domingo, 21 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 40

 


-TE dejaré a solas para que puedas seguir recorriendo la casa. La reunión que tengo con el ingeniero no creo que dure mucho tiempo. En cuanto haya terminado, regresaré a por ti y nos marcharemos a Granada.


Pau asintió. Se sentía demasiado emocionada por estar en la casa de su padre como para poder articular palabra. Casi no había dormido, pero lo que más le turbaba era que su cuerpo, como si fuera completamente ajeno a la realidad que había entre ellos, había reaccionado ante la proximidad de Pedro en el coche aquella mañana como si los dos fueran verdaderos amantes. Deseaba estar cerca de él. Se había sentido atraída hacia él en varias ocasiones e incluso había pensado en acercarse un poco más. Sus sentidos ansiaban la intimidad que habían compartido.


¿Ocurría siempre así después de las relaciones sexuales? ¿Existía siempre aquella necesidad de continuar juntos? ¿El deseo de tocar y ser tocado? ¿De ser abrazado y saber que otra persona compartía pensamientos y sentimientos? De algún modo, Pau no lo creía, lo que significaba que...


–Esta mañana no podía encontrar el colgante de mi madre –dijo para no seguir teniendo aquellos pensamientos.


–Lo tengo yo. El broche está defectuoso. Haré que te lo reparen en Granada.


–Gracias.


–Antes de que me marche, hay algo que tengo que decirte.


Pau jamás había visto a Pedro con un aspecto tan serio y sombrío. Jamás había escuchado tanta dureza en la voz, ni siquiera en aquella terrible tarde cuando la miró tanto desprecio mientras ella estaba atrapada bajo el cuerpo de Ramiro.


Automáticamente se tensó, esperando que cayera el golpe. Por lo tanto, las palabras de Pedro la dejaron atónita.


–Te debo una disculpa, y una explicación. Sé que no hay palabras que puedan deshacer lo que ya está hecho. No hay explicaciones o reconocimiento de culpa por mi parte que pueda devolverte los años que has perdido cuando deberías haber sido completamente libre para... para disfrutar de tu feminidad. Lo único que puedo hacer es esperar que sea cual sea la satisfacción que sacaste de lo ocurrido anoche sea suficiente para librarte del dolor que te infligí en el pasado. La acusación que hice contra ti aquella tarde nació de mi... orgullo y no de tu comportamiento. Me habías mirado con un inocente deseo y...


–¿Y por eso pensaste que yo era promiscua?


El rostro le ardía por la referencia que él había hecho a lo de «inocente deseo», pero por mucho que quería refutarlo, sabía que no podía. Aquél no era un tema sobre el que quería que él pensara demasiado, por lo que añadió:

–No hay necesidad de que digas nada más. Sé lo que te motivó, Pedro. Sentías antipatía y desaprobación hacia mí incluso desde antes de conocerme.


–Eso no es cierto.


–Claro que lo es. Querías evitar que yo siguiera escribiendo a mi padre, ¿recuerdas?


–Eso era...


–Eso era lo que sentía sobre mí. Yo no era lo suficientemente buena para escribir a mi padre, igual que mi madre tampoco lo había sido para casarse con él. Bien, al menos mi padre se replanteó nuestra relación, aunque tú sigues deseando que no existiera.


Por el bien de Pau, tal vez fuera mejor permitir que creyera lo que estaba diciendo. No podía deshacer el daño que ya se había hecho. Nada podía hacerlo. Sin embargo, no podría hacerle cargar a ella también con su amor, un amor que ella no deseaba. Lo deseaba a él. Tal vez Pedro había tardado en reconocer que amarla significaba anteponer la felicidad de ella, pero ahora que lo había hecho, estaría mal por su parte utilizar la primera vez que ella saboreaba el deseo adulto como medio para tratar de persuadirla de que podría llegar a amarlo. No podía hacerlo ni siquiera aunque significaba que tenía que quedarse mirando mientras ella se alejaba de él.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 39

 


Pedro cerró los ojos. ¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Qué estaba esperando? ¿Obligarla a decirle que lo amaba del mismo modo que él se había visto aceptado a admitir que se había equivocado con ella? ¿Era ésa de verdad la clase de hombre que él era, un hombre cuyo orgullo exigía que ella lo amara simplemente porque él la amaba a ella? Pedro sintió un sabor amargo en la boca, un peso en el corazón. ¿No le había hecho ya bastante daño a Pau?


