sábado, 11 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO FINAL





Se casaron a los diez días, fue una boda íntima, sólo la familia. Pedro había prometido dar una fiesta para sus amigos cuando volvieran del viaje de luna de miel.


Paula estaba preciosa con su vestido blanco de seda y Pedro presentaba una imagen deslumbrante con un traje gris, chaleco y corbata de seda.


Todos disfrutaron del almuerzo que la señora Rothman les había preparado en la casa de Pedro, y Paula creía que jamás se había sentido tan feliz.


Los padres de Pedro iban a quedarse con las perritas hasta que volvieran de su luna de miel en Italia y, por fin, cuando todos se hubieron marchado, Paula y Pedro se quedaron a solas en su casa. Ella se había negado a pasar la noche de bodas en un hotel.


Desde que el momento en que Pedro le pidió que se casara con él, había soñado con despertarse en sus brazos después de hacer el amor toda la noche en su casa y con el sol filtrándose por los cristales de la ventana y los pájaros cantando en el jardín.


Y eso fue lo que pasó.


Cuando Paula abrió los ojos, Pedro aún estaba dormido, con un brazo sobre su vientre. Ella permaneció quieta, deleitándose en la contemplación de aquel hermoso rostro.


Ese hombre era su marido.


Y su noche de bodas… Paula cerró los ojos y un cosquilleo le recorrió el cuerpo.


Al principio, le había dado vergüenza admitir que era la primera vez que se acostaba con un hombre, pero Pedro lo había considerado un regalo, un precioso regalo, y se lo había hecho saber. Después, había emprendido la tarea de demostrarle lo que se había estado perdiendo hasta ese momento.


Pedro pasó horas demostrándole lo mucho que la quería, con ternura y con paciencia, haciéndola experimentar el éxtasis repetidamente antes de poseerla. Y entonces un mundo de exquisito placer se había abierto ante ella.


Paula sentía el cuerpo vivo y palpitante. Y ocurriera lo que ocurriese en el futuro, se enfrentarían a ello juntos.


Era una mujer muy afortunada. Mucho.


—Buenos días, señora Alfonso.


La ronca voz de Pedro la sacó de su ensimismamiento. Al mirarle, vio que sonreía y ella le devolvió la sonrisa.


—Buenos días, señor Alfonso.


—¿Te das cuenta de que vamos a poder decir lo mismo durante el resto de la vida? —dijo él.


—Sí, me doy cuenta —respondió Paula con ojos llenos de amor—. Y vamos a poder hacer el amor todas las noches.


—Bueno, la verdad es que… también se puede hacer por las mañanas. ¿Lo sabías?


Paula se echó a reír y movió las caderas voluptuosamente.


—¿Estás seguro?


—Sí. Es más, está escrito en el certificado de matrimonio que es obligatorio. ¿No lo sabías?


—No, pero me parece muy bien —Paula bajó la mano y le acarició el miembro erecto, haciéndole estremecer—. Y si es obligatorio… supongo que tenemos que cumplir con lo estipulado, ¿no?


Y eso fue lo que hicieron.



SEDUCCIÓN: CAPITULO 17





Las dos salieron del piso en la segunda planta de la casa victoriana con sus tacones repiqueteando por las escaleras.


Nada más abrir la puerta de la calle, Candy dio un paso atrás y piso a Paula sin querer. El jadeo de sorpresa de Candy y el grito de dolor de Paula se mezclaron antes de que una profunda voz de hombre dijera:
—Perdona si te he asustado. Iba a llamar al timbre.


Los labios de Paula pronunciaron su nombre, pero ningún sonido salió de su garganta. Candy la miró rápidamente y luego volvió a clavar los ojos en el alto y moreno hombre que tenía delante. Entonces, en tono seco, dijo fríamente:
—Debes ser Pedro Alfonso. ¿Me equivoco?


Pedro no disimuló su sorpresa.


—Sí. ¿Cómo lo sabes?


—¿Qué? Debes estar bromeando.


Pedro arrugó el ceño, pero volvió a mirar a Paula y dijo con voz queda:
—¿Cómo estás?


—Está bien —respondió Candy, a quien sólo le faltaba ladrar—. ¿Qué más quieres preguntar?


