domingo, 14 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 26




No había nada.


Él separó la silla del escritorio, miró a la pantalla con frustración y se preguntó qué diablos iba a hacer para encontrar una casa en la que pudieran vivir todos y solucionar el tema.


Pero no estaba seguro de poder solucionarlo. Necesitaba hablar seriamente con su equipo antes de hacer ningún cambio, pero entretanto… El teléfono sonó.


—Alfonso al habla.


—¿Hola? ¿Quién es?


—Soy Pedro Alfonso. ¿Puedo ayudarlo?


—Probablemente no. ¿Puedo hablar con Paula, por favor?


—Lo siento, no está. Estoy cuidando a las niñas. Soy… Soy su marido.


—Soy Joaquin Blake. Ella me está cuidando la casa.


—Sí. Sí, lo sé. Mira, regresará a la una, si quieres hablar con ella. Ha ido a tomar café con Juana.


—Ah. Ya. Bueno, en ese caso probablemente ya lo sabrá, pero la llamaba para decirle que no voy a regresar. Bueno, no creo. Tengo motivos personales y… Bueno, he conocido a alguien y voy a quedarme a vivir aquí, así que necesito hablar de la casa con ella. Y del perro.


—¿Imagino que no querrás venderme la casa?


—¿A ti?


—Sí… Para Paula. Nosotros... estamos tratando de ver si
podemos… si hay una manera de…


—¿A ella le parece bien?


—Oh, tenemos unas normas —dijo con ironía—. En estos
momentos estamos con la lucha de «no mantener contacto con la oficina». Pero yo no puedo dejar de trabajar, y he estado mirando si hay algún sitio por aquí donde pudiera compartir una oficina con mi equipo, y una casa con mi familia, para así poder pasar la mayor parte del tiempo con ellas. No he encontrado nada.


—¿Y crees que podrías hacer eso en mi casa?


—Suponiendo que me den los permisos para reformar el establo.


—Supongo que sí —dijo Joaquin—. No les gusta que los establos se transformen en viviendas, pero son más flexibles si se trata de una empresa o un negocio. Y si es para un negocio de uso personal, es probable que sean muy colaboradores. De hecho, yo también había hecho un proyecto. Probablemente todavía lo tengan en el archivo.
Podrías echarle un vistazo.


—¿Eso significa que a lo mejor te planteas vendérmela?


—No lo sé —dijo el hombre—. Tengo un pequeño problema.
Tendría que comprobar que mi actual inquilina estaría contenta con su nuevo casero, así que tendré que hablar con ella.


—Oh, creo que sí estaría contenta. Me ha dicho que no quiere mudarse, y yo sé que le encanta vivir aquí. Además, está el tema del perro.


—Sí.


Pedro sonrió pensativo.


—Adoramos a Murphy, ¿verdad, amigo? —dijo Pedro, acariciando las orejas del can.


—¿Está ahí contigo?


—Siempre está a mi lado. Está tumbado sobre mi pie.


—¿Y os lo quedaríais?


—Creo que Paula me mataría antes de permitir que le pasara algo al perro. Y, además, me hace compañía cuando salgo a correr.


—Eso le encanta. Siempre iba conmigo.


—Entonces, ¿lo pensarás?


—Tendremos que buscar un precio justo. ¿Podrías ocuparte de eso y llamar a un par de inmobiliarias para que hagan una tasación?


Pedro apuntó los nombres que él le dio y dijo:
—Déjame tu teléfono también —lo anotó junto a los otros
números—. ¿Puedes hacerme un favor, Joaquin? ¿Podrías mantener esto en secreto durante unos días? Sólo para darme tiempo de ver si funcionaría.


—Si te quedas el perro, el precio es negociable.


Él se rió.


—Joaquin, nos quedaremos el perro pase lo que pase. No puedo imaginar estar sin él, y me gusta la idea de que haya un perro cuando yo no esté. Quiero hablar con los urbanistas para asegurarme de que es factible, pero no quiero que Paula se haga esperanzas.


