lunes, 25 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 28





¿QUÉ hay en la carpeta? —le preguntó Pedro a Paula mientras subían los peldaños del porche de la casa de su madre.


Decir que había habido entre ellos un ambiente incómodo desde su escena en la piscina la noche anterior, hubiera sido quedarse corto. Con mucho tacto, habían tratado de llevar una conversación mínimamente cordial.


—Los informes de las tres casas que elegí en la Toscana. Cuando le hablé a tu madre de esto, me pareció que le interesaba. Pensé que le gustaría verlos.


—¿Es eso lo que estabas haciendo en el avión?


Ella no le había dirigido la palabra en todo el vuelo de vuelta a Dallas.


—Sí. Si me hubieras hablado en el avión, te los habría enseñado.


—Tú tampoco estuviste muy habladora que digamos —dijo él muy serio.


—No pensé que quisieses hablar conmigo.


—Está bien, tienes razón —admitió él, sabiendo que no era el momento de mantener una discusión—. Nuestro breve interludio de la piscina resultó desagradable para los dos. No debería haber dejado nunca que llegara a suceder.


—Yo también estaba allí. Y la verdad, Pedro, es que podía haber sucedido mucho más.


—Hasta que empezaste a hacer preguntas.


—¿Estás molesto porque corté lo que estaba pasando o porque no quieres pensar en Connie?


La puerta de la casa de Lorena se abrió y apareció su madre allí de pie, sonriéndoles.


—Bueno, ¿vais a entrar? Lleváis aquí fuera casi cinco minutos —dijo ella, mirándoles a los dos—. ¿O queréis que cierre la puerta y espere dentro hasta que hayáis terminado?


—Por supuesto que no —respondió Pedro, sin consultar siquiera con Paula—. Hemos venido a verte.


—¿Cómo fue vuestro viaje a Houston? —preguntó Lena dulcemente.


—Bien —respondieron ambos al unísono, provocando la risa de la madre.


—Oh, sí, ya veo lo bien que fue. Vamos dentro. He preparado una de las cenas preferidas de Pedro. Costillas a la barbacoa, patatas al horno, maíz y ensalada. Y de postre, su pastel favorito de crema de chocolate.


—Sólo con oírlo se me hace la boca agua —dijo Pedro dando un abrazo a su madre.


Pasaron dentro, y Lorena le indicó a Paula que la siguiera.


—Te voy a enseñar mi silla mágica. Es maravillosa. Pedro me dijo que fue idea tuya.


—Y también suya —dijo Paula mirando de reojo a Pedro.
Lorena se sentó en la silla, apretó un botón y se puso en marcha subiendo suavemente la pendiente de las escaleras hasta llegar al rellano de arriba.


—Ahora la giro y me bajo de ella— dijo mientras hacía orgullosa la demostración. Luego se sentó de nuevo y pulsó el botón para bajar.


—¿Y cómo se siente? —le pregunto Paula, cuando Lorena llegó abajo.


—Tengo que usar mi bastón cuando salgo, pero por aquí dentro me desenvuelvo bien, aunque sé que no puedo volver a hacer más tonterías. ¿Qué es eso? —dijo señalando a la carpeta que tenía Paula en la mano.


—Fotos de casas. Estoy pensando en comprarme una.


—Podemos verlas mientras estemos tomando el postre. Vamos. Está todo listo —dijo Lorena sentándose en la mesa de la cocina—. Bueno y ¿qué está pasando con vosotros dos?


—¿Pasando? —dijo Paula perpleja.


—Estamos cansados, mamá —respondió Pedro, tratando de mantener su tono habitual—. Paula tuvo una reunión esta mañana antes de tomar el vuelo. Ya sabes lo que cansan los viajes.


—No creo que ni a ti ni a Paula os puedan afectar mucho. Los dos estáis acostumbrados.


—Vamos a dejarlo ahí, mamá, ¿de acuerdo? —dijo Pedro, a punto de perder su consabida serenidad.


—Supongo que tú también quieres dejarlo, ¿verdad? —le preguntó a Paula.


—Creo que probablemente sería lo mejor.