Ella oyó que Pedro suspiraba. No podía ser una señal de arrepentimiento, por supuesto. Ero era imposible. No se creía que pudiera darse la vuelta y mirarlo cuando sabía que él se disponía a abandonar la cama. No lo miró tampoco mientras se vestía y cuando, por fin, se marchó del dormitorio.


Su anterior euforia se había esfumado por completo. Se sentía agotada y vacía, hueca emocionalmente aparte del desgraciado anhelo que existía en su corazón. Lo que deseaba más que nada era que Pedro la tomara entre sus brazos y saber que lo que habían compartido era especial. ¿De verdad era tan necia? ¿Era eso lo que en realidad había esperado, que, como en un cuento de hadas, su beso lo transformara todo e hiciera que Pedro se enamorara perdidamente de ella?


¿Qué se enamorara perdidamente de ella? Eso no era lo que quería en absoluto. ¿O sí?


¿Acaso no estaba escondido en su interior el germen de la jovencita de dieciséis años que había sido, con todos sus sueños e ilusiones románticas?


Enterró el rostro entre las manos. El cuerpo le temblaba mientras trataba de decirse que todo iba a salir bien. Que estaba a salvo y que no amaba a Pedro


En su dormitorio, Pedro estaba inmóvil y silencioso. Debería ducharse, pero aún tenía el aroma de Paula sobre la piel y, dado que eso era lo único que tendría de ella a partir de aquel momento, aparte de sus recuerdos, lo mejor que podría hacer sería aferrarse a aquella esencia todo el tiempo que pudiera, como si fuera un adolescente abrumado por su primer amor de verdad.


O un hombre conociendo a su único amor.


Ya no podía ocultarse la verdad. Jamás había dejado de amar a Paula. Allí era donde le habían llevado los celos y la pasión. Al lugar del odio hacia sí mismo y del arrepentimiento, un verdadero desierto del corazón en el que se sentiría para siempre atormentado por el espejismo de lo que podría haber sido. No le reconfortaba ni le satisfacía saber que Pau también lo había deseado a él o que su deseo, el que él había despertado en ella, había terminado por borrar toda idea de venganza o castigo que ella pudiera tener. Pedro sabía lo suficiente sobre el poder del verdadero deseo para reconocerlo inmediatamente en él y en ella. Si hubiera sido más valiente, la habría forzado a admitir el deseo que sentía hacia él, pero, ¿Qué satisfacción le habría dado eso?


Se había equivocado terriblemente con ella y no había excusas para mitigar ese error ni modo alguno de enmendarlo. Tendría que vivir con eso durante el resto de su vida. Un peso insoportable que debía añadir al que ya llevaba, al que cargaba desde hacía siete años: el peso de amarla sin razón o lógica y tan completamente que en su vida no habría sitio para otra mujer. Ya estaba. Lo había admitido. La había amado entonces y seguía amándola en el presente. Jamás había dejado de amarla. Jamás dejaría de amarla. Nunca.


Sin embargo, era el peso que cargaba la propia Paula el que más pesaba sobre su conciencia y sobre su corazón. Por orgullo y celos, había creído que guardando la inocencia de Pau hasta que fuera lo suficientemente madura para que él pudiera cortejarla, podría ganarse el corazón de la muchacha de quien se había enamorado. No había podido soportar el hecho de que otro hombre pudiera tener lo que él había deseado y se había negado. Se había sentido furioso con Paula por elegir a otro hombre, la había juzgado mal y la había castigado por ello.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 38

 


Pedro miró la oscuridad tratando de encontrar el modo de avanzar a tientas. El dormitorio quedaba iluminado por una tenue luz. La oscuridad que tenía que dominar era la que había en su interior, en su negligencia por no haber sabido reconocer la verdad.


–¿Me equivoco al pensar que... la intimidad que acabamos de compartir estaba, al menos por tu parte, buscada por la necesidad de castigarme? ¿De demostrarme que me equivocaba sobre ti?


