lunes, 26 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 14



Paula estaba furiosa de nuevo, pero en esa ocasión no era contra Pedro. Después de comprobar en la guía telefónica que existía Lucas Alfonso había pasado por delante de su casa de vuelta del trabajo y había visto a un hombre que se le parecía sentado en el porche. De modo que era posible que Pedro hubiera dicho la verdad, pensó. Y en cuanto al tema del vandalismo, recapacitó, no creía que él tuviera ninguna relación.


Estaba furiosa porque, después de cenar, al salir a cuidar del jardín, había visto que faltaban dos plantas. Simplemente habían desaparecido. Nunca nadie le había robado nada. 


Después de la muerte de Ramiro se había entregado de corazón al vecindario, deseaba tener un lugar al que poder llamar su hogar y rodearse de gente que la aceptara. Sin embargo, alguien quería aprovecharse de aquella amabilidad, y eso era algo que no podía soportar.


Chantie seguía manteniendo que tenían que ser chicos los que se dedicaban al vandalismo, pero ella no estaba del todo segura. Sobre todo después de la confesión de Babs Tywall.


No obstante, los chicos se pasaban la vida en la calle, de modo que siempre podía preguntarles si habían visto a alguien robando, pensó.


Salió al patio y miró por el agujero entre los arbustos. Se preguntaba si Pedro habría encontrado ya esposa. Desde el episodio del restaurante de la noche anterior había estado pensando en ayudarlo. De ese modo, se decía, resolvería los problemas con su padre. Era evidente que Pedro era muy desgraciado, y eso le hacía desear ayudarlo exactamente igual que a cualquier otro.


Sin embargo tenía que enfrentarse a los hechos, pensó. 


Aquel hombre no tenía nada a su favor excepto su cuerpo, su magnetismo sexual y su profesión, cosa que en realidad sólo resultaba atractiva según cómo se mirara, reflexionó. Lo que ella deseaba en realidad era un hombre de carácter. 


Pedro era demasiado serio, demasiado discreto para su gusto. A primera vista era el tipo de hombre que ella hubiera descartado sin pensarlo. Sólo conseguiría hacerla infeliz, se dijo. ¿Por qué entonces seguía obsesionada?, se preguntó.


La respuesta surgió de inmediato en su mente. Porqué no podía dejar de pensar en el chico asustado de once años al cual su padre habían abandonado. Ella misma había temido en secreto que pudiera pasarle algo así cuando era niña. Sin embargo había tenido suerte, pensó. Pedro no, y no obstante había salido adelante.


Ésa era la razón por la que quería ayudarlo, reflexionó. Lo respetaba. Pero Pedro era un hombre que había enterrado sus sentimientos, y tendría que ser él quien los sacara a la luz. No obstante, no parecía dispuesto a hacerlo, y Paula no deseaba a un nombre frío e incapaz de sentir.


Paula caminó y llegó al final de su propiedad. Miró la calle vacía y se quedó extrañada. Por lo general, en verano, los chicos invadían la ciudad jugando hasta el crepúsculo. Giró hacia la derecha y miró el jardín de Pedro. No vio a nadie, pero por alguna extraña razón tuvo la sensación de que alguien la vigilaba. ¿Sería Pedro?, se preguntó.


Aceleró el paso y se apresuró a ocultarse de las miradas. 


Los chicos no andarían lejos, se dijo. Sin embargo siguió caminando sin ver a nadie. Se encogió de hombros y volvió.


Mientras se acercaba a la casa de Pedro un deportivo azul giró y entró en el jardín. Lo conducía una mujer. Bajó del coche, miró la casa, y luego leyó un papel. Tenía que ser una nueva candidata a esposa, se dijo Paula. Según parecía, Pedro había hecho caso omiso a sus consejos. A la lista de sus defectos tenía que añadir el de cabezota, pensó, aunque quizá no hubiera expuesto bien sus argumentos...


Pero no, ya era suficiente, se dijo. La vida de Pedro no era asunto suyo. Levantó la cabeza bien alta al pasar por delante pero, por desgracia, no pudo escapar. Estuvo escuchando la profunda voz de Pedro a través de los arbustos durante todo el recorrido. Pedro le contaba a la mujer la misma sempiterna historia. Si la contrataba, pensó Paula, iba a tener que convencer a su padre de que estaban felizmente casados. ¿Pero cómo?, se preguntó. 


