lunes, 22 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 21




Eduardo colgó el teléfono y miró a la mujer que estaba sentada a la mesa de su cocina.


—¿Y bien? —preguntó ella.


—Bueno, no ha pedido que le enviemos a Margarita —contestó—. Supongo que es una buena señal, ¿verdad?


Su empleada eventual de ese día sonrió, y él sintió que el corazón le daba un vuelco. Su sonrisa siempre le había hecho sentir algo especial.


—Tal vez esté empezando a fijarse en su empleada eventual del momento —dijo Eva en tono suave mientras se ponía de pie; se acercó a él y le puso la bolsa de hielo en el labio—. Sigues sangrando.


—No es nada —se retiró para poder hablar mejor de aquel tema tan importante—. ¿Cómo puede ser que le guste Paula? Es joven y bonita, lista y simpática —resopló e hizo una mueca cuando le dio un latigazo en el labio—. Ella es todo lo que él no desea.


—Sólo porque a ti te parece joven y bonita, lista y simpática —señaló Eva con sensatez mientras le ponía el hielo en el labio de nuevo.


—No pienso en sus cualidades por mí. Pienso en ella para él —dijo Eduardo con el hielo en el labio, y Eva se rió de él.


—Ya lo sé, tonto —le puso la mano en la mejilla y el corazón le dio un vuelco de nuevo.


—Sólo es que siento que entre ellos hay chispa —Eduardo le puso la mano en la cadera para que no se apartara de él—. Y me alegra mucho porque es la primera vez que he visto a Pedro animado de algún modo en mucho tiempo.


Sabía muy bien que su hijo sereno y frío se esforzaba al máximo para no ser como él.


Bueno, pues al cuerno con todo eso. Si tenía que echarle una mano para enseñarle a Pedro que podía pasárselo muy bien, entonces lo haría. En realidad ya había empezado. 


Había enviado a Margarita esa semana a unas oficinas del centro de Pasadena, y la mujer estaba feliz. Había dos ventajas en eso. Una, que Eduardo podría seguir lo que estaba pasando en la oficina de Pedro, lo cual le divertía; y la otra que, con Paula trabajando para Pedro, quería decir que finalmente tendría la posibilidad de que Eva volviera a trabajar para él.


Dos pájaros de un tiro, y todo el mundo estaba feliz. Bueno, al menos él sí.


—¿Estás seguro de que estás bien? —le preguntó Eva, que con una mano le sostenía el paquete de hielo mientras que con la otra le tocaba la mejilla amoratada—. ¿Estás seguro de que no quieres ir a médico?


—No ha sido nada. Si la luz del garaje no hubiera estado apagada, habría podido agarrarlo —gruñó—. El muy asqueroso ni siquiera se quedó para pelear como un hombre. En cuanto le pegué el puñetazo en el ojo se largó.


—Lo asustaste —ella le dio un beso en la mejilla amoratada, y Eduardo resistió las ganas de volver la cabeza y besarla en los labios—. Tenemos trabajo —le recordó ella en tono suave.


—El trabajo puede esperar.


—Te preocupas demasiado de este tema.


—No es cierto —dijo Eduardo.


—Sí.


Ella le acarició el brazo con intención de calmarlo, pero Eduardo deseaba mucho más; muchísimo más.


—Tienes miedo porque quieres gustarle. Entonces lo intentas con demasiado empeño y acabas estropeándolo. Déjalo, Eduardo —le dijo mientras lo acariciaba con tanta, tantísima suavidad—. Funcionará.


Eduardo suspiró feliz, frustrado.


—Viene para acá. No viene a verme porque sí; pero si hay un estúpido que se quiere vengar se presenta enseguida.


—No es ningún estúpido. Tú sabes quién es.


Eduardo suspiró.


—Sí.


—Oh, Eduardo—Eva le dio un abrazo—. Te esfuerzas demasiado.


—El chico es un cabezota.


—¿De verdad? ¿Y a quién crees que salió? —lo besó en la mejilla cuando él se quedó mirándola sin más—. Todo saldrá bien, Eduardo. De verdad que sí —volvió a acariciarlo—. Mira cómo viene corriendo para acá. Te quiere. Siempre te ha querido.


Eduardo no pudo resistir ni un segundo más. Tiró de ella y la abrazó.


