sábado, 6 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 20





A Pedro le sorprendía que no estuviera enfadada. Había pensado que estaría furiosa porque se hubiera aprovechado de su inocencia excitándola sin ofrecerle una culminación sexual satisfactoria. Siguió mirándola y dijo:
— ¿No crees que deberías pensártelo unos días?


Se sentía como un tonto por argumentar en contra de su propia sugerencia, en un esfuerzo por portarse bien con Paula. Casarse con ella era lo que más deseaba. Así que ¿por qué no cerraba la boca?


— Naturalmente, si fuera una proposición auténtica, me tomaría más tiempo para pensármelo, pero dadas las circunstancias... — su voz de desvaneció.


En fin, si iban a hablar del asunto, sería mejor que lo hicieran fuera del dormitorio.


Pedro la agarró de la mano y la llevó escaleras arriba, al cuarto de estar. En cuanto llegaron a lo alto de la escalera, le soltó la mano.


Sabía que su comportamiento era ridículo, pero el mero hecho de estar a unos pasos de ella lo turbaba. Se acercó a la puerta corredera de cristal y la abrió de par en par. 


Necesitaba aire fresco. Una brisa vespertina se coló en la habitación. Pedro señaló con la cabeza las sillas de la terraza.


— ¿Por qué no nos sentamos aquí fuera? —preguntó, saliendo a la terraza.


Ella lo siguió y se sentó frente a él. Su alegre falda se agitaba con la brisa y le recordaba los tesoros ocultos que no podía tocar. Pedro se aclaró la garganta y dijo:
—Bueno, ¿de qué estabas hablando? Mi proposición es tan auténtica como la que más.


Ella sonrió.


— Quizá. Lo que pretendía decir es que, dado que no nos casaríamos por las razones habituales, no hace falta pensárselo mucho. No quiero volver a mi apartamento más que para hacer la mudanza. Como bien decías, en tu casa hay sitio de sobra para los dos. Me parece que has tenido una idea muy sensata y razonable.


Pedro experimentó una profunda sensación de alivio. Sus músculos se relajaron y se recostó en la silla lanzando un suspiro. Luego, frunció el ceño. Un momento. Paula hablaba del asunto como si fuera un contrato comercial, con aquel tono profesional, diáfano y preciso.


Pedro la observó en silencio. Parecía relajada, apoyada cómodamente en la tumbona, como si disfrutara plácidamente de la tarde, de las vistas y, quizá, de la compañía. No tenía aspecto de ejecutiva con su blusa y su falda de colores. Sin embargo, su expresión era idéntica a la que solía mostrar en la oficina: apacible y serena. ¿Su encuentro sexual no la había afectado en absoluto?


Claro que sí, se dijo con impaciencia. Paula se había excitado tanto como él. Y, sin embargo, no mostraba signos de frustración. Había algo injusto en todo aquello. ¿Sabía Paula lo difícil que le había resultado apartarse de ella, tanto física como emocionalmente? Estaba claro que no.


De pronto se sintió desanimado, pero Paula no pareció notarlo.


— Supongo que tendremos que decidir cuándo y cómo nos casaremos —dijo, pensativa—. ¿Quieres invitar a algún familiar a la boda?


—No.


—En ese caso, no veo razón para celebraciones; ¿o tú sí? 
Mi familia lo entenderá perfectamente cuando les explique por qué nos hemos casado.


Él se mordió el labio inferior antes de hablar.


—No he pensado mucho en las formalidades que conlleva una boda. Solo pensaba en los resultados.


—No me sorprende, Pedro. Tú siempre piensas en los resultados — si el resultado era llevarse a Paual a la cama y retenerla allí unos cuantos días, o incluso semanas, decididamente estaba de acuerdo con aquella aseveración—. Pensemos dónde. En Texas hay que esperar tres días para casarse después de sacar la licencia matrimonial. No sé cómo será aquí, en Carolina del Norte. Como he traído el portátil, puedo mirarlo en Internet. Si no hay período de espera, podríamos casarnos mañana mismo y regresar inmediatamente a Dallas. ¿Qué prefieres hacer tú?


