sábado, 27 de junio de 2015

EN SU CAMA: EPILOGO




Quince meses después


Las islas griegas estaban muy hermosas en aquella época del año. Paula suspiró con languidez y pensó que sin duda era la mujer más afortunada del mundo.


Estaba en bikini tumbada boca arriba, mirando el cielo estival de un azul impresionante. La brisa mecía suavemente el yate, y el agua acariciaba los costados de la embarcación con un sonido agradable e hipnótico.


—¿Señora Alfonso?


Paula sonrió, aunque no se volvió hacia la voz masculina.


—¿Sí?


—Le he traído su crema de protección solar. Dese la vuelta y se la extenderé por todo el cuerpo.


Con una pícara sonrisa, ella se dio la vuelta y aprovechó para menear el trasero con sensualidad.


Emitió un gemido entrecortado cuando notó que le deshacía la lazada de la parte de arriba del bikini y se la quitaba. 


Entonces sintió el chorro de crema fría y gimió de nuevo.


—Mmm, qué gusto —susurró Pedro al oído antes de empezar a acariciarla y a darle aquel masaje que siempre conseguía hacerle perder la razón.


Pedro deslizó las manos por su espalda, y después las bajó por los muslos y las piernas, incluso le retiró la braga del bikini lo suficiente para conseguir que se trastornara un poco más.


—¿Sabe tu marido lo que te hago? —susurró él mientras empezaba a juguetear con los dedos entre sus piernas, consiguiendo que perdiera la noción de la realidad.


Para que a él le pasara lo mismo, se dio la vuelta y dejó a la vista sus pechos desnudos.


—Lo sabe —dijo ella, que no pudo sentirse mejor al ver esa expresión intensa en sus ojos mientras la devoraba con la mirada.


Empezó a acariciarle los pechos, rozándole los pezones, y entonces fue ella la que lo miró con deseo.


—Marido —consiguió decir ella casi desfallecida—. Me gusta esa palabra.


—¿De verdad? —se inclinó hacia ella y la besó en los labios suavemente.


—¿Y sabes lo que me gustaría todavía más? —le preguntó ella.


—¿El qué?


Él esbozó la sonrisa indulgente de un hombre en su luna de miel.


—Papá —susurró ella—. Me gusta la palabra papá.


Ella lo observó mientras él se quedaba muy quieto.


Pedro miró la mano que le había colocado en el vientre todavía plano, apretando un poco los dedos mientras se le empañaban los ojos con una emoción llamada amor.


—¿Te acuerdas el mes pasado, encima de tu mesa…? —le preguntó en tono suave—. Cuando se rompió el preservativo…


—Lo recuerdo.


—Bueno, fíjate lo que pasa cuando se rompe un preservativo…


Él la miró a los ojos.


—¿Me estás diciendo que…?


—¿Te importaría mucho? —le preguntó, aguantando la respiración.


—¿Que si me importaría mucho? —repitió mientras cerraba los ojos; cuando los abrió los tenía brillantes—. Importarme no es la palabra precisa —añadió con voz entrecortada.


—¿Entonces…? —empezó a decir sin aliento.


—Estoy feliz —le dijo con fervor—. Contentísimo —abrió los dedos sobre su vientre y la miró con una expresión de amor y protección.


Entonces, se inclinó y la besó justo debajo del ombligo.


—Otra generación… —suspiró Pedro.


—¿Tienes miedo?


—Un poco nada más —reconoció antes de tomarla en brazos y estrecharla contra su pecho—. Estoy loco por ti, Pau.


—Lo sé —susurró con suma felicidad y placer—. Vamos dentro, y así podrás demostrarme hasta qué punto…




Fin







EN SU CAMA: CAPITULO 36





Paula iba de camino hacia su coche cuando alguien la agarró del brazo y le dio la vuelta. Sabía quién era antes de verlo, por supuesto. Sintió una sensación de ahogo en la garganta y el corazón le dio un vuelco al ver a Pedro allí de pie, jadeando un poco, mirándola con expresión inescrutable, con la boca cerrada y la expresión seria.


