lunes, 1 de enero de 2018

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 46





Coronando el pueblo había un pequeño hotel con una pesada puerta de madera y una placa que le otorgaba una categoría de cinco estrellas. Llegaron allí sin aliento; habían subido por la calle principal azuzados por el intenso deseo de estar a solas.


Al menos eso sentía Paula, y percibía lo mismo en las largas zancadas de Pedro. Lo que iba a hacer le resultaba tan natural que no necesitaba explicarlo ni justificarlo. La urgencia por llegar era sencillamente básica, como la respiración; sin ella la vida era imposible.


Paula esperó junto a la puerta mientras Pedro iba al mostrador de recepción y pedía una habitación. Por suerte, la transacción fue rápida. Como no llevaban equipaje, el conserje asintió comprensivamente cuando Pedro rechazó su oferta de enseñarles la habitación. Señaló el ascensor, pulsó el botón de la cuarta planta y los dejó marchar.


—¿He sido maleducado? —preguntó Pedro, cuando se cerraron las puertas.


—No —contestó ella.


Él agarró su mano. El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Dejó que ella saliera primero y la siguió, sin soltarle la mano.


La habitación estaba al final del pasillo. Pedro abrió la puerta y la dejó entrar.


—Es preciosa —dijo ella. 


Contra una pared había una cama antigua de madera oscura, cubierta con una pesada colcha de damasco y media docena de almohadones. Paula se acercó a la ventana. Igual que la torre a la que habían subido antes, ofrecía una panorámica de la campiña toscana, más allá de las murallas del pueblo.


Pedro se acercó a ella. Ella cerró los ojos un momento, luego se dio la vuelta y apoyó una mano en su pecho. Él la miró, de nuevo como si intentara memorizar su rostro; después tomó su mano, se la llevó a los labios y besó la palma.


La mirada de Pedro llenó a Paula de júbilo y pánico al mismo tiempo. No tenía nada que ofrecerle. No tenía vida propia. Ningún futuro dibujado al que él pudiera incorporarse en algún momento.


Y era una mujer que siempre miraría hacia atrás por encima del hombro, incapaz de confiar en que el presente pudiera ser más de lo que era.


Pedro tomó su rostro entre las manos.


—No hagas eso —dijo, vislumbrando las sensaciones que ella era incapaz de ocultar—. Por ahora, esto es suficiente.


Paula parpadeó y dejó que las palabras tranquilizaran su corazón inquieto. No quería pensar más allá del momento, ni en lo que podría o no ser. Sólo quería lo que tenía ante sí. Lo quería a él.


Se abrazaron con cariño y determinación. El contacto con Pedro tenía el poder de curar, de borrar centímetro a centímetro las cicatrices que ella había creído que durarían para siempre, impidiéndole sentir nada parecido a lo que sentía en ese momento.


—Eres increíblemente bella —dijo él, mirándola con una mezcla de admiración y deseo en los ojos.


Paula desvió la mirada, no sabiendo cómo responder a la sinceridad que oía en su voz. Se sentía indigna de ella pero, al mismo tiempo, percibía en él vulnerabilidad, un intenso deseo de convencerla de que hablaba muy en serio.


—¿Cómo ocurrió esto? —le preguntó.


—¿El que los dos estemos aquí?


Ella negó con la cabeza.


—¿Qué? —la urgió él.


—Que alguien como yo haya conocido a alguien como tú.


—Paula —el nombre sonó como si le desgarrase la garganta—. No tienes la más mínima idea de lo que veo cuando te miro, ¿verdad?


—Me parece que no me merezco lo que veo en tus ojos —Paula se mordió el labio.


—Te diré lo que veo. Veo a una mujer que me hace querer esforzarme para convertirme en lo que una vez tuve la esperanza de ser.


Ella rodeó su cuello con los brazos y se quedó inmóvil; algo cedió en su interior, como si hubiera estado reservándose una parte de sí misma, por miedo a ser demasiado vulnerable.


Él la alzó en brazos y la llevó a la cama. La depositó en el centro y se tumbó a su lado. La cabeza de Paula se deslizó entre las dos almohadas. Él quitó una de un tirón; ella se rió, puso la mano en su nuca y lo atrajo, besándolo con anhelo y pasión.