Paula hacía que todo aquello pareciera una reunión de negocios. Pedro se incorporó bruscamente. ¿Y qué?, se preguntó. ¿A él qué más le daba? Ciertamente, no quería una ceremonia sentimental en la que se juraran amor y devoción eterna. Paula lo conocía bien. Podía desentenderse del asunto y dejar que ella se ocupara de todos los detalles.


—Me da igual. Si vamos a casarnos, hagámoslo cuanto antes —dijo.


Ella balanceó las piernas sobre el lateral de la tumbona.


—Miraré qué nos conviene más —regresó al interior de la casa.


Pedro siguió contemplando el paisaje. La boda le interesaba menos que la luna de miel. Naturalmente, no tendrían una auténtica luna de miel. Debían volver a la oficina, el trabajo se les acumulaba. No sabía si era buena señal que no lo hubieran llamado de la oficina en las últimas veinticuatro horas. Quizá fuera mejor que llamara él, para comprobar si todo iba bien.


Entró en la casa. Paula ya estaba enganchada al teléfono. 


Pedro bajó las escaleras, entró en su habitación y tomó su teléfono móvil. Marcó un número grabado y aguardó a que Julia contestara.


—Hola, Pedro —dijo la secretaria alegremente—. ¿Qué tal van las cosas?


—Creo que ya está todo resuelto. Al menos, creo que Marcelo podrá acabar el trabajo sin necesidad de internamiento psiquiátrico, ¿Qué tal por ahí?


—Bien. Ha habido muchas llamadas, pero ninguna emergencia. Le he dicho a todo el mundo que podía localizarte si se trataba de algo urgente, pero me han dicho que esperarían a que volvieras.


—Bien —se quedó pensando un momento—. Julia, ¿alguna vez me he tomado vacaciones?


— ¿Vacaciones? —repitió la secretaria, como si no supiera si lo había oído bien.


—Sí.


—No, al menos desde que yo estoy aquí; pero, claro, de eso hace solo cinco años.


—Tomo nota. ¿Tú crees que la oficina se sumiría en el caos si me tomara unos días libres?


Ella contestó, riendo:
—Creo que podríamos apañárnoslas bastante bien sin ti, Pedro. Paula siempre se encarga de todo cuando tus viajes se alargan más de lo previsto.


— Sí —dijo él frunciendo el ceño—. Paula siempre está al pie.


— ¿Es que piensas irte de vacaciones? La verdad es que te vendría muy bien relajarte un poco y descansar.


— ¿Ah, sí?, ¿tú crees? ¿Y si cuando vuelva soy otro hombre? ¿Crees que podrás acostumbrarte?


—Bueno, lo cierto es que dudo que puedas mantenerte alejado de la oficina más de un par de días. No te imagino haraganeando en una playa perdida.


Él se echó a reír.


—No sabía que fuera tan predecible.


— ¿Paula sigue contigo?


—Claro. Ha sido de gran ayuda.


—Tengo un par de mensajes para ella. Uno es de su hermana, que llamó para preguntar por qué no contestaba al teléfono. Le dije que estaba fuera de la ciudad y me ofrecí a darle el número de allí, pero dijo que esperaría a que la llamara cuando volviera.


—Le daré el mensaje. Pásame con Rich. Nos mantendremos en contacto. Ya sabes dónde encontrarme.


—Claro. Espera, voy a pasarte con él. Tras una serie de pitidos y chasquidos, el jefe de administración se puso al teléfono. —Aquí Rich Harmon.


— Soy Pedro. ¿Qué tal va todo?


Rich le resumió lo que había pasado en la oficina durante su ausencia y le explicó cómo había conseguido hacerse con la situación. Pedro quedó impresionado. Rich parecía manejarse a la perfección en sus nuevas responsabilidades. Quizá, después de todo, no pasaría nada si se iba con Paula unos días.


Cuando Rich acabó, Pedro dijo:
— Saldremos mañana por la mañana, no sé a qué hora. Estaré en la oficina a media tarde, como mucho. Si hay algo que quieras que mire antes del lunes, déjamelo encima de la mesa.


Colgó y volvió a subir las escaleras. Paula levantó la mirada, que tenía fija en la pantalla del ordenador.


—Mira, esto es lo que he encontrado. Si queremos casarnos en Carolina del Norte, no hay período de espera. Tendremos que sacar la licencia en un juzgado. Podemos hacerlo mañana por la mañana. Con un poco de suerte, habrá alguien que pueda casarnos antes de que nos marchemos. ¿Qué te parece?


