martes, 11 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 37

 


Paula se soltó el cabello, dejando que el viento se lo despeinara mientras avanzaban por la carretera de la costa en el descapotable rojo que Pedro había alquilado, un Chevy Caprice de 1975. Le encantaba, igual que el restaurante que había escogido.


Giró la cabeza y estudió a Pedro, que iba muy serio y callado al volante. ¿Qué habría pensado de las revelaciones que le había hecho durante el almuerzo? Se había mostrado muy tierno con ella, pero era evidente que aún estaba dándole vueltas a lo que le había contado, y no podía evitar sentirse nerviosa por cómo la trataría a partir de ese momento. ¿Se comportaría de un modo distinto? ¿Querría replantearse su decisión de darle una oportunidad a lo suyo?


–¿Dónde vamos? –le preguntó extrañada–. Creía que el aeropuerto estaba en la dirección contraria.


–Y lo está. He pensado que podríamos aprovechar el resto del día antes de irnos –respondió él, señalando un faro de ladrillo en la distancia–. Vamos allí, a aquel promontorio.


El viejo faro se alzaba orgulloso sobre la verde colina. Paula se imaginó llevando allí de picnic a los niños, como lo habían hecho días atrás en aquel parque histórico de San Agustín.


–Este sitio es precioso –murmuró–. No sabía que los paisajes en Carolina del Norte fueran tan bonitos.


–Pensé que te gustaría si no habías estado antes. Creo que eres de esas personas que aprecian lo exclusivo, de las que prefieren tomar el camino menos transitado.


–Tanto con el sitio como con el coche me encantan.


El que la conociera ya tan bien y el que hubiera sido tan detallista con ella hizo que el corazón le palpitara con fuerza. La serpenteante carretera los llevó hacia la colina, lejos del pueblo, lejos de todo, y de pronto, cuando Pedro detuvo el coche junto al faro, comprendió.


–Me has traído aquí para besarme en el coche, ¿verdad?


Él se rió.


–Así es, me declaro culpable, señoría.


–Por lo que dije en el restaurante de que no había podido tener un novio ni besarme con él en su coche… –murmuró ella conmovida.


–Culpable de todos los cargos –respondió él–. Me gustan los sitios solitarios como éste, con la naturaleza en estado puro. Da una sensación… liberadora el dejar atrás la civilización, ¿no te parece? –se quedaron los dos en silencio, mirándose el uno al otro, y la fuerte atracción que había entre ellos tejió una vez más su magia, aislándolos del mundo–. Cuando veo cómo el viento levanta tu cabello me entran ganas de tocarlo –murmuró él tomando un mechón entre sus dedos–; me hipnotizas. Antes de este fin de semana hacía ya seis meses que llevaba una vida de celibato. Han pasado varias mujeres atractivas por mi vida, pero ninguna me había tentado como tú. ¿Te han dicho alguna vez lo hermosa que eres?


Paula se sentía halagada, pero no estaba acostumbrada a que le dijeran cosas así, y sintió que las mejillas se le teñían de rubor.


–No es verdad, yo no…


Pedro le impuso silencio acercando un dedo a sus labios.


–Cuando te toco –murmuró bajándole los tirantes del vestido al tiempo que le acariciaba los brazos– me excita la suavidad de tu piel, las curvas tan femeninas que tienes…


Le bajó un poco el cuerpo del vestido, dejando al descubierto parte de su pecho, y Paula sintió que un cosquilleo de nerviosismo y excitación la invadía al comprender cuáles eran sus intenciones.


–¿Vamos a hacer el amor aquí?


–¿Creías que eras la única a la que le gusta hacerlo al aire libre?


–Pero era de noche, donde nadie podía vernos –replicó ella.


El nerviosismo de Paula iba en aumento. Allí no había una lámpara que pudiese apagar. Aunque le había dicho a Pedro que había superado sus problemas, no era cierto del todo. Hasta ese momento, de una manera u otra, había tenido bajo control la situación cuando habían hecho el amor, pero hacerlo en aquel lugar, a plena luz del día…


Pedro tomó su rostro entre ambas manos.


