lunes, 8 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 46




Encerrada en el cubículo de su despacho, Paula estaba sentada detrás de la mesa, hablando por teléfono con Flasher. Se sentía un poco culpable por haberle dejado abandonado en Virginia, y le alegraba enterarse de que ya estaba de vuelta. 


Ojalá lo tuviera delante, ojalá no estuviera en el otro extremo de la ciudad, descansando en su apartamento después de haberse pasado la noche conduciendo. Por lo menos, uno de los dos iba a dormir bien, ya que ella no había conseguido conciliar el sueño en toda la noche.


Y se le notaba: tenía ojeras, le dolían la cabeza y los músculos. También tenía revuelto el estómago, así que había vuelto a echar mano de las tabletas antiacidez.


Pero todo eso no le afectaba lo más mínimo en comparación con el agudo dolor en su corazón. 


Sufría bajo los efectos de una explosiva mezcla de pena y amargura, a la que se añadía una buena dosis de vergüenza y humillación.


Se metió un puñado de pastillas, y tapó el auricular para disimular.


—Te oigo masticar. ¿Te estás mordiendo las uñas? —preguntó Flasher.


—No, ya no me queda ninguna. He empezado una dieta a base de tabletas antiacidez.


—Mmmm… No duermes, te has devorado las uñas y el estómago te arde por los cuatro costados… No quiero ni imaginarme la pinta que tienes.


—Imagínate lo peor. Y encima no te tengo aquí para ayudarme con el maquillaje.


—Debes tener unas ojeras de muerte.


—Horribles.


—Y seguro que tienes ese tono ceniciento en la piel…


—Efectivamente, y los ojos rojos —añadió Paula


—Olvídate del maquillaje entonces. Lo mejor que puedes hacer es volver a casa antes de que alguien te vea.


—No puedo. Tengo una reunión importante dentro de quince minutos.


—Si la memoria no me falla, todos tus problemas comenzaron precisamente en una de esas importantes reuniones.


—Y acabarán en esta, te lo aseguro —dijo, aunque la voz no le salió tan firme como hubiera querido—. Pienso dar un informe completo y después presentar mi dimisión.


—¡Guau! Oye, oye, rebobina, por favor: para empezar, una reunión de alto nivel no es el lugar más adecuado para hacer confesiones… sean profesionales o de cualquier otro tipo. Y en segundo lugar, no tiene ningún sentido que presentes la dimisión. Sigues siendo la mejor editora que ha tenido nunca la revista. Y en tercer lugar…


—En tercer lugar, la he pifiado. He consentido que nuestros lectores vivan en un fraude.


—¡Lo superarán, no te preocupes! Habrá unos pocos que dejen de comprar la revista, pero el resto se olvidará enseguida de lo ocurrido. ¿Y sabes por qué? Aunque la mayoría empezaron a comprar la revista cuando apareció la columna, seguirán haciéndolo por otros reportajes.


—Razón de más para dimitir.


—Paula. Paula, Paula…. esto no tiene nada que ver con los lectores, ¿verdad? Lo haces por lo que ha pasado con Pedro.


—Bajé la guardia, Flasher, y eso es algo que no puedo soportar. Si no hubiera estado tan quedada, le hubiera hecho más preguntas, habría estado más alerta y…


—La única diferencia es que te habrías enterado antes de la verdad. Y entonces, ¿qué habrías hecho?


«Para empezar, no me hubiera acostado con él. No me hubiera enamorado». El dolor que sentía era casi insoportable. Las lágrimas se apelotonaron detrás de sus párpados; no, no quería llorar más. Ya había tenido suficiente dosis de llanto, y no podría soportar que los ojos se le pusieran peor.


—¿Sabes que intentó sobornarme?


—Sí, me lo contó.


—¿Te lo contó? ¿Cuándo?


—En el camino hasta aquí. Tuvimos mucho tiempo, así que hablamos de un montón de cosas.


—¿Pedro está en Chicago?


El corazón se le puso a mil por hora: Pedro no estaba en el otro extremo del país, sino muy cerca. A pesar de todo lo ocurrido, no pudo evitar una oleada de excitación.


Sin embargo, logró controlarse casi de inmediato. Probablemente lo único que querría sería salvar su trabajo, convencerla para que apoyara su historia. Pues no pensaba ni recibirlo.


—¿Y tú te consideras mi mejor amigo? ¿Cómo has podido venir con él? No me digas que también le has dado alojamiento en tu casa…


—No —replicó Flasher—. Me dejó en la puerta y se marchó. Dijo algo acerca de acampar delante de tu apartamento.