Se tomaron su tiempo, mientras el sol de la tarde iluminaba la cama. Él la desvistió con una especie de reverencia desconocida para ella. Después se puso de pie y se desabrochó la camisa, sin dejar de mirarla a los ojos en ningún momento.


Las sombras se fueron alargando en la habitación. Y si no era amor, era lo más parecido que había vivido Paula nunca.



****


El sol estaba bajo en el cielo cuando Pedro, despertó a Paula, que seguí acurrucada en la curva de su brazo. Le dio un beso en la frente.


Había tenido mujeres en su vida, no podía negarlo. Pero nunca había habido una mujer como ésa. Al menos no para él. Y sin saber por qué, comprendió que nunca habría otra.


Antes no había sabido que ella era lo que había estado esperando. Pero ya sí. No podía explicar su certeza, simplemente era la verdad.



Y habiéndola encontrado, también sabía que no podía dejarla escapar.


Le había bastado mirar a los ojos de Paula, antes de que hicieran el amor, para ver que ella creía que no tenían futuro. 


De alguna manera, tenía que hacerle ver que tenían derecho a un futuro, que ella era dueña de su propia vida y no podía seguir viviendo a la sombra de las amenazas de Jorge.


Sólo pensarlo provocaba en él una ira tan intensa que era como si un ácido lo corroyera. Había aprendido hacía mucho tiempo que el mundo se sostenía a base de injusticias. Y había pasado gran parte de su vida adulta intentando corregir el mayor número posible, para acabar comprendiendo que nunca llegaría a cambiar las cosas.


Lo había aceptado e intentado encaminar su vida en otra dirección; pero había descubierto que no podía soportarse a sí mismo viviendo de esa manera. No podía darle la espalda a alguien. No podía alejarse. Ni de los pequeños cambios a mejor que conseguía realizando el trabajo que le había apasionado en otro tiempo. Ni de esa mujer que, sin intención, lo había obligado a mirarse en el espejo y le había recordado la clase de hombre que había deseado ser una vez. Quería volver a ser esa persona. Por él mismo. Y por ella.



****


Se quedaron tumbados en la cama, ella con la cabeza en su hombro y la mano sobre su pecho. Aunque le resultaba difícil encontrar las palabras, Paula necesitaba expresar sus sentimientos.


—Nunca ha habido algo como esto para mí.


Él le acarició el pelo.


—Sé que nos referimos a cosas distintas, Paula, pero yo siento lo mismo.


Ella se apoyó en un codo y lo miró, interrogante.


—Me he pasado la vida evitando cualquier cosa que se pareciera remotamente al sentimiento auténtico —dijo él—. Resulta que en realidad no sabía cómo era. Pero ahora lo sé.


—¿Y no vas a salir corriendo?


—No, no voy a salir corriendo.


Paula extendió los dedos sobre los músculos de su abdomen. Guardó esas palabras en lo más profundo de su ser, protegiéndolas como protegería a una vela cuya débil llama necesitara para existir.



****


Alrededor de las seis, Paula llamó a Celina para decirle que llegarían tarde. Saltó el contestador y ella dejó un mensaje con el teléfono del hotel, por si quería llamarla. Se sintió un poco rara al reconocer abiertamente lo que estaban haciendo, pero sabía que la otra mujer se alegraría por ella.



Pidieron que les subieran la cena a la habitación, y comieron lentamente, disfrutando con cada bocado como habían disfrutado el uno del otro. Para Paula, esas horas eran un regalo por toda una vida carente de lujos como la ternura.


Eran casi las once cuando llegaron a casa de Celina. Paula había llamado otra vez antes de salir de San Gimignano. 


Celina no había contestado, pero como solía acostarse muy temprano, Paula pensó que debía de estar dormida y no había oído el teléfono.


La casa estaba a oscuras cuando Pedro detuvo el coche ante la entrada.


—Celina debe de haberse olvidado de encender la luz de fuera —aventuró Paula, abriendo su puerta—. Entraré a por Santy.


—Iré contigo —dijo Pedro.