Paula sabía que tenía que decir algo con el fin de evitar un posible desastre dado el genio de Candy, pero seguía sin poder hablar. De hecho, de no ser por la pared en la que se había apoyado, se habría caído al suelo.


Pero le asustaba que Candy pudiera decir algo que no debía; sobre todo, después de la enorme copa de vino que se había tomado.


Pedro miraba a Candy de nuevo; esta vez, con hielo en sus ojos grises.


—Perdona, pero no recuerdo que nos hayamos visto.


Sin embargo, Candy no se dejó intimidar.


Por fin, Paula recuperó la capacidad de hablar.


—Por favor, Candy, déjalo —entonces, se volvió a Pedro—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Los ojos de él se empequeñecieron.


—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido venir a ver cómo estabas.


Candy bufó al preguntar:
—¿Ese «ver cómo estabas» significa un polvo rápido o significa un «lo siento, perdona por haberlo estropeado todo»?


Paula cerró los ojos. El silencio fue intenso. Entonces, Pedro estalló.


—¡Qué! No sé quién eres, pero sí sé que no sabes lo que dices.


Candy se plantó las manos en las caderas, pero antes de poder intervenir, Paula se le adelantó:
—Eso es, no sabe lo que dice —dijo Paula a Pedro desesperadamente—. Pero tenemos que marcharnos. Ya vamos con retraso…


—No, de ninguna manera —dijo Pedro, para horror de Paula—. No estoy dispuesto a marcharme de aquí hasta no enterarme de qué demonios pasa. Y tú… — la fría mirada de Pedro se clavó en el indignado semblante de Candy—. No sé qué demonios estás pensando, pero Paula y yo somos amigos.


Candy se volvió a Paula. Al ver la expresión del rostro de ésta, se desinfló de repente.


—Lo siento, no era mi intención… Pero deberías decir algo, lo sabes. No puedes continuar así.


—Candy, por favor —le rogó Paula con angustia.


—Perdonad, pero no entiendo nada —replicó Pedro fríamente, mirando a una y luego a la otra—. Y como no entiendo nada, pero como tampoco quiero que lleguéis tarde por mi culpa a dondequiera que vais, estoy dispuesto a acompañaros en un taxi, andando por la calle o como sea, pero no voy a dejaros hasta que no se me dé una explicación. Y una disculpa.


—¿Una disculpa? —Candy volvió a la carga—. Ni loca.


—Pensándolo bien, es posible que lo estés —comentó Pedro en tono ligero.


—Escucha, sinvergüenza…


—Eh, parad —dijo Paula con súbita decisión, y tanto Pedro como Candy se callaron—. Pedro, vamos a subir a hablar. Tú vete, Candy. Diles a las otras que lo siento.


—No estoy dispuesta a dejarte a solas con él.


—¡Por el amor de Dios! —Pedro parecía a punto de estallar—. ¿Pero qué demonios crees que voy a hacerle?


—No me voy —ignorando a Pedro, Candy miró a Paula con los labios apretados—. No me voy a marchar hasta no estar completamente segura de que estás bien.


—Estoy bien, no me va a pasar nada.


—Repito que no me voy.


Por fin, también irritada, Paula suspiró y dijo en tono seco:
—En ese caso, será mejor que subamos, los tres —y se dio media vuelta antes de que los otros dos pudieran reaccionar.


Mientras subía delante de ellos, Paula deseó no llevar esos tacones que le hacían balancear las caderas provocativamente. Había notado la forma como la había mirado Pedro nada más verla. Su expresión había mostrado perplejidad. ¿Acaso pensaba que se había vestido así para llamar la atención de los hombres? ¿Qué esos dos meses en la ciudad la habían convertido en una buscona?


«Que piense lo que quiera», se dijo a sí misma. Pero no era verdad, le importaba y mucho lo que Pedro pensara de ella.


Paula abrió la puerta del piso con dedos temblorosos y se dirigió al cuarto de estar. Allí, se volvió hacia Pedro. Candy pasó por su lado y se sentó en el sofá, pero Pedro seguía de pie junto a la puerta.


—¿Te apetece beber algo? —le preguntó ella haciendo gala de un extraordinario autocontrol; sobre todo, consciente de que al cabo de unos minutos iba a humillarse a sí misma.


