domingo, 14 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO FINAL





Los analgésicos de Gabriel no le habían hecho efecto alguno. Le dolía todo el cuerpo, así que no podía trabajar.


–Será mejor que te vayas a casa. Ya te he pedido un taxi.


Paula se sobresaltó al oír la voz de Dion, que estaba en la entrada del despacho. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero no se lo discutió. Su jefe estaba en lo cierto. No se encontraba en condiciones de trabajar.


–Gracias.


Cuando salió a la calle, se llevó una sorpresa doble. La primera, que no la estaba esperando un taxi, sino un coche grande, de color negro. La segunda, que el conductor no era un taxista, sino Mike, el piloto de Pedro.


–¿Qué estás haciendo aquí?


–Te voy a llevar a casa.


Ella dudó, pero entró en el coche. Y cuando llegaron a su casa y descendió del vehículo, Pedro la estaba esperando en la puerta.


–Tenemos que hablar –dijo él.


Paula no abrió la puerta. En lugar de eso, se sentó en los escalones del portal. Un segundo después, Pedro se inclinó y se sentó a su lado.


–Paula, necesito que me cuentes lo que te pasó con ese hombre. Necesito entender.


–¿Por qué? –preguntó ella.


Pedro le puso una mano en el muslo.


–¿Crees en el amor a primera vista?


–¿Y tú?


Él se encogió de hombros.


–Hasta hace poco, ni siquiera creía en el amor…


–¿Hasta hace poco?


–Sí.


Ella guardó silencio durante unos momentos y, a continuación, dijo:
–Se llamaba Cameron… Era mi jefe, y yo me sentía inmensamente halagada por su interés y los regalos que me hacía. Me llevaba chocolates, flores y joyas. Y me prestaba atención, así que me enamoré de él como una tonta. Yo era tan ingenua por entonces…


Paula sacudió la cabeza.


–Como ya sabes, me había dicho que estaba separado de su mujer y que iba a pedir el divorcio. Yo lo quería tanto que me negué a asumir la verdad cuando la tuve delante de mis ojos. Y, cuando por fin la asumí, ya no me importaba si estaba bien o mal. Solo quería estar con él. A cualquier precio. Quería ser la mujer de su vida.


–No fue culpa tuya, Paula. Te sedujo.


–No, no se puede decir que yo fuera una víctima. Sinceramente, se lo puse muy fácil. Y no lo abandoné cuando supe lo que pasaba –le confesó–. De hecho, hice todo lo posible por romper la relación que mantenía con su esposa. Necesitaba que me quisiera.


–Es lógico. Buscabas su amor –alegó.


–Pero intenté romper su matrimonio, Pedro


Él la miró con intensidad.


–Dime una cosa, Paula. ¿Es cierto que te portaste así porque estabas enamorada? ¿O solo querías ganar la partida a la otra mujer?


Paula fue completamente sincera.


–Quería ganar la partida. Quería ganar por una vez –los ojos se le llenaron de lágrimas–. Me comporté de un modo despreciable.


–No. Eras joven y te sentías rechazada. No seas tan dura contigo –dijo con suavidad–. Pero, ¿qué pasó al final?


–Su mujer se quedó embarazada y yo me di cuenta de que no se iba a divorciar de ella, de que me había estado mintiendo todo el tiempo –contestó–. Sé que hice mal, pero lo quería tanto que me lo jugué todo por estar con él. Más tarde, me mudé a esta ciudad, conseguí el trabajo en el club y me mantuve alejada de los hombres, esperando que se presentara una especie de caballero andante. Pero apareciste tú.


–Que no soy precisamente un caballero…


–Llegaste tú y me gustabas tanto que no me podía resistir. Hasta que me di cuenta de que quería mucho más que una aventura y de que tú no me lo podías dar. Lo nuestro solo era una relación sexual. Más tarde o más temprano, nos aburriríamos. Al final, me dejarías y seguirías con tu vida, hasta encontrar a alguien que te pueda dar lo que tú necesitas.