–He escogido este lugar porque sabía que estaríamos completamente a solas –le dijo.


A solas, sí, pero su cuerpo quedaría completamente expuesto cuando estuviese desnuda, pensó ella. Pedro le estaba pidiendo que confiara en él. Bajó la vista y deslizó un dedo por la hebilla del cinturón.


–Así que quieres hacerlo aquí, a plena luz del día… Bueno, parece que aquí no puedo correr las cortinas, ¿no?


–¿Quieres protector solar? –bromeó él.


Ella enarcó una ceja y le desabrochó el cinturón.


–¿Piensas tenerme desnuda tanto tiempo como para que me queme? Me parece que estás siendo un poco fanfarrón.


Paula se inclinó hacia él y murmuró contra sus labios.


–Sí, confío en ti.


Pedro la besó. ¿Por qué besaría tan bien? Desde luego sabía cómo hacer que una mujer se sintiese deseada. Paula se echó hacia atrás y acabó de bajarse lentamente el vestido, descubriendo su cuerpo centímetro a centímetro, casi como había hecho cuando se había desnudado para ella la primera vez que lo habían hecho. En cierto modo aquélla también era una primera vez para ellos; la primera vez que lo hacían sin barreras.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 36

 


Pedro aparcó el coche de alquiler junto al restaurante, y esperó el veredicto de Paula sobre el lugar que había escogido.


Podría haberla llevado a Le Cirque, en Nueva York, o a City Zen, en Washington. Incluso podría haberla llevado al Savoy, en Las Vegas, pero al pensar en el mundo en el que se había criado sabía que no la impresionarían esos sitios lujosos y exclusivos.


Era algo que aplaudía el chico de Dakota del Norte que aún llevaba dentro. Por eso había llenado el depósito de su Cessna 185 y la había llevado a un pequeño restaurante en un pueblo de Carolina del Norte donde servían pescado fresco y hamburguesas además de una cerveza estupenda.


Una amplia sonrisa asomó a los labios de Paula.


–Es perfecto –le dijo.


Pedro rodeó el coche para abrirle la puerta y la condujo a una mesa para dos en la terraza, donde soplaba la brisa del mar. Al poco de sentarse se acercó una camarera a atenderles.


–Me alegra volver a verlo, señor Jansen –saludó a Pedro–. Enseguida le traigo lo de siempre: dos cervezas de la casa y dos lomos de atún con ensalada y patatas.


–Estupendo, gracias, Carola –dijo él. Cuando la camarera se hubo alejado, se dio cuenta de que Paula estaba jugueteando con los botes de la sal y la pimienta, como si estuviera incómoda o nerviosa–. ¿Ocurre algo? ¿Prefieres que vayamos a otro sitio?


Ella alzó la vista de inmediato.


–No, este sitio es estupendo, de verdad. Es sólo que… bueno… me gusta poder escoger lo que quiero tomar.


–Lo comprendo, y te pido disculpas. Perdona, ha sido presuntuoso por mi parte pensar que querrías tomar mi plato favorito –le dijo Pedro–. Podemos pedir que nos cambien lo que hemos pedido.


–No es necesario –replicó ella–. De verdad, no importa. Lo decía sólo para la próxima vez. Además, tu plato favorito suena bien, así que quizá no debería haber dicho nada –luego, con una sonrisa vergonzosa, añadió–: Supongo que te has dado cuenta de que estoy un poco… obsesionada con tener las cosas bajo control.


–Bueno, no creo que haya nada de malo en querer hacer las cosas uno mismo y que haya orden en tu vida –respondió él.


En ese momento regresó la camarera con dos platos de lomo de atún, dos cervezas, y dos vasos de agua.