Pedro se le hizo un nudo en el estómago. Aquello era exactamente lo que quería. Aquel encogimiento de las tripas se debía sin duda a las lecciones que había recibido durante su infancia acerca de las mujeres.


Pero aquello era distinto. Si su padre conocía alguna vez a Paula, Dios no lo permitiera, descubriría que su teoría estaba equivocada. No todas las mujeres eran tan malas como su padre las pintaba. Naturalmente, Paula confundiría por completo a su padre. Era demasiado honesta para que Harold Freeland la entendiera. Su padre siempre juraba que no había mujer honesta.


Paula vería a través de Harold como si este fuera transparente. En otra época, Harold había ganado mucho dinero utilizando su encanto y su labia. Pero a Paula no podría estafarla. Ella vería al instante la vacuidad que se ocultaba bajo su fachada de gran señor.


A veces, Pedro soñaba que vivía aún con su padre y que lo seguía de ciudad en ciudad, huyendo de la policía o del sheriff.


— ¿Pedro?


Ah, sí. Paula le había hecho una pregunta, ¿no? Sobre su boda.


— Perdona, estaba pensando en otra cosa. Creo que tienes razón. Lo mejor es que nos casemos aquí y volvamos a Dallas mañana mismo. ¿Qué se necesita para sacar la licencia?


— Solo el permiso de conducir.


Él asintió. Bien. Su asistente había vuelto a encargarse de todos los detalles.


— ¿Dónde está el juzgado?


—En Asheville, así que no tendremos que desviarnos del camino —miró su reloj—. No sé tú, pero yo estoy muerta de hambre. ¿No te apetece tomar nuestra última cena antes del cumplimiento de la sentencia? —bromeó.


Él apretó la mandíbula.


— ¿Eso es lo que piensas de nuestra boda?


—No, en absoluto —contestó ella con ligereza—. Solo estaba bromeando. Llevas toda la tarde muy serio —se apoyó contra uno de los taburetes de la cocina—. Mira, si has cambiado de idea, lo entenderé perfectamente. Tengo otras opciones. Pensaba irme a casa de mi hermana una temporada. Cuando se canse de mí, podría irme donde mi hermano, que tiene una casa muy grande en el campo y que...


—Oye, no hay razón para que te pongas a la defensiva. Si quieres ir a visitar a tu hermana, no me importa. Mereces tomarte unas vacaciones... Lo cual me recuerda que Julia me ha dicho que tu hermana te llamó esta mañana.


—No me extraña. Le dejé un mensaje en el contestador, antes de saber que vendríamos aquí, diciéndole que tal vez fuera a visitarla.


— ¿Prefieres ir a visitarla a casarte conmigo?


— ¿Es que son cosas incompatibles? — ella sonrió — . ¿Sabes, Pedro?, empiezas a parecer un novio ansioso. Si no te conociera, pensaría que...


—Me conoces lo bastante bien como para saber que siempre mantengo mi palabra. Te hice una proposición. La aceptaste. Por la mañana le diremos a Marcelo que nos lleve al juzgado de Asheville. Después tomaremos un taxi hasta el aeropuerto. Ahora, vamonos a cenar.





BAJO AMENAZA: CAPITULO 19




Pasó lo que le parecieron horas bajo el chorro de agua fría, obligándose a dejar la mente en blanco y concentrándose en aplacar los deseos de su cuerpo. Había sido un idiota al pensar que Paula aceptaría casarse con él. Ella procedía de una buena familia. Él no sabía nada de la familia de sus padres, pero teniendo en cuenta las vivencias de su niñez, Paula seguramente no querría que su futura familia se contaminara con los genes de un desarrapado.


Y tenía razón, pensó, cerrando el grifo. Por supuesto que sí. 


Se secó con la toalla. Era una idea absurda. Eso era lo que pasaba cuando se pensaba con otras partes del cuerpo, y no con el cerebro: que uno se metía en un río.


Se vestiría y le pediría disculpas. Quizá Paula tuviera razón, a fin de cuentas. No les vendría mal pasar algún tiempo separados. No había razón para pensar que no podía vivir sin ella. Claro que podía. Y lo haría desde ese preciso momento.