Porque Candy había tenido razón al decirle abajo, en la puerta, que tenía que confesarle a Pedro lo que sentía por él con el fin de que, por fin, la dejara en paz. Y eso era lo que Pedro iba a hacer, salir corriendo de allí a toda prisa una vez que se enterara de lo que ella sentía por él.


¿Era por eso por lo que no le había dicho nada, por lo que no se había atrevido a hacerlo?


—No quiero beber nada, Paula —contestó Pedro fríamente—. Lo único que quiero es una explicación. Quiero saber por qué mi nombre, de repente, es sinónimo de Marqués de Sade.


Paula respiró profundamente. El momento de la verdad.


—Candy no tiene la culpa —declaró Paula con voz temblorosa—. El comportamiento de Candy responde a lo que yo le he contado.


La mandíbula de él se tensó.


—¿Y qué es lo que le has contado?


Paula titubeó. «Cobarde», se gritó a sí misma en silencio. «Díselo. Díselo».


Pedro entró en la estancia y luego se detuvo. La ira había hecho palidecer sus labios.


—¿Qué demonios quieres de mí, Paula? Cuando me apartaste de ti, me aparté. No creo que sea un crimen haber venido esta noche a ver cómo estás.


—No, no es un crimen.


—Entonces, ¿qué he hecho yo que sea tan terrible como para que tu amiga por poco no me estrangule al verme? Por supuesto, si yo hubiera sido ese cretino que te ha hecho sufrir…


Pedro se interrumpió. Sin saber si se debía a que Candy se movió en ese momento o a su propia expresión de perplejidad, Paula vio incredulidad en el hermoso rostro de Pedro. Deseando que se la tragara la tierra, hizo un esfuerzo por mantener la espalda derecha. Ya habría momentos más que de sobra para derrumbarse. Ahora, lo importante era enfrentarse a la situación con la cabeza bien alta. Porque Pedro acababa de darse cuenta.


—No quería que lo supieras —dijo Paula con voz sobria—. Era mejor que no lo supieras.


Paula se dio cuenta de que él luchaba por asimilar lo que acababa de descubrir.


—No puedo creerlo —dijo él sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué… por qué no me lo dijiste?¿Estás diciéndome que yo…?


Pedro se interrumpió, aún incapaz de creer lo que sabía que pasaba.


Paula sintió que tenía ganas de morir al contestar:
—Sí, Pedro, tú eres el hombre al que amo. No hay nadie más que tú, eres tú. Supongo que soy una mujer conservadora. Para mí, o todo o nada.


Pedro se la quedó mirando durante unos momentos interminables. Entonces, con incredulidad, vio en el rostro de Pedro la más hermosa de las sonrisas. Al instante, él recorrió la distancia que los separaba y ninguno de los dos oyó la exclamación de Candy.


—¡Vaya!


—¿Por qué no me lo dijiste? —Pedro la estrechó en sus brazos con tanta fuerza como para hacerla tambalearse—. ¿Por qué has hecho que hayamos tenido que pasar por este tormento?


Durante unos segundos, Paula creyó que no había oído bien. 


Echándose hacia atrás, le miró fijamente a los ojos.


Pedro, tú no quieres que nadie se enamore de ti.


—Nadie es una cosa, tú eres otra muy distinta.


—No. Dijiste que no querías comprometerte con nadie, que no querías involucrarte emocionalmente. Y yo… conmigo es para siempre, Pedro. Y tú dijiste que…


—He dicho demasiadas tonterías, eso es todo.


Estaba en los brazos de Pedro y él la miraba como en sus sueños, pero aún no se atrevía a creerlo.


—No —insistió Paula—. Has tenido muchas novias y no me veías… de esa manera hasta que no te dije que me marchaba. No puedo cambiar, Pedro.


—No quiero que cambies, Paula. Quiero que seas como eres —un suave suspiro le hizo temblar y ella, en sus brazos, lo sintió—. No soportaba estar sin ti, Paula. Me estaba volviendo loco. El día que te marchaste me prometí a mí mismo no presionarte más, pero fue horrible. No podía dormir, no podía comer… Te amo, Paula. Y si quieres que te sea sincero, lo que siento por ti me asusta un poco. Sin embargo, me asusta mucho más la idea de pasar otro segundo sin ti.


