jueves, 6 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 23




Paula corrió al cuarto de baño y se lavó bien la cara.


Por norma general, odiaba llorar, pero esa noche, después de llamar a su madre, se había sentido tan sola que se había derrumbado. En esos momentos, después de lavarse y secarse la cara, estaba empezando a sentirse mejor. Más limpia. Y más tranquila.


Se miró al espejo y vio que seguía teniendo la nariz y los ojos rojos e hinchados.


Al menos, se sentía más serena. De hecho, había empezado a tranquilizarse al ver a Pedro a los pies de la cama. Le había encantado descubrirlo allí, tan alto, guapo y responsable, con sus viejos vaqueros azules y una desgastada camisa de cuadros. Alguien en quien apoyarse.


Se sentía muy agradecida porque se hubiese atrevido a abrir la puerta y entrar a su habitación. Su fuerte y cordial presencia había hecho que, de repente, se sintiese segura. 


Había deseado que la abrazase, secarse las lágrimas con su camisa, hundir la cara en su hombro.


Habría sido perfecto. Con los brazos de Pedro a su alrededor, se habría sentido reconfortada, segura de nuevo, después de haber tenido la sensación de haber perdido los modales.


Pero Pedro había mantenido las distancias. Había sido amable y se había mostrado preocupado y distante, y ella no debía haber esperado nada más. Aquello era lo que le había pedido, que fuese su amigo y no su amante. Sabía que debía estar agradecida. Estaba muy agradecida.


Se miró al espejo.


«Venga, Paula. Ponte recta. Eres fuerte, recuérdalo», se dijo.


Pero seguía sin sentirse fuerte cuando Pedro volvió a su habitación con dos tazas de té.


—Ponte cómoda —le sugirió él en cuanto volvió a entrar.


Así que Paula se sentó en la cómoda cama de Eloisa Burton, con la espalda apoyada en un montón de cojines y las piernas estiradas. Pedro tomó la silla que estaba delante del escritorio y se sentó en ella, en la otra punta de la habitación.


—Esa silla parece demasiado pequeña para ti, Pedro.


Él miró hacia la cama; no había más sitios para sentarse en la habitación.


—Esta silla está bien, gracias.


Paula bajó la mirada y dio un sorbo a su té.


Estaba muy caliente, fuerte y dulce y era justo lo que necesitaba.


—Tienes mejor aspecto —comentó él—. Ya no estás tan pálida.


—Me siento mucho mejor, gracias —bebió más té y le sonrió—. Eres un buen hombre. Lo sabes, ¿verdad?


—Me lo dicen los peones todos los días.


Ambos sonrieron y se quedaron allí sentados, bebiendo té. 


Paula deseó hablarle de su familia y contarle por qué estaba tan triste.


—¿Te importa si hablamos? ¿Si me desahogo? —preguntó.


—Por supuesto que no.


—Supongo que son cosas de mujeres, lo de necesitar desahogarse.


—Siempre y cuando no me trates como a una amiga…


—Imposible.


Empezó a hablar de su familia, de los dos restaurantes rivales, Rosa y Sorella, y de las tensiones que habían existido siempre, y acerca de su tío Luca y los gemelos, y de lo mucho que había trabajado siempre Isabella.


—Pero esta noche, todo ha ido a peor —dijo—. Isabella me había enviado un correo diciéndome que llamase a mi madre. Así que lo he hecho.


Las lágrimas volvieron a sus ojos y Lizzie respiró hondo


—Al parecer, la primera esposa de Luca, Cindy, volvió a Estados Unidos y dejó a mi tío con los gemelos. Mi tío no estaba pasando por un buen momento económico y le pidió ayuda a mi madre… dinero.


Cerró los ojos un momento y recordó que su madre se había puesto tensa nada más oír el nombre de Luca.


—Mi madre se negó a ayudarlo —se le quebró la voz, tomó un pañuelo y se sonó la nariz.


—Tal vez tuviese buenos motivos para hacerlo —sugirió Pedro en tono amable.


Paula sacudió la cabeza.