—¿Cómo demonios te dejé marchar? —le susurró al oído con la cara enterrada en su larga melena negra—. Fui un imbécil.


—Sí —concedió Eva mientras retrocedía un paso—. Los dos fuimos unos imbéciles. Ahora, pongámonos a trabajar. Después de todo, para eso me has traído aquí, ¿no?


Esa era su oportunidad de decir algo genial, de ser encantador, de hacer lo que tan bien se le daba. En lugar de eso, se quedó allí plantado con la boca seca y como si se le hubiera comido la lengua el gato. Eduardo Alfonso, el legendario casanova, conocido por su encanto, su ingenio y su habilidad para conseguir cualquier mujer que quisiera llevarse a la cama, no era capaz de articular nada medianamente inteligente delante de Eva.


Ella le acarició la mejilla y se volvió para ir al despacho de Eduardo. 









EN SU CAMA: CAPITULO 20





Paula se pasó el resto de la jornada trabajando sin parar. No tenía problema porque no estuviera Eva, tan sólo porque tenía el doble de trabajo. Claro que eso a ella no le importaba, ya que le encantaba estar ocupada, le encantaba sentirse necesitada.


En su vida no había tantas personas que dependían de ella o la necesitaban; sus amistades eran más casuales que cercanas. Después, estaban sus hermanos, que siempre habían adoptado el papel de la figura autoritaria. Se reirían si Paula intentara que ellos la necesitaran de algún modo. Por muy frustrante que le resultara, estaba segura de que seguían viéndola como una niña. No como una mujer hecha y derecha. Pero lo era. Era una mujer a la que le encantaban la responsabilidad y las ataduras en el corazón. Sin embargo, no parecía capaz de encontrarlas.


Ese trabajo era estupendo. La hacía sentirse importante. 


Estaba allí sentada, rodeada de cifras y de balances, tan enfrascada en todo ello que estuvo a punto de caerse de la silla cuando una bolsa de Taco Bell apareció de pronto delante de su cara.


—Sólo soy yo —Pedro dejó caer la bolsa sobre el informe con el que estaba trabajando—. Estás mejorando. Esta vez no has pegado un brinco como la última.


No tenía ni idea de por qué le gustaba tanto que él se diera cuenta de que aún estaba un poco sensible. O de por qué su manera de mirarla la hacía sentirse suave por dentro. 


Femenina.


—Ni siquiera te oí marchar.


—Lo sé. Te metes mucho en el trabajo.


—Cuando me centro en algo, no me fijo en lo demás —concedió—. A mi familia no le parece una virtud.


—Pues a mí me parece que está muy bien cuando uno se dedica a la contabilidad. Si fueras controlador aéreo, tal vez fuera distinto…


Ella se echó a reír, aunque cuando vio que él sonreía sintió una emoción en la garganta. Santo Dios, ojalá Pedro hiciera eso más a menudo.


—Bueno… —dijo él mientras se pasaba la mano por el pelo, que se le quedó todavía más de punta—. Me suenan las tripas; es hora de comer.


Paula miró al reloj y vio que era ya la una; no era de extrañar que estuviera algo mareada.


—Entonces, ¿buscaste dinero en la caja de Eva? Porque al jefe no le gusta cuando te gastas dinero en otro empleado —dijo ella.


—Considéralo como pago de los donuts.


—Yo no compré los donuts para que me invitaras a comer —dijo Paula mientras abría la bolsa, de donde salió un delicioso aroma a quesadilla con ternera—. Pero me alegro tanto de que lo hayas hecho… —lo sacó y le dio un buen mordisco—. ¿Dónde está la tuya


Pedro la observó con deleite mientras ella comía, y después le puso sobre la mesa otra bolsa de dónde sacó unos refrescos.


—Se me ocurrió que comiéramos en la sala de personal…


—Ah —avergonzada, Paula se lamió el queso de los labios y se echó a reír—. De acuerdo.


Se puso de pie y se llevó lo que había estado comiendo hasta la pequeña sala que hacía las veces de sala de personal. Había una nevera, una despensa bien surtida de la que sospechaba que Eva se ocupaba y una mesa de madera con cuatro sillas.


Él le retiró una silla para que se sentara. De pronto, ella se sintió un poco nerviosa. Era como si se hubieran citado a comer. Más o menos.


