sábado, 21 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 55




Eran casi las diez, pero Pedro seguía tomando notas y revisando documentos en la mesa de la cocina.


—Creo que me voy a comprar un ordenador. Si tuviera acceso a la red, la mitad de los datos que necesito me los podría bajar de Internet.


—¿Y lo dice el mismo agricultor retirado del mundo que conocí hace una semana?


—Fue el afeitado de la barba lo que obró el milagro.


—O más bien la vuelta a la investigación criminal —lo corrigió ella—. Te encanta.


—La verdad es que me gustaría jugar algún tipo de papel oficial en todo esto, y no el de un simple particular.


—¿Has pensado en volver a trabajar con el FBI?


—Claro, yo y mi pierna coja —bromeó—. Tendría suerte si me dieran un trabajo de oficina.


—¿Tan malo sería un trabajo de oficina?


—Olvidémonos de mí —alzó una mano para acariciarle tiernamente el cabello—. Hoy estuviste fantástica. Realmente fantástica.


—Lo dices porque no me desmayé.


—Estuviste muy lejos de desmayarte. Fuiste tan valiente como una osa grizzly protegiendo a su osezno.


—Si le hubiera puesto las manos encima, creo que habría sido capaz de tirarlo por el inodoro y luego tirar de la cadena.


—Habrías contaminado el sistema de alcantarillado.


—¿Crees que pudo haber sido el propio juez Arnold?


—Lo dudo. Habría pagado a alguien para hacer ese trabajo sucio. Aunque nunca se sabe a qué extremos puede llegar una persona.


—Sobretodo una persona que dejó que las ratas se comieran a unos indefensos bebés.


Pedro empezó a masajearle suavemente los músculos del cuello.


—Deberías irte a la cama e intentar dormir un poco. Debes de estar cansada después de un día como éste.


—¿Tú te vas a acostar?


—Dentro de un rato.


A Paula no le gustó aquella perspectiva. 


Acostarse sola en su cama fingiendo que su cuerpo no suspiraba por el suyo. No. Ella no podía fingir.


—¿Significa eso que no quieres que hagamos el amor esta noche?


—¿Es eso lo que crees?


—No sé qué pensar. Por eso te lo estoy preguntando.


Enterró la cara en su pelo y la abrazó sin pronunciar una palabra. Paula nunca se había sentido segura con los hombres. La única relación que había tenido había sido con Sergio, y había empezado mal ya en la noche de bodas.


—Quiero hacer el amor contigo, Paula, por supuesto que sí. Esta tarde incluso se me pasó por la cabeza ir a buscarte, llevarte en brazos hasta el cobertizo y amarte allí. No está mal para un agricultor retirado del mundo, ¿verdad?


—Pero no lo hiciste.


—No me pareció oportuno.


—¿Por qué? Pedro, estoy tan cansada de tumbas, de bebés muertos, de tanta depravación y tanta maldad… Hagamos el amor para que todo eso desaparezca, aunque sólo sea por unos minutos…


—Ojalá fuera tan sencillo.


—Es sencillo, Pedro. No te estoy pidiendo ni promesas ni compromisos. Ya me hicieron bastantes. Y no significaron nada.


—Oh, Paula, me lo estás poniendo tan difícil… Cuando todo esto termine, haré el amor contigo cada mañana, cada noche, cuando quieras. Pero ahora mismo, tengo que conservar el control y concentrarme en mantenerte a salvo. Esta misma tarde estuve a punto de perder la paciencia con el sheriff. Si le hubiera pegado, ahora mismo estaría en la cárcel, y eso no habría sido nada bueno ni para ti ni para Kiara.


—¿Habría sido diferente si no hubiéramos hecho el amor?


—Lo ignoro. Yo sólo sé que un guardaespaldas jamás debe implicarse emocionalmente con nadie, si quiere mantener intactas todas sus capacidades.


Paula se recordó que Pedro ya había cometido ese mismo error antes, al enamorarse de su protegida y perder toda perspectiva. 