Pedro la miró en silencio durante unos momentos. Luego, abrió la boca y dijo:
–En cierta ocasión, me preguntaste de dónde venía mi rabia. Pues bien, procede del dolor. Del dolor que no quiero sentir, así que lo disimulo con el enfado. Y ahora mismo, estoy más enfadado que nunca. ¿Cómo te atreves a decir que lo nuestro era una simple aventura? ¿Es que no reíamos, no hablábamos, no discutíamos por las decisiones de un árbitro en un partido de rugby, no hacíamos un millón de cosas además de acostarnos?


–Sí, claro que sí, pero…


Él la interrumpió.


–Deberías tener más fe en ti misma. Y en mí.


Ella sacudió la cabeza.


–Sé que no me podrás perdonar por lo que hice en el pasado, Pedro.


–Sinceramente, no soy yo quien te tengo que perdonar. No me importa lo que hicieras. Pero tú te tienes que perdonar a ti misma.


Paula no dijo nada.


–¿Por qué te alejas de mí? ¿No te crees digna del amor? ¿Crees que no lo mereces? Eres una mujer maravillosa. Divertida, entusiasta, inteligente, bella… Tendría que estar loco para no querer estar contigo.


–Oh, Pedro


–Me parece increíble que, cuando por fin consigues lo que querías, lo rechaces.


–Es que no me había pasado nunca –se justificó.


–Solo era cuestión de tiempo. El amor se presenta cuando menos lo esperas. De hecho, habrías conseguido el amor de todo el equipo de rugby si les hubieras concedido una oportunidad… Pero me alegra que no se la concedieras –dijo con una sonrisa–. Gracias a eso, he podido luchar por ese corazón tuyo.


–No tienes que luchar por mi corazón. Ha sido tuyo desde el principio.


–¿Y por qué eres incapaz de creer que a mí me pasa lo mismo?


En lugar de responder, Paula preguntó:
–¿Podrás confiar en mí?


–Por supuesto.


–¿Por qué?


–Porque eres una mujer inteligente que ha aprendido de sus errores. Una mujer fuerte, leal y decidida a hacer lo correcto. Te he visto con esos chicos. Sé lo profesional que puedes llegar a ser, y sé que no pondrías en riesgo tu trabajo por tener una aventura con uno de ellos. En cambio, conmigo te has arriesgado mucho. Has sido valiente desde el principio. Y solo te pido que seas valiente ahora.


Pedro le puso las manos en la cara y la miró a los ojos.


–Yo no creo en el amor a primera vista. Creo en el deseo a la primera vista –siguió hablando–. Cuando nos encontramos en aquel pasillo, no te conocía; no sabía cómo eras. Pero ahora lo sé. Sé que eres apasionada y cálida. Sé que admites tus errores. Sé que me haces reír, que haces que desee cosas que nunca había deseado, y sé que te adoro.


–Pero estabas muy enfadado conmigo la otra noche. Desapareciste durante tres días.


–Porque me dejaste plantado y te fuiste sin concederme la ocasión de entender lo que había sucedido. Me dolió más de lo que puedas imaginar. Y como te he dicho antes, cuando algo me duele, me enfado. Me fui a Wellington y me escondí del mundo. Pensaba que no me querías contigo. No me di cuenta de que estabas tan dolida como yo.


–Oh, Pedro… Por favor, dime que esto es real.


Él se inclinó y le dio un beso.


–¿Es que no te parece real?


–No estoy segura.


Pedro la volvió a besar.


–¿Y ahora?


Ella no contestó.


–Bueno, tendré que ser más convincente…


Él sonrió y le dio el beso más apasionado y sublime que le había dado nunca. Un beso lleno de amor incondicional.


Cuando rompieron el contacto, ella susurró:
–Te amo, Pedro.


Él volvió a sonreír.


–Lo sé. Ya me lo habías dicho.


–Pero ahora estoy despierta…


–Y yo.


Paula le pasó los brazos alrededor del cuello. Él la alzó en vilo y, tras abrir la puerta, la llevó al interior de la casa, donde se desnudaron y acostaron sin perder más tiempo.Paula se sentía la mujer más querida del mundo. Lo amaba con todas las células de su cuerpo, con toda la luz de su alma.


Al cabo de unos momentos, Pedro se apretó contra ella y dijo:
–Aquel día, cuando nos encontramos en el pasillo del estadio…


–Me deseaste –lo interrumpió con humor.


–Sí, claro que sí. Pero deseaba algo más que tu cuerpo.


–¿Y eso?


