sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 14




Paula no podía dormir. A lo mejor era por estar en una casa extraña, en una cama extraña, o por estar sola otra vez.


Desde que había subido a acostarse, había estado escuchando por si oía llegar a Rio, pero nada, ni siquiera oyó a Gaby que, por lo que sabía, seguía fuera.


Se había ido a su habitación tras una exigua cena de atún y una hora de televisión. Ahora estaba sentada en la cama intentando leer, pero enseguida lo había abandonado por una glamorosa revista sobre las rupturas de celebridades ricas e indulgentes. Cansada de todo aquello, dejó la revista a un lado y miró al techo.


Pensó que a lo mejor se relajaba con otra ducha o un baño caliente. O quizá el jacuzzi. Como Pedro no estaba, pensó que podría meterse sin que nadie se enterase. Y si regresaba, Gaby la avisaría con tiempo suficiente para volver a la casa.


Se levantó de la cama y buscó el único bañador que tenía, negro y muy sencillo. Tomó una toalla y bajó las escaleras. 


Para asegurarse se asomó a la habitación de Pedro, cuya puerta estaba entreabierta. La cama estaba hecha, y su dueño ausente. Entonces encendió la luz. Le pareció una habitación muy masculina, desde la cama de pino macizo cubierta por sábanas negras y doradas hasta las elegantes alfombras. Tenía una zona para sentarse a la derecha, con varias mesas adornadas con vasijas de porcelana de diversas formas y tamaños y algunas esculturas. En la pared, sobre la chimenea de mármol negro, colgaba un calendario con la luna, el sol y las estrellas. Pero lo que más le llamó la atención fue el aroma embriagador de Pedro.


Se puso nerviosa por invadir la intimidad de este y salió del dormitorio para bajar hasta el jardín. No había luna y hacía frío, por lo que estuvo a punto de echarse hacia atrás, pero ya que había llegado hasta allí, decidió continuar. Cuando se le acostumbraron los ojos a la tenue luz, se dirigió al jacuzzi y se detuvo a unos pocos metros al divisar una figura oscura envuelta en sombras en el agua. Pedro.


–Parece que hemos tenido la misma idea –la paralizó la profunda voz del médico.


–No podía dormir, así que pensé que podría relajarme aquí, pero si estás tú…


–Hay sitio suficiente para los dos.


Aunque hubiera ocupado todo el jardín, Paula dudaba de que hubiera suficiente espacio para ella y Pedro Alfonso. No si quería mantenerse en guardia, con la cabeza alta y la ropa puesta.


–Ven conmigo –invitó él, con una voz tan seductora que prometía un placer inenarrable–. El agua está fantástica.


En aquel momento no era el agua su mayor preocupación, sino la presencia inesperada de Pedro. No se atrevía a dar un paso más; de hecho, no se atrevía a moverse. Pero al fin decidió que podía hacerlo y actuar como adultos si se quedaba un rato.


Se ató la toalla en el pecho y anduvo muy despacio. Logró bajar los escalones, pero no quitarle la vista de encima. La oscuridad no le permitía imaginar mucho más que la figura en tinieblas, lo cual, pensó, era bueno, ya que se dio cuenta de que Pedro había dejado su ropa al borde en una esquina, y sospechó que era toda la ropa.


Aún con la toalla enrollada, se sentó en el borde opuesto a él con los pies en el agua.


–Vaya, está mucho más caliente de lo que pensaba.


–Acaba de subir unos grados la temperatura –repuso él, mostrando los dientes al sonreír en la oscuridad–; entre otras cosas.


Paula no quiso mirar, pero lo hizo, aunque por suerte no vio nada. Entonces él se estiró hacia atrás y encendió la luz. 


Los chorros de agua tomaron vida, poniendo en marcha una espumosa cantidad de burbujas así como el pulso de Paula. Ella miró hacia otro lado, temerosa de ver algo que no quería; es decir, todo el cuerpo de Pedro, que ahora estaba reclinado en una esquina.


–¿Te vas a meter, Paula, o te vas a quedar ahí sentada hasta hacerte un cubito de hielo?


–Hace un poco de frío –contestó ella, que sentía escalofríos de verle el torso desnudo.


–Aquí se está muy bien –contestó él–. Bonito bañador.


–Es todo lo que tengo –dijo ella, después de mirarse y volverlo a mirar a él.