—Muy bien, pero he de decirte que anoche hablé con Pablo, así que es posible que Juana le haya contado a Paula que voy a quedarme aquí.


—De acuerdo. Ya me inventaré algo. ¿Quieres que te llame
cuando regrese?


—Sí, por favor. Y dale un abrazo a Murphy de mi parte.


—Lo haré.


Diez minutos más tarde, Pedro tenía una respuesta no oficial de los urbanistas, y todo indicaba que sus planes eran factibles. Llamó a Andrea desde el despacho y le dijo:
—Tenemos que hacer una reunión esta misma tarde. Y quiero que Samuel asista.


—Esto es para ella. Estoy tratando de encontrar la manera de que podamos estar juntos y, en cierto modo, eso depende de vosotros. Llámala y dile que tengo que ir al despacho a solucionar un problema muy importante. Invéntate algo. No me importa, pero no le digas de qué se trata. Quiero que sea una sorpresa.






PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 25




—¡Cuéntamelo todo! He estado muy preocupada por ti.


—No, sólo quieres que te cotillee —bromeó Paula, sentándose con un café con leche y un trozo de tarta de chocolate.


—Bueno, por supuesto que sí —dijo Juana, y le robó una
cucharada de tarta con la cucharilla del café—. Mmm. Riquísima.


Paula probó un trocito también.


—¿Y bien? —preguntó Juana.


—No lo sé. A veces creo que todo va bien, y otras…
Bueno, hace algunas trampas.


—¿Trampas?


—Sí. Pusimos unas normas. Dos semanas sin llamadas de
teléfono, acceso a Internet, viajes a Londres ni trabajo nocturno. La mayor parte del tiempo ha estado bien. Pero trató de recuperar su teléfono. Llamó desde el mío. Supongo que para encontrarlo cuando sonara, pero yo lo tenía en silencio bajo mi almohada y lo pillé.


—Vaya.


—Sí. Y el fin de semana estuvimos buscando una casa para mí en Internet. A Pedro no le hace mucha gracia que viva en casa de otro hombre, y quiere comprarme una —se encogió de hombros—. Pero no hemos encontrado ninguna que nos haya gustado por aquí. Él dice que estará en Londres, y yo quiero estar cerca de mis amigos. Y ése es el problema, claro. No vivirá aquí. No puede, y menos trabajando tantas horas… Y yo no regresaré a Londres hasta que esté completamente segura de que él va en serio con todo esto. Se parece un poco a un régimen estricto. Se puede seguir durante unos días, pero después siempre hay algo que lo estropea.


—Como la tarta de chocolate —dijo Juana, mirándola con deseo.


Paula empujó el plato hacia ella y le dio el tenedor.


—Como la tarta de chocolate, o como una oportunidad
maravillosa para comprar algo durante una crisis en el mercado financiero. Eso bastaría para que se fuera, lo sé. Y no sé si podría soportarlo. No quiero ser madre soltera, pero preferiría eso que estar cambiando de sitio continuamente.


—¿Y se lo has dicho?


—Sí, pero ¿qué puedo hacer?


Juana se encogió de hombros, tomó otro pedacito de tarta y se la devolvió.


—Mándame al cuerno si quieres, pero ¿de veras necesita
trabajar? Para vivir, me refiero. ¿Para ganar dinero?


—No. Por supuesto que no. No necesitaría trabajar nunca más. Pero se volvería loco. Es un adicto a la adrenalina. No podría vivir sin el toma y daca.


—Hablando de eso… —dijo Juana con un brillo especial en la mirada—. Tienes cara de haber hecho el amor. ¿Deduzco que esa parte de la reconciliación ha ido bien?


Paula sintió que se ponía colorada.


—Eso no es asunto tuyo —le dijo a su amiga.


—Eso es un sí. ¡Me alegro!


—¿Por qué?


