sábado, 20 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 31




Pedro echó de menos a Paula cuando se marchó, y si no hubiera quedado con Conrad para discutir las posibilidades de la adopción de Emma, se hubiera marchado con ella.


—¿Pedro? Te acabo de preguntar si ya tienes fecha para la boda. El proceso de adopción puede empezar en cuanto te cases.


—No, aún no se lo he pedido.


—¿Qué posibilidades tienes? —le dijo el abogado, sonriendo.


—Creo que bastantes —estaba bastante seguro de Paula, pero no del todo.


—Bien. Si tienes todos los detalles, podemos hablar del acuerdo prematrimonial el martes.


Él se encogió de hombros. Sabía lo leal que era Paula y sabía que no necesitaría ese acuerdo. Si se casaba con él, sería para siempre.





MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 30





Paula estaba preparada de pie en medio de la habitación esperando a Pedro. Sarah le había dicho varias veces que estaba preciosa, pero ella no sabía si fiarse de una adolescente. A Sarah todo lo relativo a aquel viaje le parecía estupendo.


Emma ya estaba acostada y Sarah se había metido en la cama para pedir algo de cenar al servicio de habitaciones y ver una película.


La fiesta iba a celebrarse en el hotel, así que si Sarah la necesitaba, sólo tendría que llamar al móvil de Pedro y ella podría subir a toda prisa. Del mismo modo, si quería escaparse de allí, no tenía más que llamar al ascensor.


Nunca había estado tan nerviosa en toda su vida. Cuando Pedro llamó a la puerta ella respondió:
—Entra.


Al verlo con su traje casi se le para el corazón. Aquélla era una imagen para recordar.


Él la miraba como si no la hubiera visto antes.


—Date la vuelta —pidió él con voz solemne.


Oh, no, pensó ella, incapaz de soportar el nerviosismo. No le gustaba como había quedado… ¿Qué le había hecho pensar que podría hacer aquello?


En su rostro se dibujó una enorme sonrisa y dijo muy bajito:
—Estás preciosa.


Y por primera vez en su vida, se sintió guapa. Era un sentimiento extraño.


—¿Lista? —preguntó, ofreciéndole el brazo.


—Sí —se volvió para despedirse de Sarah y vio a la chica mirando a Pedro boquiabierta. Sabía perfectamente lo que sentía.


—Pasadlo bien —dijo por fin.


Cuando estuvieron solos en el ascensor, Paula le dijo a Pedro:
Pedro, gracias por lo de hoy. Ha sido maravilloso.


—Te lo mereces —dijo sonriéndole y haciendo que el corazón de Paula diera un vuelco—. Trabajas mucho y quiero que sepas lo que te lo agradezco.


Ella se sintió enrojecer y él, con una carcajada, le tomó las dos manos. Eso hizo que se sintiera segura y empezara a relajarse.


—Paula, quiero…


Las puertas del ascensor se abrieron y una pareja madura se unió a ellos, dejando a Paula deseosa de saber lo que él quería decirle.


Cuando las puertas se abrieron en el piso inferior, la multitud fue hacia él. Ella, asustada, se quedó atrás.


—Tranquila —le dijo él, tomándola de la mano—. Sólo será un segundo.


Ella no había esperado encontrar tantos flashes y cámaras, sino más bien una pequeña reunión para celebrar el lanzamiento de un libro. Allí había varios cientos de personas y parecía que todos quisieran estar con Pedro. Él se abrió camino hacia una señora un poco mayor que se había conseguido abrir paso hasta él. La presentó como la asistente de su editora.


—Allison, ¿puedes acompañar a Paula a tomar algo?


La mujer asintió con amabilidad y Pedro le aseguró a Paula que pronto estaría con ella.


Allison la llevó hacia el bar, que estaba mucho más tranquilo.


—¿Mejor?


—No esperaba que hubiera tanta gente —suspiró Paula.


—Oh, pues menos mal que es así —rió Allison—. La editorial no hace esto por todos sus autores.


