jueves, 26 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 47

 


Lleno de expectación, esa noche Pedro se plantó delante de la habitación de Pau. Antes de ir le había dicho que el vestuario para la cena iba desde vaqueros hasta trajes y vestidos largos. Podía llegar a ser la única noche del año en que algunas mujeres disfrutaban de la ocasión de arreglarse. Él se había puesto una chaqueta con los vaqueros negros, pero no se había molestado en ponerse una corbata.


Pau debía de estar justo al lado de la puerta, porque abrió en cuanto llamó.


Llevaba el pelo largo suelto. Iba toda vestida de negro, con un top y pantalones a juego.


—Pasa —invitó—. Deja que recoja mi bolso.


Pedro permaneció clavado en la entrada, sin hacer caso de su ya familiar reacción ante ella. Sólo cuando se encontraron en la seguridad del pasillo respiró hondo.


—Estás espectacular —comentó después de llamar al ascensor.


Aunque Paula se lo agradeció, murmurando que también él se veía bien, tuvo la impresión de que el cumplido no la había complacido. Antes de poder preguntarle si algo iba mal, las puertas del ascensor se abrieron y revelaron a dos parejas que él ya había conocía.


Entraron en el ascensor entre presentaciones. Terminaron por dirigirse a la sala de banquetes como un grupo, de modo que no dispuso de tiempo para hablar con ella en privado.


Resistiendo el impulso de rodearle la cintura con el brazo, comprendió que era hora de desechar su habitual enfoque temporal. Por lo general era un hombre paciente, pero ya no podía esperar mucho para averiguar si Pau lo veía como a un jefe… u otra cosa.




QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 46

 


Al llegar a las afueras de Billings a Pedro no le pareció que hubiera transcurrido otra hora. Entró en el aparcamiento del hotel y dejó el vehículo en una plaza techada, justo delante de la entrada principal.


—¿Quieres echarle un vistazo al vestíbulo mientras yo voy a registrarnos? —le preguntó a Paula—. Tenemos tiempo de sobra para instalarnos antes de la cena.


—Buena idea.


Su sonrisa fue tan fresca como lo había sido en Thunder Canyon.


Juntos cruzaron las puertas de cristal al interior del lujoso vestíbulo de dos plantas. El tema vaquero quedaba acentuado por un caballo y un jinete en bronce a tamaño real, expuestos sobre un pedestal de granito.


Mientras Pau iba a dar una vuelta, él fue a la recepción.


—¿Habitaciones contiguas? —preguntó la bonita recepcionista después de buscar sus nombres.


Con una mirada melancólica hacia Pau, movió la cabeza. No en ese viaje.


—Bastará con algo en la misma planta.


—Desde luego, señor —después de buscar a través del ordenador durante unos minutos y de pasar la tarjeta de crédito de él, le entregó dos sobres que contenían las llaves electrónicas de ambos cuartos—. Habitaciones trescientos tres y trescientos catorce. Que disfruten su estancia aquí.


Vio a Pau estudiando un cuadro enmarcado de un vaquero portando una silla de montar al hombro.


Se permitió unos momentos para admirar el modo en que los téjanos prietos le ceñían sus tentadoras curvas. La idea de deslizar la mano alrededor de su estrecha cintura y pegarla a él lo encendió como a un adolescente. Si no se andaba con cuidado, podría abochornarlos a ambos.


Por suerte para él, recobró el control antes de que ella se volviera. Con una sonrisa que lo dejó sin aliento, regresó a su lado.


—Bonito lugar —dijo, mirando el techo abovedado—. ¿Sabías que tienen un balneario? Si hay tiempo, puede que me regale un masaje.


Él abrió la boca y la cerró sin decir nada. ¿Es que intentaba volverlo loco?


—Pero no pasa nada si no lo hay —se apresuró a añadir Pau—. He venido aquí a trabajar, no a divertirme.


¿Había un mensaje oculto en el comentario? Deseó entender mejor a las mujeres. Mientras sus amigos habían estado adquiriendo experiencia con el sexo opuesto, él había estado metido en su taller, levantando su negocio. Mientras esperaban el ascensor, pensó que una vez que había encontrado a Pau, quería alzarla entre sus brazos y no soltarla.





QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 45

 


Tenía la suficiente experiencia como para saber cuándo alguien coqueteaba con ella, y decididamente Pedro lo estaba haciendo. Lo que no podía descubrir era la razón. ¿Para pasar el tiempo? ¿Por hábito? ¿O porque de verdad se sentía atraído por ella?


—Dudo que alguna vez hayas sido un «pobre hombre indefenso» —observó ella.


Él enarcó las cejas.


—No me conocías en el instituto. Flaco, tímido, aficionado a la ciencia y con el don de ruborizarme y tartamudear si había una chica en un radio de diez kilómetros —logró poner una expresión patética—. Fue muy triste. Hasta tú te hubieras apiadado de mí.


—¿Hasta yo? —exclamó—. ¿Insinúas que debía ser insensible?


—Créeme, te habría tenido un susto de muerte en el instituto. Probablemente eras una de esas chicas que con sólo doblar el dedo índice, provocabas una descarga de hormonas en los estudiantes varones que bastaría para levantar el tejado del edificio.


—¡Qué malo eres! —Pau tuvo que reír—. Si hubieras podido verme con mis rodillas huesudas, el pecho plano…


Pedro la miró.


—¡No me lo creo! —exclamó.


Ella le dio un golpe en el brazo.


—Era tu equivalente femenino. Tímida, apocada, una sombra flaca que vagaba por los pasillos —no se molestó en añadir que un año después había florecido, ganando curvas que le provocaron una súbita popularidad que explotó al máximo—. ¿Qué fue lo que lo cambió para ti? —preguntó.


—Los deportes —repuso—. Descubrí el fútbol casi al mismo tiempo que gané algo de peso. A nadie le importó que fuera un cerebrito mientras pudiera dar un buen pase. ¿Y contigo?


—Los pechos —sonrió—. A nadie le importó que yo no pudiera dar un pase.


Le agradó la carcajada que le provocó.


—Sí —jadeó—. No me cabe ninguna duda. Me habrías asustado.


A mitad de camino de Billings, se detuvieron en una zona de descanso donde había una tienda. Al lado había un destartalado local de antigüedades y otra estructura pequeña con un «Cerrado» pintado en la puerta.


—Hora de un descanso —dijo él, aparcando entre dos furgonetas que llevaban equipo de acampada y que probablemente pertenecían a cazadores—. Estiremos las piernas y bebamos algo.


—Me parece bien.


Al bajar del vehículo, el aire estaba frío y despejado, de modo que Paula se enfundó la parka plateada que había echado en el asiento de atrás. Como de costumbre, Pedro parecía salido de una revista de modelos masculinos con esa chaqueta de ante que encajaba a la perfección en sus hombros anchos.


Al subir los escalones delanteros, un canoso hombre mayor le mantuvo la puerta abierta. Al darle las gracias, él se llevó dos dedos al extremo de la visera de su gorra anaranjada.


—De nada.


De inmediato, Pau sintió el contacto de la mano de Pedro en su hombro.


—¿Café? —preguntó, yendo directamente al mostrador de autoservicio.


—Creo que tomaré un refresco bajo en calorías —repuso ella, deteniéndose ante la nevera.


Al reunirse frente a la caja, él insistió en pagar.


—¿Algo más? —preguntó Pedro, sacando la cartera del bolsillo trasero—. La cena no será hasta las siete.


—No, gracias —prescindió del impulso de fingir que se habían embarcado en un viaje distinto, con rumbo a un fin de semana romántico—. Estaré fuera —necesitaba un poco de aire antes de volver al habitáculo de la furgoneta.


—¿Estás bien? —preguntó él un momento más tarde, después de que ambos se hubieran quitado las cazadoras y Pedro hubiera dejado el café en el hueco especial para ello en el reposabrazos—. Hay aseos detrás del edificio si los necesitas.


Ella se concentró en abrir la lata del refresco.


—No, estoy bien.