Decidió afeitarse, recordando que había arañado con su barba la delicada tez de Paula. La llevaría a cenar a algún sitio bullicioso y poco romántico. A un sitio con mucha luz. 


Se había salvado por los pelos, había que reconocerlo. Todo ese rollo del amor era para otros. «Pero no para mí.»


Se vistió rápidamente. Se pasó una última vez el peine por el pelo y cruzó la habitación, sintiéndose en pleno dominio de sus emociones por primera vez desde hacía horas. Pero al abrir la puerta, se detuvo de golpe. Paula estaba allí, con la mano en vilo, lista para llamar a la puerta.


— ¡Ay! —exclamó ella, y se rió suavemente—. Casi te doy en el pecho.


—No importa. Eh, mira, Paula, sé que me he pasado de la raya y lo lamento. Te prometo que...


Ella le puso los dedos sobre los labios y dijo:
—Venía a decirte que, si tu oferta sigue en pie, creo que es buena idea que nos casemos.


¿Por qué no agarraba un bate de béisbol y lo golpeaba con él en la cabeza? De hacerlo, no lo habría dejado más sorprendido.


— ¿Casarnos? ¿Quieres casarte conmigo?


La sonrisa de Paula era tan dulce como la de un ángel.


—Creo que sí, señor Alfonso, creo que sí.





BAJO AMENAZA: CAPITULO 18




Ella alzó la cabeza y lo miró, atónita. Seguramente esperaba que él sonriera, que le quitara hierro a la situación, que le dijera que solo era una broma. Pero Pedro no sonrió. 


Nunca había hablado más en serio en toda su vida. Así que aguardó.


La voz de Paula sonó vacilante.


— ¿Cuántas veces, durante los años que hace que nos conocemos, me has dicho con toda convicción que el matrimonio no es para ti?


Él torció la boca.


—Digamos que no sé mucho del tema.


—No es solo eso y tú lo sabes. Has tenido muchas oportunidades de casarte desde que te conozco.


— Sí, pero verás... Tengo un problema. No confío en mucha gente. No, espera, déjame que te lo aclare. No confío en nadie salvo en ti.


—Oh, Pedro... —dijo ella, conmovida.


—Mira —añadió él rápidamente—, tú eres mi mejor amiga. Me conoces mejor que nadie. Naturalmente, sé que ese no es un buen argumento para casarse, pero al menos sabemos que no habrá sorpresas.


—Hablas en serio, ¿verdad? —preguntó ella lentamente, escudriñando su cara.


Pedro no le gustó la ternura de su voz. Ni su compasión. 


Quería ayudarla, no que se compadeciera de él.


Pedro sabía lo que quería. Quería que Paula Chaves viviera con él. La quería en su cama. Quería que ella fuera lo último que veía por las noches y lo primero por las mañanas. 


Quería abrazarla, enseñarle a hacerle el amor a un hombre. 


A hacerle el amor a él.


—Te he oído decir más de una vez que el amor no existe.


—Sí. ¿Y qué?


—De modo que lo que sugieres es que nos casemos para satisfacer nuestras necesidades físicas, pero sin involucrarnos sentimentalmente. ¿Es eso?


Él se encogió de hombros.


—Yo te respeto, Paula. Tú lo sabes. Y después de lo que ha pasado hoy, no creo que te quepa duda de que apenas puedo mantener las manos apartadas de ti. Creo que es mejor que nos casemos a arriesgarme a que me denuncies por acoso sexual en el trabajo.


Pedro sintió que le sudaba la frente, pero decidió no secársela, para que Paula no se diera cuenta de ello. Ella asintió.


—Ah, sí, ya entiendo la lógica de tu argumentación.


Él suspiró sintiendo que se quitaba un peso de encima.


—Así que... ¿estamos de acuerdo? — preguntó.


—No, Pedro. No puedo casarme contigo, pero agradezco tu amable ofrecimiento — se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse.


— ¿De qué estás hablando? ¡No se trata de amabilidad! Lo digo en serio. Quiero casarme contigo, pero no voy a soltarte una sarta de palabras altisonantes que no significan nada. ¿Qué hay de malo en ello? — como Paula se había movido hacia delante, las rodillas de ambos se tocaban. Pedro se estremeció hasta los huesos al notar el calor de su contacto. La tomó de la mano y dijo—: No me cabe ninguna duda de que seremos tan compatibles en la cama como lo somos fuera de ella.