—¿Le diste mi dirección? —¿es que nadie estaba libre del virus de la traición?—. Si cuando regrese a casa me lo encuentro allí, te juro que… Lo… Lo mato.


—Es un tipo que merece mucho la pena, pero, claro, a lo mejor no llega al nivel exigido por la sublime Paula, la pura y perfecta Paula.


—Eso es una crueldad… Yo nunca he dicho que fuera perfecta, solo que…


—Solo que no vas a perdonar a Pedro por no serlo.


—Es un mentiroso.


—Y tú también lo eres, mi querida Paula Esther. Cada vez que entras en la oficina y te conviertes en Doña Paula Esther Chaves, estás mintiendo.


—Eso es diferente, lo hago simplemente para protegerme, para trabajar mejor.


—Lo mismo se puede decir de Pedro: presentó a la revista una idea única, y decidió «protegerse» para salvaguardar su puesto. ¿Cómo podía imaginarse que ibas a llamar un día a su puerta?


—¿Acaso me estás echando la culpa de lo ocurrido?


—No se trata de buscar culpables… Ya hay demasiados conflictos como para que yo quiera añadir uno más. Además, ¿no sabías que con su trabajo ayuda económicamente a su hermana y los niños?


—A lo mejor esa no es más que otra de sus mentiras.


—Pues será una mentira de Ana entonces… —Te quedaste a solas con ellos apenas un par de horas. ¿Cómo es que has conseguido enterarte de tantas cosas?


—Es fácil, sobre todo cuando se prescinde de los puñetazos en el estómago del tío favorito…


Así que también le habían contado aquello. 


Debería sentirse avergonzada… A decir verdad, se sentía como un gusano.


—¿Y qué más te dijo Pedro? —preguntó.


—Que te quiere —respondió Pedro—. Y que hay unas cuantas cosas que le gustaría discutir contigo.


—No quiero escucharle.


—¿Aunque acampe delante de tu puerta? Creo que te costará evitarlo.


—Me iré a un hotel, compraré ropa nueva. No volveré nunca más a mi apartamento.


No, ese plan no funcionaría nunca. Pero no quería volver a ver a Pedro nunca más. No podría soportar el dolor. Él tenía razón en muchas de las cosas que le había dicho, y ahora todo eso se había echado a perder.


Puede que lograra evitar volver a verlo, pero nunca podría superar el hecho de que nunca en su vida volvería a encontrarse con alguien tan especial.


—¿Por qué has tenido que traerlo hasta aquí? —le preguntó con la voz rota por la pena.


—Porque tú vives aquí. De acuerdo: el hombre hizo algo realmente estúpido, casi ilegal si quieres. «El Segador» empezará a afilar la guadaña en cuanto se entere.


—¿Tú crees que la revista le llevará a juicio? —preguntó Paula alarmada.


—Yo creo que se esforzarán por tapar todo el asunto, para evitar la publicidad negativa y todo eso.


Paula suspiró aliviada. Flasher tenía razón. Por lo menos, Pedro y su familia quedarían a salvo de aquella humillación. No quería que pasaran por eso. Y entonces… ¿qué era lo que quería?


Recordaba los besos de Pedro, la forma tan perfecta en la que se habían unido sus cuerpos… Salió de su ensoñación solo al oír que Flasher le estaba diciendo algo.


—… Pero eso no borra de un plumazo sus buenas cualidades: cometió un error, es cierto, pero no caigas tú en otro cerrándole las puertas. Por lo menos escúchale, no le mandes al patíbulo solo porque no sea perfecto.


—Yo no quiero a alguien perfecto.


—¿Desde cuándo?


—Desde que me abrió los ojos una chica de trece años.


Tal vez la semana anterior solo habría aceptado a alguien así, pero eso había sido antes de su charla con Belen. La niña tenía razón. La gente demasiado perfecta hacía que los demás parecieran subnormales.


—Dime por qué debería hacerte caso —le pidió a su amigo.


—Porque en este caso, soy yo el que tengo razón.


Porque solo le movía la mejor de las intenciones, y porque, además era una de las pocas personas que la conocía bien. A decir verdad, solo había otro hombre que la entendiera mejor, y ese era Pedro. Estaba claro que no había sido su intención herirla deliberadamente, que se había metido en aquella farsa antes de conocerla.


Había intentado decirle la verdad en cuanto pudo, justo cuando su relación se había convertido en algo realmente serio… pero ella no había querido escucharle.


Paula suspiró hondamente. Podía entender que lo había hecho por pura ambición, y eso podía perdonárselo.


Lo que no podía disculpar era la forma en que había intentado engatusarla para que apoyara sus mentiras. Eso nunca.