—No —dijo Lorena negando al mismo tiempo con la cabeza—. El silencio es lo último. Es mejor hablar. Pero veo que eso es algo que ninguno de los dos ha aprendido todavía. Pero lo aprenderéis si pasáis juntos el tiempo suficiente.


La cena fue deliciosa, como siempre, y Pedro felicitó a su madre más de una vez. Cuando sacó el pastel de crema de chocolate, Paula le mostró las fotos de las tres casas. La que le gustaba a Lorena era también la favorita de Paula. Era más una casa de campo que una villa y estaba más cerca de la casa de sus padres que las otros dos.


—¿Tendrás allí suficiente espacio? —preguntó Pedro, tratando de disimular los saltos que le daba el corazón cada vez que la mirada de Paula se cruzaba con la suya.


—Tiene una habitación abajo, y otras dos arriba. Creo que son más que suficientes. No está pensada para hacer grandes fiestas. Y, sobre todo, lo que más me gusta son esos azulejos pintados a mano del baño y de la cocina, el pequeño patio de muros de piedra con su puerta de hierro, y el emparrado de la parte de atrás del patio.


—El precio parece razonable.


—Es algo distinto. Eso es lo que me gusta. Tendría mi intimidad. Y el camino más allá de los olivares por detrás de la casa me llevaría directamente a la villa de mis padres.


—Te veo ya decidida —dijo Lorena con un brillo en su mirada.


—Sí, yo también lo creo, a menos que haya algún problema de última hora. Tendré que verla yo misma —concluyó, apartando un poco el plato del postre—. Si me perdonáis, voy un momento al lavabo.


—Al final del pasillo a la izquierda —le dijo Lorena.


Paula siguió las indicaciones de su madre y Pedro pudo oír el sonido del pestillo de la puerta al cerrarse, y segundos después el de la cerradura.


—Baja a la tierra, Pedro —dijo Lorena a su hijo, con un tono de burla en la voz.


Pedro había estado absorto contemplando el pasillo por donde se había ido Paula.


—Estoy aquí, mamá.


—No, creo que no. Creo que estás perdido en algún lugar remoto entre el presente y el pasado. ¿Le hablaste de Connie a Paula?


—Sí. Pero creo que fue un error.


—¿Por qué? Sin duda entendería lo doloroso que fue para ti, ¿no?


—Oh, claro, creo que ella entendió eso, sí.


—Entonces, ¿qué es lo que no entendió? —le preguntó su madre con perspicacia.


—Ella no entiende que yo no pueda olvidarme de Connie.


—No creo que sea eso lo que ella quiere.


—No sé si sabe bien lo que quiere. Hace poco más de un mes estaba con otro hombre.


—¿Te habló ella de eso?


—Sí. No fue muy agradable. Fue una mala decisión por su parte.


—Así que, tal vez ahora está tratando de no volver a cometer el mismo error. Por eso tú tienes que abrirle una puerta, Pedro. Si te mantienes cerrado, nunca volverás a encontrar otra vez el amor.


—Somos muy diferentes, mamá. Hemos recibido una educación diferente. Ella siempre ha tenido todo lo que quería.


—No la subestimes —dijo Lorena, chasqueando la lengua—. Ella ha tenido muchas cosas en la vida. Pero tú sabes bien que eso no es suficiente para hacer feliz a una persona.


—Paula es feliz. Sólo se siente un poco deprimida a veces por las limitaciones que le impone su profesión. Pero no creo que sea eso lo que le mueve a dejarlo todo y a cambiar de vida.


—¿Cómo sabes tú eso, Pedro? ¿Realmente lo sabes? Quizá lo desconozcas por completo. Quizá sólo pretendes creerlo. De esa forma no te verías obligado a tomar una decisión.


¿Podría tener razón su madre? ¿Estaría en lo cierto?








ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 27






Pedro llamó a la puerta del dormitorio de Paula.


—¿Estas lista para subir a nadar?


Ella abrió la puerta.


—¿Estás seguro de que no habrá nadie?