La tomó de la otra mano y, tirando de ella, la sentó en su regazo. Antes de que Paula pudiera decir nada, la besó. 


Sabía que aquello lo complicaría todo, pero necesitaba hacerlo. No podía permitir que se apartara de él. Debía convencerla de que su matrimonio funcionaría.


Paula se movió como si quisiera resistirse. Él siguió besándola con un ansia acumulada durante años. Dejó de luchar por mantener el control en cuanto ella le respondió, abriendo la boca ligeramente mientras le rodeaba el cuello con los brazos. «Me desea», pensó triunfalmente. Al menos, no lo negaba.


Pedro se dejó llevar por las sensaciones que lo embargaban. 


Percibía el tenue olor de su perfume, sentía la suavidad aterciopelada de la piel de Paula bajo su mano curtida, oyó la respiración agitada de ella cuando le desabrochó los botones de la blusa y dejó al descubierto sus pechos cubiertos de encaje. Bajó la cabeza y probó la piel que asomaba por encima del encaje, introduciendo la lengua bajo este hasta que tocó la punta del pezón erecto. Paula dejó escapar un gemido y, estremeciéndose, se rindió. 


Pedro sonrió. 


Todo saldría bien.


Paula lo ayudó a quitarle la blusa. Pedro se detuvo y miró sus mejillas encendidas y sus labios levemente hinchados. 


Nunca había sentido aquella necesidad de proteger a alguien.


Le desabrochó el sujetador y lo arrojó al suelo, recreándose al fin en la contemplación de su belleza. La alzó ligeramente sobre sus rodillas para besarle los pechos, al tiempo que le acariciaba la espalda desnuda. Buscó su boca de nuevo, saboreándola, deseando más.


Le subió la falda hasta los muslos y frotó la palma de la mano sobre sus rizos cubiertos de seda. Estaba húmeda y preparada para recibirlo. La tocó ligeramente, deslizando los dedos bajo el tejido finísimo. Ella se restregó contra su mano, dejando escapar leves gemidos bajo sus labios.


Necesitaba llevarla al piso de abajo, a la cama. Quería demostrarle cuánto la deseaba. Quería arrastrarla a un climax avasallador, hacerla gritar su nombre mientras se hundía profundamente en su interior.


Las palabras que ella le había dicho resonaban en su cabeza: Paula quería respetarse a sí misma. Quería poder mirarse al espejo cada mañana.


¿Qué demonios estaba haciendo? Paula se merecía algo mejor que aquello. Era una dama y merecía su respeto, aunque no pudiera ofrecerle su amor.


Mascullando una maldición, retiró la mano y le bajó la falda. 


La abrazó con fuerza, no queriendo separarse de ella todavía. Paula se quedó entre sus brazos, con las manos crispadas sobre su espalda y el cuerpo estremecido de deseo.


Pedro se sentía rastrero, un sentimiento completamente nuevo para él. No podía tratar a Paula con semejante ligereza. No. Paula era su mejor amiga. Su única amiga. No podía seducirla. Se odiaría a sí mismo, si lo hacía.


La besó y la acarició suavemente, aplacando el fuego que ardía entre ellos. No le robaría su inocencia. Sentía vergüenza por haber considerado, aunque hubiera sido momentáneamente, que podía utilizar la seducción para convencerla de que se casara con él. Deslizó las manos por sus hombros y su espalda, intentando pensar en cualquier cosa menos en la mujer que tenía entre los brazos. Cuando al fin dejó de besarla, ella tenía los ojos cerrados. Su boca parecía levemente hinchada; sus mejillas, arañadas por la barba de Pedro.


Debería haberse afeitado. Debería haber hecho muchas cosas antes de dar aquel paso. Paula tenía razones de sobra para odiarlo por lo que le había hecho. Pero Pedro confiaba en que supiera perdonarlo.


—Perdóname —musitó.


Ella abrió los ojos lentamente y le sonrió. Aquella leve sonrisa se convirtió al instante en una risa de placer sensual. Pedro sintió ganas de tomarla de nuevo entre sus brazos, de llevarla a la cama y olvidarse de las consecuencias.


— ¿Perdonarte por qué? —preguntó ella con voz ronca e indolente.