A unos pasos de la puerta delantera, Paula oyó un ruido.


—Parece el ladrido de George. En el jardín trasero —arrugó la frente—. Celina nunca lo deja afuera.


—Espera —dijo Pedro—. Voy a por una linterna. He visto una en la guantera.


Paula empezó a rodear la casa, inquieta por los ladridos del perro, que habían subido de intensidad. Pedro la siguió, paseando la linterna por el jardín. Siguieron el sonido hasta el pequeño cobertizo que ella utilizaba para pintar, en la esquina más alejada. El perro gemía y arañaba la puerta con frenesí.


Pedro la abrió y el perro salió como una tromba y corrió hacia la parte delantera de la casa, ladrando con furia.


—Algo va mal —musitó Paula, con el corazón en la garganta.


Pedro agarró su mano y corrieron tras George, que arañaba la puerta de entrada.


—¿Celina? —llamó Paula—. Celina, ¿estás ahí?


Pedro giró el pomo. Estaba cerrada.


—Probemos la puerta de atrás —dijo Paula. Corrieron de vuelta al otro lado de la casa.


También estaba cerrada.


—Tendremos que romper una ventana —dijo él eligiendo una piedra de las que bordeaban un seto de flores.


La urgencia del ladrido temeroso de George provocaba pánico a Paula. Pedro dio un golpe al paño de cristal más cercano a la puerta. Cuando se rompió, metió el brazo y quitó el cerrojo. La puerta se abrió y George entró antes que ellos, aún ladrando.


—¿Celina? ¿Santy? —llamó Paula, asustada.


Siguieron a George por toda la casa. Se había parado ante la puerta del dormitorio de Celina y volvía a aullar frenéticamente.


Pedro abrió la puerta, mientras Paula se estremecía de miedo. Celina estaba en una silla, en el centro de la habitación. Tenía las manos atadas a la espalda y los pies atados a las patas de la silla. Le habían tapado la boca con cinta aislante. Las lágrimas surcaban su rostro y caían sobre su pantalón vaquero, lleno de goterones.


Paula no tuvo que preguntar porque conocía la respuesta.
Santy había desaparecido.






LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 45





El día siguiente amaneció soleado y cálido, el cielo de un azul perfecto. Celina y George recogieron a Santy poco después de las once.


—¿Por qué no dejas que pase la noche conmigo? —sugirió Celina—. Así no tendréis que estar pendientes de la hora de volver.


—Ya has hecho demasiadas cosas por mí, Celina.


—Me encanta que se quede. Para mí es como un regalo. Eso por no hablar de la opinión de George.


—¿Estás segura?


—Del todo. Por cierto, ¿Paula?


—¿Sí?


—No le haces ningún favor a tu hijo andando por ahí con cara de culpabilidad. Ve y disfruta del día. Te lo mereces.


Paula se duchó, se lavó y secó el pelo, y se puso un vestido blanco sin mangas, con cuello caído y falda vaporosa. 


Dedicó más atención a maquillarse, sintiéndose como una adolescente en su primera cita.


Pedro llegó poco después, y su expresión cuando la vio justificó todos sus esfuerzos.


—Hola —lo saludó.


—Hola —una sonrisa curvó sus labios—. Estás increíble.


—Gracias —ella bajó los ojos, no estaba acostumbrada a cumplidos tan sinceros—. Si estás listo podemos…


—…irnos —concluyó él—. Estoy listo. De hecho, llevo listo desde las cuatro de la mañana, pero me pareció que si venía tan temprano, podría dar la impresión de estar demasiado ansioso.


Ella lo miró y soltó una carcajada. Condujeron con la capota bajada. Paula apoyó la cabeza en el respaldo y dejó que el sol le diera en la cara. Estuvieron en silencio, pero cómodos el uno con el otro, durante casi un cuarto de hora. Entonces Pedro apartó la vista de la carretera y la miró.


—¿Estás segura de que no te preocupa no estar con Santy?


—Celina es fantástica con él. Y George es el perro que siempre deseó.


—¿Cómo conociste a Celina?