—¡Porque es el hombre más sexy del mundo! No me
malinterpretes, adoro a Pablo, pero Pedro es un hombre muy sexy y sería una lástima…


—Eso es parte del problema, por supuesto. Si no estuviera
estupendo y no hiciera el amor de maravilla, sería más fácil dejarlo.


—Pero no quieres dejarlo —dijo Juana—. Sólo quieres vivir con él en un sitio que no esté cerca del aeropuerto, para que no pueda marcharse. Tienes que encontrar la manera de que se quede contigo.


—¿Y cómo puedo hacer eso?


—¿Qué te parece si él trasladara su oficina aquí?


—¿Qué?


—Ya lo has oído. Mucha gente lo hace. O podría trabajar desde casa.


—Si pudiera trabajar desde casa, no estaría en Nueva York o  en Tokio todo el rato.


—Ah, pero hay una gran diferencia entre querer y poder. Él puede trabajar desde casa, lo que pasa es que hasta ahora no ha querido hacerlo. Ésa es la clave. ¿Vas a comer más tarta?


—Deberías haberte pedido una porción —dijo ella, dándole el plato otra vez.


—No, estoy a dieta.


—Ya, claro. Entonces, ¿crees que debería encontrar una manera de que se quede en el país?


—Mmm. Aparte de esposarlo a la cama, que también es otra
opción.


Ella se rió.


—Eres incorregible. Me encantaría verte otra vez —dijo—. Si no tuviera que mudarme enseguida. ¿Sabes que Joaquin regresa dentro de un mes y que tengo que encontrar otro sitio donde vivir?


—No —dijo Juana.


—Pues sí.


—No, no es cierto. Ha conocido a alguien. ¿No te lo ha dicho? A un chico de Chicago que tiene quince años menos que él y quiere que se mude a vivir allí para siempre. Pero está confuso.


—¿Respecto al chico?


—No. Sobre Murphy. Si no fuera por el perro, lo haría. Pero ya sabes cómo lo adora. Y a la casita también.


—Y si se queda allí, ¿qué piensa hacer con la casa?


Juana se encogió de hombros.


—Venderla, supongo. No lo sé. No he hablado con él, fue Pablo quien contestó la llamada mientras yo estaba en el baño. Es todo lo que sé. Era muy tarde, probablemente por eso no te llamó. ¿Por qué no lo llamas?


—Puede —dijo ella—. Puede que lo haga. ¿Cuántas horas hay de diferencia con Chicago? ¿Seis?


—Algo así.


—Así que cuando llegue a casa, serán las siete de la mañana allí. Un poco pronto.


—Y a lo mejor quieres hablarlo con Pedro.


—O no. A lo mejor prefiero presentarme con una solución
concreta y ver qué dice. Es fácil hablar con él, en teoría, pero quizá consiga una respuesta más sincera si se ve obligado a tomar una decisión. Si veo que se siente acorralado, sabré que no funcionará.


«Por favor, que no sea así».






PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 24





Las niñas la despertaron. Paula abrió los ojos y pestañeó.


Era de día y oía que la voz de Pedro provenía de la habitación de las pequeñas. Salió de la cama y se puso la bata.


—Hola, amorcitos míos —dijo nada más entrar en la habitación.


—¿Yo estoy incluido en eso? —preguntó Pedro, vestido
únicamente con la ropa interior.


Ella se rió.


—Puede ser. ¿Cuánto tiempo llevan despiertas?


—Unos minutos. Les he cambiado el pañal y les he dado un
biberón de zumo, pero creo que quieren que su mamá les dé algo más sustancioso.


—Estoy segura. Vamos, pequeñas. ¿Queréis ir abajo a decirle hola a Murphy?


Sacó a Eva de la cuna y se la entregó a Pedro. Después tomó a Ana en brazos y la besó.


—Hola, pillastre. ¿Vas a portarte bien hoy?