El gerente le había asegurado que a medianoche tendrían la piscina de la terraza para ellos solos.


—Tengo la palabra del gerente —le respondió él.


—Esperemos que sea digno de confianza. No me gustaría ser recibida con los flashes de las cámaras.


—No te preocupes. Iré a comprobarlo antes mientras me esperas en el ascensor.


Ella salió de la habitación y Pedro tuvo que admitir que se sintió un poco decepcionado. Llevaba una especie de capa de color turquesa que la cubría desde el escote hasta la mitad del muslo.


Su trayecto hasta la terraza tuvo lugar en absoluto silencio. 


Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Pedro salió primero a comprobar la zona. No se veía a nadie. Le hizo señas a Paula para indicarle que podía salir. Ambos se vieron allí entonces bajo el oscuro e inmenso cielo de la noche. La brisa era aún suave.


Paula se quitó las sandalias. Dudó un instante y luego se quitó la capa. Allí, bajo el nocturno claro de luna, Pedro sintió un intenso deseo. Llevaba un bikini turquesa. Se sintió traspasado por la esbeltez de su cuerpo iluminado por la luz de la luna. Era consciente de que estaba mirándola extasiado, pero no podía evitarlo. Paula Chaves era perfecta en muchos sentidos. Sin embargo, por debajo, tenía una cierta candidez e inocencia que le cautivaba. A pesar de que había estado en el ojo público durante tantos años, había algo en ella que se mantenía todavía virgen.


—¿Me estás comparando con las modelos en traje de baño de Sports Illustrated? —le preguntó ella con ironía al ver que él la observaba.


—Tú eras una de esas modelos, ¿no?


—Sí, pero eso fue hace ya algunos años —respondió ella sonriendo.


—No has cambiado nada. Sigues tan bella como entonces —le dijo él, y enseguida se dio cuenta de lo que podía haber pensado ella—. Ya sabes, Paula, que no soy muy amigo de frivolidades y cumplidos.


—Supongo que… —ella parecía algo insegura—. Lo que no quiero es que me mires solo por fuera.


—Tú eres una mujer con una mente, un corazón y un alma. Ser modelo es sólo lo que haces, no lo que eres.


Por la forma en que ella inclinó la cabeza, Pedro dedujo que estaba tratando de decidir si creerle o no. Él suponía que ella había recibido los halagos de multitud de hombres, que la mayoría habían visto en ella sólo su belleza física, pero muy pocos se habían parado a mirarla al corazón.


Él sí lo había hecho. Y eso le causaba una gran conmoción. 


Trató de sobreponerse.


—¿Vas a nadar?


—Sí —dijo ella sonriendo—. Es un buen ejercicio. Debería haberlo practicado en Dallas, pero hemos estado tan... ocupados.


—Bueno, ahora no estamos ocupados. Vamos —dijo él ofreciéndole la mano.


Paula miró unos instantes la mano que él le tendía, como si aceptarla supusiera para ella contraer algún tipo de compromiso. Finalmente se dejó llevar.


—El agua está templada —dijo ella con satisfacción, mientras se adentraba unos pasos en la piscina y se sumergía en el agua.


Sin pensárselo dos veces, se fue nadando a crol hasta el otro extremo de la piscina, se pasó la mano por la cabeza para apartarse el pelo mojado de la cara, y volvió de nuevo.


Pedro necesitaba liberar sus energías, así que la siguió, manteniéndose a su ritmo.


Luego ella se paró y se quedó mirándole hasta que él completó la tercera vuelta a la piscina.


—Eres muy bueno nadando. No te sientas obligado a ir a mi lado. Nada a tu ritmo.


—Tengo muchos ritmos, y nadar a tu lado me resulta muy agradable.


—¿Qué piensas cuando estás nadando?


—Es curioso, es una pregunta que no me habían hecho nunca.


—Mejor, así la respuesta será más espontánea —dijo ella con una sonrisa.


—Intento no pensar en nada —dijo él—. Trato de mantener un ritmo y dejarme llevar, que sea el cuerpo el que trabaje, dejando a la mente descansar. Supongo que ésa es una de las razones por las que me gusta nadar. Me relaja mucho.