Cuando él le vio la cara, emitió un sonido de pesar y la agarró del otro brazo para abrazarse a ella.


—Estás llorando.


—Un poco —reconoció, e intentó apartarse del cuerpo que había llegado a amar tanto.


Él la agarró con fuerza.


—No te vayas.


Y el corazón pareció rompérsele un poco más.


—Tengo que hacerlo —dijo ella.


—No lo entiendo —dijo él, parecía confuso—. Hazme entender.


—Es sencillo, de verdad. Eduardo…


—Esto no se trata de trabajo —dijo Pedro—. No me importa nada el trabajo. Lo que me importa es que tú no te marchas sólo de mi oficina, sino que te estás alejando de mí, ¿verdad?


—En realidad, no tiene nada que ver contigo —pestañeó y le rodó otra lágrima por la mejilla—. ¿Recuerdas cuando te dije que firmé con Eduardo en busca de aventura?


—Sí.


—En su anuncio eso era lo que prometía —le sonrió con tristeza—. Me atrajo porque he vivido… bueno, digamos que de un modo muy conservador. En parte es por mi familia y su idea de que no puedo hacer nada sola, pero en parte es porque yo he caído en esa trampa, ¿entiendes? —le dijo ella, pero él no la entendería porque Pedro siempre había sido dueño de sus decisiones; nunca había tenido a nadie que le dijera lo que tenía que hacer—. Quería más —dijo Paula—. Y Eduardo me lo prometió.


—Bueno, yo diría que obtuviste más de lo que querías —le dijo en voz baja mientras le pasaba el pulgar por los cardenales.


—Es cierto.


Había conseguido mucho más. Se había enamorado.


—Pero ahora me ha ofrecido este trabajo en las islas griegas, en un yate…


—¿Durante cuánto tiempo?


—No es tanto, sólo llevaré la contabilidad y…


—¿Cuánto tiempo?


—Tres meses —contestó, y aguantó la respiración—. Una aventura perfecta, ¿no te parece?


Él la miró largamente, mientras ella esperaba a que él le dijera que viviría una aventura mejor si se quedaba con él.


En lugar de eso, se limitó a asentir. Le soltó las manos y se metió las suyas en el bolsillo.


—Espero que sea todo lo que deseabas.


No, todo lo que ella deseaba estaba allí delante de ella. Pero a veces las personas tenían que conformarse con una segunda opción.


—Gracias —le dijo ella.


—¿Cuándo te vas?


—El lunes.


—Aún faltan varios días.


Sin duda, él estaría pensando que podrían pasar juntos varias noches locas más, noches que serían las más gloriosas que había vivido. Estaba bien segura de que él se encargaría de que así fuera, puesto que aquel hombre sensual e increíblemente apasionado estaba hecho para noches como ésas.


Pero entonces llegaría el lunes y sería incluso más duro despedirse de él. Abrió la puerta de su coche y se sentó al volante.


Entonces se preguntó por qué seguía esperando a que él la detuviera.


No iba a hacerlo. No iba a decir que quería aprovechar esas pocas noches que les quedaban, ni que le encantaría verla cuando volviera.


De hecho, no dijo nada.


Se puso el cinturón, metió la llave en el contacto e intentó convencerse a sí misma de que había hecho lo correcto.


Un elegante BMW rojo descapotable se detuvo a su lado y tocó el claxon. Eduardo, por supuesto. Se bajó las gafas y le guiñó un ojo. Entonces, con una facilidad de un hombre de veintinueve en lugar de los cuarenta y nueve que tenía, saltó por encima de la puerta de su coche y fue hacia Eva, que salía del edificio.


Aún junto a su coche, con las manos en los bolsillos, Pedro vio la escena y maldijo entre dientes.


A Paula siempre le gustaba la compañía de Eduardo y Eva, pero no podían haber llegado en peor momento. Le entraron ganas de marcharse de allí. Quería irse a casa y curarse las heridas con un paquete entero de helado.


Eduardo le tomó la mano a Eva y se volvió hacia Pedro.


—Esta mañana despedí a Eva—dijo Eduardo.


Pedro sacudió la cabeza y miró a Eva.