–Lo digo en serio, Paula, te queda muy bien.


–¿Cómo ha ido el parto? –preguntó ella, para cambiar de tema.


–Sin problemas. De hecho ha dado a luz en dos horas, una niña muy sana. Un poco por debajo de su peso, pero está bien.


–¿Entonces llevas todo este tiempo en el jacuzzi?


–Si fuera así –contestó él con una carcajada– estaría arrugado como una pasa. Y créeme, no lo estoy.


Una vez más ella quiso mirar bajo las profundidades del agua, encontrar un hueco entre las burbujas, encontrar el tatuaje y lo que había debajo. Pero se obligó a mantener la mirada en el rostro de Pedro.


–¿Cuánto tiempo llevas en casa?


–Lo suficiente para darme un baño rápido y después meterme aquí. Me quedé en el hospital hasta que se despidió de su hija.


–¿Se despidió?


–La ha dado en adopción.


A Paula se le partió el corazón; ella solo llevaba unos meses sin su hijo y aquello la destrozaba, así que no podía imaginarse entregar a un hijo para siempre.


–Seguro que ha sido una decisión difícil.


–Sí, pero ha sido por su bien. Quiere acabar el colegio y no tiene dinero porque sus padres la han echado. Pero tiene un familiar dispuesto a hacerse cargo de ella, pero no de su hija.


–Espero que encuentren una buena familia para el bebé.


–Yo también; es duro que no te quieran.


A Paula le extrañó que él dijera algo así cuando le había hablado con tanto cariño de su madre; le extrañó que hubiera sonado tan triste.


–Yo no lo sé. Parece que tengas experiencia.


–Bueno, mi madre era verdad que me quería, hasta que se casó con mi padrastro.


–No lo habías mencionado.


–Sí, el coronel.


–¿El hombre para el que trabajaba?


–Sí, y cuando se casaron me mandaron a un colegio interno. Esperaban que me conformara, que fuera lo que ellos quisieran, en el caso de él, blanco. No quedaría bien para un militar condecorado tener un mocoso pobre y multirracial, ¿verdad?


–Pero se apellidaba Alfonso.


–No, se apellidaba Burlington. Me adoptó, pero yo usé el apellido de mi padre en la Escuela de Medicina, y lo cambié legalmente una vez resuelto lo de su patrimonio.


–Siento que tuvieras que vivir así.


–A cambio tengo todo esto –dijo él, haciendo un gesto con la mano–. Me dejó todo su dinero y su rancho, que vendí enseguida. No quería tener recuerdos de él.


De nuevo las revelaciones de Pedro rompieron los esquemas de Paula. Aquel hombre era aún más enigmático de lo que creía. Entonces se le resbaló un tirante del bañador. Cuando se lo fue a subir, él la interrumpió.


–Déjalo.


Por algún motivo ella le hizo caso, a pesar de que el tirante caído le bajaba el escote y dejaba al aire la parte superior de los senos.


–Métete, Paula; no te voy a morder. Mucho.


Paula sospechó que le costaría más energía de la que poseía resistirse. Pero en aquel momento ya no deseaba luchar contra él. Estaba segura de que sabría guardar las distancias y mantenerse apegada a la realidad. Se quitó la toalla y se metió en el agua frente a Pedro. La piel lisa de este se veía azul por la luz. Pero él era oscuro y peligroso, la proverbial calma antes de la tormenta. Apoyó la cabeza atrás y cerró los ojos para borrar la imagen de Pedro. Pero entonces una mano le agarró la muñeca, haciéndole abrirlos y acelerándole el pulso. Lentamente el doctor le dio la vuelta y la colocó sobre él.


–Relájate –le susurró–, no voy a hacerte daño.


Pero Paula sabía que podía hacerlo, al menos emocionalmente. Aunque en aquel momento no le preocupaba, pues toda su atención se centraba en algo que sentía en la parte baja de la espalda. Y no tenía ninguna duda sobre qué era aquel «algo».


Él posó sus labios sobre el hombro desnudo de ella y los fue subiendo por el cuello. Ella tembló por la sensación y volvió a temblar cuando él le bajó el otro tirante y le acarició lo que asomaba de sus senos con los nudillos. Paula deseaba que continuara, quería más, pero él no siguió.


