente en el empleado, el calor inundó el rostro de Paula y sintió un aguijonazo. «Madre mía», pensó Paula mientras se sobresaltaba. «Madre mía y maldita sea». 


Su feliz y pequeña burbuja acababa de explotar.


A su lado, Matias carraspeó.


Debería hacer algo. Decir algo.


¿Presentarlos? ¿Soltarle un bofetón al chico que debería estar preparándoles los cafés? ¿Hacerse un ovillo y fallecer, presa de un repentino ataque de la vieja humillación?


—Matias Alfonso… el prometido de Paula —dijo él mientras alargaba la mano derecha que, hasta entonces, había acariciado la nuca de ella.


—Eh… Trevor Clark… el primer novio de Paula —el dependiente saludó a Matias.


La vergüenza del rechazo volvió a inundar a Paula, igual de fuerte que el día en que descubrió que se había marchado de luna de miel sin ella. Ella estaba en su dormitorio, probándose la falda de paja, cuando llegó la nota. Sabía que la boda volvería loca a su madre y por eso sonreía al reflejo del espejo cuando Catalina entró para entregarle una hoja de papel escrita con la caligrafía casi indescifrable de Trevor.


Durante un instante, Paula había pensado que se trataría de una sugerencia para practicar nudismo durante la ceremonia, pero tras no pocos esfuerzos y pasar por alto los errores ortográficos, había quedado claro que la había abandonado. Ella todavía sentía el tacto del papel entre sus manos. Todavía recordaba el murmullo de la falda de paja al desplomarse sobre la cama. La lista de invitados era pequeña, pero ya habían llegado algunos regalos y ella aún recordaba cada ardiente lágrima derramada mientras envolvía de nuevo, para ser devueltos, cada batidora de diez velocidades y cada resplandeciente juego de cuchillos de cocina. Sola.


Indeseada.


Sin amor.


Trevor se había girado para buscar los cafés y ella aún sentía la mortificación, sin saber qué hacer. Intentó fingir que no se encontraba en el establecimiento.


¿Funcionaría? ¿Podría hacer creer a todo el mundo que Matias y ella estaban de vuelta en la casa, sobre el sofá, en su pequeño mundo para dos y que ese embarazoso encuentro nunca había tenido lugar?


Salvo que la otra mitad del pequeño mundo para dos le acariciaba la nuca y se inclinaba para mirarla a los ojos.


—¿Estás bien? —preguntó con dulzura no exenta de preocupación.


Ella no estaba bien. No sólo resultaba incómodo encontrarse cara a cara con el primer hombre que la había dejado tirada, sino que… Aunque pocos días antes ella había pretendido que Matias conociera todo sobre sus compromisos fracasados para que él tuviera claro que elegirla a ella sería un error, en ese momento no pensaba igual. En ese momento, lo último que quería era que su cuarto novio fuera
consciente de por qué ella no había sido capaz de agradar ni a un dependiente desgreñado


La mejor opción era que salieran de Java & More y volvieran a su burbuja lo antes posible. Cuando Trevor regresó con los cafés, ella hizo amago de quitárselos de las manos. ¿Cómo iba a saber que él decidiría retenerlos con fuerza si no había tenido esas mismas intenciones con ella diez años antes?


—Escucha. Creo que debería explicar… —comenzó a decir Trevor.


—No hace falta —Paula tiró de los vasos, lo bastante fuerte como para que parte de la espuma saliera por el agujero de la tapa. A lo mejor, si tiraba con bastante fuerza, se derramaría la cantidad de café suficiente como para que Trevor soltara los vasos. Paula aumentó la presión de los dedos.


Otro par de manos agarró los vasos de papel.


—Ya los tengo yo, Ricitos de Oro —un cálido pecho se apoyó contra la espalda de ella—. Vayámonos, nena.


«Nena». Él nunca la había llamado así. Sonaba sexy. Así llamaría un hombre a la mujer que le daba placer en la cama. Sonaba a intimidad. Tal y como hablaría un hombre a la mujer con la que no le importaría pasar el resto de su vida. Parte de la humillación se esfumó. Sus dedos se aflojaron alrededor de los vasos mientras Matias permanecía como una cálida presencia junto a ella.