Comprendía su miedo y sus temores, pero en realidad ya estaban emocionalmente ligados y no veía cómo el hecho de hacer el amor podía complicar aún más las cosas.


—Yo no soy María, Pedro. No soy hermosa, ni exótica, pero tampoco tengo una agenda oculta, un plan secreto para manipularte —le echó los brazos al cuello y apoyó la cabeza sobre su pecho—. Yo sólo soy Paula, una mujer normal, sencilla, y necesito que me abraces y que me convenzas de que todavía existe belleza en este mundo…


—Tú no eres ni sencilla ni normal, Paula Chaves. Eres la mujer más fascinante e increíblemente seductora que he conocido jamás —la besó en la punta de la nariz—. Y ahora sal de aquí antes de que me olvide de todo este discurso que acabo de lanzarte y te haga el amor aquí mismo, en la mesa de la cocina.


—¿Crees que soy seductora?


—Sin duda alguna.


—Eso no es lo mismo que hacerme el amor, pero se acerca.


—Para mí no se acerca en absoluto.


Paula se dirigió hacia la salida, contoneando sensualmente las caderas.


—Dejaré la puerta de mi dormitorio abierta, por si cambias de idea.


—Sinvergüenza…


Pero el buen humor de Paula duró hasta que el ulular de un búho cortó el silencio de la noche. 


Se acercó a la ventana. La luna estaba casi llena.


El buho ululó de nuevo, pero esa vez se oyó más lejos, y sonaba casi como el llanto de un bebé. Estremecida, se fue a la cama y se arrebujó entre las sábanas. Imágenes de su antigua pesadilla volvieron a acosarla. El lóbrego sótano. La procesión de fantasmas.


«Tomémonos de las manos con fuerza».


Por un instante, creyó que era ella la que había gritado, pero sólo había sido el buho volando entre los árboles. Su penetrante grito cortaba la noche como si los fantasmas lo hubieran enviado para localizarla.


Cerró los ojos rezando para que las imágenes desaparecieran, pero en lugar de ello, la procesión dio comienzo. Oscuras y aterradoras figuras empezaron a desfilar por su mente.


De repente chirrió la puerta y se sentó en la cama, como un resorte. Pedro entró en la habitación.


—No puedo hacerlo, Paula. No puedo mantenerme apartado de ti.


Nada más refugiarse en sus brazos, los fantasmas se desvanecieron. Sabía que volverían. Siempre volvían. Hacía mucho tiempo que Meyers Bickham seguía reclamando su alma, pero esa vez su corazón estaba en manos de Pedro.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 54




Concertaron la entrevista con la doctora Abigail Harrington para las cinco de la tarde del día siguiente. Sólo que esa vez Paula no tenía intención de dejar a Kiara con Dolores. 


Tendrían que conducir todo el camino hasta Atlanta y no quería perderla de vista ni un segundo.


—Ya casi hemos llegado a tu casa, señor Pedro —anunció Kiara, alegre.


—¿Cómo lo sabes?


—Porque he visto el puente que siempre cruzamos.


—Tienes razón —repuso él—. La siguiente carretera es la de Delringer.


—¿Podremos nadar cuando lleguemos?


—Más tarde —le dijo Paula—. Antes tengo que hacer algunas cosas.


—Yo estaba hablando con el señor Pedro… —le recordó la niña, suspicaz.


—Perdona, Kiara —pronunció Pedro—, pero yo también tengo que trabajar un poco. Luego nadaremos en la charca.


Pero cinco minutos después, cuando llegaron al antiguo caserón, comprendieron que sus planes tendrían que esperar. Había un coche patrulla en la puerta. Y apoyado en él, con gesto ceñudo, el sheriff Nicolas Wesley.


—Parece que tenemos compañía… —masculló Pedro.


Paula se limitó a gruñir por lo bajo mientras bajaba de la camioneta. Hacía calor, pero sabía que el ambiente se iba a caldear aún más.


—Vamos a ver a Mackie —le dijo a Kiara, pasando por delante del sheriff y entrando en la casa.