Si hubiera tenido las agallas de confesar su error, de asumir su responsabilidad… por lo menos eso habría demostrado qué clase de hombre era. Ella no podía amar a un hombre que se conformara con menos que eso…


—Está bien: cuando esta noche regrese a casa, te prometo que no daré una patada al animal que me encuentre agazapado en el felpudo —dijo. «Pero tampoco le dejaré entrar». Le llevaría a la cafetería de la esquina, allí podrían charlar, en territorio neutral. Se despedirían y ahí acabaría todo.


Paula colgó el teléfono y sacó un espejito del bolsillo para mirarse. Tenía un aspecto horrible: los ojos rojos, el cabello sin brillo, la tez de un color gris mate…


Y encima se suponía que tenía que presentar su mejor aspecto en aquella maldita reunión. Por desgracia, ni siquiera el mejor maquillaje del mundo podría ayudarla a conseguirlo.


Por otra parte, su aspecto exterior le preocupaba menos que su capacidad psicológica para enfrentarse a aquel momento crucial. 


Necesitaba imperiosamente presentarse en la reunión con total seguridad en sí misma, fría profesionalidad, que todo en su expresión denotara la gran pérdida que la revista iba a sufrir con su marcha. Sin embargo, estaba hundida, completamente desmoralizada. Incapaz de reunir el aplomo que le había hecho merecer el apodo de Dama de Hierro, intuía que, entre otras sorpresas, aquel día sus compañeros iban a conocer por fin a Paula Esther, la pusilánime.


Tras hacer unos pequeños ejercicios de relajación, salió por fin del despacho, intentando andar con calma y confianza. Cuando llegó a la sala de reuniones, no vaciló: asió el tirador y entró sin dudar.


Tres rostros se volvieron para mirarla.


«Y yo que pensaba que tenía mal aspecto», murmuró para sus adentros, observando las caras desencajadas de sus compañeros.


—¿Dónde está Smith? —preguntó al ver su silla vacía.


Jones hizo un gesto como si le hubieran rebanado el pescuezo.


—Es reconfortante ver que no ha cambiado nada —comentó, sentándose en su sitio. A pesar de su aparente dureza, le temblaban las piernas.


Por desgracia, ni tiempo tuvo para recomponerse un poco: se abrió la puerta casi inmediatamente y entró «El Segador», con su pavorosa expresión de reptil. Se sentó presidiendo la mesa, dirigió una mirada a los tres hombres y enseguida centró en ella toda su atención.


—Creía que estabas en Richmond escribiendo ese reportaje sobre el papá perfecto.


—Ya he terminado. No había razón para quedarme ni un día más.


—Me alegra oír que has terminado un reportaje de una semana en cuatro días —replicó su jefe.


—No, no quiero que me entiendas mal: con lo que he terminado es con mi compromiso con esta revista —declaró Paula con voz firme y serena—. Sospechabas que uno de nuestros autores era un fraude, pensabas que se limitaba a firmar unos artículos que, en realidad, escribía una mujer, alguna estúpida ama de casa, creo que dijiste. Estabas equivocado… Y tenías razón.


—No te pagamos para que vengas aquí con acertijos. Espero que hayas hecho un buen trabajo —«El Segador» estaba enfadándose por momentos.


—No he escrito el artículo: fui a Virginia esperando encontrarme con un hombre dedicado a educar a sus tres hijos. Y eso fue lo que encontré. Si hubiera investigado un poco más, habría descubierto muchas más cosas. Por desgracia, el señor Pedro Alfonso, el hombre al que nuestros lectores conocen como Pedro Garcia…


Se abrió la puerta de la sala con estrépito. Todos se volvieron sobresaltados.


—Acaba de llegar y espero que a tiempo —dijo Pedro, plantado en el umbral. Dirigió una mirada a todos y cada uno de los presentes y, al llegar a ella, se detuvo.


Paula. se quedó como paralizada. Abrió la boca para tomar aire, pero lo único que consiguió fue atragantarse. Por suerte, uno de sus compañeros le dio unas palmaditas en la espalda que le hicieron volver en sí.


—¿No te alegras de verme, cariño? —preguntó Pedro.


¿Cómo se atrevía a presentarse de aquel modo, interrumpiendo la reunión, cuando se suponía que la estaba esperando en su apartamento? 


Sin embargo, había algo en él que le hacía parecer diferente al hombre que ella conocía.


El traje. Se había puesto un traje. Paula, nunca lo había visto de aquella guisa, pero enseguida decidió que los vaqueros y las camisetas le quedaban mejor. Cuando se fijó en su cara, se dio cuenta de que tenía unas ojeras aún peores que las suyas.