¿Rodeándola con los brazos, compartiendo un beso o dos...? La imagen de Pedro con aquella chica la hizo rugir en su interior como si un meteoro la alcanzara con la cola de los celos.


Aquello era completamente ilógico, y Paula lo sabía. No tenía ningún derecho sobre Pedro. No deseaba fingir que era su mujer, no deseaba que la besara ni que la abrazara, ni por un día, se dijo. El sexo debía de significar algo entre dos personas.


Y en cuanto al amor... tenía razón desde el principio, recapacitó. Las cartas no les destinaban el amor a ellos dos, por mucho que su cuerpo temblara cuando Pedro la tocaba.


No era tan estúpida como para pensar que podía cambiar la gélida personalidad de Pedro


El era incapaz de amar. Ramiro la había adorado, y después de aquello no estaba dispuesta a conformarse con menos, recapacitó.


Además, él sólo quería utilizarla.


Entró en la casa decidida, resuelta a olvidar a Pedro. Ni siquiera iba a molestarse en preguntarle si la última candidata había sido contratada, se dijo.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 13



Cuando los dedos de Pedro le rozaron la piel y el calor de la palma de su mano se entremezcló con el de ella, Paula abrió los labios rosados como los pétalos de una flor.


Pedro deseaba besarla, perderse en su cuerpo, en sus pechos, en sus caderas... en su cálido amor. Nunca había conocido a ninguna mujer que se preocupara tanto por los demás, pensó.


—Cásate conmigo —rogó de pronto Pedro.


Paula saboreó la excitación sexual que aquel atractivo hombre le producía. Sus brazos se derretían ante el contacto de los dedos de él, y sus pezones se endurecían bajo la tela de la camiseta. Sin embargo tenía que recapacitar.


—Quieres decir que finja que soy tu mujer, ¿no? —preguntó Paula a su vez.


¿Era eso lo que había querido decir?, se preguntó Pedro parpadeando y soltando su brazo. Sí, pensó, por supuesto que era eso. Pedro asintió.


—¿Y cómo puedes pedírmelo cuando acabo de explicarte que para mí el matrimonio es sagrado? Estás destrozando tu vida, Pedro —sacudió la cabeza—. O estás desesperado o estás más loco de lo que yo creía. En una palabra, no —afirmó volviéndose y caminando hacia la salida.


—No estoy desesperado —protestó Pedro.


Paula no pareció escucharlo. No estaba desesperado, pero sí loco, loco de lujuria, se dijo Pedro. ¿Cómo podía haberle pedido precisamente a Paula que se hiciera pasar por su mujer?, se preguntó.



****

A la mañana siguiente, en la cocina, Pedro se quedó mirando a su casero mientras bebía la cerveza que él mismo le había servido. ¿Cómo era posible que tuviera que pedirle a una persona de ochenta años que le ayudara a buscar a una mujer?, se preguntó Pedro


Confesarse a sí mismo que estaba desesperado era lo menos que podía hacer.


—Le he pedido que venga, señor Tuttle, porque tengo un problema —comentó tomando asiento y esperando a que su invitado se sentara también—. Necesito una mujer.


—¡Vaya! —Exclamó Tuttle dándose una palmada en la rodilla—. Desde el momento en que llegaste supe que me divertiría contigo, y tenía razón. ¿Y por dónde quieres que empecemos a buscar? ¿Quieres ir a uno de esos sitios como el Lotta Lust? Podemos echar un vistazo allí, una para ti y otra para mí...


—Oh, no, señor —lo interrumpió Pedro deteniendo el chorro de palabras de su casero—. La verdad es que estaba pensando más bien en una esposa —explicó Pedro.


—Ah, eso —contestó Tuttle desilusionado—. No es una idea muy divertida.


—Bueno, no quiero una de verdad, sólo quiero una que se haga pasar por mi mujer durante una temporada —continuó—. Preferiblemente una de fuera de la ciudad, para que la gente no pueda reconocerla. Pagaré bien.


Tuttle se quedó examinándolo con ojos suspicaces.