—No la conocía hasta que llegué aquí —recordó el día de su llegada y lo feliz que le había hecho ver la pequeña casa—. La dirección me la dio una organización secreta que ayuda a mujeres… como yo.


Él se quedó en silencio un momento.


—¿Cómo conociste su existencia?


—Por una enfermera que conocí en Urgencias —contestó ella, con cierta dificultad—. Había pasado por lo mismo que yo. Supongo que reconoció los síntomas.


—¿Y? —la animó él.


—Envié un correo electrónico a la persona de contacto. Le dije que quería salir del país. Y ella me envió aquí, con Celina.


—Es una mujer muy agradable.


—Sí que lo es —Paula estudió su atractivo perfil, de mandíbula firme. Se preguntó qué estaría pensando en ese momento.


De repente, él giró y entró al aparcamiento de un pequeño restaurante.


—Tengo algo que darte —dijo.


Paula lo miró, inquieta por el cambio en el tono de su voz.


Él metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre marrón y se lo dio.


—¿Qué es?


—Información —dijo—. Por si alguna vez la necesitas.


A ella se le encogió el estómago. Sabía, sin necesidad de preguntar, que tenía que ver con Jorge.


Pedro


—Por favor —interrumpió él—. Espero que no te haga falta nunca. Pero si se da el caso, quiero que la utilices.


Ella siempre se había preguntado por los negocios de su marido, y sospechaba que Ramiro también le hacía favores en ese sentido.


—¿Y cómo diste con esta información?


—Eso no tiene importancia.


—Sí la tiene —arguyó ella—. Tú no eres así. Has comprometido tus principios éticos.


—Aunque me gustaría que fuera muy distinto, el mundo no siempre funciona de acuerdo con mi ética. Ésa es una lección que la vida me ha dado tantas veces, que sé que es verdad.


Le quitó el sobre, lo dobló por la mitad y lo metió en su bolso.


—No creo que este día tenga nada que ver con todo eso —dijo—. Quiero que sea sólo nuestro. 


Ella miró el bolso y luego a él. Asintió.


—Yo también.



****


Dejaron el aparcamiento y condujeron un buen rato, evitando la autopista y siguiendo, en cambio, la tortuosa carretera que pasaba por todos los pueblos.


Vieron granjas y campos de tierra oscura, recién arados. 


Había olivares y viñedos familiares en cada una de las colinas.


San Gimignano era un pueblecito de montaña fundado en el siglo X, con vistas al valle Elsa. Paula transmitió la información que le había dado Celina, sobre cómo el pueblo prosperó y las familias más ricas construyeron las torres que dominaban el paisaje.


Pedro aparcó el coche fuera de las murallas y entraron andando.


—Es como entrar en otra Era —dijo él.


Comenzaron al principio de la calle principal y subieron de tienda en tienda. Había panaderías con panecillos y hogazas recién salidos del horno. Tiendas especializadas en artículos de cuero. Una pequeña galería exhibía el trabajo de los artistas locales.


Habían subido hasta la mitad de la colina cuando un pequeño restaurante los atrajo por su fantástica mezcla de aromas. Salsa de tomate, ajo y albahaca.


—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro.


—Estoy desfallecida —confesó ella.


—Entonces, a comer —la tomó de la mano y la guió al interior.


Saciaron su apetito con la especialidad local: linguini en salsa de azafrán. Tomaron pan mojado en aceite de oliva y bebieron vino tinto de la cosecha propia de la dueña del restaurante, que sonrió con placer al ver que les gustaba.


Hablaron de todo, cosas importantes y cosas insignificantes.


Paula volvió a sentirse extraña estando junto a un hombre que se interesaba por sus opiniones y quería escucharla.


—A veces —admitió ella, tomando un sorbo de vino— me cuesta creer que la vida pueda ser así.


—Así, ¿cómo? —preguntó él con suavidad.


—Sin tener que vigilar cada una de mis palabras o de mis actos.


—¿Siempre fue así entre vosotros?


—No, al principio no. Era bueno conmigo. De una forma distinta a la que estaba acostumbrada pero…


—¿Cuándo cambiaron las cosas?


—Llevábamos un año casados la primera vez que… me pegó —dijo ella, estremeciéndose.