—Ésa es otra cosa que nos diferencia —dijo ella reflexionando—. Mi mente va tan deprisa como mis brazadas. Pienso en todo lo de ayer, en lo de hoy, y en lo que puede pasar mañana. La natación es sólo el telón de fondo. Me relaja. Lo mismo me sucede cuando escucho música o me dan un masaje. Cuando tú te relajas, vacías la mente. Cuando yo me relajo, dejo que mis sentimientos se adueñen de mí y me llenen por dentro.


—Sin embargo —dijo Pedro, acercándose a ella—, hay veces que tampoco tú expresas tus emociones y te las guardas para ti.


—Eso es un secreto —dijo ella, en voz baja.


—No para mí. Yo sé leer muy bien el pensamiento de la gente. Puedo saber por tus ojos, por tus manos, o por la forma en que inclinas la cabeza, lo que estás pensando.


—¿Qué estoy pensando ahora mismo? —le preguntó ella, con voz temblorosa.


—Estás pensando lo mismo que yo. Que estamos en la cima del mundo, que no hay nadie alrededor nuestro y que la oscuridad nos protege como un escudo de todo lo que hemos dejado atrás. No hay ningún reportero molestándonos, porque seríamos capaces de oírles acercarse sigilosamente en un helicóptero.


Ella se echó a reír, y eso era lo que él quería. Quería verla reír. Estaban los dos muy cerca, sólo les separaba una delgada capa de agua. Le acarició el pelo apartándoselo de las mejillas.


Ella cerró los ojos.


—Mírame, Paula —le pidió él.


Cuando lo hizo, Pedro vio lo que quería ver, un reflejo del deseo que él sentía.


—¿Puedes ver lo que está pasando entre nosotros? —le preguntó ella en un susurro.


Él no podía pasar por alto el deseo que veía en sus ojos, ni la excitación que ello le producía. Sabía qué era lo más sensato, pero también sabía que era hora ya de dejar de engañarse a sí mismo. Deseaba a Paula Chaves de todas las maneras que un hombre podía desear a una mujer.


Ella extendió la mano y sus dedos dejaron caer unas pocas gotas de agua sobre su hombro. Todo el cuerpo de él se puso en tensión.


Sonaron en su mente los timbres de alarma y él supo de inmediato que lo mejor sería zambullirse en el agua y hacerse unos cuantos largos en la piscina en lugar de estar allí con ella. Pero su corazón desbocado y su cuerpo excitado le hablaban de forma muy diferente.


Sin embargo, se impuso su sensatez.


—Deberíamos regresar a la habitación.


Pero ella pareció no oírle, se inclinó ligeramente hacia él, y deslizó las manos por sus bíceps, para decirle sin palabras que ella no quería volver a la habitación por la misma razón que él.


Él rodeó su cintura con las manos, sintiendo la suavidad de su piel. Ella se sintió perdida mientras se mecía en sus brazos y sus pulgares trazaban unos excitantes círculos alrededor de sus pechos.


—Quiero que me toques, Pedro.


Le gustaba la espontánea sinceridad de Paula, especialmente en aquel momento. La parte de arriba del bikini se quedó flotando en el agua. Pedro inclinó la cabeza y empezó a saborear sus senos con pasión.


—Quiero tenerte —dijo ella, con los labios muy cerca de su cuello.


Él no estaba seguro de lo que significaba eso, pero levantó la cabeza y ella entonces se acercó más a él, le rodeó con sus brazos, envolviéndole en un gran abrazo. A él le conmovió más ese gesto que cualquier otra caricia que pudiera haberle hecho. La estrechó entre sus brazos, con el corazón palpitante, y el cuerpo lleno de deseo.


Lentamente, bajó la cabeza y selló sus labios con los suyos. 


Luego su lengua invadió su boca. Ella dejó de abrazarle para deslizar sus manos por la espalda, por debajo del elástico de su bañador. Al contacto, él sintió como una descarga eléctrica. La excitación le nubló el cerebro como una neblina. 