—Probablemente no, si es como su hermana —dijo él, y la llevó al piso inferior—. Esta mañana voy a poner la valla para la escalera.


—Por favor. No me gustaría que pasara nada. ¡Hola, Murphy! ¿Cómo estás? ¿Has encontrado algo de comer?


—Estoy seguro de que lo ha intentado —dijo Pedro—. ¿A que sí, bribón?


Murphy movió el rabo y ella se rió.


—Es un pelota, ¿verdad que sí? A ver, Ana, ve con papá.


—Papá —dijo la niña, y ambos se quedaron paralizados.


—¿Estoy soñando? —preguntó Paula.


Él se rió y se encogió de hombros.


—Entonces yo también. Ayer tuve la sensación de que Eva decía «papá», pero luego decidí que estaba balbuceando.


—¡Papá! —dijo Eva desde el parque, agarrándose al borde y
sonriendo a Pedro.


Paula sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.


—Saben decir «papá» —susurró ella, y se llevó la mano a la
boca.


Él tragó saliva y sonrió.


—Bueno, chicas. ¿Quién os ha enseñado eso? —dijo él, y puso la pava al fuego.


Habían desayunado, se habían duchado y se habían vestido. Pedro intentaba no pensar en que no podía llevarse a Pau a la cama otra vez. A menos que las niñas se echaran la siesta por la tarde, claro.


—¿Quieres que busquemos casa? —sugirió él.


—Claro. Si traigo el ordenador, podemos hacerlo aquí. Tenemos wi-fi —se marchó un instante y regresó con un ordenador portátil—. Muévete —le dijo a Pedro, y se sentó en el sofá junto a él. 


Introdujo la contraseña y él se enfadó consigo mismo por haberla memorizado sin pensarlo. Diablos, ella tenía motivos para no confiar en él.


—Muy bien. Ya estoy dentro de la página de una de las mejores inmobiliarias. ¿Qué estamos buscando, y por cuánto? —preguntó Paula.


—Yo no pondría un tope. Empieza por la más cara y ve bajando.


—¿De veras?


—Bueno, sí. ¿Por qué no? ¿Quieres vivir en un sitio horrible?


—¡No! ¡Quiero vivir en un sitio normal! —contestó ella.


Pedro suspiró.


—Pues pon una zona que te guste y veamos lo que hay.


Nada. Ésa era la respuesta. No había nada que no fuera
demasiado pequeño, o demasiado lejano. Nada interesante.


Y no había nada que pudiera equipararse con Rose Cottage.


—Ojalá pudiera quedarme aquí —dijo ella.


—¿No te lo vendería?


—¿Te lo quedarías?


Él sonrió.


—No depende de mí, ¿no crees? Estamos hablando de tu casa, de tu elección, de un sitio para ti y para las niñas. Y supongo que todo lo que haré yo será venir a visitarte.


A Paula se le humedecieron los ojos y miró a otro lado.


—A menos que trabaje fuera durante la semana y venga los fines de semana. No me gusta ir y venir cada día, prefiero trabajar menos días.


—¿Quieres decir seis días en lugar de siete?


—¿Podemos empezar de nuevo?


Ella se mordió el labio inferior.


—Lo siento. Es sólo… Parece que nos estamos llevando muy bien, y parece que el futuro no tiene muy buena pinta y que no hay forma de cambiarlo. Y las niñas estaban inquietas y aburridas.


—Vamos a dar un paseo con ellas —sugirió Pedro—. Podemos llevar las mochilas.


El día anterior habían comprado unas mochilas para poder salir a pasear sin tener que llevar el carrito. Así que Pedro llevó a Eva y, Paula, a Ana.


Se las cambiaban todo el rato, como si ninguno de los dos
quisiera establecer un lazo más cercano con una de las niñas.


Siempre lo habían hecho así y ni siquiera lo habían hablado.


Pasearon por la orilla del río y Murphy aprovechó para olisquearlo todo.