—¿Te ha echado? Pero… Pensé que trabajabas para mí.


—Qué confundido estás —Eva lo abrazó y se retiró—. ¿Recuerdas cuando te dije que iba a empezar a salir con él porque era muy mono?


—¿Tú has dicho que era muy mono? —preguntó Eduardo sonriendo—. Me hubiera gustado más guapo o maravilloso, pero puedo conformarme con mono.


—Calla —le dijo Eva en tono afable y se volvió hacia Pedro—. En realidad, me voy a casar con él. Voy a hacerlo oficial.


Pedro parecía como si fuera a desplomarse de la impresión.


—¿Hacer oficial el qué?


—El hecho de que me estoy acostando con él, por supuesto —Eva se echó a reír—. Felicítame, cariño. ¿Puedes hacerlo?


—Pues claro que sí —dijo Eduardo, interrumpiéndola—. ¿No, hijo?


—¿Y qué te hace pensar que no te va a dejar otra vez? —le preguntó Pedro.


Eduardo lo agarró por el hombro.


—Hijo, a veces uno tiene que arriesgarse y seguir los dictados de su corazón.


Pedro miró a Paula con tal intensidad y emoción en sus ojos claros, que la dejó sin aliento.


—No hay nada mejor que el riesgo para darle marcha a tu corazón —Eduardo se pasó la mano por la cabeza de cabellos negros—. Te salen canas, por supuesto, pero para eso están los peluqueros.


Paula aguantó la respiración. No hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta de lo que Eduardo le estaba diciendo a su hijo. Lo animaba a que se arriesgara, a que volviera a amar, a sentir. A vivir.


¿Pero se estaría enterando Pedro? Buscó en sus ojos, pero sólo vio aquella expresión inescrutable.


—Adelante —le dijo Pedro de pronto a sus padres, sin dejar de mirar a Paula.


Eva se echó a reír y agarró del brazo a Eduardo.


—¿Sabes qué? Vamos, Eduardo, creo que el chico quiere estar solo.


—Eso no tiene nada de malo —dijo Eduardo, que le abrió la puerta del coche a Eva y le guiñó un ojo a Paula antes de marcharse.


—Están equivocados —dijo Pedro—. No quiero estar solo —metió la mano en el coche de Paula y quitó las llaves del contacto—. Te lo advierto, tengo un humor muy cambiable.


Ella arqueó una ceja.


—A veces también soy un poco gruñón… —añadió Pedro.


—Cuéntame algo que no sepa —le dijo ella, y él asintió.


—Lo haré, pero primero…


Paula vio que se guardaba las llaves y se preguntó qué estaría tramando.


—Dime qué pensarás en mí todos los días de esos tres meses de tu aventura —le dijo él—. Que te mata el tener que separarte de mí.


Ella cerró los ojos y al momento volvió a abrirlos y lo miró a los ojos.


—Por supuesto que me resulta muy difícil alejarme de ti. Nos hemos acostado juntos. Hemos hecho el amor en tu cuarto de baño —le dijo con voz temblorosa y él hizo una mueca.


—Lo sé —dijo él—. No te lo tomas nada a la ligera…


—¿A la ligera? —le dijo ella riéndose mientras negaba con la cabeza—. ¿Quieres saber lo que no me tomo a la ligera? 
Enamorarme de ti, idiota.


Él se quedó mirándola. Entonces abrió la puerta del coche y tiró de ella. La puso de pie y la miró a los ojos, muy cerca de ella.


—¿Entonces por qué te marchas?


—Porque… —llevó las manos a su cara, que acarició con ternura—. No quería ser la única que estuviera enamorada.


—¿Ahora quién es la idiota? —la abrazó con suavidad—. Te amo. Te amo tanto, que me estás volviendo loco.


Ella lo miró sin saber qué decir. Entonces se echó a llorar y a reír al mismo tiempo y retiró la mano de su cara para poder darle una palmada en el hombro.


—Podrías habérmelo dicho.


—Lo hice —le dijo mientras le pegaba su frente a la de ella—. En cada beso, en cara mirada, en cada caricia.