–Es una manera inconsciente de revolverme contra mi infancia y mi adolescencia –le explicó Paula cuando se quedaron a solas de nuevo.


–¿En qué sentido? –inquirió él, después de tomar un sorbo de su cerveza.


–Mi madre es una persona hipercontroladora, y nada de lo que yo hacía le parecía bien. Siempre estaba machacándome con lo que esperaba de mí –dijo Paula.


–¿Y qué esperaba de ti?


–Unas notas excelentes, porque quería que estudiara en la mejor universidad del estado; también quería que estuviese siempre en mi peso y bien arreglada, que fuese la más popular de mi clase, y que tuviese al novio perfecto. Lo normal.


–Pues a mí no me parece que sea algo normal, ni gracioso –replicó él muy serio.


De pronto acudió a su mente una imagen de Pamela sentada en el coche junto a su madre, las dos vestidas con una rebeca y un suéter de punto y unos pantalones.


–Obviamente estaba siendo sarcástica –respondió ella–. Esa clase de hipercontrol suele hacer que los adolescentes se rebelen, pero yo era más bien del tipo pasivo-agresivo. El problema fue agravándose con el tiempo: empecé a controlar lo que comía, cuándo comía, y cuánto comía.


Pedro no sabía qué decir, así que puso su mano sobre la de ella y permaneció callado.


–Creyendo que haría feliz a mi madre con eso, me apunté al equipo de natación del instituto, y descubrí que aquello me ayudaba a quemar calorías. Hasta que un día, cuando me quité el chándal, vi las caras de espanto de mis compañeras.


Pedro le apretó la mano suavemente, deseando haber podido estar allí para ayudarla.


–Tengo suerte de estar viva. Aquel día, cuando mis compañeras me miraron de ese modo intenté correr a esconderme en el vestuario, pero mi cuerpo estaba sin fuerzas y me desplomé allí mismo –Paula bajó–. Tuve un paro cardíaco.


Pedro le apretó la mano de nuevo.


–Suerte que nuestro entrenador sabía cómo se hacía la reanimación cardiopulmonar –dijo ella medio en broma, pero pronto la risa murió en sus labios–. Fue entonces cuando mis padres y yo tuvimos que enfrentarnos al hecho de que tenía un serio trastorno alimentario –se echó hacia atrás en su asiento–. Me pasé el siguiente año en un centro de recuperación para bulímicas y anoréxicas –se peinó el cabello con mano temblorosa–. Pesaba poco más de cuarenta kilos cuando ingresé.


Pedro no habría imaginado jamás que Paula hubiera podido pasar por algo tan terrible. Se le hizo un nudo en la garganta de sólo pensar en ello.


–Lo siento mucho; debió ser muy duro para ti.


Ella asintió.


–Gracias a Dios lo superé, por completo. Lo único que me queda de aquello son las estrías que me produjo el perder y ganar peso.


–¿Por eso prefieres hacer el amor con las luces apagadas?


Paula asintió de nuevo.


–No me sentía preparada para contarte esto, aunque supongo que es una tontería. Esas marcas son el recuerdo de que logré superar aquello –tomó un sorbo de su vaso de agua–, el año que estuve internada no pude hacer fiestas de pijama con mis amigas, como otras chicas, ni tener una de esas citas con un chico en las que te lleva a casa en su coche, y te quedas allí sentada, besándote con él. Ni tampoco pude ir al baile de graduación.


–¿Y qué pasó cuando terminaste el instituto?


–Mi padre pagó para que pudiera ir a la universidad a la que querían que fuera, y me casé con el hombre que ellos querían –respondió Paula–. A-1, mi pequeña empresa, es lo primero que he hecho por mí misma.


La admiración que Pedro ya sentía por ella aumentaba cada vez más. Paula había sido capaz de romper esas cadenas de dependencia que la ataban a sus padres y de forjar su propio destino. Apartarse de su familia debía haber sido muy duro para ella, por tirante que hubiese sido su relación con ellos. Había huido de la clase de mundo que parecía estar sofocando a Pamela.