—¿Qué te pasa? —le preguntó él.


—Es nuestra primera cita. Me siento extraña —reconoció ella—. Dado que ya nos hemos acostado juntos.


—Comer en el trabajo no constituye una cita. Y no nos acostamos exactamente.


Dicho eso, Pedro dio un buen mordisco de su taco de pollo.
Intentó no dar nombre a la emoción que experimentó al oír sus palabras, pero le dio la impresión de que se parecía demasiado a la desesperación.


—¿Entonces qué constituiría una cita?


Mientras le añadía salsa picante a un taco hizo una pausa antes de hablar.


—Ni siquiera lo sé. Llevo mucho tiempo sin tener una cita. No desde que…


Desde que lo habían traicionado estando en la CIA. No lo dijo; no tenía que decirlo. Ella detestaba que lo hubieran herido y le asombraban las ideas violentas que se le pasaban por la cabeza al pensar en la mujer que le había hecho eso.


—¿Cómo se llamaba ella?


—¿Su verdadero nombre? ¿O su alias? Yo la conocía como Lorena. Y no salimos en el sentido tradicional. Estábamos siempre fuera del país, en distintas misiones. Tener una cita normal era imposible.


—¿Y antes de ella?


Dio un mordisco y masticó mientras se lo pensaba.


—Detesto reconocerlo, pero no lo recuerdo.


—Qué triste, Pedro.


—¿De verdad? —preguntó él sonriendo antes de dar otro mordisco; masticó un poco más y la miró significativamente—. ¿Y tú? ¿Qué has hecho en el departamento sentimental últimamente?


Ella lo miró a los ojos y sonrió tímidamente.


—De acuerdo, yo también soy igualmente patética cuando se trata del sexo opuesto.


—Ah, no —respondió él en tono suave mientras la miraba a la cara—. Yo nunca he dicho que sea patético con el sexo opuesto.


—Creo que te está sonando el teléfono.


Él ladeó la cabeza.


—¿Te da miedo, Pau? ¿Ahora, después de todo lo que hemos hecho?


—Sólo nos hemos besado —le susurró ella.


—Más que eso.


—Nos hemos… tocado.


—Sí. ¿Y a ti te ha parecido patético?


—No.


—¿Estás segura? —le dijo en tono bajo, hipnótico y tan sexy que todo el cuerpo parecía vibrarle—. Porque a lo mejor necesitas demostrarme que no soy ningún idiota cuando se trata de cuestiones físicas con el sexo opuesto —parecía como si le ardiera la mirada—. Que sé lo que hago.


Oh, Dios…


—Yo…


Paula se calló de pronto cuando el móvil de Pedro empezó a sonar, agradecida por la interrupción, porque de todos modos no habría sabido qué decir.


Pedro sacó el móvil del bolsillo y frunció el ceño al ver la pantalla.


—Es Eduardo.


—A lo mejor va a enviarte de nuevo a Margarita.


Él la miró, sorprendido, como si no hubiera vuelto a pensar en el tema y hubiera sido ella la que se lo hubiera recordado.


—No me digas que te habías olvidado de que no me querías trabajando aquí —le dijo Paula en tono jocoso.


—Sabes, eres la mujer más descarada que he conocido jamás.


—Es una maldición. ¿Vas a contestar el teléfono?


Él suspiró y contestó el teléfono. En cuanto saludó y escuchó lo que le decían se le pasó la irritación. Frunció el ceño y se puso de pie.


—¿Hace una hora? ¿Y me lo dices ahora?


Paula intentó afanarse mientras atendía sin vergüenza alguna a la conversación.


—¿Cómo han entrado? —Pedro cerró los ojos y sacudió la cabeza mientras escuchaba—. Ahora mismo voy para allá… No, no creo que sea necesario.


—¿Está bien él? —preguntó Paula en cuanto Pedro colgó.


—Sí. Aparentemente este hombre tiene siete vidas.


—¿Qué ha pasado?


Se paró a la puerta.


—Alguien lo persiguió hasta al garaje, pero se marcharon cuando Eduardo consiguió que saltara la alarma. Voy para allá a ver cómo está.


Iba a ver cómo estaba el hombre a quien no quería parecerse. El hombre que no le había parecido un buen padre; el hombre que lo fastidiaba a cada rato.