—Quizá Paula, tu vecina de al lado, tenga razón.


—¿En qué? —preguntó Pedro tenso.


—Dice que aquí ocurre algo raro. Está preocupada, piensa que te has escapado de la cárcel por esas cicatrices que tienes en el brazo y por tu celo en mantener tu vida privada.


—Pero yo le di referencias cuando me alquiló la casa —se defendió Pedro.


—¡Bueno, pero yo lo único que comprobé fue que tus papeles no fueran falsos! ¿Crees que iba a gastar dinero en conferencias para saber si era cierto que estabas en el ejército? De ningún modo. Además, aunque te hubieras fugado, yo sé con quién estoy tratando en cuanto lo veo. Sabía que tú no me ibas a destrozar la casa, está muy claro que no eres de esos.


La gente de Bedley Hills era verdaderamente estrafalaria, se dijo Pedro.


—Y entonces, si cree que soy un prisionero fugado, ¿cómo es que no está preocupado?


—Bueno —rió—, yo también estuve en la cárcel, en Georgia, a los cuarenta años. Pero eso no significa que seas peligroso.


—No soy peligroso, ni siquiera he estado en la cárcel.


—Bien —contestó Tuttle incrédulo en voz baja, como si pretendiera asegurarle que le guardaría el secreto—. ¿Y por qué fue? ¿Cheques falsos?


—Lo digo en serio —contestó Pedro—. Estas cicatrices me las hice rescatando a mi hermano.


—Bien —volvió a asegurar Tuttle sin creerle del todo.


—Entonces, ¿conoce usted a alguien? —preguntó Pedro dándose por vencido.


Tuttle dio un largo trago de cerveza y después frunció el ceño.


—Si no te gusta la mujercita de aquí al lado, creo que podré traerte a alguien.


—Paula queda descartada. ¿Cree que podría ocuparse de ello enseguida? —preguntó Pedro.


—Desde luego, pero te costará dinero.


Por supuesto, se dijo Pedro asintiendo. Eso por descontado. 


Todo en la vida tenía un precio.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 12




Estaba demasiado desanimado como para estar solo, se dijo Pedro. Paula sería una buena compañía. Ella dio la vuelta a la celosía y se sentó a su mesa. Llevaba una falda corta y vaporosa con un top ceñido al pecho. Pedro estaba preparado para ver aquel cuerpo excitante, pero no para la amplia sonrisa que esbozaron sus labios y que le produjeron un intenso calor.


Paula se deslizó en el asiento. La compañía era distinta, pero el problema seguía siendo el mismo, se dijo Pedro. ¿Qué iba a hacer con respecto a lo de su esposa?, se preguntó. No podía concentrarse. La fragancia del perfume de Paula y la visión de su escote lo atraían demasiado.


—Paula, tienes que dejar de seguirme —dijo en un tono cansado.


—Te avisé de que me convertiría en tu peor pesadilla.


—Sí, bien, pero ahora que ya sabes a qué he venido a Bedley Hills esto tiene que terminar.


—No, sólo acaba de empezar —contestó ella mientras su sonrisa desaparecía—. Si me permites que te dé un pequeño consejo, Pedro, creo que tus razones para casarte no son muy buenas.


Pedro se reclinó en el asiento y la miró sin sonreír del todo. De modo que Paula creía que quería casarse en serio, pensó.


—Y supongo que tú lo sabes todo sobre el matrimonio.


—En realidad sí —sonrió—. Tengo un título de asistente social, y me especialicé como consejera matrimonial. Estuve trabajando en eso durante tres años. ¿Qué te parece?


—Y entonces, ¿por qué trabajas ahora en una tienda? —preguntó Pedro olvidando por un momento sus problemas.


—Porque tras la muerte de mi marido trabajar como consejera matrimonial me resultaba demasiado deprimente —confesó Paula respirando hondo.


—¿Cuánto tiempo hace que murió?



—Tres años. Tuvo un accidente de coche.


La sonrisa de Paula se había desvanecido. Pedro hubiera querido alargar una mano y consolarla, pero no se atrevió. 


¿Acaso estaba comenzando a sentir algo más por Paula que puro deseo?, se preguntó. ¿Era compasión? No estaba seguro, aquel sentimiento le resultaba demasiado poco familiar.