La decoración de la sala era preciosa. Además, había copias del libro en todas las mesas. Acababa de presenciar lo realmente importante que era Pedro. Hasta entonces no se había dado cuenta de ello.


—¿Qué quieres tomar? —preguntó Allison.


—Un zumo de naranja está bien.


Allison pidió un martini con dos aceitunas para ella y el zumo para Paula.


—Así que tú te ocupas de Pedro en la granja…


—Si —dijo ella, algo incómoda—. Venía en el paquete de la casa.


—Debe de ser un buen lugar para escribir. El borrador de su última novela es lo mejor que ha escrito. Y lo más rápido, también.


—Parece que le gusta estar allí —dijo ella, halagada.


—Eso parece. ¿Quién lo iba a decir? El urbanita de Pedro Alfonso en medio de la nada.


Ahora se daba cuenta de que Pedro tenía su mundo en la granja, pero también en aquellas fiestas sofisticadas y en los hoteles caros.


Al otro lado de la sala, Paula vio a Elena. Llevaba un vestido negro muy sencillo, pero le sentaba muy bien. Hacía una bonita pareja con Pedro. Ella lo estaba conduciendo hacia un hombre de pelo gris que Allison identificó como el crítico literario del New York Times, un contacto muy importante. 


Elena, dijo, lo cuidaba bien.


Paula deseaba hacerle un montón de preguntas, pero no iba a meterse en la vida de Pedro haciéndole preguntas personales a una mujer casi desconocida.


Cuando Pedro acabó de hablar con el crítico, Paula vio que la miraba y se dirigía hacia ella, hasta que Elena lo agarró por el brazo y lo dirigía a un grupo que acababa de entrar por la puerta. Allison se puso tensa.


—Es la competencia. Llevan años intentando quitárnoslo.


—¿Por qué invitáis a la competencia?


—Esta claro que no estaban en nuestra lista —dijo ella con una carcajada—. Habrá sido cosa de Elena. Está tratando de tensar la situación. Otra vez.


Allison se excusó rápidamente y se marchó. Pedro se despidió de esa gente y fue hacia ella, pero Elena volvió a interceptarlo. Si seguían así, tardaría toda la noche en llegar a la mesa, pero Paula estaba disfrutando con el espectáculo de ver a la gente a su alrededor. La dependienta había acertado y la mayoría de las mujeres iban de negro. Vio que empezaban a ir hacia las mesas. Debía de acercarse la hora de la cena. Para su horror, vio que había un montón de cubiertos en la mesa cuya función desconocía. No quería avergonzar a Pedro


En ese momento una pareja interrumpió sus pensamientos presentándose como Robert e Irene Evans. Serían compañeros de mesa. Paula sonrió, pero sus nombres no le decían nada. Cuando se estaban sentando, llegó Pedro, que los saludó al pasar a su lado y fue junto a Paula.


—Robert fue mi primer editor. Él compró mi primer libro.


—Me retiré habiendo encontrado la joya de mi carrera —dijo Robert, guiñándole un ojo.


Pedro se sentó riendo al lado de Paula.


—A los dos nos fue bien —colocó la mano sobre el respaldo de la silla y le acarició la espalda descubierta—. ¿Estás pasándolo bien?


Antes de poder contestar llegó Elena y se sentó en el otro extremo de la mesa.


Pedro, tu sitio es éste —dijo, señalando la silla a su derecha. Paula no había visto las tarjetas.


—Estoy bien aquí —dijo encogiéndose de hombros—. Allison puede cambiarme el sitio —y empezó a hablar con la mujer que se sentaba a su otro lado, su editora.


Elena le dedicó a Paula una mirada de puro veneno, como si ella tuviese la culpa de todo.


El camarero trajo unas ensaladas y Paula se fijó en qué cubierto utilizaba la señora Evans. Aquella técnica le fue muy bien.


Durante toda la cena Elena no paró de levantarse y llevarle gente, como si él fuera el sultán prestando audiencia. Pero no llevaba tan mal lo de ser el centro de la atención.