—Yo quiero hablar con el policía.


—Ahora no, cariño.



*****


Bruno estaba en el salón, con una lata de refresco en la mano. Se limpió la boca con el dorso de la mano mientras Paula cerraba la puerta a su espalda.


—Supongo que habrá visto al sheriff.


Pedro está hablando con él.


—Le invité a pasar después de que me enseñara la credencial y todo, pero me dijo que prefería esperar fuera.


—¿Cuánto tiempo lleva esperando?


—Unos quince minutos.


—Mami, Mackie no deja de lamerme —se quejó Kiara.


—Si no quieres que te lama, no te tires al suelo con él. Y ten cuidado con su pata herida.


—Creo que me ha echado de menos mientras yo estaba buscando oro.


—Claro que sí —Paula le revisó la pata al animal. Se notaba que se había mordido el vendaje, pero seguía fijo en su lugar—. ¿Quieres echarle un ojo a Kiara durante unos minutos, Bruno?


—Claro.


—¿Puedo tomar yo también un refresco, mami?


—¿Qué tal un zumo?


—Bien.


—Yo se lo sirvo —se ofreció el joven.


Paula se apresuró a salir de la casa. El sheriff y Pedro continuaban hablando al lado del coche patrulla. Enfrascados en una discusión, ninguno de los dos pareció advertir su presencia.


—Lo sé todo sobre usted, Pedro Alfonso. A mí no me ha engañado como a todos esos tipos que viven por aquí.


—Así que conoce mis antecedentes. Me alegro de saber que tiene cierto talento para la investigación.


—Tengo más que suficiente y no necesito para nada que el FBI se entrometa en mi caso.


—Al parecer eso no es lo que piensa el fiscal general del estado.


—Todo este asunto de los bebés muertos no le interesaba lo más mínimo. Hasta que usted empezó a llamar a sus antiguos contactos en la Agencia.


—No puede decirse que me metiera en este lío sin invitación —le recordó Pedro.


—Ya. Pero «trabajarse» a su vecinita no le da derecho a inmiscuirse en mi caso.


Pedro se tensó visiblemente, y por un momento Paula estuvo segura de que iba a golpear al sheriff. Sin dudarlo, bajó corriendo los escalones del porche para evitar que pudiera cometer una estupidez semejante.


—Yo no veo que eso tenga nada que ver con la investigación, sheriff —le espetó—. Por mi parte, aceptó agradecida la ayuda del FBI, ya que usted no parece estar avanzando nada.


—Estoy avanzando mucho. Lo que pasa es que aún no la he informado de ello.


—¿Han identificado los cadáveres?


—Eso es confidencial.


—¿Se puede saber entonces a qué ha venido? —inquirió Pedro.


—A advertirle que se mantenga alejado de esto, eso es todo. Yo sólo pretendo hacer bien mi trabajo, y no necesito que esos burócratas sabelotodo, que no saben absolutamente nada de lo que ocurre en este estado, me digan lo que tengo que hacer.


—Tal y como yo lo veo, eso es problema suyo —replicó Pedro—. El mío es mantener a Paula a salvo.


—Entonces quizá quiera investigar un poco a la mujer que con tanta pasión está intentando proteger. Porque Paula Thomas no era ninguna santa cuando huyó del orfanato con quince años y se fue a vivir a las calles.


—Me llamo Paula Chaves—lo corrigió ella, indignada.


—Sé todo lo que necesito saber sobre Paula. Y si ya ha terminado, le agradecería que se marchara de una vez.


—Sí, me voy, pero recuerde que he hablado en serio. Manténgase apartado de esto, Pedro. Porque no quiero que ni ella ni cualquier otra persona inocente, se vea perjudicada por culpa de unos niños que llevan veinte años enterrados.


Nicolas arrancó el coche y desapareció en medio de una nube de polvo. Viéndolo alejarse, Pedro masculló una retahíla de insultos.