—¿Y me ibas a dejar marchar?


—No quería retenerte, impedir que corrieras tu aventura.


—¿Me quieres tanto?


—En una ocasión metí la pata en el amor. Después, me fui al extremo opuesto y tampoco me salió bien. Ninguna de las dos posibilidades me atraía, pero cuando llegaste tú…


Ella emitió un leve sonido emocionado, una expresión de alegría y esperanza, y él la abrazó.


—Se me dan bien los números —le dijo al oído—. Sé hacer muchas cosas. Pero no tengo ni idea de cómo amarte… ni la más mínima idea —se retiró para verle la cara—. Lo único que sé es que tu sonrisa me alegra el día y que, cuando estoy contigo, todo me parece bien.


—Oh, Pedro —suspiró Paula.


Allí pegada a él, empezó a besarlo con una avidez y una desesperación sin igual. Lo besó con todo lo que tenía, con todo lo que quería darle.


—Así que vas a quedarte —le dijo él finalmente en tono vacilante, carente de la seguridad habitual.


Paula escondió la cara en su cuello, aspirando su aroma, respirándolo a él.


—No lo sé… Ha sido una oferta especial por parte de Eduardo. Piensa en la experiencia.


Él la estrechó todavía más entre sus brazos.


—Yo también puedo ofrecerte la oportunidad de vivir una experiencia.


—¿De verdad? —le preguntó mientras ladeaba la cabeza—. ¿Qué tienes en mente?


Él empezó a susurrarle palabras dulces y sensuales al oído, cosas que nadie le había dicho jamás. Excitada, animada y con el corazón rebosante de felicidad, asintió.


—Bueno, parece una buena oportunidad —dijo Paula.


—Oh, sí —concedió él, que la invitó a sentarse de nuevo en el coche, esa vez en el asiento del pasajero; se sentó al volante—. De hecho, no hay necesidad de esperar, podemos empezar…


—¿Ahora?


—Ahora.


Pedro la llevó hasta la casa de él.


—Pero el trabajo…


—Olvida el trabajo. Le di a Margarita el día libre para que hiciera algo especial, algo que no hubiera hecho nunca —le dijo él—. Le dije que yo iba a hacer lo mismo —le dijo Pedro, sonriéndole con tanto amor, que Paula sintió que se le iban a saltar las lágrimas.


Al verla, él se puso serio.


—¿Qué te pasa? —le preguntó.


—Siempre he querido enamorarme de un hombre que me demostrara sus sentimientos —le dijo despacio—. De un hombre cálido y compasivo, suave…


—Espera un momento —dijo Pedro mientras apagaba el motor; entonces la condujo al interior de la casa, donde la llevó directamente a su dormitorio—. Cálido y compasivo, ningún problema. O al menos puedo intentarlo… Pero suave…


Ella se echó a reír.


Pedro se pegó a ella, su cuerpo tan opuesto a la suavidad, que la risa de Paula se trasformó en un leve gemido estrangulado.


—¿Crees que este estado me resulta divertido?


—Sólo porque…


Paula hizo una pausa y miró su cama.


—Porque… —le dijo él instándola a que continuara mientras tiraba de ella hacia su cama y empezaba a desabrocharle los botones.


—Porque sé como aliviar ese estado —le dijo mientras empezaba también a desabrocharle los botones del pantalón—. Por fin lo hemos hecho bien. Hemos conseguido llegar a una cama.


—Por fin —él la miró, muy serio de pronto—. El sitio adecuado, el momento adecuado, la mujer adecuada. Todo está bien. Lo eres todo para mí —le dijo en voz baja—. Todo.


Ella lo abrazó, estando él medio desnudo, y al hacerlo sintió los latidos de su corazón junto al de ella, dos latidos distintos que se fundían en uno solo. Entonces suspiró mientras sentía que su mundo empezaba a ser perfecto.









EN SU CAMA: CAPITULO 35




Pedro salió del ascensor. Había llegado temprano, así que se sorprendió al ver el suéter de Eva colgado del perchero.


Su madre avanzó por el pasillo y le sonrió.