—Es su hermano, Pedro. ¿Qué hermana se negaría a ayudar a su propio hermano? Sé que los dos siempre se han peleado mucho, pero lo que hizo me parece totalmente imperdonable. Mi madre siempre ha tenido mucho dinero. ¿Cómo pudo darle la espalda? Luca tenía dos hijos a los que alimentar, pero mi madre, su tía, no los ayudó nada y…


Las lágrimas corrieron por sus mejillas.


—Mi tío tuvo que mandar a Alessandro y a Angelo a Estados Unidos porque no podía mantenerlos —añadió—. Y todo fue por culpa de mi madre.


Todavía recordaba a los dos niños, con los ojos brillantes, sonriendo. A Luca se le debía de haber roto el corazón al tener que separarse de sus hijos.


La falta de compasión de su madre la había horrorizado. Se sentía traicionada por la persona a la que más quería.


Dos veces en su vida había querido y admirado tanto a alguien que había permitido que esa persona influyese a la hora de modelar su vida. Esas dos personas habían sido Mitch MacCallum y Lisa Firenzi.


Primero la había decepcionado Mitch y, esa noche, su madre.


En parte, se había decidido a quedarse embarazada sola porque sabía que su madre lo aprobaría y la aplaudiría. En esos momentos, se preguntaba por qué su opinión le había parecido tan importante.


Ya nada tenía sentido.


Dejó a un lado la taza y sonrió levemente a Pedro. Se sentía agotada después de habérselo contado todo.


—Supongo que estarás pensando que estoy haciendo una montaña de un grano de arena.


—En absoluto —contestó él—. Siempre es difícil aceptar los defectos de las personas a las que quieres.


Pedro la entendía. La entendía de verdad. Por un momento, a Paula se le habían olvidado los problemas que él había tenido con su padre, pero debía de comprenderla muy bien. 


Al darse cuenta, y estando allí sentada con él, en su dormitorio, en el silencio de la noche, se sintió increíblemente cerca de Pedro.


Siguieron hablando, compartiendo historias acerca de su niñez, de sus padres y de lo difícil que era aceptar que los ídolos también tenían defectos. Incluso hablaron de la posibilidad del perdón y a Paula le reconfortó mucho la idea.


Le habría gustado seguir hablando eternamente con él, pero bostezó y Pedro se puso en pie y recogió las tazas de té.


—Muchas gracias por el té y por la compañía —le dijo Paula, esperando no parecer demasiado decepcionada.


Él la miró; la expresión de su mirada era ambigua.


—Será mejor que duermas un poco.


Pedro iba a marcharse y ella se sintió muy sola. Sola de verdad. No tenía sentido. Estar sola era lo que había querido. Ser una mujer soltera, solitaria y fuerte.


Como su madre.


«Socorro», pensó.


Recordó que Pedro le había dicho que sólo tenía que pedírselo.


Sin pensarlo, lo tomó de la mano.


—¿Tienes que marcharte?


Él se puso muy tenso.


—¿Me estás pidiendo que me quede?


—Sí, creo que sí —dijo ella.


Después contuvo la respiración. No se podía creer que estuviese haciendo aquello. Sí, Pedro le había dicho que sólo tenía que pedírselo, pero ¿cómo podía estar segura de que él todavía la deseaba? Era increíblemente guapo, y tenía diez años menos que ella, que además estaba embarazada.


Se ruborizó, avergonzada, al recordar los recientes cambios que había experimentado su cuerpo. Siempre había tenido pecho, pero en esos momentos sus pechos eran más grandes que nunca, y pesados. También estaba empezando a redondeársele el vientre.


En silencio, Pedro dejó las tazas en la mesita de noche y luego se sentó en la cama. A Paula se le aceleró el corazón al notar cómo el colchón cedía bajo su peso. Olía ligeramente a jabón y en sus ojos verdes había una mezcla de cautela y deseo.


Lo vio tragar saliva y le dio la sensación de que temblaba el aire de la habitación.


Estaba muy nerviosa. Después de cómo lo había rechazado unos días antes, habría sido normal que Pedro decidiese levantarse de nuevo y marcharse de la habitación.


—Si me quedo, querré hacer el amor contigo, Paula.