La besó como si nunca la hubiera besado antes y nunca pudiera volver a besarla más. Mientras sus labios y su lengua estaban ocupados en ese beso, le bajó la parte inferior del bikini.


Las manos de ella se quedaron como muertas, congeladas, al igual que el resto de su cuerpo. El ardor y la pasión de hacía unos instantes había dado paso a la frialdad más absoluta. Él sabía que, probablemente, podría convencerla de ir más allá. Después de todo, ella se había mostrado tan apasionada como él. Pero algo había ocurrido por el camino y él tenía que descubrir qué. Sin embargo, quería dejar que ella hiciera los movimientos. Dejar que ella llevara la iniciativa, que decidiese lo que quería hacer en cada momento.


Era la única manera de que no se sintiera comprometida. La única manera de que él no se sintiera como si se hubiera aprovechado de ella.


Ella retiró las manos de su bañador y se las puso en la espalda. Él la miró y vio su estado de agitación en los ojos. Antes de que entrasen a considerar lo que estaba pasando, él le subió la parte inferior del bikini.


—No quería dar a entender que tuviéramos que pararlo todo —le dijo ella con voz trémula.


—¿Qué parte es la que querías parar? —le preguntó él aplicando el mismo frío razonamiento que empleaba en las situaciones complicadas.


Pedro, me gustaba lo que estábamos haciendo. Mucho. Pero no quiero que pienses que hago esto todos los días, que soy una especie de devoradora de hombres. Porque no lo soy. Con Miko fue mi primera vez. Es la verdad.


—¿Te pareció que estábamos yendo demasiado lejos o demasiado deprisa?


—Creo que la prisa nos habría llevado exactamente a donde queríamos ir. Por eso me detuve. Porque pensaba en después.


—¿Tú, volando a Italia? ¿Yo, volviendo a Nueva York?


—No. Quería hacerte una pregunta.


Si él la respondía correctamente, ¿podrían volver a lo que estaban haciendo? Probablemente no. El clímax se había roto.


—¿Qué pregunta?


—Me dijiste que no habías salido con nadie desde que murió tu esposa.


—Así es.


—¿Tuviste… sexo desde entonces con alguien?


Él guardó silencio un buen rato, mientras Paula seguía mirándole a los ojos. De repente, sintió que la ira y la irritación que le había producido esa pregunta se desvanecían por completo. Necesitaba decirle la verdad.


—Aproximadamente un mes después de la muerte de Connie, tuve una aventura de una noche con una compañera del trabajo. Pero esa noche supuso para mí una total contradicción a todo lo que Connie y yo compartíamos. Nunca volví a hacerlo.


Paula le abrazó suavemente. Tal vez por compasión o quizá para consolarle.


Pero él no quería compasión ni consuelo, lo que él quería ni siquiera podía nombrarlo.


—¿Adónde quieres llegar, Paula?


—Me cuesta mucho preguntártelo, y supongo que a ti te resultará aún más difícil responderme. Pero necesito saberlo. ¿Amas aún a Connie?


Eso no era lo que él esperaba, aunque con Paula nunca sabía lo que se podía esperar. Se soltó de los brazos de ella y dio un paso atrás. El agua era menos indulgente que el suelo firme. Parecía querer mantenerle más cerca de ella.


Ella le soltó también, pero la mirada de sus ojos indicaba que no quería hacerlo.


El dolor que él había llevado dentro de sí durante cinco largos años brotó como en una explosión.


—El recuerdo de Connie me causa un dolor muy hondo. ¿No lo entiendes, Paula? No es ese tipo de dolor que sientes cuando te das un golpe en un pie o te haces una herida en un dedo. No. Éste nunca se va. Nunca se cura. Y lo peor es que crees que estás olvidando todas las cosas que más amabas. Me despierto y casi no puedo recordar el sonido de su risa, el pelo revuelto que le caía por la cara cada mañana al levantarse. ¿Sabes lo que es perder los recuerdos de la persona que amas?


—No puedo siquiera imaginarlo —dijo ella en un susurro—. La razón por la que me detuve es porque tenía que preguntarte si… todavía la quieres. No quiero sentirme como una sustituta.