–Quítatelo –murmuró Pedro–. Te sentirás mejor.


Abandonando todo rastro de sentido común, Paula sacó los brazos de los tirantes y se bajó el bañador, dejando por completo los senos ante la vista y las manos del médico. 


Pero aun así él no la tocó, al menos de manera íntima.


Pero sí la abrazó, juntando las manos sobre sus senos. A Paula le maravilló el contraste de los tonos de piel; el suyo casi de marfil y el de él, de chocolate. Le maravilló su repentina desinhibición y su indescriptible necesidad de que la tocara.


Le flotaron las piernas y por lo que le pareció flotó ella entera. Esperó a que Pedro le terminara de quitar el bañador pero al ver que no lo hacía, se lo quitó ella y miró cómo se retorcía por la corriente.


–Mucho mejor. ¿No sientes más libertad? –le preguntó Pedro.


Paula tuvo que admitir que la sentía, igual que se sentía exaltada, descontrolada y necesitada. Entonces lo miró y vio brillar su pendiente de oro y sus ojos casi del mismo color. Sus rasgos fuertes y definidos por la luz reflejada de la superficie del agua la hipnotizaban, al igual que sus labios, cuyo contorno dibujaban las sombras de la noche.


Él se quedó observándola un rato; esperaba algo pero ella no podía saber qué era. No hizo el menor movimiento a pesar de que su mirada no abandonó la de ella.


Incapaz de aguantar más el suspenso, Paula le agarró la mandíbula y se acercó su boca a la de ella. Él la besó con fuerza, con ganas, una incursión lenta pero firme, seductora; entraba y salía, hasta que ella perdió la noción de tiempo, lugar o de propósito.


Un leve gemido trepó por su garganta y ella intentó detenerlo, pero no pudo. Tampoco pudo apaciguar las ansias. Entonces sintió su erección contra la espalda, mientras se le movían las caderas por la corriente. Le pareció el momento más erótico de su vida, al saber lo cerca que estaba de entregárselo todo, y al reconocer al fin una faceta sensual de ella misma que había aprendido a negar hacía mucho tiempo.


Pero cuando él le tocó un pecho, Paula se tensó, un acto reflejo que no pudo controlar. Él interrumpió el beso y le pasó el pulgar por los labios.


–¿Quieres esto, Paula?


–Sí.


Sentía que la iba a tratar con cuidado y cariño, con destreza. 


Y así fue, primero con un pequeño pellizco en un pezón y después en el otro. Sintió que se fundía con él y cerró los ojos, inmersa en sus caricias y con las ondas del agua.


La noche la envolvía como un manto tan confortable como el abrazo de Pedro y su tacto sedoso. Algo se rompió dentro de Paula, su miedo, sus preocupaciones. Todo lo que importaba era él y lo que le hacía sentir, la innegable pasión, el ansia que era tan extraña y al mismo tiempo tan bien recibida.


Como si se hubiera deshecho por completo del caparazón de soledad y celibato que había reinado su vida hasta el momento, le tomó la mano y se la llevó abajo. Él se detuvo bajo el ombligo y empezó a frotarla con los nudillos con un ritmo torturador.


–Dime lo que quieres, Paula –susurró.


–Tócame –dijo ella, que no quería pensar ni considerar lo que estaba a punto de suceder.


–¿Así? –le preguntó él mientras jugueteaba con los rizos que tenía ella entre las piernas y le tocaba la piel sensible en una caricia suave pero persistente.


–Sí.


Las palabras sensuales de Pedro bailaban en su cabeza como las burbujas sobre su cuerpo. Él la tocaba en lugares que ella había ignorado durante mucho tiempo. Entonces le introdujo un dedo de forma pausada.


El vapor se elevó sobre ella mientras Pedro la envolvía en una nube de deseo. La presión empezó a subir bajo los insistentes pellizcos, igual que su necesidad de resistirse por miedo a perderse completamente. Pero por mucho que luchara por prolongar su llegada, el clímax llegó con la fuerza de una tempestad, sacándole el aire de los pulmones y el razonamiento del cerebro. Sentía el pulso en los oídos y le temblaba todo el cuerpo. Entonces se sintió débil y satisfecha.


Pedro siguió jugando con ella un rato, siguió acariciándole el vello con manos suaves. Ella quería que la tocara otra vez, y otra, quería sentirlo dentro.