Ella no logró responder, sólo pudo asentir.


Pedro volvieron a brillarle los ojos. No se había afeitado y Paula le acarició la masculina barbilla.


Sonrió.


—Eres tan encantador y raspas tanto…


Él tomó su mano y le besó los dedos.


—Y tú eres preciosa y muy suave —se inclinó y la besó en los labios—. Paula… me encanta cómo sabes.


—¿A qué?


—Sabes como la luna. Eres perfecta.


—Pues tú sabes a sol. También perfecto.


Él sonrió.


—La noche y el día.


Profundizó el beso y la acercó a él. Pau se sintió feliz. 


Cuando Pedro empezó a desabrocharle los botones de la blusa, ya no estaba nerviosa, sino excitada y caliente, consumida por el deseo.


Sintió el aire frío de la noche en la piel del escote y cerró los ojos mientras Pedro recorría con dulces besos la línea de su garganta hacia el pecho.


Pero cuando le quitó el sujetador, Paula volvió a abrir los ojos y se sintió obligada a darle una explicación.


—Mis pechos han cambiado con el embarazo, espero que no te importe.


Él los tomó con cuidado con sus manos.


—Eres preciosa, Paula. Increíble. Más perfección —bajó la cabeza para seguir besándola—. Pero no quiero hacerte daño.


—No me harás daño —le dijo ella. El deseo estaba haciendo que perdiese la vergüenza—. No te preocupes. Yo estoy bien y el bebé, también.


—Mejor que bien —dijo Pedro, volviendo a besarla.


Paula pensó que necesitaba aquello. Necesitaba cada caricia, cada beso. Eran vitales para ella. Eran lo que necesitaba.


Pedro era lo que necesitaba, le hacía mucho bien, necesitaba su cariño. Lo necesitaba tanto… Demasiado.




DESCUBRIENDO: CAPITULO 22





Pedro se detuvo justo delante de la puerta de Paula. Le había parecido oírla llorar, aunque eso fuese imposible. Pau era muy fuerte. Lo había visto con sus propios ojos, y había leído en Internet que tenía fama de ser una senadora especialmente dura.


Al parecer, era raro que Paula permitiese que la oposición le hiciese perder el control. No obstante, se acercó un poco más a la puerta y comprobó que no se había equivocado. 


Pau estaba llorando. No, era todavía peor. Sollozaba desconsoladamente, como si le hubiesen roto el corazón.


Alarmado, llamó a la puerta, pero Paula lloraba con tanta fuerza que no lo oyó. Pedro empujó la puerta y entró. Paula estaba tirada en la cama, con el rostro enrojecido, lleno de lágrimas. Parecía desesperada, estaba temblando.


Pedro se quedó tan impresionado que no supo qué pensar.


¿Habría algún problema con el bebé? ¿Tal vez un aborto?


Sintió miedo, pero se dijo que si Paula hubiese tenido algún problema con su embarazo, le habría pedido ayuda. Era demasiado lista como para sufrir en silencio. Le habría pedido que la llevase al médico.


No, tenía que ser otra cosa. ¿Algo peor? Pedro no soportaba verla así. Sintió ganas de abrazarla con fuerza, de tranquilizarla como si fuese una niña, pero sabía que a ella no le gustaría que se tomase tantas confianzas.


Inseguro y nervioso, se acercó a los pies de la cama. Buscó alguna pista con la mirada. La habitación estaba muy ordenada. No parecía haber nada fuera de lugar. El ordenador estaba apagado, pero el teléfono móvil estaba al lado de ella. Se preguntó si le habrían dado alguna mala noticia.


De repente, como si hubiese sentido su presencia, Paula levantó la cabeza y lo vio. Entonces se sentó corriendo y se limpió las lágrimas con las manos.


—Siento molestarte —se disculpó Pedro—, pero no he podido evitar oírte llorar y estaba preocupado. Tenía la esperanza de poder ayudarte de algún modo.


—Muchas gracias, pero no. Es sólo… —señaló hacia el escritorio—. ¿Podrías acercarme esa caja de pañuelos?