Paula empezaba a sentirse cómoda. La conversación era agradable y si no miraba al sitio de Elena, se sentía mucho más integrada de lo que hubiera imaginado nunca.


En ese momento sonó el móvil de Pedro, él contestó y después de hablar unos segundos, colgó.


—Paula, era Sarah. Emma está despierta.


Paula dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó. Pedro y Robert la imitaron. Paula sonrió a todo el mundo y se despidió.


—Te acompañaré —dijo Pedro, dejando su servilleta sobre la mesa, pero Elena se levantó de un salto.


Pedro, has quedado para tomar unas copas después de cenar con Conrad Bertles.


—Lo había olvidado —gruñó Pedro, y Elena pareció a punto de explotar.


—Puedo subir sola —dijo Paula, que no quería acabar una velada tan perfecta con una escenita de Elena.


Pedro se despidió de ella, pero mientras salía, Paula pensó que él había querido que ella se quedara, y le encantaba. 


Por su parte, había conocido a gente importante, había utilizado los cubiertos correctamente y no le había costado tanto mezclarse en el ambiente de Pedro. Eran las doce, hora de que las cenicientas volvieran a casa.



MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 29




Paula miró los vestidos que la dependienta estaba escogiendo intentando ver las etiquetas, pero sabía que Pedro no le quitaba ojo de encima. Él actuaba de forma extraña últimamente y de camino a la tienda, la había llevado de la mano. Probablemente no quisiera perderla entre el gentío, pero a ella le había encantado. Tal vez estuviera contento por estar en Nueva York. No se le había ocurrido que él pudiera echar de menos la gran ciudad.


La tienda a la que la había llevado era muy elegante. La dependienta le hizo una seña de que la siguiera a un probador más grande que su habitación que incluso tenía un sillón dentro. La mujer dejó los vestidos en una percha, observó a Paula y se fue a buscar ropa interior.


Sin dejar de mirar la puerta, Paula echó un vistazo a los vestidos. Dos de ellos eran cortísimos.


Decidió probarse uno azul, pensando que podría ir bien con los zapatos que tenía. Cuando tenía el vestido por las caderas, la dependienta entró y la miró con ojo crítico.


—Ése no. El color no le va bien —y le pasó un sujetador de encaje sin tirantes.


A Paula le gustaba el vestido, pero no iba a discutir con alguien que se consideraba experto en la materia. Se quitó el vestido y la dependienta lo tomó para ponerlo en su percha. 


Como a Paula le costaba encontrar los corchetes del sujetador, la dependienta la ayudó y los abrochó con gran maestría. Se sentía un poco insegura tan desnuda. Además, después del embarazo y dándole el pecho a su hija, tenía un escote bastante generoso. Sin darle tiempo a pensar, la dependienta le pasó un vestido rosa claro que reflejaba la luz del probador. Ella se quedó sin aliento al verse envuelta en aquella preciosa prenda que le llegaba hasta la rodilla, rematado con hilo dorado y que se le ajustaba tan bien a las caderas.


—Ese es perfecto —declaró la dependienta.


Paula se miró. Realmente tenía caprichos, pero deseaba tener ese vestido. Cuándo se atrevió a preguntar el precio, la dependienta le dijo que no se preocupara de eso, que no era lo importante. Al parecer la mayoría de las invitadas irían de negro y ella destacaría entre ellas con aquel vestido. El problema era que ella no quería destacar.


Paula volvió donde Pedro la estaba esperando.


—¿Has acabado?


—Eso parece —quiso hablar con él en privado y decirle que mirara el precio, pero él la agarró de la mano y la sacó de allí.


—Bien. Vamos o llegaremos tarde a tus citas.


—¿Qué citas? —él tenía cosas que hacer, ¿pero ella?


—La peluquería, la manicura… cosas de chicas —le sonrió.


—Pero… —nunca se había hecho la manicura y se podía lavar el pelo sola.


—Considéralo una paga extra, un regalo por mi parte. Trabajas mucho y te lo mereces.