—Tú no eres una sustituta —dijo él estallando de repente.


—¿Qué soy entonces, Pedro? ¿Una chica guapa con la que te gustaría tener sexo?


La pregunta le dejó perplejo. Si él decía que sí, se metería en un problema. Si le decía que no, también. Si se quedaba callado sin decir nada, también se buscaría algún problema.


Así que volvió a intentar ser razonable.


—Los dos nos sentimos atraídos desde el primer momento. Los dos queríamos conocer el alcance de esa atracción. Pero yo nunca llegué a pensar más allá de eso.


Ella se quedó inmóvil, mirándole a los ojos, buscando la verdad.


—No estás respondiendo a mi pregunta. No trates de darle vueltas al asunto y respóndeme honestamente. ¿Qué iba a pasar aquí, Pedro? O mejor aún, ¿qué iba a pasar después?


—Yo no estaba pensando en después. Ni creí que tú lo estuvieras haciendo tampoco. ¿Qué hay de malo en vivir sólo el momento? ¿En disfrutar del presente?


—No hay nada malo en ello, si eso es lo que deseas. Pero yo no estoy segura de que eso sea lo que quiero.


Con frustración, Pedro se preguntó adónde querría llegar ella con eso.


—Paula. Tú eres famosa. Viajas por todo el mundo. Tienes mujeres que diseñan vestidos para ti. Tienes un artista en Roma que va a crearte una línea de bolsos. Puedes comprarte los zapatos que quieras y llevarlos en todos los sitios que desees. Te gusta hablar en público, estar en el candelero, ser el centro de atención, incluso estar delante de las cámaras cuando es por tu propia voluntad.


—¿Y por eso crees que yo no quiero tener una relación seria?


—No lo sé. ¿Quieres?


—Sí, pero sólo con alguien que no se sienta atado al pasado. Alguien que también quiera una relación seria. Alguien que no tenga miedo a mirar más allá del día siguiente, que alcance a vislumbrar lo que pueda deparar el futuro.


Pedro no podía creer lo que estaba oyendo. Ella acababa de salir de una amarga relación.


—Oh, Paula. Deberías pensar mejor en lo que quieres. Ahora te sientes despechada. Quieres sentirte bella y deseable, y tener a tus pies a un hombre que quiera estar siempre contigo.


—¿Crees que me sentí atraída por ti por despecho? —le preguntó ella, inclinando la cabeza.


—Dímelo tú.


—No me siento despechada, Pedro. Puede que no haya superado del todo mi ruptura con Miko. Pero sí he superado lo que pensaba que compartíamos los dos y que realmente no era tal. No soy una jovencita de dieciséis años que va de acá para allá sin comprender que una relación puede ser muy diferente de otra.


—Dijiste que no habías tenido mucha experiencia. ¿Cómo sabes entonces si la decisión que puedas tomar es la correcta o no?


—Simplemente lo sé. Pero yo no soy la que está encadenada por una relación del pasado.


¿Deseaba él acaso ser libre? ¿O quería seguir atado a Connie para el resto de su vida, y seguir pensando en el niño que podrían haber tenido?


Rápidamente, Paula tomó la parte de arriba del bikini y se lo puso. Luego se dirigió a las escaleras.


—Ya he nadado suficiente por esta noche. Me voy a la habitación. Si te quieres quedar, no te preocupes por mí.


—Sabes que no puedo quedarme —le dijo él, sintiendo como si acabase de perder el lazo que se había estado tejiendo todo ese tiempo entre ellos.


—Puedes ir a la suite conmigo a comprobarlo todo y luego volver a subir. Prometo no ir a ningún sitio.


Tal vez esa noche fuese una buena idea. Tal vez si volviese a la piscina y se hiciese el suficiente número de vueltas como para arrojar sus demonios del alma, podría estar con Paula al día siguiente sin recordar lo cerca que habían estado de convertir su encuentro en un desastre.


Sí, volvería y soltaría la adrenalina. Se liberaría de su deseo, de todos sus deseos.