–Había oído tu risa. Y me pareció tan femenina, tan sensual, tan maravillosa que… No sé. Pero, desde entonces, no deseo otra cosa que volver a oír esa risa –le confesó–. No escondas tu humor, Paula. Sé pícara conmigo, sé divertida, sé seductora. Cuando ríes, cambias mi vida para mejor. Eres la luz de mi vida.


Pedro la abrazó con fuerza y, a continuación, tocó la venda que llevaba en la frente.


–Lamento haber dejado la facultad de Medicina. Si fuera médico, te habría dado esos puntos yo mismo y me habría encargado de que no quedara ni una marca en tu
preciosa cara. No sabes lo mal que me he sentido al verte así. Quería cuidar de ti, pero tú no estabas dispuesta a hablar conmigo.


–Porque tenía miedo. Y estaba triste.


–Yo también estaba asustado. Tenías razón, ¿sabes? Sobre muchas cosas, empezando por mi hermanastro. He leído la carta de Rebecca. Y voy a hablar con él.


–Me alegro mucho, Pedro.


Él sonrió y dijo:
–Necesitaré de tu apoyo. Aunque mi vida profesional haya sido un éxito, mi vida emocional ha sido un desastre. Y no quiero que seas desgraciada por mi culpa. No quiero que terminemos como mis padres.


–Dudo que corramos ese peligro. A no ser que me abandones.


–¿Abandonarte yo? Nunca. Creo en ti y creo en nosotros. Sé que nuestra relación puede funcionar… Y quiero que te cases conmigo.


Ella lo miró con asombro.


–Pero si no te querías casar…


–No me quería casar porque no había conocido a la mujer adecuada. Pero ahora la conozco. Y ya no quiero estar solo. Quiero estar contigo. –Pedro le dio un beso en el cuello–. De hecho, no saldrás de esta cama hasta que me digas que quieres ser mi mujer.


Paula clavó la mirada en sus ojos azules.


–Tómatelo como un desafío… –continuó él, sonriendo.


Ella sonrió y, tras soltar una carcajada llena de felicidad, dijo:
–Oh, sí. Claro que sí. Por supuesto que me casaré contigo






AMANTE. CAPITULO 18






Si su relación hubiera sido estrictamente sexual, la ruptura no le habría resultado tan dolorosa. Al fin y al cabo, Paula estaba acostumbrada a vivir sin sexo.


Se sentó en el sofá y rompió a llorar sin poder evitarlo. 


Lloraba porque lo echaba de menos. Lloraba porque ella no era suficiente para él. Lloraba porque Pedro no le podía dar lo que necesitaba.


Fue una noche larga y difícil. Albergaba la esperanza de que se presentara en el piso, así que estuvo despierta un buen rato. Pero Pedro no se presentó.


Durante tres días, se concentró totalmente en el trabajo e incluso aceptó más tareas para no tener tiempo de pensar. 


Había bloqueado el número de teléfono de Pedro y cambiado las especificaciones del correo electrónico para que tratara sus mensajes como si fueran spam, así que no sabía si había intentado ponerse en contacto con ella. Pero estaba segura de que no lo había intentado. A fin de cuentas, debía de odiarla.


El miércoles por la mañana, se dirigió a la cancha para entregar un paquete al entrenador. Los jugadores estaban haciendo ejercicio y no había nadie cerca de ella, así que nadie la pudo sostener cuando tropezó y se cayó de espaldas.


Paula cerró los ojos al sentir el impacto y, cuando los volvió a abrir, se encontró entre un montón de hombres.


–¿Paula? ¿Paula? ¡Paula! –exclamó uno de los jugadores.


–¡Que alguien vaya a buscar a Gabriel! –dijo Teo.


Ella sacudió la cabeza.


–Estoy bien… –acertó a decir.


–No, no lo estás. No te muevas.


Paula no tenía intención de moverse. Solo quería huir y desaparecer, pero no podía.


–¿Te duele la cabeza?


Ella pensó que lo único que le dolía era el corazón, pero dijo:
–No lo sé.


–¿Te duele aquí?


Alguien le tocó las piernas, las rodillas y los brazos, como para asegurarse de que no se había roto nada. Y Paula sintió un pinchazo en la sien.


–¡Ay!


–Ven conmigo.