Ella lo detuvo y se puso de puntillas para hablarle sin que él se agachara.


Pedro, en el vestido no ponía el precio. Tienes que comprobar cuánto costaba.


Se inclinó sobre ella como si fuera a besarla y después se echó a reír.


—Ya lo he hecho. Lo enviarán al hotel. Vamos.


—¿Adónde vamos ahora? —en medio de aquellas calles tan ruidosas, ella se sentía en un sueño.


—Está muy cerca.


Si no hubiera estado con él, hubiera sentido miedo por la aglomeración de gente. Pasaron junto a los llamativos escaparates de una joyería y ella aminoró el ritmo.


—Ninguna mujer puede pasar junto a Tíffany’s sin detenerse —rió él.


Tiffany’s. Sólo el nombre era de lo más evocador. Ella nunca había tenido joyas, ni siquiera anillo de bodas.


—¿Qué te gusta más? —preguntó él—. ¿El oro o el platino?


—Creo que el oro —dijo ella, como si fuera una conversación sin importancia—. Queda mejor con los diamantes.


—Vamos, llegamos tarde —dijo él, tomándola de la mano.


El lugar donde la llevó se parecía a la tienda, pero olía aún mejor.


—Señor Alfonso, estábamos esperándolo.


—Ésta es la señorita Chaves —él la empujó delante de él—. Michelle tiene hora para ella.


—Claro. ¿Puede seguirme, por favor?


Pedro —se demoró Paula—, ¿cuánto tardaré? Tengo que ir a dar de comer a Emma.


—No te preocupes. Voy a traer a Sarah y a Emma ahora, así Sarah podrá hacerse la manicura mientras tú das de comer a Emma. Después volverán al hotel con Freddy y le pediré que se asegure de que vuelven a la habitación, ¿de acuerdo?


Paula se sentía desbordada, pero sabía que Sarah estaría encantada. Asintió con la cabeza.


—Pásalo bien.


Ella suspiró. Era tan fácil enamorarse de él.


Todo fue según lo planeado. Freddy llevó a las chicas y luego las condujo al hotel. A Paula le hicieron una limpieza facial, le cortaron el pelo y le arreglaron las uñas de las manos y de los pies. Finalmente, un hombrecito con una camisa de satén azul la maquilló. Ya eran las seis y ella apenas se reconocía en el espejo. Cuando salió del salón de belleza, encontró a Freddy esperándola en la puerta para llevarla al hotel. Se sentía una Cenicienta.


Cuando Sarah le abrió la puerta de la habitación se quedó mirándola asombrada.


—¡Estás increíble!


Ella no se acababa de reconocer del todo en el espejo, no estaba acostumbrada a llevar maquillaje y no se sentía muy cómoda con el conjunto.


—¿Demasiado increíble?


—Estás genial.


—Tengo que dar de comer a Emma antes de cambiarme —dijo al oír que la niña empezaba a protestar—. ¿Han encontrado mi vestido? —podrían devolver el rosa.


—No, y menos mal.


—¿Por qué dices eso? —le preguntó a la joven.


—Porque era muy feo —dijo la chica con sencillez—. Ha llegado el nuevo y le he echado un vistazo antes de guardarlo. Está mucho mejor. Y la ropa interior y los zapatos, también.


Paula sintió un escalofrío de culpa. Había deseado que no encontraran su vestido azul.


Pedro también había pensado en los zapatos. ¿O había sido cosa de la dependienta?


—Te voy a preparar un baño de burbujas —dijo Sarah—. Hay unas sales en el baño que huelen como los manzanos en primavera.


Antes de eso, Sarah sacó del armario unos zapatos a juego con el vestido, de tacón alto y sin talón.


—Parecen los de Cenicienta.


Paula los miró y suspiró. Estaba nerviosa por el miedo y la excitación. Esperaba acabar la noche sin convertirse en calabaza.





MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 28






Cuando volvió de cenar, Pedro vio que no había luz bajo la puerta entre las suites. Al ver que estaba abierta, sintió la extraña necesidad de ir a ver si ella estaba bien.


Como un intruso, abrió la puerta y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Caminó hacia las camas hasta que reconoció la de Paula por el halo de rizos dorados. 


Estaba hecha un ovillo y él no pudo evitar la tentación de darle un beso en la mejilla. Ella murmuró algo y se enroscó aún más. Pedro la arropó y echó un vistazo a Emma, que dormía plácidamente. La cubrió con la manta y volvió a su habitación.


Una vez en la cama, Pedro pensó en lo mucho que había cambiado su vida desde que se había trasladado a la granja. 


Le encantaba la casa y el estar aislado, pero la razón de que todo funcionase era Paula.


Sentía algo por ella que no había sentido nunca por ninguna otra mujer, y eso le daba miedo. Se dio cuenta de que la necesitaba. Y él, amante de su independencia, nunca había necesitado a nadie.


Se despertó con los mismos pensamientos. Tumbado en la enorme cama, pensó que lo que deseaba era tener a Paula a su lado, no en la otra habitación. Quería abrazarla, hacerle el amor y hacer que se sintiera segura. Sabía que la mayoría de sus preocupaciones eran por su hija. Él podría darle seguridad, pensó de repente, podría abrir una cuenta para Emma. Paula podría utilizarlo cuando lo necesitara y tal vez si era para la niña, sí aceptara el dinero. Pero ¿era eso lo que él quería? ¿Sólo la responsabilidad económica? Lo pensó mejor. Podría casarse con Paula y adoptar a Emma. 


Un mes antes la idea del matrimonio y los hijos lo hubiera aterrorizado, pero ahora le parecía bien. Sería la mejor situación para Emma y para Paula. Y para él. Saltó de la cama con la cabeza llena de planes.


Se duchó, se vistió y no lo pensó más. La última gran decisión que había tomado con tanta facilidad había sido dejar el negocio familiar para dedicarse a escribir.


Llamaron a la puerta. Era su ropa planchada. La colgó en el armario y fue a llamar a las chicas.


—¿Listas para el desayuno? —Paula llevaba la misma ropa que el día anterior.


—¡Sí! —gritaron al unísono, y se echaron a reír.


—Antes de bajar —alargó la mano hacia Paula—, tengo malas noticias. Han perdido tu vestido.


—Está en el armario —dijo ella.


—No, yo lo envié al servicio de planchado ayer.


—Lo encontrarán —dijo, intentando no parecer contrariada. Después pareció alegarse—. O no podré ir a la fiesta.


A él no le gustó que ella se sintiese atraída por la posibilidad de no ir a la fiesta.


—Después de desayunar voy a llevarte de compras. Sarah puede quedarse con Emma.


—Pero…


—No hay peros que valgan. Ha sido por mi culpa y voy a comprarte un vestido nuevo. El hotel se hará cargo —cruzó los dedos.


Ella intentó protestar más, pero él no lo permitió. Pedro rió para sí pensando en que no era típico de una mujer oponerse tanto a ir de compras y la admiró más aún. Iba a disfrutar con aquello.



MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 27




Pedro sabía que Paula estaba muy nerviosa, pero no sabía qué hacer al respecto. Quería que se lo pasara bien. Cuanto más se acercaban, más calladas estaban tanto ella como Sarah, pero era la primera vez que iban a Nueva York.


El conductor se detuvo frente al Hotel Plaza, saltó de su asiento y corrió a abrirles la puerta.


Pedro salió el primero, seguido por Paula con Emma y Sarah.


—Estamos encantados de tenerlo de vuelta, señor Alfonso —dijo el recepcionista al verlos entrar.


Las chicas estaban asombradas admirando la suntuosa decoración del hotel, y el recepcionista sonrió al verlas. Se podía contar con la discreción del Plaza y actuarían como si Pedro llegara siempre acompañado por una mujer, una adolescente y un bebé.