Y, entonces, podría volver a la suite y proteger a Paula como a cualquier otro cliente.






ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 26





ME alegra que aceptases venir a almorzar al comedor —le dijo Paula a Pedro, mientras se sentaban en una mesa apartada, casi oculta por palmeras, en el Hotel Gallery de Houston.


—Con el comedor casi vacío, no creo que puedas tener ningún problema.


—Mi prima Pamela me recomendó este hotel hace un par de años. Las suites de celebridades, como ella dice, son cómodas, tranquilas y acogedoras. Me encantaría ir a nadar luego a la piscina de la azotea. ¿Crees que podríamos?


—Lo comprobaré. Tal vez después de que se cierre al público.


—¿Tienes el diploma de socorrista? —bromeó ella.


—Por supuesto.


Paula había tratado de mantener un clima distendido durante todo el día. Era la única manera de llevarse bien. No quería pensar en aquella fotografía ni en los e-mails de Miko. Sólo esperaba que aquel viaje relámpago obrase como válvula de escape de todo lo que estaba pasando.


—¿No tenías pensado ir de compras antes de tu reunión de esta tarde? —le preguntó Pedro.


—Ya sé que es la última cosa que querrías hacer.


—He sobrevivido a cosas peores —dijo él en un tono pretendidamente serio.


—Sobreviviste al día que estuvimos comprando los zapatos —le dijo ella riendo.


Echó una ojeada al menú, a sabiendas de que acabaría pidiendo alguna ensalada. Entonces, por el rabillo del ojo, reconoció a la mujer que había en una mesa cercana. ¡Era su prima Patricia!


Paula dejó la carta del menú sobre la mesa y, estaba levantándose ya de la mesa cuando se dio cuenta de que había un hombre sentado junto a Patricia. Estaba casi de espaldas a ella, pero podía verle un poco de perfil.


Le parecía vagamente familiar. Entonces le reconoció.


¡El hombre que estaba con Patricia era Jason Foley!


¿Cómo podía ser posible? Los Chaves y los Foley eran enemigos. Patricia no tendría que estar con ninguno de ellos. Pero, sin embargo, allí estaba ella, almorzando con Jason.


—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro.


Jason se levantó de repente, se acercó a Patricia y se inclinó respetuosamente hacia ella para ayudarla a levantarse de la silla. Paula estaba casi segura de que sus labios rozaron la mejilla de su prima. ¿Tendrían una aventura?


Paula se encorvó un poco en la silla para que Patricia no la viera. Pero no debía preocuparse. Patricia sólo tenía ojos para Jason. La pareja abandonó el comedor tomados del brazo.


Pedro se inclinó sobre la mesa y tomó la mano de Paula.


—¿Qué ocurre? —volvió a decir, mirando por encima del hombro en la misma dirección que ella.


—¡Era Patricia! Y Jason Foley.


—¿Uno de los Foley? —preguntó Pedro arqueando las cejas.


—¿Los conoces?


Paula sabía que Baltazar apreciaba a Pedro, pero, ¿hasta qué punto eran amigos?


—Cualquiera que haya trabajado para los Chaves, cualquiera que haya estado en Dallas, ha oído hablar de la rivalidad entre los Chaves y los Foley, y sabe que se odian mutuamente.


—Eso no es del todo cierto. Devon, el padre de Baltazar, intentó reconciliar a las familias.


—¿Por qué no me cuentas cómo empezó todo? Algo pasó con una partida de cartas, ¿no?


—Realmente todo empezó antes de la partida de cartas. La historia, quiero decir, no la contienda.


—No sé por qué me parece que esto empieza a complicarse —bromeó Pedro.


A Paula le gustaban las chispas de buen humor que aparecían en esos momentos en sus ojos. Le gustaba todo de él.


—Es una larga historia. ¿Estás seguro de que quieres oírla?


—Estoy seguro de que contándola tú, no se me hará larga.


—Muy bien, lo intentaremos. Si te aburres, me lo dices. Hubo una vez un barco que se hundió con un tesoro en 1898. Elwin Foley era uno de los miembros de la tripulación.