—Lo siento —dijo en su lugar, desconfiando de sus propias emociones—. ¿Y cómo es que no has vuelto a casarte? No me digas que nadie te lo ha pedido.


Paula contuvo la respiración ante la intensidad de la mirada de Pedro. Si era correcto lo que creía ver en sus ojos, Pedro sentía verdadero interés por conocer la respuesta. Se acercó a él, pero él se retiró.


—Tuve citas durante una temporada, pero al final llegué a la conclusión de que nunca surge el amor dos veces en la vida de una persona. Yo tuve un compañero perfecto, pero se fue y... se acabó —añadió haciendo un gesto con las manos—. Eso es todo. Fue mi última oportunidad.


Pedro pensó que Paula no se estaba lamentando por la pérdida de su marido, sólo se resignaba ante la falta de amor. Era una sensación que él mismo conocía, reflexionó. 


Nunca confiaría en el amor.


—Tienes razón, yo diría incluso que hay personas destinadas a no enamorarse nunca.


—En cambio yo prefiero pensar que siempre hay alguien ahí fuera, alguien perfecto —contestó Paula seria—. Y esa es la razón por la que debes de esperar, Pedro. Tú aún no has tenido tu oportunidad. Por favor, no destroces tu vida casándote sólo para demostrarle algo a tu padre.


—Pero si no voy a casarme —respondió Pedro. Tenía que decirle la verdad, pensó. Paula estaba tratando de ayudarlo sin pretender nada a cambio—. Sólo estaba entrevistando a Tisha, quería contratarla para que se hiciera pasar por mi mujer.


—¿Ibais a fingir que estabais casados? —repitió Paula boquiabierta. Pedro asintió—. ¡Pero eso es horrible!


—¿Por qué? Sólo era para una semana, y estaba dispuesto a pagarle. Dinero contante y sonante —contestó Pedro a la defensiva.


De pronto tuvo la sensación de que ese mismo argumento ya lo había utilizado. Sí, recordó, cuando el incidente de Frankie. Nunca antes había tenido que defenderse ante nadie, recapacitó. Explicarse sí, pero nunca defenderse. 


¿Por qué entonces se molestaba en hacerlo ante una mujer que se había convertido en su sombra?, se preguntó. Paula seguía mirándolo atónita.


—¡El dinero no es la respuesta a todos los problemas! —exclamó—. Esa es la causa de que el mundo vaya mal, nadie se toma en serio el matrimonio. ¡El matrimonio es sagrado!


—¿En serio? Ve y cuéntaselo a mi padre.


Pedro parecía triste y perdido, se dijo Paula. Su aspecto debía de ser muy semejante al del niño pequeño al que su padre había abandonado. Paula tomó su mano y dijo:
—Lo siento, Pedro.


Del contacto y de la forma de Paula de mirarlo nació entre ellos un sentimiento de unión. Ella supo entonces que no sólo sentían deseo el uno por el otro, sino que había algo más que compartir. Pero lo que sentía por Pedro no podía ser amor, recapacitó. En primer lugar porque apenas lo conocía, y en segundo porque conocía el amor. Conocía ese sentimiento, y no era eso exactamente lo que sentía por Pedro. Sencillamente no lo era, pensó. Soltó su mano y añadió:
—Sé que lo que hizo tu padre fue terrible...


—No sabes ni la mitad —la interrumpió Pedro con la mandíbula tensa. Un chorro de palabras salió de su boca sin que se diera cuenta—: A mi hermano y a mí nos separaron cuando yo tenía once años, y nadie quiso decirme a dónde se lo habían llevado. Me pillaron en los archivos del juzgado cuando fui a buscar su dirección, y me etiquetaron de «mala pieza».


Pedro, lo siento... —susurró Paula volviendo a tomar su mano.


Pedro se agarró a ella como si su vida dependiera de ello.


—Conseguí salir adelante, pero nunca aceptaré el hecho de no volver a ver a mi hermano. No puedo encontrarlo. Nunca me había sentido unido a nada ni a nadie, hasta el año pasado, cuando me escribió mi madre — «y hasta conocerte a ti, Paula», añadió Pedro en silencio.