–¿Estás bien? –susurró él.


Estaba más que bien, y más que lista para continuar. Solo pudo asentir, acariciándose la mejilla contra la piel mojada y cálida del cuello de Pedro.


–Bien, así a lo mejor consigues dormir –dijo él, le levantó la cara, le besó los labios y se quitó de detrás–. Quédate todo el tiempo que quieras.


Cuando salió del jacuzzi, ella solo pudo quedarse mirándole el trasero bien esculpido, el cabello empapado por los hombros y la espalda brillante por la humedad. Y cuando se volvió, la evidencia de que aún estaba excitado llamó su atención antes de que se pusiera los vaqueros sin molestarse en secarse.


Se sentía acomplejada, sola, desnuda, con frío y confusa. Se cubrió el pecho con un brazo y con el otro buscó el traje de baño. Al no encontrarlo, decidió salir de la bañera y ponerse la toalla.


–¿Dónde vas? –preguntó, castañeteando los dientes, mientras se sentaba en el banco, incapaz de seguir de pie.


–A la cama.


–Pero yo…, tú…


–¿Yo qué?


–Pensé que terminaríamos esto.


–Esta noche no, Paula –dijo, y se puso la camiseta–. Esto ha sido por ti.


Entonces se arrodilló y le pescó el bañador, lo escurrió y se lo tiró, dándole con fuerza en los pies. Ella lo agarró y se puso de pie, intentando controlar su ira.


–O sea que estabas haciéndome un favor, ¿no? La pobre y desesperada Paula Chaves que no ha estado con un hombre en muchos años.


–¿No has estado?


–No, y no necesito favores –dijo ella, y le miró la entrepierna–. ¿Es algún tipo de examen de fuerza que te haces, o tienes intención de aliviarte tú solo?


Él se comió el espacio entre ambos en un par de zancadas, le agarró la mano y se la puso en la erección.


–Tengo intención de que me alivies tú pero solo cuando estés lista –dijo, y se alejó un paso.


–¿Otra vez volvemos a eso? –dijo ella, mirando al cielo–. He hecho lo que querías. He dicho tu nombre, varias veces. ¿Qué tengo que hacer ahora, recitar poesía?


–Tienes que aprender a confiar en mí. Tienes que creer que valgo lo suficiente como para hacer el amor conmigo de cualquier manera.


–¿Y yo no tengo nada que decir? ¿Haremos el amor cuando tú digas que ha llegado el momento?


–Haremos el amor cuando vengas a mí sin que yo te coaccione, ni un minuto antes.


Apagó los chorros y las luces del jacuzzi, se giró y se marchó corriendo, con Gaby siguiéndole los talones. El sonido de la puerta sacó a Paula de su trance. De repente sintió frío hasta la médula, y soledad. También se sintió decidida. Le parecía bien que Pedro quisiera jugar, pero ella no tenía por qué jugar con él. Y si esperaba que ella fuera a él, podía ir pensando en otra cosa.


No lo necesitaba, y aquello fue lo que se repitió una y otra vez toda la noche.



CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 13





Paula miró con los ojos muy abiertos una habitación que tenía todos los recreativos de interior que se pudiera imaginar, incluida una canasta en una esquina, una mesa de billar en el centro y juegos recreativos alineados en la pared. 


Lo único que sonaba a adulto era una barra que recordaba a una taberna, con un espejo al fondo, estantes repletos de licores y vasos de todas las formas y tamaños.


–Esto antes era un comedor formal.


–Parece lo suficientemente grande para ser un salón de baile.


–Es cierto. La habitación no tenía nada cuando compré la casa, así que lo convertí en salón de juegos.


A Paula le parecía que Pedro Alfonso era un niño jugando a ser adulto, médico conservador de día y adolescente aventurero de noche. Ya conocía a los de su clase; de hecho había estado casada con uno, así que sabía que era la clase de hombre que debía evitar a toda costa.


Pero en aquel momento no podía evitarlo, pues la estaba agarrando de la mano, como si esperara su aprobación por un trabajo bien hecho. Y estaba arrebatadoramente atractivo. Se soltó y fue a la mesa de billar, de madera tallada, obviamente cara, quizá incluso una antigüedad, y aparentemente cinco veces más cara que su coche. Lo miró y vio en él una expresión de orgullo.