Ninguno de los dos se había dado cuenta de que Candy se había marchado y había cerrado la puerta del piso suavemente.


—Candy se ha ido —dijo Paula mirándole a los ojos—. Supongo que ya no voy a salir esta noche.


—No vas a ir a ningún sitio a no ser que salgas conmigo.


—Pero tú no me dijiste que me querías —dijo ella en tono de lamentación—. Dejaste que me fuera.


—Paula, creía que estabas locamente enamorada de otro, ¿cómo iba a decirte que estaba enamorado de ti? Lógicamente, pensaba que si te lo decía, sería razón de más para que te marcharas… amor mío.


—Amor mío —repitió Paula, casi sin creer esos momentos que estaba viviendo.


Pedro ocultó el rostro en la nuca de ella durante unos segundos.


—Por siempre jamás —dijo él con voz espesa—, hasta que la muerte nos separe. Me di cuenta de ello cuando te fuiste. Y si me rechazas, viviré eternamente solo, a excepción de la compañía que me proporcionan cuatro cachorros que están creciendo a pasos agigantados y que están pasando el fin de semana con mis padres.


Paula, rodeándole el cuello, se apretó contra él. ¿Si le rechazaba? ¿Acaso no sabía que era tan importante para ella como el aire que respiraba?


—¿Cómo están las perritas? —preguntó Paula casi mareada.


—Te echan de menos —Pedro bajó la cabeza y la besó con pasión.


Fue un beso prolongado y profundo. Y cuando Pedro, por fin, alzó la cabeza, dijo con urgencia:
—Cásate conmigo pronto. Es decir, cuanto antes.


Paula intentó ignorar la sensación que las caricias de Pedro en su espalda le estaban produciendo.


Pedro, ¿estás seguro?


—¿De que sea pronto? Completamente.


—No, de que quieres casarte conmigo. Después de lo que te pasó con Ana.


Pedro ni siquiera pestañeó.


—Si hay algo de lo que he estado seguro en la vida es de que quiero casarme contigo —Pedro le cubrió la boca con otro beso que la dejó mareada de verdad—. Quiero que seas mi esposa. Quiero que seas la madre de mis hijos. Pero, sobre todo, quiero hacerte el amor todos los días durante el resto de la vida. Todos los días y todas las noches.


Paula sonrió consumida por un profundo deseo.


—No me parece mala idea.


De repente, con miedo de que aquello sólo fuera un sueño, Paula se apretó contra él y le besó con una intensidad que a Pedro le llegó hasta lo más profundo de su ser.


Paula deslizó las manos por debajo de la camisa de Pedro y, con frenesí, le acarició la espalda y el pecho, deleitándose en la calidez y fuerza de su viril cuerpo.


—Creía que no iba a volver a verte —dijo ella, medio sollozando junto a la boca de Pedro—. Creía que sólo querías tener una aventura pasajera conmigo, como con las otras.


—Ellas no significaban nada para mí, Paula —Pedro alzó la cabeza y la miró a los ojos—. Nada. ¿Te parece repugnante?


Nada que Pedro hubiera hecho o pudiera hacer le resultaba repugnante. Y negó con la cabeza.


—Al mirar atrás, reconozco que no me enorgullezco de los últimos diez años de mi vida, pero no puedo cambiar nada. Lo único que puedo hacer es demostrarte que, de ahora en adelante, tú eres la única mujer en mi vida. Aunque, en el fondo, lo sé desde hace un año. Lo que pasa es que no quería reconocerlo.


Paula pensó en todas las noches que se había dormido llorando, en la soledad y la desesperación que había sentido. 


Pero ya no importaba.


—Te amo, Paula. Te amo con todo mi corazón —susurró Pedro acariciándole la espalda—. Y vamos a hacer las cosas bien. Quiero que nuestra noche de bodas sea especial. ¿Entiendes lo que quiero decir?


Paula asintió.


—Pero como no soy de piedra… Paula, te deseo con locura, no aguanto más. ¿Cuándo crees que podríamos casarnos?