Alguien la levantó del suelo y la apretó contra su pecho.


Paula no entendía lo que había pasado. Nunca se había tropezado con los zapatos de tacón alto. Y estaba segura de que los jugadores le tomarían el pelo durante una larga temporada.


Gabriel la llevó al vestuario, la sentó en un banco y le dio un paño húmedo para que se lo pusiera en la frente. Ella obedeció y sintió náuseas cuando se dio cuenta de que el paño se estaba llenando de sangre.


Teo y Jose se acercaron entonces, mientras Gabriel buscaba algo en el botiquín.


–¿Necesitas algo, Paula? –preguntó Jose–. Sabes que puedes contar con nosotros para lo que sea.


Ella sonrió con debilidad.


–No os preocupéis por mí. Sé cuidar de mi misma –dijo, agradecida.


–Es que no nos gusta que te hagas daño… Y no me refiero al golpe que te acabas de llevar –declaró Teo.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Al parecer, estaban al tanto de su relación con Pedro y del hecho de que se habían separado. Pero no tenía nada de particular, teniendo en cuenta que se habían estado viendo durante dos semanas.


–Os lo agradezco mucho, Teo.


–No hay nada que agradecer. Eres nuestra hermana mandona, ¿recuerdas?


Ella asintió.


–Y vosotros, mis hermanos irritantes.


–Ese tipo es un estúpido, Paula.


–Anda… volved de una vez a vuestro entrenamiento. Estoy bien, de verdad.


Un segundo más tarde, alguien abrió la puerta del vestuario con tanta fuerza que rebotó en la pared con un estruendo.


–¿Dónde está…?


Era Pedro. Al verla con el paño lleno de sangre, dejó la frase sin terminar y se dirigió directamente a ella. Dion apareció detrás y dijo:
Pedro estaba conmigo cuando los chicos han ido a buscar a Gabriel.


–Paula…


–No me pasa nada –dijo, intentando sonreír–. En serio, estoy bien.


Teo y Jose salieron del lugar en compañía de Dion, pero no sin lanzar antes una mirada de pocos amigos a Pedro.


–¿Cómo se encuentra, Gabriel? Parece un corte profundo… ¿Tendrás que darle puntos?


–Eso me temo.


–¿Y no le quedará marca?


–He dado puntos a montones de jugadores y no le ha quedado marca a ninguno. No sería bueno para el calendario del equipo –respondió, antes de arrodillarse junto a Paula–. No te preocupes, cariño. Te dejaré perfecta.


Gabriel se puso manos a la obra, con Paula rígida como una estatua. Pedro se mantuvo a su lado, sin quitarle la vista de encima.


Por fin, Gabriel se levantó y se quitó los guantes.


–Ya está. Si te duele la cabeza en algún momento, ve a urgencias. No parece que tengas nada, pero podrías haber sufrido una pequeña conmoción… De hecho, no conviene que esta noche estés sola.


Gabriel alcanzó el botiquín y salió del vestuario. Paula respiró hondo y, tras unos segundos de silencio, Pedro dijo:
–¿Qué tal te van las cosas?


–Bien. Trabajando mucho –respondió sin más.


–Excelente. En fin, supongo que nos veremos.


Pedro se marchó y ella se quedó en el vestuario durante unos minutos, intentando contener las lágrimas. Luego, se levantó, subió al despacho y cerró la puerta. Estaba tan deprimida que se alegró de tener toneladas de trabajo. Así no podría pensar en él.



****


Pedro salió del vestuario a toda prisa, con un sabor extrañamente amargo en la boca. Le habría gustado odiarla. 


Había hecho todo lo que podía por sacarla de sus pensamientos.


Se había ido de la ciudad y se había dedicado a trabajar sin descanso, pero no había funcionado.


Ardía en deseos de hablar con ella y abrazarla, pero era obvio que no lo quería.


¿Cómo era posible que aquella mujer fría y distante fuera la misma con la que se había acostado tantas veces? ¿Cómo era posible que fuera la misma persona que le he había dicho que estaba enamorada de él?


Casi había llegado al coche cuando se encontró con Teo, el capitán del equipo.


–¿Cómo está Paula?


–Bien –contestó–. Está bien.


–¿Tú crees? –dijo Teo con brusquedad.