Debía estar agotado después de haberse pasado la noche en la carretera. No era de extrañar que tuviera un aspecto tan mustio, pálido y desencajado.


Se le derritió el corazón al verlo. Casi sin querer, le dedicó una cálida sonrisa.


Él se quedó en el umbral, como si pasar dentro de la sala fuera más de lo que podía soportar. 


Sin embargo, consiguió devolverle la sonrisa. Y era idéntica a todas las que le había dedicado aquellos días, y el efecto que tuvo sobre ella fue exactamente el mismo.



EN APUROS: CAPITULO 45




La vida nunca le había parecido más triste, pensó Pedro mientras se rehacía un poco.


—¡Guau! Menudo puñetazo —dijo Simon.


—¿Es que no vas a ir detrás de ella? —preguntó Belen incrédula.


—No creo que pueda —intervino Ana mientras ayudaba a Guillermo a conducir a su maltrecho hermano a un sillón.


Pedro se tumbó en los cojines, hundido en la pura desesperación.


—Todo ha terminado. Lo he intentado, y ella no ha querido ni oírme.


—¿Y qué querías? —replicó Ana—. Si hubieras intentando semejante truquito conmigo, ahora estarías muerto, te lo aseguro.


—¡Pero Paula es majísima, mamá! Y a Pedro le gusta… Y a ella le gusta él —intervino la casamentera de su hija mayor.


—Me parece que ya no —observó Guillermo.


—Es que no lo ha intentado de verdad. Venga, tío Pedro, no puedes dejarla escapar. A nosotros también nos gusta mucho —Belen le tiró de la manga. Queriendo obligarle a que se levantara.


—Chicos, subid a vuestras habitaciones ahora mismo —les ordenó Ana.


—Buena idea —apostilló Guillermo—. Será mejor que no veáis esto: vuestra madre la va a emprender con el pobre tío Pedro.


—Guillermo… —Ana lanzó a su ex una mirada de advertencia—. Tú también deberías irte a casa. 


Pedro y yo tenemos que hablar… A solas.


De lo único que tenía ganas el joven era de irse a su casa a lamerse las heridas. Sabía que si se quedaba, Ana les echaría sal y vinagre, añadiendo a su tormento uno de sus famosos sermones. Por desgracia, estaba tan abatido que ni fuerzas le quedaban para salir corriendo.


Ana se puso manos a la obra en cuanto se quedaron solos.


—Así que la quieres, ¿no?


Pedro se limitó a asentir con la cabeza.


Ana se cruzó de brazos y se sentó en el sofá.


—Teniendo en cuanta la forma en la que irrumpió cuando llegué, fregona en ristre y dispuesta a defenderte, yo diría que ella también te quiere.


—Me quería —la corrigió Pedro.


—Te quiere —insistió Ana—. ¿Por qué te crees que se ha enfadado tanto? He leído por ahí que solo te pones furioso con la gente que te importa de verdad.


—No creas todo lo que lees. La mayoría de los escritores no tienen ni idea de lo que están hablando, y el resto simplemente mienten. Y yo debería saberlo… En cualquier caso, Paula buscaba al Hombre Perfecto, y yo no doy la talla. No creo que pudiera soportarme.


—Ya estás exagerando otra vez. No creo que se trate de ser perfecto, sino de esforzarte por corregir algunos errores.


—¿Y por dónde sugieres que empiece? —preguntó intrigado. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de conseguir que Paula le perdonara.


—A mí me parece que has olvidado una cosa primordial: lo importante no es el dinero, Pedro. Pero, ¿de verdad piensas que el dinero da la felicidad, o la seguridad?


Algo parecido. Tenía que reconocer que durante mucho tiempo se había movido según ese principio. Sin embargo, cuando Ana lo formulaba parecía… Miserable.


—Pues tendrás que crecer, hermanito. Puedes llegar a reunir un tesoro, y seguir siendo tan patético como te ves ahora si no consigues retener a tu lado a la persona que de verdad te importa. La única seguridad que puedes obtener en este mundo es la que te da el amor y la familia. Y esa es la primera lección que debes aprender si quieres salir del lío en el que te has metido.


Ana tenía toda la razón. ¿Acaso ellos dos no se ayudaban en cualquier circunstancia? ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Estaba tan obsesionado por el éxito material que había mentido a miles de personas, aunque sabía perfectamente que hacía mal. Y lo peor de todo era que había mentido a Paula.


—¿Y qué hago ahora?