Pedro puso una mano sobre la suya. Sentir ese contacto le dio el coraje para seguir, para contar lo que nunca había contado a nadie.


—Al principio, pensé que había sido un error… un accidente… No podía haberlo hecho a propósito. O tal vez yo había hecho algo para provocarlo. Intenté descubrir qué había sido, para no hacerlo nunca más.


—Pero eso no funcionó, ¿verdad? —apuntó él, con voz teñida de angustia.


Ella negó con la cabeza y rodeó la copa de vino con ambas manos.


—No. Durante mucho tiempo, pensé que mejoraría, que de alguna manera conseguiría que funcionara. Pero fue al contrario. Cuanto más lo intentaba, peor iban las cosas.


—Paula. Lo siento.


Ella se mordió el labio y lo miró a los ojos.


—Pienso en el pasado y recuerdo cosas que ocurrieron al principio, cosas que deberían haberme advertido… me pregunto por qué no lo vi… o por qué me negué a verlo. Pero las respuestas ya no importan. Cuando miro a Santy, no puedo arrepentirme de las decisiones que tomé.


—Lo que debes saber es que nada de esto fue culpa tuya, Paula —dijo Pedro tras un breve silencio—. Nada. Tienes que permitirte creerlo.


—Estoy trabajando en ello.


Salieron del restaurante poco después, aún afectados por el peso de lo que habían hablado. Continuaron subiendo por las calles adoquinadas hasta llegar a las torres que coronaban el pueblo. Cada torre había representado la riqueza de la familia que la construía. En el siglo XIII había habido setenta y dos torres. Sólo quedaban catorce en pie; las demás se habían ido derruyendo en la época en que declinó la prosperidad de San Gimignano.


Pedro y Paula subieron a una de las torres del medio, la más alta de las que quedaban. Paula se acercó a una de las pequeñas ventanas desde las que se veía toda la campiña que rodeaba al pueblo. Pedro se situó tras ella.


—Es increíble, ¿no crees? —musitó ella, asombrada.


—Sí, increíble.


Paula notó su mirada, y algo en su voz le advirtió que iba a tocarla. Cerró los ojos, esperando no equivocarse. En aquel pueblo, apartado de todo, Paula tenía la sensación de que ellos también eran dueños únicos del tiempo que podían compartir. Y deseaba ese tiempo como había deseado pocas cosas en su vida.


Se encendió en ella una llama de necesidad. No la había pedido ni buscado, pero la conexión que sentía con Pedro era como haber encontrado un tesoro precioso. 


Deseaba aferrarse a él, aunque sabía que era imposible.


Él colocó las manos sobre sus hombros, tentativamente. Ella respondió recostándose en su sólido pecho. Él deslizó las manos por debajo de sus brazos y apoyó las palmas de las manos en su estómago.


Ella se volvió y lo miró para que supiera lo que sentía. 


Confiaba en él y sabía, de alguna manera, que ese hombre nunca pondría a prueba su confianza.


—Paula —la besó y sus brazos estrecharon su cintura. La alzó hacia él, levantando sus pies del suelo.


Después giró, llevándola consigo, y apoyó la espalda en la pared de piedra, acercándola a su cuerpo, hasta que estuvieron todo lo juntos que podían llegar a estar dos personas vestidas.


Ella se sentía mareada de deseo. Él contemplaba su rostro como si estuviera memorizando cada ángulo, hoyuelo y peca. Nadie la había mirado nunca así, haciéndola sentirse deseable sin culpabilidad ni manipulación.


Entonces, con un torbellino de emociones desatado en su corazón, lo besó, con urgencia y anhelo, queriendo darle tanto como ella estaba recibiendo.


Afuera, los pájaros trinaban. El sol entró por uno de los arcos, iluminando sus rostros y dejando el resto de sus cuerpos en penumbra. Se besaron largo rato, como si nada más importara, ni entonces ni nunca.


Finalmente, Pedro se echó hacia atrás, pasó el pulgar por el ángulo de su barbilla y después por esos labios que su boca acababa de saborear.


—¿Vamos a buscar un sitio? —dijo.


Para Paula sólo había una respuesta posible.