—Por sobrepasarme. No quiero seducirte para convencerte de que te cases conmigo.


— Qué caballeroso por tu parte —se mofó ella, deslizando la palma de la mano por su mejilla rasposa.


—Creo que lo estoy haciendo todo mal. Debería haberte llevado a cenar. Y haberte regalado un anillo...


— ¿No decías que todo ese rollo te molesta?


Él la miró inquisitivamente. No parecía enfadada. En realidad, parecía que iba a ponerse a ronronear en cualquier momento. Pedro temió ponerse en ridículo si no se levantaba de sus rodillas. Inmediatamente.


La hizo levantarse y se puso en pie, pero no pudo disimular su erección. Ella pareció fascinada al ver el estado en el que se encontraba.


—Enseguida vuelvo —masculló él, pasando a su lado. En cuando cerró la puerta de su dormitorio, empezó a desvestirse. Se metió en el cuarto de baño y abrió al máximo el grifo de agua fría de la ducha.


Qué comportamiento tan ridículo, pensó mientras se metía debajo del chorro helado. Nunca había tenido que darse una ducha fría para aplacar su ardor sexual. ¿Por qué? Porque nunca se había detenido en medio del acto sexual, por eso. 



¿Qué le pasaba?


Paula era una mujer adulta, y parecía dispuesta a dar el paso siguiente. ¿Por qué no había tomado lo que ella le ofrecía? De haberlo hecho, no sentiría tanto dolor como sentía en ese momento. ¿Todavía intentaba protegerla? 


Tenía gracia. Nunca en su vida había sentido la necesidad de proteger a alguien.



BAJO AMENAZA: CAPITULO 17





Oyó pasos y miró rápidamente a su alrededor. Marcelo se acercaba al Jeep. Paula dejó escapar un leve suspiro de alivio al ver que no era Pedro. Necesitaba un poco más de tiempo.


Marcelo se detuvo a un lado del Jeep.


— ¿Estás bien? —preguntó mirándola fijamente.


Paula sabía que estaba colorada de vergüenza.


—Claro. ¿Por qué?


—Vi que tenías los ojos cerrados y pensé que tal vez te encontrabas mal. Con este bochorno...


Ella estuvo a punto de echarse a reír, porque en efecto el bochorno la hacía sentirse mal. Pero no el bochorno al que se refería Marcelo.


—Estoy bien, de veras —dijo con voz tranquilizadora.


Marcelo se apoyó contra el Jeep.


—En fin, creo que nuestro piquito de oro ha conseguido convencer a la señora Crossland... Al menos de momento.


—Te sentirás aliviado —dijo ella. Sus tribulaciones la habían hecho olvidarse de los Crossland.


— Menuda actuación habéis hecho ahí dentro. Habéis estado fantásticos, de verdad. Cuando te fuiste, la señora Crossland se quedó tiesa como un palo — Paula asintió con la cabeza, incapaz de contestar. Marcelo se echó a reír—. De veras, deberías haber visto a Pedro cuando tú saliste. Se comportó como un enamorado embobado. Estaba tan distraído que no podía ni concentrarse en la conversación. No sabes cuánto me ha costado contener la risa.


Paula se aclaró la garganta.


— ¿Sabes cuánto tardará?


Como si hubiera oído la pregunta, Pedro apareció en la puerta principal de la casa. Bajó los escalones de dos en dos y se acercó al Jeep a grandes pasos.


— Siento haber tardado tanto —dijo al llegar—. No sé cuánto tiempo durará, pero por ahora la señora Crossland ha aceptado no aparecer por la obra más que una vez a la semana. A cambio, le dije que intentaría convencer a su marido para que acepte los cambios que propone.


Marcelo asintió.


—Estupendo,


—La señora Crossland está sola y aburrida. Una combinación mortal para una mujer con demasiado dinero y demasiado tiempo en sus manos. Le he sugerido que se vaya a Europa con su marido. No sé si seguirá mi consejo, pero espero que por lo menos te deje en paz —le dijo a Marcelo—. Si no, llámame inmediatamente.


—Demos gracias al Señor y entonemos el aleluya —dijo Marcelo—. Nuestro mago particular ha vuelto a hacer un prodigio.


Pedro miró su reloj y luego se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón.