–¿Me vas a soltar un discurso de hermano mayor?


–¿Qué te hace pensar que la considero una especie de hermana pequeña? –replicó Teo–. Paula me rechazó como ha rechazado a todo el mundo, pero le tengo mucho cariño. Y merece estar con un hombre que le dé lo que necesita.


–¿Y crees que yo no sé lo que necesita?


–Quién sabe. Puede que yo lo sepa mejor que tú.


Pedro no se molestó en decir nada más. Subió al coche, cerró la portezuela de golpe y arrancó, presa de un ataque de celos. No soportaba la idea de que Paula terminara por aceptar las atenciones de Teo o de cualquier otro jugador. 


Pero, como bien había dicho el capitán del equipo, los había rechazado a todos. Y, sin embargo, se había acostado con él.


Cinco minutos después de llegar al piso, se cambió de ropa y empezó a golpear el saco de boxeo, en un esfuerzo por tranquilizarse. Por primera vez durante los tres últimos días, empezaba a escuchar la voz interior que lo había estado torturando.


Paula estaba convencida de que la odiaba porque se había comportado en otro tiempo como Rebecca, la amante de su padre. Pero no era cierto. A decir verdad, le daba igual lo que hubiera hecho con su vida. Además, le parecía lógico que, sintiéndose abandonada por su propia familia, hubiera buscado en otra parte la aprobación y el amor que necesitaba. Él mismo habría dado cualquier cosa por tener el aprecio de su padre.


Golpeó el saco con más fuerza y pensó que no era quién para juzgar a nadie. A fin de cuentas, el pasado le había dejado una huella tan dolorosa como a ella. Y tenía razón, era un egoísta. Pero se equivocaba al pensar que su negativa a mantener relaciones estables respondía a una especie de fobia al compromiso.


En realidad, era por miedo. Las mujeres lo querían por su dinero y por su estatus social, y temía lo que pudiera pasar si se enamoraba de alguien y se arruinaba después. En consecuencia, se había acostumbrado a mantener relaciones superficiales que, en última instancia, siempre rompía él. Y pensó que Paula había hecho lo mismo. Solo intentaba protegerse. Por eso había insistido al principio en que mantuvieran una relación exclusivamente sexual.


Pero, ¿qué podían hacer ahora?


Golpeó el sacó una y otra vez, desesperadamente. Ni el pasado de Paula ni su propio pasado tenían la menor importancia. Solo quería estar con ella y convencerla de que le podía dar el amor que necesitaba. Solo quería ser suficiente para ella.


Sin embargo, estaba seguro de que no la convencería con palabras. Necesitaba pruebas. Algo que eliminara cualquier duda sobre sus intenciones. Algo como el matrimonio.


Si quería una ceremonia pública y un pedazo de papel, se los daría. De hecho, consideró la posibilidad de pedirle en matrimonio en un estadio lleno de gente, delante de todo el mundo. Pero pensó que sería excesivo. Paula se sentiría presionada, y con razón. Necesitaba que se sintiera completamente libre.


Sin embargo, antes de solucionar su problema con Paula, tenía que afrontar sus propios miedos. Y el mayor de sus miedos tenía un nombre, Julio, su hermanastro.


Pedro siempre había sentido celos de él. Lo había visto varias veces cuando su madre seguía empeñada en mantener una relación mínimamente cordial con su exmarido. Pero él solo tenía ojos para el niño de Rebecca, su nueva mujer.


Pedro sabía que Julio no tenía la culpa de nada. No quería que su hermanastro sufriera. No quería que se sintiera tan solo como él en ese momento. Así que se dirigió al despacho, se inclinó sobre el cubo y esparció su contenido sobre la mesa. Afortunadamente, no había tenido tiempo de tirar nada.


Alcanzó la carta, la abrió y la leyó.


Rebecca había escrito para rogarle que se mantuviera en contacto con su hermanastro. Parecía sinceramente preocupada por él.


Pedro sintió una intensa angustia en el pecho. Había crecido solo, sin hermanos. Por primera vez en su vida, deseó vivir con alguien. Con una persona que estuviera a su lado y luchara junto a él.


Desgraciadamente, sabía que en el amor no había garantías. Lo cual significaba que estaba a punto de afrontar el mayor reto de su existencia.