–No me he pasado los últimos siete años creando un plan para que me sedujeras, si es eso a lo que te refieres –replicó Pau.


Estaban inmóviles en la cama. Por mucho que a Pau le hubiera gustado levantarse y protegerse volviéndose a vestir, sospechaba que, si lo hacía, Pedro sabría inmediatamente que lo hacía porque se sentía vulnerable.


Vulnerable porque su cuerpo se sentía encantado con Pedro y demasiado preparado para explorar la posibilidad de experimentar una repetición del placer que él acababa de darle. Era como si, a cambio de su virginidad, Pedro le hubiera hecho descubrir una necesidad que sólo él pudiera satisfacer. Si eso era cierto...


No. No debía empezar a pensar así. Debía recordar cómo se había sentido antes de ese placer. Debía recordar por qué había sido tan importante para ella que Pedro se enfrentara a la realidad de su virginidad.


–No hay más juegos, Paula –dijo Pedro con voz controlada y vacía de sentimiento–. Me animaste a robarte tu virginidad no para darme placer a mí o a ti misma, sino para castigarme. No se trataba de un acto de intimidad, sino de venganza.


Pau sabía que Pedro sólo estaba tratando de que ella sintiera que se había equivocado. Y lo estaba haciendo porque no quería admitir que era él quien lo había hecho.


–Te equivocaste sobre mí en el pasado y veo que sigues equivocándote –le recordó ella–. Sigues echándome en cara un supuesto pasado. Yo no he planeado deliberadamente nada de lo ocurrido, si eso es lo que crees, pero cuando se presentó la ocasión, sí, efectivamente quise que ocurriera.


–Podrías haber parado cuando te diste cuenta de que yo me había percatado de que eras virgen.


Pau sintió un escalofrío de aprensión. ¿Se habría dado cuenta él de que ella había terminado deseándole tanto que el propósito original de lo que estaba haciendo había dejado de importar? Eso significaría nuevas humillaciones para ella. Tenía veintitrés años, no dieciséis, y no estaba preparada para pensar en la posibilidad de llevar deseándolo todos esos años.


–Tal vez sentí que, si lo hacía, siempre estaría la cuestión sobre... sobre la prueba real y que tú después podrías pensar que te habías imaginado que yo era virgen.


–¿Tal vez?


Pau se encogió de hombros.


–¿De qué servía dejar las cosas en aquel punto? Tú siempre has sentido una gran antipatía hacia mí, Pedro –añadió, antes de que él pudiera responder–. Los dos lo sabemos. Yo quería asegurarme de que los dos conocíamos la verdad.


–¿Significa eso que seguiste siendo virgen por si surgía la oportunidad de enfrentarme a la verdad?


Pedro se estaba burlando de ella. Pau estaba completamente segura. Ella sintió que, poco a poco, iba perdiendo el control.


–¿Tienes idea de lo que se siente al ser etiquetada como tú me etiquetaste a mí? No sólo por lo que pensabas de mí, sino... sino por el modo en el que afectó a lo que yo sentía sobre mí misma. Tengo veintitrés años. ¿Cómo crees que me sentía sobre el hecho de tener que explicar a un hombre del que podría enamorarme que no había tenido relaciones sexuales? Él habría pensado que yo era un bicho raro.


–Entonces, ¿es culpa mía que fueras aún virgen?


–Sí. No. Mira, no veo de qué puede servir que los dos discutamos esto. Yo sólo quiero seguir con mi vida. Como te he dicho, sé que tú jamás has sentido simpatía alguna por mí. Lo demostraste cuando no me dejaste escribir a mi padre.


–Tú me deseabas.


–No, sólo quería justicia.


–Yo te excitaba. Mis caricias...


–No. Me excitaba el hecho de saber que tú te verías obligado a admitir que te habías equivocado. Después de todo, yo ni siquiera te gusto, pero tú... tú... No quiero volver a hablar al respecto –dijo ella. Temía que Pedro volviera a tocarla, a tomarla entre sus brazos. Si lo hacía como había hecho antes...–. Sólo quiero que te vayas.


Eso no era cierto. Quería que Pedro se quedara. Quería que él la tomara entre sus brazos y... y ¿qué? ¿Que la amara? Ya no tenía dieciséis años.