— ¿Te importa que me lleve el coche un rato? —preguntó sin dejar de mirar a Marcelo—. Tengo que hacer algunas llamadas, y los papeles que necesito están en la casa.


— Claro, llévatelo —contestó Marcelo alegremente—. ¿Cuándo volveréis a Dallas?


—Lo decidiré después de hacer algunas llamadas.


Paula lo miró, sorprendida. ¿Qué había que decidir? Pedro ya le había dicho que se irían por la mañana, aunque el problema no se hubiera resuelto. Con los ojos fijos en Marcelo, Pedro añadió:
—Volveré a recogerte antes de que acabe la jornada.


Marcelo sacudió la cabeza.
—No te molestes. Me iré con alguno de los chicos. Ahora que nos hemos quitado de encima el problema, puede que salga a tomar unas cervezas y a echar unas partidas de billar. Voy a celebrarlo por todo lo alto.


Paula comprendió de pronto que, si Marcelo no llegaba pronto a casa, Pedro y ella pasarían solos en el chalet las horas siguientes.


«Ay, mamá, sálvame de mí misma.»


Pedro se montó en el Jeep como si Paula no existiera. Sabía que eso era una descortesía inexcusable, pero también sabía que no se atrevería a mirarla hasta que lograra tomar las riendas de sus emociones. Hacía una hora que se habían besado y aún tenía el pulso acelerado. Si la miraba, empezaría a revivir aquel momento... y a preguntarse sobre la evidente reacción química que se había producido entre ellos.


Hicieron en silencio casi todo el camino de regreso. Ya habían tomado el desvío de entrada a la urbanización cuando Pedro dijo:
— ¿Tienes hambre?


—No mucha.


— Creo que Marcelo tiene la cocina bien surtida. Supongo que encontraremos algo que comer, a no ser que quieras que paremos en el restaurante.


— No, vamos al chalet —Paula habló con su voz de niña aplicada, signo inequívoco de que estaba enojada.


Pero ¿cómo no iba a estarlo? Pedro llevaba años andando de puntillas a su alrededor, intentando ocultar la atracción que sentía por ella, sin afrontar el hecho de que Paula le gustaba más que cualquier otra mujer, ¿Qué haría respecto a la atracción mutua que el beso había desvelado?


A lo largo de los años, Paula le había contado historias de su vida familiar, de la muerte prematura de su padre y de cómo su madre había asumido el papel de ambos progenitores. No había hecho falta que le dijera que era su madre quien la había enseñado a comportarse como una auténtica dama.


Paula no tenía líos amorosos. Pedro estaba seguro de ello, aunque ignoraba la razón. Sí. Paula era una dama en el verdadero sentido de la palabra. Se comportaba en todo momento con una elegancia que a él lo hacía sentirse avergonzado de sí mismo.


Sin embargo, Pedro no podía ignorar lo que había pasado entre ellos esa mañana. Había percibido el deseo de Paula, su ansia, su pasión... y había estado a punto de dejarse llevar por un repentino arrebato.


No dejaba de pensar en el canalla que le escribía notas anónimas. Y se le habían ocurrido varias ideas. Quizá Paula no estuviera de acuerdo con ninguna de ellas, pero quería contárselas mientras todavía pudieran estar a solas.


Marcelo parecía haberse dado cuenta de todo. Por eso iba a dejarlos solos esa noche.


Llegaron a la puerta del chalet y salieron del coche sin decir palabra. Pedro abrió la puerta de la casa y le indicó a Paula que entrara. Una vez dentro, ella pareció dudar entre bajar a su habitación y subir al cuarto de estar. Pedro señaló la escalera de subida.


—Hay cierto asuntos que quiero discutir contigo.


Ella adoptó inmediatamente el papel de su asistente, papel que ejecutaba a la perfección.


—Desde luego —dijo—. Traeré mi maletín —empezó a bajar las escaleras.


—No te hará falta —dijo él y, sin esperarla, subió los escalones de tres zancadas. Cuando estuvo en la cocina, sacó una jarra de té de la nevera. Tras llenar de hielo dos vasos, sirvió el té y entró en el cuarto de estar, donde Paula esperaba de pie, mirándolo como si aguardara instrucciones.