—¿Alguno de estos establos pertenece a la casa?—preguntó él.


—Sí, todos. Era una granja, pero vendieron casi todo el terreno y se quedaron con la casa.


Él miró a su alrededor con curiosidad. Había muchos edificios grandes que podían servirles. Si encontraran alguno en venta, podría trabajar desde casa. No sólo él, sino con uno o dos miembros del equipo, montando una especie de oficina satélite.


Conocía a más de uno a quien le gustaría la idea.


—Ven a ver el jardín —dijo ella, y lo guió por una verja.


Él había estado allí con el perro, pero nunca lo había visto con detenimiento. A medida que ella se lo enseñaba, comenzó a verlo con otros ojos.


—Tengo fotos con todos los rosales en flor —dijo ella—. Es
impresionante.


Pedro no le cabía ninguna duda. Y recordó lo que ella le había dicho el día que se marchó de su lado.


«Quiero una casa, un jardín, tiempo para dedicarles a las plantas, para tocar la tierra con las manos y oler las rosas. Nunca nos detenemos a oler las rosas, Pedro. Nunca».


Bueno, ella ya tenía el jardín, y las rosas. Al verla hablar sobre ello, él se percató de cómo había cambiado.


El brillo de su mirada, el calor de su piel, su vitalidad.


Una vida real, no sólo el aumento de adrenalina por haber
conseguido otro logro laboral, sino verdadera satisfacción y
felicidad.


Y lo que más le sorprendía de todo eso, era que él también lo deseaba.


—¿Por qué no te vas a pasar un día con Juana?


—¿Qué?


—Ya lo has oído. Yo cuidaré de las niñas.


—¿Estás seguro? —preguntó dubitativa.


—Sí, estaremos bien. ¿No confías en mí?


—Bueno, por supuesto que sí. Lo único es que no sé si sabes a lo que te estás ofreciendo.


—Al verdadero infierno, supongo, pero estoy seguro de que
sobreviviremos.


Paula se lo pensó un instante y negó con la cabeza.


—No. Pero quedaré con ella para tomar un café —sugirió—.
Además, también tiene un bebé y tiene que dejar y recoger a los otros en el colegio, y siempre está muy ocupada. Pero se lo preguntaré. ¿Cuándo pensabas que lo hiciera?


—Cuando tú quieras. ¿Mañana?


—La llamaré —dijo ella, y se puso en pie.


Dejó a Eva en el sofá, rodeada de cojines para que no se cayera, y aprovechó que Ana estaba dormida encima de Pedro para llamar por teléfono.


—¿Paula? ¿Cómo estás? ¡No me atrevía a preguntártelo!


—Bueno, bien… Mira, Pedro se ha ofrecido a cuidar de las niñas para que podamos tomarnos un café. ¿Qué haces mañana?


—Nada que no pueda cancelar. Me muero por verte y porque me cuentes todo. ¿Dónde y cuándo?


—¿En The Barn? ¿A las diez y media?


—Estupendo. ¿Cuánto tiempo tendrás?


—Todo el que quiera. Me ha ofrecido el día entero, pero no quiero que una mala experiencia lo asuste de por vida.


—No, por supuesto que no. Chica lista. Muy bien, a las diez y media, y le diré a Pablo que llegaré a casa sobre la una. Estará en casa, así que podrá quedarse con el bebé. ¿Te parece bien?


—Estupendo —dijo ella, y colgó con una sonrisa.


Regresó al salón y lo encontró tumbado en el suelo bocabajo, con Ana tumbada bajo su cabeza. Él le hacía pedorretas en la tripa y ella se reía.


—Ya está arreglado. He quedado con ella a las diez y media en un café. Regresaré sobre la una. ¿Te parece bien? —le preguntó ella al entrar.


—Muy bien. Nosotros estaremos estupendamente, ¿a que sí? — dijo él, sonriendo a la pequeña.


Paula no pudo evitar fijarse en su maravilloso trasero.