–Pero tampoco quiero que pienses que me siento desgraciada –le dijo Paula–. Las cosas que lamento haberme perdido… me he hecho a la idea de que tengo que aceptar que no puedo tenerlas, que no puedo volver atrás y cambiar cómo fue mi adolescencia. Tengo que aceptarlo y seguir adelante.


La tristeza en su voz, a pesar de que decía que no se sentía desgraciada, hizo que Pedro sintiera deseos de hacer algo por ella. De darle esas cosas que sus padres le habían robado al intentar hacer de ella la clase de hija que querían que fuera. No podía cambiar el pasado, pero quizá pudiera darle alguna de esas cosas que se le habían negado.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 35

 


Una sensación de déjà vu invadió a Paula ante aquel parecido. Podrían haber sido su madre y ella años atrás. Además, a Paula le había parecido ver en Pamela la misma fragilidad que ella había tenido hacía años, la misma falta de confianza en sí misma.


Tener unos padres ricos hacía que vivieses rodeada de lujos, pero también podía hacer que una persona sintiese que no valía nada, que no podía hacer nada por sí misma. A ella sus padres se lo habían dado todo; incluso habían sobornado al director de su instituto para que obtuviese buenas notas, y aquello no había estado bien.


Igual que no estaría bien disculpar el comportamiento imprudente de Pamela, que había dejado a sus hijos porque necesitaba un descanso. Sí, entendía que se hubiese sentido abrumada, pero su familia tenía dinero; podría haber contratado a una persona que la ayudase con los niños en vez de esperar a que se lo propusiese Pedro. Había cientos de opciones mejores a dejar a sus hijos solos dentro de un avión.


Paula apretó los puños, llena de frustración. Aquello no era asunto suyo, ni había nada que ella pudiera hacer. No eran sus hijos. Era a Pedro a quien le correspondía solucionar aquella situación. Se sentó en un sofá decidida a no pensar más en eso, y trató de distraerse fijándose en lo que la rodeaba, pero los minutos parecían pasar muy despacio.


Cuando por fin se abrió la puerta se levantó como un resorte. Pedro se detuvo ante ella muy serio, y dejó caer los brazos junto a sus costados.


Paula le puso una mano en el hombro y se lo apretó suavemente.


–¿Estás bien? –le preguntó.


–Un poco preocupado, pero se me pasará –respondió él en un tono algo seco, apartándose de ella.


Hacía sólo unos minutos la había besado, y ahora de repente se mostraba distante. ¿Habría sido el beso sólo una pantomima? No, no creía que lo hubiese sido. Si no la quería allí, si necesitaba estar a solas, lo dejaría tranquilo, se dijo dirigiéndose hacia la puerta.


–Paula, espera –la llamó él–. Aún tenemos asuntos pendientes; los negocios son los negocios.


¿Negocios? No era precisamente lo que había esperado oír.


–¿A qué te refieres?


Pedro fue hasta su escritorio y sacó una carpeta de un cajón.


–Te hice una promesa cuando accediste a ayudarme con los niños. Esta mañana, antes de hablar con Pamela, hice algunas llamadas. Os he conseguido a tu socia y a ti cuatro entrevistas con cuatro clientes potenciales –dijo pasándole la carpeta–. El primero de la lista es el senador Matthew Landis.


Paula tomó la carpeta. El senador Landis… Llevaba mucho tiempo ambicionando una oportunidad así, pero de pronto tenía la sensación de que Pedro estaba intentando zafarse de ella. Bueno, sí, era lo que habían acordado, pero era como si quisiera acabar con aquello cuanto antes para perderla de vista. Apretó la carpeta entre sus manos.


–Gracias. Es… es estupendo; te lo agradezco.