Sintió un calor por dentro porque acababa de darse cuenta de que tal vez Pedro Alfonso fuera de malo por la vida, pero por dentro tenía debilidad por los seres queridos, le gustara o no.


A ella sólo le quedaba enfrentarse a eso, a lo que ella sentía por él.


Le daba la impresión de que ya sabía lo que sentía por él; y le daba muchísimo miedo.





EN SU CAMA: CAPITULO 19





—¿Eva te dijo todo eso? —dijo Pedro despacio, con incredulidad.


—Sí —Pau asintió—. Pero ya sabía que no eras un contable como otro cualquiera. Desde que te vi me di cuenta de que tenías una personalidad muy fuerte. Incluso medio desnudo y con un golpe en la cabeza me di cuenta.


Debería haberse parado a tomarse un café. En su estado presente, no estaba preparado para aquello. Se frotó las sienes.


—¿Qué más te dijo?


—Dice que necesitas amabilidad y compasión.


—Sabes, para que lo sepas para otras veces, cuando alguien te hace una pregunta de ese tipo y cuando la respuesta es tan claramente negativa, deberías guardártelo.


Se adelantó hacia ella de nuevo, porque aparentemente no se había torturado lo bastante en lo referente a ella.


—Sé que voy a arrepentirme de preguntarte esto, ¿pero por qué estabais hablando de mí?


—Eva me ha dicho que debería perdonarte por ser un jefe tan gruñón, que no es tu intención tener tanto genio y ser brusco todo el tiempo.


—¿Y dijo eso porque…?


—Porque acababas de recordarme que necesitabas el informe Morrow, cuando ya me lo habías dicho tres veces, y yo estaba en ese momento hablando por teléfono con un cliente. No parecías muy contento conmigo, aunque yo estaba haciéndolo lo mejor posible.


Él se quedó mirándola. ¿Eso era lo que había hecho? Sólo de oírselo decir se sentía avergonzado.


—También me dijo que, a pesar de tu impaciencia, tu rudeza y tu mal genio, tenías un corazón de oro y que, si me quedaba aquí el tiempo suficiente, lo vería por mí misma. Me dijo que no me dejara asustar por ti.


De pronto se alegró de que su madre no estuviera allí, porque le entraban ganas de estrangularla.


—Y después yo le dije que no eras capaz de asustarme…


Se calló de pronto, recordando muy bien lo que de verdad la asustaba. Por ejemplo unos ladrones armados.


—Y entonces le dije —continuó en voz baja—, que ya sabía que tenías un corazón de oro y que no iba a ir a ningún sitio hasta que el trabajo no estuviera terminado, que será en un par de días más.


Pedro dejó de fantasear acerca de estrangular a Eva y le echó una mirada a la mujer que tenía delante. Era menuda, de aspecto frágil, y sin embargo sabía muy bien la fuerza que tenía por dentro. Más que ninguno —No tengo un corazón de oro. En absoluto.


—Nos conocimos en circunstancias poco habituales —dijo ella, que seguía hablando en voz baja—. Por eso se aceleró todo, no digas que no.


—Pau…


—Esa noche me salvaste.


—Cualquiera habría hecho lo mismo.


—No.


Suspiró con desesperación, y ella se levantó de la silla, rodeó la mesa y se plantó delante de él.


—Me salvaste y aún no te he dado las gracias.


—No lo hagas.


Dios, no podía soportarlo. Sin siquiera saber por qué, fue a tomarle la mano.


—Y no me pongas como alguien que no soy —añadió Pedro.


—Sólo quiero saber más cosas de ti —levantó la cara—. Eva me dijo que te pasó algo en tu último trabajo. Que eso te afectó mucho.


—Eva habla demasiado.


Ella levantó la mano y la puso encima de la de Pedro, entonces se la llevó al pecho, a la altura del corazón, de modo que Pedro notó sus latidos fuertes y rítmicos.


—Me prometí a mí misma que no iba a tocarte —dijo ella—. Pero entonces me tocaste la mano y… —sonrió un poco—. Y parece que no puedo resistirme.


—No debería haberte tocado —dijo él—. Nunca.


—Es demasiado tarde. ¿Sabías…?


—¿Qué?


—Que todas las veces he sido yo la que te he besado.