—Cómo me alegra verte dos días seguidos —dijo Pedro con cierto sarcasmo—. ¿Eduardo no te necesitaba hoy?


—No, pero eso me recuerda una cosa. Quería decirte que voy a empezar a salir con tu padre.


—¿Vas a… qué?


—Me parece muy mono.


Pedro negó con la cabeza.


—Estás loca, ¿lo sabías?


—Sí —Eva lo miró de arriba bajo—. Mmm.


Santo cielo, él detestaba esa expresión.


—¿Qué?


—Bueno, no te mires ahora, pero de pronto pareces una persona normal. Pareces… feliz.


—Sí. Soy feliz. Soy feliz de que te hayas presentado dos días seguidos.


Eva se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared.


—¿Quieres saber lo que estoy pensando?


Él suspiró largamente.


—¿Si te digo que no, me dejarás en paz?


—Creo que estás practicando el sexo.


—Mamá —dijo con énfasis mientras se tapaba los oídos.


Ella se echó a reír.


—Bueno, ya era hora, hijo. ¿No te parece sorprendente lo poco que hacemos por nuestro espíritu?


Lo que Paula y él habían compartido no había sido «poco».



—¿Vas a volver a verla?


—¿A quién?


—¿A quién? —dijo ella mientras alzaba las manos—. ¿Sabes qué? Si no quieres, no me hables.


—Eres tú la que me estabas hablando a mí.


—Bueno, siento haberlo hecho —fue a darse la vuelta, pero se lo pensó mejor—. ¿Sabes cuál es tu problema?


—Esto… —empezó a decir Pedro—. ¿Es una pregunta con segundas?


—Piensas en blanco y negro, ése es el problema. ¿Pues sabes qué, Pedro? La vida no es de esos colores. El amor no es de esos colores.


—Mamá, de verdad, no tiene sentido lo que me dices.


—Y hay más aún; si crees que puedes cometer el mismo error que cometí yo e ignorar lo que te dicta el corazón durante treinta años, estás equivocado. ¿Me has oído?


Él resopló con frustración.


—Sólo fue una noche.


Y también lo del cuarto de baño. Jamás volvería a mirar sus baldosas del mismo modo. En realidad, se había estado preguntando esa mañana si podrían intentarlo en el almacén…


—Oh, cariño. Escúchame. Sé que te hicieron daño en el pasado —dijo Eva, acariciándole la mejilla—. Dios, claro que lo sé. Y he visto cómo te cerrabas al mundo, cómo te aislabas, y me estaba matando. Pero eres tan valiente, tan fuerte… Sin duda, un hombre como tú debe tener la sabiduría de volver a intentarlo.


—Mamá…


—No es posible que creas que uno sólo tiene una oportunidad en el amor…


—Mamá…


—No te engañes —le dijo—. Por favor, no. Paula no es como Lorena. No lo es.


Bueno, en eso no se equivocaba. Paula era distinta. En primer lugar, no era una asesina. Pero más que eso, no era una mujer que fuera buscando una noche de placer, y ése era el problema. Si continuaban, él le haría daño, y hacerle daño era lo último que deseaba.


Ella no era la mujer que le convenía; era demasiado alegre, demasiado feliz, demasiado… demasiado todo lo que le hacía feliz a él. Y no quería aceptarlo. No por ella, sino porque ya no había ninguna mujer para él; eso no era posible.


El timbre del ascensor sonó y Pau salió por las puertas. 


Cruzó las puertas de cristal, y a Pedro le llevó un momento averiguar lo que pasaba. Esa mañana no sonreía como era costumbre en ella.


—Hola —le dijo ella nerviosamente.


¿Nerviosa Pau?


—Eduardo me ha llamado esta mañana. Ah, toma… —le dijo, colocando una bolsa de donuts sobre la mesa—. Te he comprado para dos días.


Eva miró a Pau y después a Pedro, antes de avanzar por el pasillo.


—Os voy a dejar un momento a solas.


—¿Y por qué necesitamos un momento a solas? —preguntó Pedro, que tenía un mal presentimiento en las entrañas—. ¿Y por qué me has comprado donuts para dos días? —le preguntó, volviéndose hacia Paula.