–Muy interesante, doctor. ¿A esto es a lo que te dedicas en tu tiempo libre cuando no estás en el jacuzzi?


–Sí, me ayuda a relajarme –dijo, y levantó una ceja–. ¿Te interesa algún juego?


–¿Qué juego?


–Elige –dijo él, mostrándole toda la habitación–, aunque yo estaba pensando en el billar.


–Oh, no sé, hace tanto tiempo… Nunca he sido muy buena –dijo, mientras para sus adentros pensaba que nunca había sido tan buena como su padre, pero definitivamente no se le daba mal.


–Jugaré suavemente –dijo él, con voz melosa, hipnótica, que le hizo a Paula pensar en que le hiciera el amor también suavemente.


Intuyó que lo haría tomándose su tiempo, usando sus manos habilidosas, sus labios… Se alarmó por estar pensando tales cosas, pero no podía negar que Pedro era el hombre de sus fantasías. Entonces decidió que no había nada malo en tener fantasías, siempre que no permitiera que estas se tornaran realidad.


Pedro se colocó en el otro extremo de la mesa, sacó las bolas y las puso sobre el fieltro. Las colocó y fue por los tacos que colgaban del único espacio vacío de la pared.


–¿Exactamente cuánta experiencia tienes?


–Como ya te he dicho, hace mucho que no juego.


–Entonces te dejaré romper.


Decidida a centrarse en el juego, relajó los brazos, fue al extremo de la mesa y estudió el ángulo de tiro.


–¿Está bien así? –preguntó, fingiendo ignorancia.


–Diría que sí.


Pedro no parecía estar mirando la bola ni el taco. Más bien le miraba el escote, ligeramente abierto por su posición agachada. Normalmente Paula lo habría reprendido, se habría abrochado la camisa hasta el cuello y lo habría fulminado con la mirada. Pero no se sentía en absoluto normal. Se sentía perversa y disfrutaba del poder que parecía ejercer sobre él en aquel momento.


–Todo tuyo –dijo él al fin, mientras retiraba el triángulo.


Paula meditó un poco y le dio a la bola blanca haciéndole botar dos veces antes de caer cerca del resto de las bolas.


–A lo mejor no sujetas bien el taco.


Pedro se tomó su tiempo en ir al otro lado de la mesa, pero no dudó en colocarse detrás de Paula y abrazarla, y en colocarle la mano al final del taco. Ella tenía toda la confianza del mundo en cómo sujetar un taco, pero no tenía ni idea de cómo manejar la proximidad de él y mantenerse lo suficientemente compuesta para seguir jugando. Sentía su calor en la espalda, duro, masculino, que la embriagaba como si hubiera vaciado la barra de un bar.


Sintió su aliento en el rostro y después una llama que le recorría todo el cuerpo. Olía a incienso, picante, exótico y tentador. Paula siguió fingiendo no saber, siguió jugando a un juego en que las apuestas eran muy altas y en que el precio era perder el sentido común si no tenía cuidado.


–Agárralo con fuerza –le aconsejó él con voz cálida y melosa, seductoramente sexy.


–Lo intentaré –dijo ella, aunque lo dudaba.


Sentirlo detrás la hacía perder el control por completo. 


Parecía una mujer en una situación desesperada, envuelta en los brazos fuertes de un hombre-niño con demasiado encanto y los medios de hacerla temblar.


Con la ayuda de Pedro, que en realidad no necesitaba, rompió el saque, y esparció de forma efectiva las bolas sobre la verde superficie, del mismo modo que se desparramó su compostura en presencia de él. Para su desagrado y a la vez su alivio, él se estiró y se alejó de ella; tenía una expresión de seguridad en sí mismo.


–No tienes que acertar a la primera.


Paula sonrió para sí, pensando en lo poco que sabía él. 


Pero decidió que la farsa ya había terminado y empezaba la competición. Se inclinó sobre la mesa, mientras intentaba no hacer caso del escrutinio de Pedro.


–La bola doce al agujero de la esquina –dijo Paula, y lo hizo.


Y volvió a hacerlo una y otra vez. Sin apenas esfuerzo limpió la mesa de todas las bolas rayadas.


–Bueno, doctor –dijo al fin, descarada y satisfecha–, ¿quieres dar algún toque antes de que meta la bola ocho?