Pedro lo hizo y Paula se apresuró a limpiarse la cara y sonarse la nariz. Cuando hubo terminado, tiró los pañuelos húmedos encima de la mesita de noche e intentó sonreír, pero no lo consiguió.


—Debo de estar horrible.


—No me asusto fácilmente —dijo él, aliviado. Las cosas no podían ir demasiado mal, si a Paula le preocupaba su aspecto—. En cualquier caso, estás guapa con la nariz roja.


En esa ocasión, Pau consiguió sonreír un poco.


—¿Estás segura de que no puedo ayudarte?


Ella negó con la cabeza.


—Son sólo… —hizo un gesto de impotencia—. Cosas de mi familia en Italia. A veces me gustaría…


Dejó de hablar. Parecía perdida, y a Pedro se le rompió el corazón. Lo necesitaba, eso era evidente.


Cuando la miró a los ojos, supo que quería que la abrazase, que borrase sus lágrimas con besos, que la protegiese de lo que tanto la había disgustado.


¿O se estaba equivocando?


Decidió ser prudente y quedarse donde estaba. Habría sido demasiado fácil aprovecharse de la vulnerabilidad de Paula, pero en esos momentos sólo quería ayudarla.


—¿Quieres que te traiga algo? —le preguntó—. ¿Una taza de té?


Pensó que había hablado como si fuese una tía vieja y estúpida que pensase que todo podía arreglarse con una taza de té.


Paula también pareció sorprenderse.


—Me encantaría. Gracias, Pedro.


—Espérame aquí —le dijo él en tono amable—. Volveré en dos minutos.


Ella sonrió.


—Iré a lavarme la cara.






DESCUBRIENDO: CAPITULO 21




Esa noche, Paula recibió otro correo electrónico de Isabella. Lo abrió enseguida, deseosa de tener más noticias de su familia y aliviada por poder dejar de pensar en Pedro.


Hola, Pau:
Tengo muy buenas noticias y estoy muy contenta. He conseguido la dirección de Alessandro y Angelo, y voy a mandarles un correo para presentarme y contarles que soy su hermana.
Lo cierto es que tengo más noticias, pero no sé si debo contártelas.


A Paula le dio un vuelco el corazón al leer aquello. Cerró los ojos. No quería seguir leyendo el mensaje de Isabella. En su vida normal, nunca evitaba las malas noticias, pero aquello era diferente, era su familia, y tenía miedo.


Abrió los ojos y siguió leyendo:
Mi padre me ha contado hoy algo que me ha afectado mucho. Lo siento, Paula, pero tiene que ver con Lisa.
Supongo que tendrás que enterarte, antes o después, así que tengo que advertírtelo, aunque pienso que será mejor que te lo cuente tu madre.
Espero no haberte asustado, Paula. No es una emergencia. Tu madre no está enferma, pero deberías pedirle que te explique por qué se comportó como lo hizo cuando mi padre fue a pedirle ayuda. Siento ser tan enigmática, pero por el momento no puedo decirte más.
Te quiere,
Isabella


Consternada, Paula volvió a leer el mensaje para intentar darle sentido.


¿Qué podía haber hecho su madre?


Sintió náuseas.


De niña, siempre había idealizado a su madre. Lisa Firenzi tenía una belleza digna de una reina, era muy independiente y dirigía con éxito el restaurante más sofisticado de Monta Correnti. Para ella era la mujer ideal.


Después de llegar a Australia para poder estar cerca de su padre, Pau había tomado a su madre como modelo. Su ejemplo, de mujer autosuficiente y triunfadora, la había salvado cuando Mitch MacCallum la había apartado de su vida sin miramientos. Y había vuelto a ayudarla cuando Toby le había hecho tanto daño unos años después.


Durante su carrera política había habido muchas ocasiones en las que había utilizado la fuerza de su madre como inspiración.


«¿Qué has hecho, mamá?», se preguntó, angustiada.


Era una pregunta que no se atrevía a hacer, pero, por desgracia, no tenía elección. Sabía que debía plantearla, aunque estaba segura de que no le gustaría la respuesta.


Tomó el teléfono con manos temblorosas y empezó a marcar el número de su madre