—Porque ya no voy a trabajar aquí —dijo Paula en voz baja—. Margarita debe de estar a punto de llegar…


El timbre del ascensor sonó de nuevo y, cuando se abrieron las puertas, salió Margarita. Era una mujer grande con pelo canoso y el pelo recogido con un moño alto, con unas gafas pequeñas colocadas al final de la nariz y, según decía Pedro, un ceño perpetuo.


Tan sólo hacía unas semanas le había parecido lo mejor del mundo. Trabajaba sin descanso, sólo le hablaba cuando era necesario y nunca se ponía nada tan sexy como para que él no pudiera trabajar, pensar o hacer nada salvo arrastrarla hasta su despacho y encerrarse con ella en el cuarto de baño.


Atravesó las puertas de cristal y lo saludó con un movimiento de cabeza, entonces soltó su bolso sobre la mesa y se sentó.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Pedro.


—Lo que hago siempre cuando necesitas una empleada eventual. Buscar los archivos que me dejas preparados.


—Pero…


Paula le puso la mano en el brazo.


—Eso es lo que estoy intentando decirte. Tienes lo que querías. Eduardo te ha devuelto a Margarita —dijo Paula.


Los dos miraron a Margarita. Margarita los miró a ellos.


—Eduardo me llamó esta mañana —continuó Paula—. Me va a enviar a otro trabajo. Adiós, Pedro.


Y entonces, increíblemente, se dio la vuelta en dirección a las puertas de entrada a la oficina.


—Espera —Pedro negó con la cabeza para intentar aclararse, pero ella seguía avanzando hacia las puertas de cristal; se adelantó y le agarró la mano—. ¿Qué es lo que acabas de decir?


—Oh, Pedro. Jamás te olvidaré —murmuró, y le tocó la cara—. Me lo he pasado muy bien.


Ella se soltó de él y cruzó las puertas en dirección al ascensor, que seguía abierto. Se metió dentro y apretó el botón de la planta baja. Tenía los ojos sospechosamente brillantes, pero sonreía cuando se dio la vuelta para despedirse.


—Adiós. Buena suerte.


Eso sonaba como un adiós muy final. Incluso si, y no creía que su padre hubiera podido hacer eso, no fuera a trabajar más para él, eso no significaba que no pudieran verse más, ¿no?


Y en cualquier caso, quería que trabajara para él. Quería esas sonrisas alegres, quería oírle hablar, cantar, reírse.


La quería… a ella. ¡Maldición!


Las puertas del ascensor se cerraron, y ella desapareció así, sin más.


Se volvió y se quedó mirando a Margarita. Ella se le quedó mirando con aquella cara seria. Sabía que Margarita jamás sonreía en el trabajo. Tampoco cantaba. De hecho, a veces apagaba incluso el equipo de música, a menudo dejaba las persianas bajadas.


Y odiaba los donuts. De pronto lo pensó bien y se dijo que eso era casi un sacrilegio.


—¿Dónde están los archivos de hoy? —le preguntó en tono práctico.


Siempre le había hecho un buen trabajo, siempre había acudido cuando él la había necesitado y era una trabajadora estupenda, pero…


No era Pau.


Y, se daba cuenta, no tenía nada que ver con el trabajo en absoluto y todo que ver con la sensación que tenía en el corazón, como si se lo hubieran partido en dos.


Como había tenido esa sensación antes, se preparó para sentir el frío.


Pero no ocurrió.


En lugar de eso, experimentó una certidumbre de que esa vez, si iba mal, sólo podría echarse la culpa a sí mismo.


Corrió a la puerta.


—¿Señor Alfonso?


—Tómate el día libre, Margarita.


—¡Señor Alfonso!


Él agitó la mano, incluso añadió una sonrisa.


—Vamos, yo te pago el día libre. Ve a hacer algo que no hagas normalmente.


—Bueno —dijo pestañeando; entonces, por primera vez delante de él, Margarita sonrió—. Haga usted lo mismo, señor Alfonso.


Eso era lo que planeaba.