–Serás bruja –respondió él, con sonrisa sexy y siniestra–. ¿Dónde aprendiste a jugar así?


–De mi padre.


–Te enseñó bien.


–La verdad es que sí. De hecho se ganaba la vida como profesor, de inglés. Igual que mi madre.


–¿Todavía jugáis los dos?


–Murió cuando yo iba a la universidad.


–Lo siento.


–Yo también, pero la verdad es que vivió una vida completa. Solo me habría gustado que hubiera conocido a su nieto.


Pedro dejó el taco sin molestarse en tirar, pero desde luego hizo mella en la determinación de Paula cuando se acercó a ella, le quitó el taco que dejó junto al suyo, y le acarició la mejilla con los nudillos.


–No recuerdo haber tenido ningún profesor que fuera un lince en el billar. Pero tampoco recuerdo que ninguna de sus hijas tuviera un aspecto como el tuyo.


Paula se separó de él y anduvo a zancadas al otro extremo de la habitación, hasta llegar a un montaje de tren, con hasta el más mínimo detalle, con sus árboles y sus casitas. Se agachó y observó con detenimiento el túnel al pie de una montaña arbolada.


–A Jose le encantaría esto. El tren que le regalé era de plástico barato.


Escuchó un ruido y al levantar la mirada vio a Pedro metiendo todas las bolas en los agujeros. Tenía la camiseta un poco levantada, lo cual dejaba entrever su piel dorada y marcaba sus definidos músculos. El pelo le tapaba un poco el rostro al agacharse, pero a Paula no le importó, pues ya la conocía de memoria.


–Cuando era pequeño solía mirar un montaje muy completo en el escaparate de una tienda de trenes –comentó, metió una bola y se incorporó–. Esperé muchos años para poder tener uno.


–¿Cuántos años tienes exactamente?, si no te importa que te lo pregunte –le dijo, buscando algo sencillo de qué hablar al sentirlo detrás de ella.


–¿Literalmente? –preguntó él, mientras encendía el motor–. Treinta y tres.


–¿Y cuántos te gustaría tener? –siguió preguntando ella, concentrada en la maqueta.


–Depende. Aquí vuelvo a tener trece. En el mundo real tengo que ser un adulto.


–Pues te llevo un año.


–¿Solo tienes catorce?


–Ja, ja –contestó ella, volviéndose con una sonrisa–. Treinta y cuatro, y medio.


Él se acercó más a ella, y pareció absorber el aire que había entre ellos.


–Una mujer mayor, intrigante. Pareces mucho más joven, no catorce, pero yo te echaba menos de treinta.


–A veces me siento una anciana.


–Estás radiante –dijo él, acariciándole la mejilla mientras observaba su cara sonrojada.


Paula se estaba perdiendo, perdiendo su voluntad de resistirse a él. Sabía que no era sensato, pero el razonamiento no estaba en su mente en aquellos momentos. 


Pedro sí que lo estaba, con su mirada penetrante y una sonrisa que desde luego no era la de un niño.


–¿Así que no te gusta ser adulto?


–No hay nada malo en ser un hombre cuando las circunstancias lo requieren.


Pedro paró el tren, dejando la habitación en silencio. 


Entonces se acercó más a ella y le tapó la boca con un beso que podía haber hecho temblar las vías, las paredes, y que podía hacer a Paula caer en la inconsciencia. Y lo hizo. Su lengua, el calor abrasador de su cuerpo, la fuerza de sus manos firmes que le recorrían la espalda y se detenían en sus caderas, tuvieron en ella el efecto de un encantamiento, un hechizo del que no habría podido escapar aunque de ello hubiera dependido su propia vida.


Ella le rodeó el cuello y le exploró el pelo negro y sedoso con las manos. El deseo avanzaba a medida que sus preocupaciones se retraían. Bajo la experta orientación de Pedro Alfonso, se olvidó de tener miedo de querer.


De repente Pedro se movió y la llevó quién sabía a dónde. 


Quizás a un lugar de ensueño construido por él, como el dios mitológico del que le había hablado, un dios del sol que había creado una tea mientras él movía la boca suave pero firmemente sobre la de ella. Paula supo instintivamente que podría llevarla a lugares desconocidos para ella, si se lo permitía.