¿Pero por qué ella?, se preguntó. ¿Por qué se fijaba en una mujer que merecía algo más que un hombre que no sabía qué era el amor?


—¡Oh, Pedro! —exclamó Paula con los ojos llenos de lágrimas.


—Eso fue lo que consiguió mi padre cuando nos abandonó —añadió respirando hondo y recuperando el control.


Pedro alargó un brazo para enjugar las lágrimas del rostro de Paula. Escuchó cómo contenía la respiración mientras él la tocaba, y casi sintió la energía eléctrica que hacía vibrar el aire a su alrededor. No quería mirarla a los ojos, tenía miedo de quedar atrapado para siempre en ellos, de modo que los bajó. Pero fue un grave error. El escote de Paula, que ya antes había contemplado, lo conquistó.


Nunca había sido tan incapaz de controlar sus propias emociones como en ese instante. Al menos desde la adolescencia, pensó. El sentido común le ordenaba alejarse cuanto antes de aquella mujer. ¿Por qué seguía ahí sentado, esperando reunir el coraje suficiente para pedirle que compartieran la cama?, se preguntó.


—No te preocupes, Paula, ya no soy ningún niño.


—Ya me he dado cuenta —contestó ella sonriendo.


—¿Estás tratando de ligar conmigo? —preguntó Pedro.


—No, no es cierto —protestó Paula. Sin embargo sabía que no podía engañar a ninguno de los dos. Sacudió la cabeza dejando que los pendientes se balancearan de un lado a otro y añadió—: Deberías pedir ayuda.


—¿Es que no es suficiente con tu consejo? —bromeó Pedro.


—Por mucho que pienses lo contrario, eres una persona extraña —alegó Paula—. No quiero tener nada que ver contigo, sólo he venido aquí para asegurarme de que no eres un elemento perturbador en el barrio, y ahora que lo sé, no hace falta que volvamos a vernos. Además —añadió sin moverse de la silla—, yo sólo soy consejera matrimonial.


—No necesito que nadie me diga que estoy loco, sólo estoy enfadado —se defendió Pedro—. En cuanto consiga demostrarle algo a mi padre me olvidaré del pasado y lo dejaré atrás, donde debe estar.


Paula sabía que Pedro se estaba engañando, pero no se atrevió a decirlo. Estaba demasiado ocupada pensando en la importancia que Pedro parecía darle a cada una de sus palabras, observando su cabello sedoso y suave... Se aclaró la garganta.


—De modo que no es cierto que estuvieras en prisión —comentó—. Estás en las fuerzas aéreas.


Pedro recordó entonces el incidente de las cicatrices. A las mujeres siempre les gustaba cierta dosis de misterio, recapacitó. Si conseguía hacerle creer algo interesante sobre él quizá siguiera espiándolo, se dijo. Al menos una noche más.


—Sí, las fuerzas aéreas —repitió asintiendo—. Es una buena tapadera, ¿verdad?


Pedro...


—No creerías que iba a contarle a Tisha toda la verdad, ¿no? Quiero decir, si ella hubiera sabido que me había escapado de la cárcel...


Paula se quedó mirando a Pedro y reflexionando. ¿Estaba tomándole el pelo?, se preguntó. ¿Acaso cambiaba de táctica con ella? Era incapaz de saberlo descifrando su mirada. Aquel hombre era un completo desafío, se dijo. 


Quizá lo que le había contado a doña Palo era mentira.


Pero no, recapacitó. Lo de su infancia tenía que ser cierto. 


Había demasiado fuego en su mirada mientras lo contaba como para ser falso. Incluso tenía la sensación de que en su interior había enterrado mucho más.


—¿Y cómo vas a seguir fingiendo que estás casado si vives en la misma ciudad que tu padre?


—No voy a quedarme mucho tiempo, sólo quiero demostrarle que soy feliz.


Aquella noticia la desilusionó. Pedro se iba de la ciudad, pero no le importaba, se dijo.


—Bueno, ahora que sé que no eres una amenaza y que nadie puede ayudarte creo que ha llegado la hora de dejarte solo para que continúes con tu propia destrucción —dijo Paula poniéndose en pie.


—Por favor, quédate —rogó Pedro poniéndose en pie también y agarrándola del brazo.