—Tiene razón en una cosa —admitió Paula—. Yo no he sido ninguna santa. Vivía…


—No necesitas explicarme nada —la interrumpió—. No te estoy ayudando porque seas una especie de virgen perfecta e inmaculada. Hicieras lo que hicieras, supongo que tendrías tus razones.


—¿Ni siquiera te importaría aunque hubiera sido una prostituta?


—Eso no cambiaría lo que eres ahora.


—Bueno, pues no lo fui. Llevaba gafas muy gruesas y era tan escuálida que hasta los chicos vagabundos me daban comida.


—Pues recuperaste peso muy bien —le comentó Pedro mientras subían los escalones del porche, abrazados.


—Gracias. ¿Por qué estaba tan enfadado el sheriff?


—La verdad es que no lo entiendo, dejando de lado el hecho de que no le gusta que los forenses del FBI hayan analizado los cuerpos y encontrado evidencias que a él, aparentemente, le han pasado desapercibidas.


—De modo que tiene miedo de que se descubra que es un incompetente.


—Eso parece —repuso Pedro.


—Antes me dijiste que creías que todo esto terminaría pronto. ¿Por qué? ¿En qué te basas?


—Han averiguado quién era el encargado de transferir dinero público al orfanato.


—¿Quién?


—El juez Claudio Arnold. Sólo que por supuesto, en aquel entonces todavía no era juez.


—¿Y van a interrogarlo?


—Desde luego que sí.


Paula intentó pensar en algo positivo mientras entraban en la casa. Pero aunque aquel juez hubiera sido capaz de desviar aquellos fondos veinte años atrás, seguía sin poder imaginárselo reemplazando cabezas de muñecas con pequeños cráneos, o amenazándola en los servicios de señoras.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 53





La primera punzada de pánico la dejó aturdida, pero se recuperó enseguida. Sujetó el pestillo con una mano mientras se subía la braga con la otra, intentando recordar todo lo que le habían enseñado sobre defensa personal.


«Gritar y huir». Pero si gritaba, probablemente aquel tipo la acallaría para siempre estrangulándola. Y no había manera de huir. 


Transcurrió un silencio interminable, durante el cual el hombre no intentó forzar la puerta.


—¿Por qué está haciendo esto? ¿Por qué me atormenta?


—Porque no me escuchas. Te dije que te quedaras callada.


—Yo no he dicho nada. No sé nada.


—Hablaste con el sheriff.


—Sólo para decirle que no sabía nada sobre los bebés enterrados en el sótano.


—No intentes engañarme. Éste es mi último aviso. Como digas una palabra más, tengo una tumba preparada para esa pequeña pelirroja que está ahí fuera.


A Paula se le encogió el estómago, pero el miedo se transformó rápidamente en furia. 


Soltando el pestillo, empujó la puerta con todas sus fuerzas para golpearlo y hacerle perder el equilibrio. No tuvo suerte. Él hombre logró sujetar la puerta, y Paula no consiguió más que hacerse daño en un hombro.


—¡Maldito canalla…! Si se te ocurre tocarle un pelo a mi hija, me las pagarás todas juntas. ¿Me has oído? Te arrancaré el corazón con mis propias manos.


—Vete de una maldita vez de Georgia, Paula. Y rápido. O la niña morirá.


Escuchó sus pasos alejándose. Empujó de nuevo la puerta, pero al parecer la había bloqueado con algo. Logró arrastrarse por debajo y corrió hacia la salida. Para entonces, el hombre de los zapatos marrones ya había desaparecido.


Sin pensárselo dos veces, entró en el servicio de caballeros. Había un hombre en el urinario, de espaldas a la puerta. Llevaba zapatillas.


—¿Acaba de entrar aquí alguien?


—No. Yo soy el único… —respondió, sorprendido.


No perdió el tiempo en disculpas y volvió al comedor. No había señal alguna de aquel hombre, aunque solamente habría podido reconocerlo por sus zapatos. De color marrón oscuro, con cordones.