Entonces sintió que el borde de una mesa le golpeó la cadera, y supo que era la de billar, aunque no importaba. Lo único que tenía en la cabeza en aquel momento era Pedro y lo que este le estaba haciendo a su cuerpo y a su mente.


Este le recorrió el cuello con los labios, dejando una estela de hormigueos. Entonces le desabrochó los botones de la blusa muy despacio, permitiendo que el aire le refrescara la piel ardiente. Pero el calor volvió cuando le besó los senos erectos.


–¿Me quiere usted? –preguntó de repente él.


–Sí.


–Diga mi nombre –ordenó él en voz baja y persuasiva.


–¿Qué? –preguntó ella, que entendía español pero no aquella petición.


–Di mi nombre.


Ella lo gritó en la mente, pero temía formar la palabra en los labios. Si prescindía de la formalidad, temía que ya no fuera más el doctor esquivo. Si permitía que continuara aquel asalto glorioso a sus sentidos, aquel preludio del placer, estaba convencida de que podía convertirse en su amante. Y una vez más se haría vulnerable a un hombre que en absoluto necesitaba.


Pero necesitaba el contacto físico, sentirse deseada, satisfacer ansias que hacía mucho que había apartado de su vida, perderse en los brazos de un hombre que se llamaba «Pedro», un hombre terriblemente seductor que prometía llevarla a territorio inexplorado.


Dudó un momento más, buscando en los ojos de él una razón para parar. Pero no vio más que preguntas y desilusión.


–Me prometí que no lo haría –se detuvo de repente él.


–¿Que no harías qué?


–Presionarte.


–No me has presionado; yo he dejado que ocurriera.


–No estás preparada –aseguró él, mirándola al fin.


–¿Cómo puedes decir eso? –preguntó ella, que se sentía más que preparada.


–Porque no puedes decir mi nombre. Y no voy a hacer el amor con una mujer que me llama doctor.


Pedro–dijo ella, con las manos en jarras y olvidando la camisa abierta–, ahí lo tienes. ¿Estás contento ahora?


–Sí, lo has dicho, pero no querías –replicó él con media sonrisa.


–No entiendo nada en absoluto.


–Lo entiendes, pero no lo reconocerás.


–Olvídalo –dijo ella, abrochándose la camisa con manos temblorosas–; de todas formas ha sido un error. Todo.


–¿En serio, mi amante?


–No soy tu amante, ¿recuerdas?


–Lo serás, Paula –afirmó él, con una mirada que podía derretir la mesa de billar–, cuando estés lista.


–Estás muy seguro de ti mismo, ¿no?


–Puedes mentirte –dijo él cruzando los brazos–. Puedes fingir que no hay nada entre nosotros. Pero yo no puedo mentir; sé lo que siento cuando te abrazo y no es poca cosa.


Paula se preguntó entonces por qué no se habría quedado en Nochevieja en su destartalado apartamento. Se sentía cómoda con su existencia, con su celibato y sus elecciones. 


Y le molestaba que hubiera tenido que llegar él para interrumpir su vida, un hombre que la hacía arder, desear, que le hacía darse cuenta de que poseía deseos insospechados.


El sonido del teléfono la sobresaltó.


–Doctor Alfonso. De acuerdo, voy para allá –contestó Pedro–. Tengo que irme al hospital.


–Creía que no estabas de guardia –repuso ella, que ya lo estaba echando de menos, lo cual le molestaba bastante.


–No lo estoy, pero es un caso especial. Primer hijo, dieciséis años; está asustada. Su novio no ha aparecido y quiere que yo la asista.


–Supongo que te necesita –dijo ella, cuya admiración hacia él creció más de lo que creía capaz.


–Sí. Es agradable sentir que alguien lo hace de vez en cuando.


Sonó casi triste, y tan solitario como Paula se sentía la mayor parte del tiempo. Se detuvo en la puerta antes de salir.


–Siéntete como en casa. Puedes calentar una cacerola de la nevera para la cena. Me la dejó la asistenta.


–Lo haré –dijo, y sintió que necesitaba decirle algo, pero no sabía qué–. ¿Pedro?


–¿Sí? –respondió él con sonrisa de satisfacción.


–Como es primeriza puede que tardes, así que quería darte las buenas noches y agradecerte todo. Espero que puedas dormir.


–¿Dormir? –dijo él, apoyándose en el marco de la puerta–. Ni en un millón de años.