—Sus habitaciones están listas. Si necesitan algo, háganmelo saber. James los acompañará.


Pedro le dio las gracias y echó a andar después de empujar a Paula y a Sarah, que parecían incapaces de andar y de hablar. El botones les dijo que las maletas ya estaban en sus habitaciones y Pedro, al llegar, quedó complacido al ver la cuna en su sitio. Eran dos suites comunicadas y el botones le dio a Pedro las llaves después de ofrecerle la ayuda de una doncella para desempaquetar sus cosas. Pedro miró a las chicas, que seguían deslumbradas por las chimeneas de mármol y los edredones de seda, y sacudió la cabeza. 


Seguro que Paula no quería que nadie desempaquetara sus cosas.


—Podemos apañárnoslas, pero necesitamos que baje ciertas prendas al servicio de planchado. ¿Puede enviar a alguien a que las recoja? —premió al botones con una propina y éste asintió.


—¿Paula? ¿Sarah? ¿Deshacemos las maletas ahora y vamos luego a hacer turismo?


Ambas asintieron con la cabeza pero no se movieron. Él quedó en pasar a por ellas en quince minutos y fue a la habitación contigua. Sacó su traje, unos pantalones y una camisa para enviarlo a planchar y pensó que el vestido de Paula probablemente necesitaría también un planchado.


No podía creer que hubiera llevado tan poco equipaje. 


Cualquier otra mujer hubiera llevado el doble, sin contar con las cosas de la niña. Llamó a la puerta de la otra suite y Sarah le abrió.


—¿Dónde está Paula? —Sarah señaló la puerta cerrada del baño—. ¿Ha sacado su vestido de la maleta? Lo mandaré a que lo planchen.


—Está aquí —Sarán abrió el armario y sacó el vestido de dama de honor azul eléctrico más horrible del mundo. Debía de habérselo puesto en la boda de alguien con un gusto atroz.


Pedro se llevó el vestido a su cuarto pensando qué hacer con él. Era el vestido de Paula, ¿tenía derecho a pasar por encima de sus decisiones? Tenía que hacerlo, porque sospechaba que ella nunca había estado en una fiesta como la del día siguiente y quería que se lo pasara bien. Él sabía cómo se vestían las otras mujeres y no quería que ella se sintiera mal.


Cuando la mujer del servicio de planchado subió a buscar su ropa, Pedro se la dio junto con un billete de una cantidad sustanciosa.


—Quiero que este vestido desaparezca. Pónganlo en una bolsa y no lo saquen de allí hasta que yo se lo diga. Si la señorita Chaves pregunta por él, díganle que lo han perdido. ¿Me ha entendido?


No dejaría que Paula se sintiera avergonzada con aquel vestido, pero sabía que ella era muy orgullosa como para aceptar un sustituto a no ser que fuera una emergencia.


La mujer, mirando al vestido y luego a Pedro, pareció entender lo que se le pedía y sonrió.


Nada más cerrar la puerta, Pedro llamó a la gerencia del hotel:


—Necesito hablar con una empleada… alguien con estilo.


El gerente lo puso con su ayudante y Pedro le pidió que concertara citas en un salón de peluquería para el día siguiente. Después le pidió el nombre de una tienda donde tuvieran ropa adecuada para la edad de Paula.


Pedro sabía que era la única forma de controlar la situación sin herir los sentimientos de Paula.


Pasaron la tarde en el Empire State Building, en Times Square y en Central Park. Para cuando volvieron al hotel estaban agotados.


—Tengo una cena de trabajo con mi editora. ¿Queréis pedir la cena al servicio de habitaciones y quedaros aquí?


—Una idea genial.


—¿Pido por vosotras? —Pedro sabía que si Paula veía los precios del servicio de habitaciones, no disfrutaría de la comida.


Las dos querían comer hamburguesas con patatas y Pedro llamó para hacer el pedido pensando en que le apetecía mucho más quedarse con ellas y comer hamburguesas que ir a cenar fuera. Pero aquello era parte de su trabajo y era necesario.