–Bueno, tendrás que conseguir convencerlos, naturalmente, que es la parte más difícil. Pero le pedí a mi secretaria que preparara unas notas que pueden ayudarte a mejorar tu propuesta.


No le había dejado dinero en la cómoda, como a una prostituta, pero era como Paula se sentía con aquella transacción, teniendo en cuenta lo que habían compartido y lo que podía haber habido entre ellos.


–No sé cómo darte las gracias, de verdad –murmuró Paula.


Apretó la carpeta contra su pecho, preguntándose por qué aquella victoria parecía tan vacía. Hacía sólo unos días habría dado lo que fuera por la información que contenía esa carpeta.


–No, soy yo quien tiene que darte las gracias. Es lo que acordamos, y yo me he limitado a cumplir mi palabra –respondió él–. Y aunque siento de verdad no poder hacer un contrato con tu empresa, he dado instrucciones para que a partir de ahora sea la primera opción cuando sea necesario subcontratar los servicios de limpieza.


Paula no sabía si sentirse dolida o furiosa.


–Ya veo. Bueno, entonces supongo que nuestros asuntos han concluido.


–Yo diría que sí.


No estaba dolida; estaba furiosa. ¿Cómo tratarla de esa manera? Habían dormido juntos, y él la había besado delante de su ex. Se merecía algo mejor que aquello. Plantó la carpeta sobre la mesa y le preguntó:

–¿Estás intentando zafarte de mí?


Él dio un respingo y parpadeó.


–¿Qué diablos te hace pensar eso?


–Para empezar lo frío que llevas conmigo todo el día –le espetó ella, cruzándose de brazos.


–Sólo quería dejar cerrado este asunto porque a partir de este momento, si vamos a seguir viéndonos, será sólo por motivos personales.


Pedro la asió por los hombros.


–Ahora que ya no hay intereses de por medio; no tenemos por qué reprimir lo que sentimos.


Paula alzó la vista hacia él.


–Entonces… ¿me estás diciendo que quieres que pasemos más tiempo juntos?


–Sí, eso es lo que estoy intentando decirte. Tú te has tomado el fin de semana libre y aún no es siquiera la hora de comer, así que… ¿por qué no pasamos el día juntos, sin niños, y olvidándonos del trabajo? –le propuso Pedro, echándole hacia atrás el cabello–. No sé si lo nuestro llegará a alguna parte, y hay mil razones por las que éste no es el momento adecuado, pero no puedo dejar que te alejes de mí sin que al menos nos hayamos dado una oportunidad.


Estar con aquel hombre era como una montaña rusa. En un momento se mostraba muy intenso, al siguiente, malhumorado, luego feliz, después sensual… Era verdaderamente intrigante.


–De acuerdo. Entonces, invítame a comer.


Pedro suspiró aliviado, como si hubiera estado conteniendo el aliento, y le rodeó la cintura con los brazos.


–¿Dónde te gustaría ir? Puedo llevarte a cualquier parte del país. Hasta podría llevarte a cualquier parte del mundo si vas a por tu pasaporte.


Ella se rió.


–Por esta vez creo que me conformaré con un sitio dentro del país.


¿Por esta vez?, se repitió a sí misma? El pensar que de verdad lo suyo pudiera funcionar, y que pudiesen haber otras veces la hizo estremecerse de placer.


–Y en cuanto a dónde… tú eliges; eres tú quien va a pilotar el avión.


Esas palabras fueron un paso tangible que convertía sus anhelos en realidad, y Paula, aunque ilusionada, no pudo evitar sentir algo de aprehensión. Ya no estaban los negocios de por medio, ni los hijos de Pedro; aquello ya sólo tenía que ver con ellos dos. Había estado explorando cada capa de aquel hombre tan complejo, y ahora ella debía abrirse a él también. Tendría que dar un salto de fe y ver cómo reaccionaría él cuando lo supiese todo sobre ella, cuando le mostrase su lado inseguro, que tan parecida la hacía, en cierto modo, a su ex esposa.