viernes, 13 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 6




LA ORQUESTA empezó a tocar y una cantante con un vestido negro cubierto de lentejuelas empezó a cantar la famosa At Last. Al escuchar la apasionada letra sobre un amor largo tiempo esperado y por fin hallado, a Paula se le encogió el corazón. El apuesto extraño la llevó casi en volandas hasta la pista de baile. Los dedos de él entrelazados con los suyos la sujetaban más firmemente que si llevara encadenadas las muñecas. La electricidad del tacto de él le generaba un ardor del que no podía escapar incluso aunque lo hubiera deseado.


Él la apretó contra su cuerpo mientras dirigía el baile. Su dominio sobre ella generó en Paula una creciente tensión nostálgica. Entonces él le apartó el cabello de los hombros y le habló al oído.


–Eres una mujer muy bella, condesa.


Ella sintió su aliento contra su cuello y un cosquilleo le recorrió el cuerpo entero. Paula exhaló sólo cuando él se hubo separado.


–Gracias –logró articular, elevando la barbilla en un intento desesperado de disimular los sentimientos que él le estaba provocando–. Y gracias por su donación millonaria al parque. Todos los niños de la ciudad estarán...


–Me importan un comino los niños –la interrumpió él y clavó sus intensos ojos en ella–. Lo he hecho por ti.


–¿Por mí? –murmuró ella sintiendo que el cuerpo se rebelaba de nuevo, cada vez más mareada mientras seguían bailando.


–Un millón de dólares no es nada –afirmó él–. Pagaría mucho más por obtener lo que deseo.


–¿Y qué es lo que desea?


Él la atrajo hacia sí y, tomándole la mano, se la llevó al pecho.


–A ti, Paula.


Paula. Al oír la voz de su pareja de baile acariciar su nombre mientras sus manos acariciaban su cuerpo se estremeció hasta el alma. Pero la fogosidad en aquellos ojos oscuros se mantenía como bajo control. Como si el apabullante deseo que estaba haciendo trizas el autocontrol de Paula no fuera más que un interés pasajero para él.


Pero para ella era algo nuevo. Le hacía temblar las rodillas. Le hacía sentirse mareada e invadida de nostalgia y temor. De pronto fue consciente de que toda la sociedad de Nueva York estaba mirándolos y susurrando lo impropio de aquel baile. Sujetándola de aquella manera, sin una brizna de espacio entre los dos, él parecía su amante. Aquello no sólo deshonraba la memoria del recientemente fallecido Giovanni, además dañaba su propia reputación, se dijo Paula.


Intentó poner distancia entre ambos. No pudo. El poderoso dominio de él sobre ella y sus sentidos hacían que su cuerpo traicionara las órdenes de su mente. Algo en su forma de sujetarla le hacía sentir que llevaba esperando aquel momento toda su vida.


Él habló en voz baja, sólo para que lo oyera ella.


–En el momento en que te vi supe cómo sería tocarte.


Ella se estremeció. ¿Sabía él lo que le hacía sentir? Se obligó a comportarse como si aquello no la afectara.


–Yo no siento nada.


–Mientes –aseguró él, deslizando su mano por el brillante cabello de ella y acariciando sus hombros desnudos.


Ella notó que las rodillas le fallaban. Tenía que recuperar el control de sí misma antes de que la situación se le escapara de las manos. ¡Antes de perderse por completo!


–Esto sólo es un baile, nada más –recordó en voz alta.


El se detuvo de pronto en mitad de la pista.


–Prueba tus palabras.


Toda la bravuconería de ella la abandonó cuando vio la intención de la mirada de él. Allí, en la pista de baile, él pretendía besarla, clamar su dominio sobre ella delante de todo el mundo.


–No –se opuso ella entrecortadamente.


Implacable, él acercó su boca a la de ella.


Su beso fue exigente y hambriento. Le hizo arder hasta las entrañas. Contra su voluntad, ella se apretó contra él, rindiéndose a las dulces caricias de su lengua.


Ella lo deseaba. Deseaba aquello. Lo necesitaba igual que una mujer ahogándose necesitaba aire. ¿Cuánto tiempo llevaba prácticamente muerta?


Oyó el escandalizado cuchicheo y los murmullos de envidia de la multitud que los rodeaba.


–¡Caramba! –murmuró un hombre–. Yo habría pagado un millón de dólares por eso.


Pero conforme ella intentaba separarse, él la sujetó más fuertemente, apoderándose de sus labios hasta que ella se derritió de nuevo en sus brazos.


Ella olvidó su nombre. Olvidó todo salvo su deseo por mantener aquel fuego.


Abrazó a aquel desconocido por el cuello y lo atrajo hacia sí mientras le devolvía el beso con el hambre voraz de una vida nueva y refrescante.