—Cuando queramos —Paula apartó las manos del pecho de Pedro y le acarició el rostro—. Mis dos hermanas celebraron sus bodas por todo lo alto, pero yo no soporto ese tipo de bodas. Me conformo con que vengan sólo nuestros padres.


Paula sonrió y añadió:
—Un vestido blanco para mí y un traje claro para ti con un clavel en la solapa. Y solos los dos y nuestros testigos.


Pedro la miró con amor.


—Eres una mujer increíble.


—Te ha costado reconocerlo, ¿eh?


Los dos se echaron a reír antes de que Pedro la tomara en sus brazos y la llevara al pequeño sofá. Allí se la sentó encima y la besó una vez más. Ella le besó con todo su corazón y de nuevo fue Pedro quien echó el freno, sus labios abandonando su boca para depositar pequeños besos en su mejilla.


Paula le acarició el negro cabello.


—¿Cómo te enteraste de dónde vivía? —le preguntó ella.


—Hablé con tu madre y le mentí.


—¿Qué?


—La llamé por teléfono y le dije que tenía que enviarte unos papeles de la empresa que necesitabas entregar en tu nuevo trabajo. Por suerte, tu madre no me preguntó qué papeles eran esos —Pedro hizo una pausa—. Es evidente que no le hablaste de mí a tu madre porque estuvo muy simpática conmigo. Supongo que de haber sabido que su hija se había marchado por mí habría estado… digamos que menos educada.


—No le dije a nadie nada de ti, a excepción de Candy —admitió Paula tímidamente—. Candy es encantadora, de verdad.


Pedro alzó las cejas, pero no hizo ningún comentario al respecto. Lo que dijo fue:
—¿Estás libre mañana para ir a comprar el anillo de compromiso? Compraremos también las alianzas.


Paula quería estar completamente segura, por lo que preguntó:
—¿No prefieres esperar un mes o dos… por si cambias de opinión?


—Dentro de un mes o dos espero que estés embarazada —respondió él con voz queda, acariciándole el vientre.


Sorprendida, Paula lo miró a los ojos y sus dudas se disiparon al instante.


—Te quiero, Paula. Te querré siempre. Quiero tener hijos y nietos. Lo quiero todo. Y perros y gatos y rosas junto a la puerta y… a ti en mis brazos todas las noches durante el resto de nuestras vidas.


Paula tragó saliva, ordenándose a sí misma no llorar. Sin embargo, no pudo evitar que se le escapara una lágrima.


—No sabes lo mal que lo he pasado sin ti.


—Y yo sin ti.


—Lo sé —Paula le acarició la mejilla.


—¿Podríamos pasar la noche juntos así? —preguntó Pedro con voz queda—. No puedo soportar la idea de no tenerte en mis brazos.


Paula asintió.


—¿Podría cambiarme de ropa? —Paula quería quitarse el maquillaje, peinarse como siempre y quitarse ese vestido. 


Quería volver a sentirse ella misma.


Pedro sonrió.


—Pero date prisa.


Paula se dio prisa. Se puso un pijama de seda y una bata antes de volver con él.


Charlaron, se besaron y pasaron la noche abrazados. 


Cuando Candy regresó de madrugada, los encontró en el sofá, abrazados. Se quedó a la entrada del cuarto de estar, sonriendo traviesamente mientras contemplaba el sonriente rostro de Paula.


—Supongo que debo felicitarte, ¿no?


Paula asintió.


—Hoy vamos a ir a comprar el anillo de compromiso.


—Vaya, qué rapidez.


Pedro sonrió.


—Y tú será mejor que empieces a buscarte otra compañera de piso porque el sábado que viene Paula será la señora Alfonso.


—No hay problema.


—Por supuesto, te pagaré el alquiler y todos los gastos hasta que encuentres a alguien.


—No es necesario.


—Claro que lo es —insistió Pedro—. Además, sin ti, creo que podríamos haber seguido en el limbo durante meses.


—¿Sólo meses? —preguntó Candy ladeando la cabeza.


Pedro se encogió de hombros.


—Yo jamás me doy por vencido.


Candy se lo quedó mirando unos segundos.


—No, ya lo veo. A pesar de que hemos tenido un mal comienzo, creo que vas a acabar cayéndome bien, Pedro.


—Lo mismo digo.