De regreso a la terraza, miró los zapatos de todos los hombres que pudo, aunque estaba convencida de que el tipo ya no estaba allí. En realidad, ya había hecho lo que había ido a hacer. Amenazarla. Y no sólo a ella. Esa vez también había amenazado a Kiara.


«Asesinato». Aquella misma mañana, cuando estuvo hablado con Pedro, había pensado que solamente un loco o una persona absolutamente desquiciada habría sido capaz de hacer algo así. 


Ahora sabía que no. Que cualquiera podría hacerlo dado un móvil lo suficientemente poderoso. Porque cuando oyó a aquel hombre amenazar a Kiara… Habría sido capaz de matarlo con sus propias manos.


Se dirigió a la mesa donde Pedro y Kiara la estaban esperando. Nada más llegar, arrancó un puñado de servilletas del rollo de papel.


—Kiara, ¿me harías el favor de tirar esto en la papelera que está allí?


Kiara saltó de la silla, deseosa de aprovechar cualquier pretexto para levantarse de la mesa.


—Ha estado aquí —le informó rápidamente a Pedro, tocándole un hombro—. En el servicio de señoras.


—¿Quién ha estado aquí?


—El hombre que me amenazó.


Pedro se puso lívido.


—¿Te ha hecho algo?


—No. Solamente me ha hablado.


Le explicó la situación sin apartar los ojos de Kiara, que se había detenido a charlar con una mujer mayor, en una mesa cercana.


—No debí haberte perdido de vista.


—No puedes seguirme a todas partes, Pedro. ¿Pero sabes una cosa? He tomado una decisión.


—Espero que no estés pensando en huir.


—No. Ya lo hice hace años y sé que eso no resuelve nada. No se puede huir de Meyers Bickham. Es como un tumor cancerígeno que desafía todo tratamiento. Pero no permitiré que mi hija se convierta en una víctima de ese lugar, o de ese loco asesino.


—Entonces tendremos que ir a por él, sin esperar a que nos sorprenda en el momento menos pensado.


—Antes me preguntaste si estaba dispuesta a visitar Meyers Bickham. Ahora ya lo estoy.


—Creo que primero deberíamos hacerle una visita a la doctora Abigail Hoyt Harrington.


—Pero puede que Hoyt y Harrington no sean la misma persona…


—No tuve oportunidad de decírtelo antes, pero Bob me lo ha confirmado.


—Dudo que recuerde los detalles de las pesadillas de una niña… Después de veinte años.


—Pero tal vez pueda recordar alguna otra cosa. Algo que tú hayas olvidado.


—Entonces vamos a llamarla ahora mismo.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 52




Tuvo que darle la razón a Pedro. Lo del viaje a Dahlonega demostró ser una gran idea. Un toque de normalidad en un mundo de locura, que la ayudó a poner las cosas en su justa perspectiva. Se estaban enfrentando con un loco, pero el resto del mundo seguía su curso. 


Tan pronto como aquel hombre fuera capturado, su propia vida también volvería a la normalidad.


Una normalidad singular, sin embargo. Porque volvería a su apartamento de Columbus… Sin Pedro. No podría quedarse en su casa después de que el peligro hubiera pasado. No se lo imaginaba convertido de nuevo en un arisco ermitaño con barba, pero tampoco yéndola a buscar desesperado a su apartamento de la ciudad…


—El oro no va a aparecer por arte de magia en su cedazo, señora.


Paula salió de su ensimismamiento para descubrir que el guía se estaba dirigiendo a ella.


—¿Qué tengo que hacer?


—Haga como su hija —el hombre se volvió para mirar a Kiara, que estaba agitando su cedazo y removiendo el contenido con los dedos—. Hay oro en estas colinas —añadió con marcado acento, mirando a su alrededor—. Y mosquitos y serpientes, claro.


Aparte del guía que los estaba llevando por la mina, dos hombres de barba con aspecto de mineros, se dedicaban a instruirlos en el manejo del cedazo. Todo lo cual entraba en el precio de la entrada. Hacían comentarios exagerados y bromeaban entre ellos con toda naturalidad, aunque Paula estaba segura de que repetían aquellas mismas bromas con cada grupo de visitantes.