Pedro le entregó un vaso y le indicó que se sentara en un confortable sillón. Ella tomó asiento. Él, por su parte, se acomodó en un sillón idéntico, a su lado. Así podía estar cerca de ella, pero no lo bastante como para tocarla. 


Además, podía verle la cara y observar su reacción ante lo que iba a proponerle.


Paula bebió un largo trago de té y suspiró, satisfecha.


—Lo necesitaba. Tenía mucha sed —dio otro trago, y Pedro hizo lo mismo.


Cuando volvió a mirarla, ella había dejado el vaso sobre la mesita que había entre los dos y había juntado las manos sobre el regazo. Tenía una expresión serena, como casi siempre. Había vuelto a adoptar su fachada profesional. 


Pero no era eso lo que Pedro quería.


—Tengo un par de ideas que me gustaría que tomaras en consideración —ligeras arrugas se formaron entre las cejas de Paula, que permaneció en silencio, aguardando—. Esta es una de ellas —continuó él—. Estoy de acuerdo en que no debes volver a tu apartamento. Quién sabe qué hará ese tipo la próxima vez... Haces bien en no tomarte este asunto a la ligera —ella se recostó en el sillón con expresión de sorpresa. Sí, no se esperaba que aquella conversación, aquella reunión, girara en torno a ella. Pedro se inclinó hacia delante, sujetaba el vaso entre las manos y apoyaba los codos sobre las rodillas —. Mi idea consiste en que te mudes a mi casa —ella lo miró como si hubiera empezado a hablar en chino—. Tengo bastante sitio, de veras. Tú has visto mi casa. Es demasiado grande para una sola persona. Y, además, es muy segura. Está rodeada por una verja de hierro forjado y las puertas son electrónicas —la miró un momento antes de fijar de nuevo la vista en el vaso. Ella no dijo nada. Se limitó a mirarlo inexpresivamente—. Allí estarás a salvo — añadió él, confiando en que su voz sonara razonable y lógica.


Esperó, aliviado porque ella no rechazara su sugerencia inmediatamente. Paula solía sopesar con calma las propuestas que se le hacían, contemplándolas desde todos los ángulos. Finalmente, dijo con voz inexpresiva:
—Lo habrás pensado bien, supongo.


Actuaba como si todos los días le pidieran que se fuera a vivir con alguien, mientras que Pedro tenía las manos húmedas, y no por el vaso de hielo que sujetaba entre las manos. Él asintió, y añadió:
— Sí, le he dado muchas vueltas desde que me contaste lo de los anónimos.


— Sería una solución temporal, Pedro. Agradezco el ofrecimiento, pero no veo adonde...


—Yo no he dicho que fuera temporal. 


Ella se puso rígida.


— ¿No hablarás en serio? No puedo vivir contigo para siempre.


 — ¿Por qué no?


— ¡¿Que por qué no?! —Por primera vez desde que había llegado, pareció agitada—. Porque no funcionaría, por eso. Pasamos casi todo el día juntos. Los dos necesitamos desconectar al final del día.


Él asintió.


—Eso no es ningún problema. Deberíamos hablar de cosas más importantes.


Paula se quedó callada. Pasó un minuto antes de que volviera a hablar.


— ¿Cómo cuáles? —preguntó, un poco jadeante.


Él alzó los ojos y le permitió ver cuánto la deseaba.


— Como de dónde dormirás, por ejemplo —contestó suavemente.


Vio que Paula intentaba digerir lo que insinuaba su comentario.


— ¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? —preguntó ella finalmente.


Él dejó el vaso sobre la mesa y se pasó la mano húmeda por el pelo antes de decir:
— Somos dos personas solteras y sanas, Paula. No hay razón para que no podamos vivir juntos, dormir juntos y trabajar juntos.


¿Parecía tan ansioso como se sentía? 


—A mí se me ocurre una —contestó ella tras otra larga pausa.


—¿Cual?


—Que ese no es el modo en que quiero vivir. Hasta el momento, he conseguido conducir mi vida de modo que puedo mirarme al espejo por las mañanas sin avergonzarme de mí misma. No veo razón para cambiar ahora.


Pedro contaba con aquella reacción.


— También tengo una solución para eso —dijo.


—Ah, pues estoy deseando oírla —apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y cerró los ojos —. ¿Cuál es?


—Podemos casarnos.