Continuó luego hablándole acerca de los rumores, el diamante, las minas y la partida de cartas que enemistó a las dos familias.


—Pero la mina sigue siendo propiedad de Travis, ¿no?


—No. Legalmente la propiedad pertenece aún a los Chaves.


—Si Pamela y Baltazar lo encuentran, no quiero ni imaginar lo que pasaría entonces entre los Foley y los Chaves.


—Baltazar no puede pensar en eso ahora —dijo ella—. Él ve en ese diamante la solución a la delicada situación que atraviesan sus negocios. Es el eje sobre el que gira toda la campaña publicitaria.


—Los diamantes ámbar.


—En efecto. Ése es el motivo por el que voy a ver hoy a una diseñadora, para crear un vestuario que vaya bien con esas gemas.


—Tú estás bien de amarillo, de verde, de azul, de rojo…


Ella se echó a reír.


—¿Estás tratando de halagarme para que no vayamos de compras?


—Me limito a decir lo que veo.


¿Qué era exactamente lo que él veía? ¿Una mujer que sabía muy bien lo que quería? ¿Una mujer que había sido engañada? ¿Una mujer que estaba empezando a amarle?


Tal vez todas las protegidas acabasen enamorándose de sus protectores.


No. Eso nunca le había pasado antes, aunque justo era admitirlo, tampoco había tenido antes a alguien con ella las veinticuatro horas del día.


—¿Estás segura de que era Patricia? ¿Y con Jason Foley?


—Conozco a Patricia. He estado con Jason unas cuantas veces, casi siempre en algún club de Dallas. Tiene fama de mujeriego. Patricia debería andarse con cuidado. Apostaría a que quiere algo de ella.


—Quizá sea una pareja de amantes unidos por el capricho del destino —dijo Pedro.


—Me gustaría creerlo. He podido pecar de ingenua con Miko, pero creo haber aprendido la lección. Si un hombre se acerca a ti con demasiado interés, si es demasiado encantador, pero no quiere compartir contigo las cosas importantes, entonces no quiere tener una relación, quiere otra cosa.


Paula y Pedro se miraron el uno al otro. Ella pensaba en la mujer y el niño que él había perdido.


—¿Te resulta muy doloroso recordar a tu mujer?


Pedro bajó la vista hacia la mesa, examinó la carta del menú y luego la puso sobre el mantel.


—A veces creo que me ayuda el recordarlo. Pero luego, cuando lo recuerdo, lo único que consigo es sumirme en el dolor. Aún me cuesta creer que pasase todo aquello.


—¿Tuviste un matrimonio feliz?


—Sí. A ella no parecía importarle seguirme a donde quiera que me llevase mi trabajo, aunque no le resultase fácil hacerlo. Estaba muy ilusionada con la idea de tener un bebé. Un bebé que tendría que cuidar, que criar, un bebé que le haría compañía durante todo el tiempo que yo estuviese fuera trabajando. Connie era maravillosa. Nunca se quejaba.


Paula no creía que ella pudiera llegar a ser tan maravillosa. Si se casase con alguien, no estaría dispuesta a sacrificar por él toda su vida, querría vivir plenamente la suya propia.


—Tú no podrías ser una buena esposa para un agente del Servicio Secreto —concluyó él, como si le estuviese leyendo el pensamiento.


Aunque ella sabía que era cierto, se sintió ofendida.


—Ahora no te pongas a la defensiva conmigo, Paula. Sabes de lo que te estoy hablando. Tú necesitas estar rodeada de gente que te quiera y eso es incompatible con algunas profesiones. El Servicio Secreto es una de ellas.


—No me parezco en nada a tu esposa, ¿verdad? —dijo ella algo deprimida.


—En nada —respondió él, escuetamente.


Pero no añadió que la admiraba, que tenía muchas virtudes. 


Sus propias virtudes.


«Basta», se dijo ella para sí. «Tú no necesita la aprobación de nadie. No necesitas la aprobación de Pedro. Tú eres quien eres, y eso es lo que tienes que recordar siempre. Tú necesitas un hombre que te acepte tal como eres».