Pedro no estaba buscando oro, concentrado nuevamente en su papel de guardaespaldas. Se hallaba apartado del resto del grupo, observándolo todo.


La técnica del lavado de oro no era tan difícil de aprender, sobretodo teniendo en cuentas las condiciones en que lo estaban haciendo: A cubierto del sol y en artesas donde se remansaba el agua de los arroyos de montaña. 


Paula observó los movimientos del guía mientras hundía un cedazo lleno de sedimentos en el agua. Una vez aprendida la técnica, se quedaron los tres solos. Kiara parecía estar aburriéndose por momentos, hasta que de pronto soltó un grito.


—¡Mirad! ¡He encontrado oro!


Cuando terminaron la visita, llevaba orgullosa su minúscula pepita de oro en un diminuto frasco con agua, como si fuera un tesoro.


—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Pedro a Paula, mientras se dirigían hacia el coche.


—Un descanso muy agradable. El tipo de cosas que quería hacer con Kiara cuando se me ocurrió pasar el verano en las montañas. Hacer turismo, visitar las cascadas, dar largos paseos por los parques y por el Bosque de Chattahoochee…


—El verano todavía no ha acabado —poniéndole una mano en la espalda, le dijo al oído—: He recibido una llamada de Bob mientras vosotras os hacíais ricas. Todo esto terminará muy pronto, Paula.


Aquello sonaba muy bien, pero… ¿Por qué no podía creérselo?


Pedro parecía decidido a guardarse la información de su amigo mientras no pudiera hablar a solas con ella, sin que Kiara estuviera escuchando.



****


En apenas diez minutos localizó el restaurante que les había recomendado Henry. Nada más entrar, Paula recuperó el apetito. El aroma a canela, a nuez moscada, y a manzana asada, se mezclaba con el picante de la salsa de barbacoa y del pollo.


—Ya me gusta este lugar —anunció Pedro.


—Y a mí. Se me hace la boca agua —repuso Paula, mientras tomaba a Kiara de la mano y entraban en el comedor.


—El detalle de los rollos de papel a modo de servilletas también me agrada —añadió él—. Hay uno en cada mesa.


—No sabía que te gustaran tanto los rollos de papel. Quizá deberíamos comprar unos cuantos antes de volver a casa —bromeó Paula.


—Los rollos de papel me recuerdan las barbacoas. Una debilidad mía.


—¿Quieres sentarte fuera? —le preguntó al ver que había una terraza.


—Buena idea. Siempre y cuando sea a la sombra.


Abrieron las puertas dobles y no tardaron en encontrar una mesa, bajo una gran sombrilla.


—Yo quiero patatas fritas —anunció Kiara, cuando una joven camarera pasó a su lado con una bandeja llena, de camino a otra mesa.


—Podrás comer patatas fritas con tu hamburguesa, pero antes se impone un viaje al servicio.


Kiara se bajó de su silla para escenificar su característico gesto de enfado, con las manos en las caderas.


—No quiero ir.


—Bueno, pues entonces iré yo sola. Tú quédate aquí con el señor Pedro.


Paula esperó a que la camarera les hubiera tomado la orden antes de levantarse. Estaba de un humor excelente, pero eso cambió de golpe cuando regresó al comedor. Tenía la inequívoca sensación de que la estaban observando. Miró en torno suyo, pero nadie parecía haberse fijado en ella, ni le resultaba vagamente sospechoso.


Los servicios tenían tres cubículos. Estaban vacíos, así que no tuvo que esperar. Entró en el del fondo. En el instante en que se levantaba la falda y se bajaba la braga, oyó el chirrido de la puerta al abrirse de nuevo.


Fue entonces cuando, por debajo de la puerta del cubículo, vio unos zapatos. De hombre. 


Color castaño oscuro, de piel, con cordones del mismo color.


—Vaya, la revoltosa Paula Thomas. Tú nunca haces lo que se te dice, ¿verdad?