—Tendrás que arreglarlo todo —le advirtió Ana muy seria—. Y ni se te ocurra hacerlo a base de sobornos y chantajes. Si de verdad quieres a Paula, no puedes consentir que salga de tu vida, no sin luchar con uñas y dientes al menos. Ve en su busca, Pedro. Si no lo haces, nunca te lo perdonaré. Además, será mejor que lo hagas si pretendes seguir viniendo a cenar a esta casa.


—Dijiste que no valían los sobornos…


—Yo puedo chantajearte, tú a mí no. Pedro, si no vas detrás de ella, tú mismo no te lo perdonarás nunca.


—Lo sé… Ahora mismo me siento fatal. No soy capaz ni de mirarme a la cara.


—Por supuesto, ¿qué esperabas? —Ana estaba siendo implacable—. Entonces, ¿a qué estás esperando?


Fue como si le quitaran un enorme peso del pecho. Poco a poco se normalizó el ritmo de su respiración, aún difícil debido, en buena medida, al impacto que había sufrido en pleno diafragma.


—Tienes razón: la quiero y voy a intentar que vuelva.


Una algarabía de aplausos y exclamaciones estalló en el piso de arriba.


—Niños, ya os he dicho que os quedéis en vuestros cuartos…


—¡Ya vamos! —respondieron a coro.


Pedro se echó a reír, lleno de esperanza. La llamaría inmediatamente. No, tenía que ir en persona a buscarla.


Chicago no estaba tan lejos: podía reservar una plaza en avión para aquel mismo día. En cuanto llegara, decidió, acamparía a la puerta de su apartamento hasta que consintiera en escuchar sus razones. No… lo que iba a hacer era demostrarle que había cambiado, que era otra persona.


Puede que no fuera perfecto, pero sí lo suficientemente sincero y razonable como para admitirlo. Y pensaba esforzarse lo que hiciera falta para cambiar.


Pedro marcó el número del aeropuerto. Si le daba tiempo a llegar al próximo vuelo, aquella misma noche estaría en Chicago… por desgracia, tras pasarse un buen rato al teléfono, enseguida fue evidente que no quedaba ni un solo billete.


—Bueno, siempre puedes llamarla… —propuso Ana.


—Me colgaría sin darme tiempo a decirle nada. Tengo que ir en persona. Siempre puede cerrarme la puerta en las narices, pero… Al final no le quedará más remedio que escucharme… lo que pasa es que no sé cómo voy a llegar hasta allí.


—¡Pues en coche! —gritó Kevin desde el piso de arriba.


—¡Niños!


—No, Ana, tiene razón. Iré en coche: si salgo ahora mismo y no me paro, podré llegar…


—Hecho polvo —le interrumpió su hermana—. No solo deberías parar varias veces, sino incluso dormir por el camino. No puedes hacerlo de un tirón a no ser que te turnes con otra persona.


—¿Vendrías conmigo? —le imploró. Sabía que le estaba pidiendo un gran favor, pero estaba absolutamente desesperado.


—¡Pero si acabo de llegar a casa! Además, ¿qué hacemos con los niños?


—Se lo puedo pedir a Guillermo —Pedro salió disparado de la sala de estar. Cuando abrió la puerta de entrada, se chocó con alguien que estaba entrando en ese momento.


Flasher y Pedro se miraron aturdidos.


—¡Dios mío! ¿Qué pasa ahora? ¿Habéis vuelto a incendiar la cocina? —preguntó el fotógrafo extrañado.


—¡Flasher! ¡Gracias a Dios que no te has ido! —Pedro le asió por los hombros y le dio un abrazo tan fuerte que le hizo crujir todos los huesos.


—Si hubiera sabido que iba a tener este recibimiento, habría vuelto mucho antes —bromeó.


—Perdonad… —desde el umbral, Ana miraba extrañada a los dos hombres.


—Ana, este es Flasher, Flasher, esta es Ana, mi hermana.


—No encuentro tu chaquetón —dijo Ana.


—¿Qué? —preguntó Flasher extrañado.


—Haz el equipaje. Regresas a Chicago —le explicó Pedro.


—¿Y eso? ¿Qué pasa con el reportaje? ¿Dónde está Paula?


—Se ha ido —dijo Pedro—. No te preocupes, te lo explicaré todo por el camino. Salimos dentro de media hora.


—¿Te vienes en avión conmigo?


—No, nos vamos los dos en coche.


—¡Yupiiii! —gritaron los niños bajando las escaleras de tres en tres.


Se produjo un momento de terrible confusión: Pedro besó a Ana en la mejilla, abrazó a los niños y solo se detuvo cuando se encontró delante los labios de Flasher.


—Ya estoy comprometido —dijo.