Pedro no podía dejar de mirarle la boca.


—¿De verdad?


—Sí. Y la próxima vez… si es que hay próxima vez, tendrás que besarme tú.


Desde luego no pensaba hacer eso. Tenía los labios entreabiertos, y él sólo tendría que cerrar los ojos…


—Dime por qué eres tan… estoico —le dijo ella en tono suave.


—Sólo porque no estoy hablando todo el día no quiere decir que sea estoico —dijo Pedro.


Ella soltó una risilla.


—De acuerdo, tal vez estoico no sea la palabra adecuada, pero tampoco lo es frío, o distante.a mujer que hubiera conocido.


Ella ladeó la cabeza y le miró los labios, cosa que le recordó a Pedro lo que había sentido al besar los de ella.


—Desde luego de distante nada —le susurró Paula—. Y frío menos aún.


Él gimió sin poder evitarlo. Le dejó caer las manos hasta las caderas y la estrechó entre sus brazos.


—Me vuelves loco.


—¿Por qué?


—Me haces desear —pegó la frente a la de ella—. No quiero desear nada, maldita sea.


—¿Por lo que te pasó? —le agarró la cara con las dos manos—. Oh, Pedro. ¿Acaso te rompieron el corazón?


Se lo habían roto, pisoteado y destruido, pero esa era otra historia.


—Eva no debería haberte dicho que estuve en la CIA; ni que mi último trabajo me fue mal, que me traicionó un agente doble que resultaba que al mismo tiempo se estaba acostando conmigo.


La mirada de Paula se tornó aún más suave mientras le echaba los brazos al cuello.


—Esa parte no me la contó; no mencionó que… ¿Qué daños sufriste?


—No quiero…


—Por favor, Pedro. Por favor, cuéntamelo.


Era lo que menos le apetecía, pero tenía que contarle algo, así que mejor que fuera la verdad.


—Mira, me metieron en un baúl durante unos días y me dejaron para que me muriera —le dijo y se encogió de hombros—. Pero ya lo he superado.


A Paula se le pusieron los ojos sospechosamente brillantes, como el musgo mojado y brillante.


—¡Santo Dios! —exclamó con voz temblorosa mientras lo abrazaba con fuerza—. No me extraña.


—¿No te extraña el qué?


—Que no te guste que la gente esté cerca de ti. Una persona que estuvo cerca de ti te hizo daño.


—No tanto daño —respondió Pedro.


—Y no me extraña que seas contable. Te gusta trabajar solo; con números en lugar de con personas.


Pedro no sabía qué hacer con el hecho de que ella lo viera tan claramente.


—También era contable en la CIA, antes de empezar con el trabajo de campo. Era analista financiero.


—Ahora todo tiene mucho más sentido. Como el porqué de tu miedo a la oscuridad.


Él no le tenía miedo a la oscuridad. No le tenía miedo a nada.


Ella deslizó los labios por su mejilla, dejándole un rastro de besos suaves y mientras lo acariciaba.


En reacción, él sintió que se le tensaba el estómago. El estómago y otras partes.


En realidad, sí que le tenía miedo a algo. Le tenía miedo a ella.


—Pau, pensé que no ibas a besarme…


—No te he besado, en realidad no. No cuenta a no ser que te toque los labios con los míos, lo cual, si te has dado cuenta, no he hecho.


Se había dado cuenta. Sólo era que su cuerpo no parecía saber entender la diferencia entre lo uno y lo otro. En absoluto.


—Pau…


—Me gusta el diminutivo —le susurró mientras le colocaba los brazos en los hombros—. Me gusta mucho. Pedro


Fuera lo que fuera, no quería oírlo en ese momento. Estaba a punto de caer, de enterrarse en su cuerpo cálido y generoso. Estaba a punto de besarla, y todo porque tenía unos ojos que, tiraban de él como un imán y una voz que él seguiría a cualquier parte.


Porque no le quedaba otro remedio, la apartó de él, a aquella mujer que parecía la tentación personificada.


—Tenemos trabajo —le dijo—. Mucho trabajo.


—Exactamente.


Sus ojos le dijeron que podría aplazar aquello todo el tiempo que quisiera, pero que no había quedado zanjado.


Y se dio cuenta de que tenía miedo de algo más: de que ella tuviera razón.