—¿Y bien, Trevor? —dijo él—. ¿Qué querías decirle a mi futura esposa?


Paula quería desaparecer, o al menos cerrar los ojos y fingir de nuevo que no estaba allí, pero con Matias a su espalda no tenía ninguna escapatoria. Fingir tampoco daba resultado. El único consuelo que tenía era que Trevor parecía más desdichado de lo que se sentía ella.


—Paula, llevo años sintiéndome culpable por aquello —se sacudió el pelo hacia atrás—. No debería haberme marchado de ese modo. Con una simple nota y…


—¿Y con esos billetes de avión que Paula había pagado por adelantado? — Matias sonaba exageradamente amable.


—Te los devolveré algún día, lo juro —Trevor se sonrojó violentamente—. Ahora mismo no dispongo de esa cantidad, pero no se me dio mal como instructor de esquí el invierno pasado. A lo mejor, si consigo el trabajo con los kayak para este verano…


Él continuó con sus promesas, que sonaban muy poco convincentes, y Paula no supo qué responder. Hubo un tiempo en que Trevor había sido el amor de su vida, pero en esos momentos parecía más bien…


—Patético —afirmó Matias mientras abandonaban Java & More—. Cielos. Si ése es un ejemplo de la clase de hombre con la que te gustaría casarte, empiezo a sospechar que tus elecciones anteriores no fueron más que una manera de rebelarte contra tus padres. De seguro que no pensabas con la cabeza. ¿Qué viste en ese patoso y grandullón Peter Pan?


—¡Lo amaba! —Paula se escuchó a sí misma espetarle a Matias—. Él era… un espíritu libre.


—Un gorrón, querrás decir. ¿Captaste la parte en que explicó que vivía con una chica cuyo papá era el dueño de un centro turístico?


—Sí —contestó ella con voz sombría.


—Dime que ya no estás enamorada de él —tras un tenso silencio, Matias la tomó por el brazo y la obligó a mirarlo de frente.


¿Enamorada de Trevor? Paula miró a lo lejos. Por supuesto que había estado enamorada de Trevor hacía mucho tiempo, pero no resultaba fácil recuperar la emoción. Era mucho más sencillo recordar la falda de paja, la vergüenza del rechazo y el alivio de sus padres al ver que no iba a casarse con un hombre, un niño, con tan pocas perspectivas y ambiciones.


En esos momentos contemplaba a su prometido, que mostraba un gesto de irritación. Ella supuso que estaba enfadado con su primer novio por lo que le había hecho. Le había soltado la indirecta sobre devolver el dinero de la luna de miel, de pie y detrás de ella, como una sólida presencia.


Sólido y cálido. Esa era la descripción de Matias, aunque no hacía referencia a lo ardiente y sexy que era. Y también dulce y divertido, añadió mentalmente al recordar los besos compartidos mientras reían sobre el sofá, y todos esos dulces momentos que ella había pasado contemplando su rostro relajado y, finalmente, dormido.


De repente, la burbuja en la que habían estado viviendo, la que había estallado al ver a Trevor, estaba de vuelta. Ella sentía cómo llenaba su pecho, tanto que el corazón se vio empujado hacia la garganta y su estómago quedó aplastado. 


De repente fue consciente de que la burbuja era su corazón que se expandía hasta ocupar todo el espacio en su interior, porque… porque el amor ocupaba mucho espacio.


Amor.


Ella tragó con dificultad y miró a los oscuros ojos del hombre que sus padres habían elegido para ella.


—¿Y bien? —la apremió él.


—¿Y bien, qué? —susurró Paula con voz aguda. Su voz estaba ahogada por la imparable emoción que crecía en su interior.


—¿Sigues enamorada de Trevor?


—¡No!


De él no. No había sitio para ningún otro hombre en su mente, cuerpo o corazón, que no fuera Matias. Sí, no cabía ninguna duda de que estaba enamorada de ese hombre.


Del hombre cuyo anillo se había quitado del dedo.