Entonces él la soltó y el cuerpo de ella regresó al instante a su invierno. Paula abrió los ojos y contempló el rostro del hombre que tan cruelmente la había vuelto a la vida para luego deshacerse de ella. Esperaba ver arrogancia masculina. En lugar de eso, él parecía conmocionado, casi tan maravillado como se sentía ella. Sacudió la cabeza levemente como para quitarse la niebla de la cabeza. Entonces retornó a su expresión arrogante e implacable. Y Paula dudó de si se habría imaginado aquel momentáneo desconcierto tan parecido al suyo.


Horrorizada, se tocó sus labios aún palpitantes. 


¿Qué demonios le sucedía?


¡Giovanni no llevaba ni dos semanas en la tumba!


Con la poderosa exigencia de su beso, el apuesto extraño le había hecho olvidarse de todo: su dolor, su pena, su sensación de vacío... y entregársele completamente. No se parecía a nada de lo que había experimentado antes. 


quería más. Desesperadamente.


Volvió a inspirar, ansiosa de aire, sentido común y control. Horrorizada, se llevó las manos a la cabeza al tiempo que se separaba de él. Él le sostuvo la mirada con unos ojos tan ardientes que la quemaban.


–El baile no ha terminado –dijo él con una voz grave que ordenaba regresar a sus brazos.


–¡Apártese de mí!




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 5




La puja continuó ascendiendo lentamente y Paula se fue sonrojando cada vez más. Pero cuanto más humillada se sentía, más entera se mostraba. Aquello era una manera de conseguir dinero para el parque de su hermana, lo único que le quedaba en la vida en lo que todavía creía. Sonreiría y bailaría con quien realizara la mayor puja, independientemente de quién fuera. Le reiría las bromas y sería encantadora aunque eso la destrozara...


–Un millón de dólares –intervino una voz grave.


Un susurro de sorpresa recorrió la sala.


Paula se giró y ahogó un grito. ¡Era el desconocido! 


Los ojos de él la abrasaban.


«No», pensó ella con desesperación. Apenas se había repuesto de estar en sus brazos. No podía volver a acercarse tanto a él, ¡no, cuando rozarle le abrasaba el cuerpo y el alma!


El maestro de ceremonias entornó los ojos para comprobar quién había lanzado una puja tan descabellada. Al ver al hombre, tragó saliva.


–¡De acuerdo! ¡Un millón de dólares! ¿Alguien da más? Un millón a la una...


Paula miró desesperada a los hombres que habían peleado por ella momentos antes. Pero los hombres se veían superados. Andres Oppenheimer apretaba mandíbula furioso.


–Un millón a las dos...


¿Por qué nadie decía nada? O el precio era demasiado alto, o... ¿era posible que temieran desafiar a aquel hombre? ¿Quién era? Ella nunca le había visto antes de aquella noche. ¿Cómo era posible que un hombre tan rico se colara en su fiesta en Nueva York y ella no tuviera ni idea de quién se trataba?


–¡Vendido! Abrirá el baile con la condesa por un millón de dólares. Caballero, venga por su premio.


El desconocido clavó sus ojos oscuros en los de ella conforme atravesaba el salón. Los otros hombres que habían pujado se apartaron, silenciosos, a su paso. Mucho más alto y corpulento que los demás, él destilaba poderío.


Pero Paula no iba a permitir que ningún hombre la acosara.


Independientemente de lo que ella sintiera en su interior, no mostraría su debilidad. Era evidente que él creía que ella era una cazafortunas y que podía comprarla.


«Serás mía, condesa. Me desearás como yo te deseo».


Ella le desengañaría muy rápido de esa idea. 


Elevó la barbilla al verlo acercarse.


–No crea que me tiene –le dijo desdeñosamente–. Usted ha comprado bailar conmigo durante tres minutos, nada más.


A modo de respuesta, él la levantó en sus fuertes brazos. El contacto fue tan intenso y perturbador que ella ahogó un grito. El la miró mientras la conducía a la pista de baile.


–Te tengo ahora –afirmó él esbozando una sonrisa con su sensual boca–. Esto sólo es el comienzo.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 4





NOTAR la mano de él envolviendo la suya provocó una explosión interior en Paula. 


Conforme él la tomaba en sus brazos, ella sintió aquellas manos sobre su espalda, el roce del elegante esmoquin contra su piel desnuda, la firmeza de aquel cuerpo contra el suyo.


Comenzó a respirar entrecortadamente. Lo miró, desconcertada por la abrumadora sensación de deseo. Entreabrió los labios y...


Y quiso irse con él. Adonde fuera.


–Aquí tiene su champán, condesa.


El repentino regreso de Andres rompió el hechizo. Frunciendo el ceño al extraño, el millonario se interpuso entre ambos y entregó una copa de cristal Baccarat a Paula. Ella, de pronto, fue consciente de que los otros contribuyentes al parque intentaban que los atendiera: la saludaban discretamente con la mano o iban a su encuentro. Se dio cuenta de que trescientas personas la observaban y esperaban hablar con ella.


No podía creerse que se hubiera planteado escaparse con un desconocido quién sabía adonde.


¡Claramente la pena le había mermado el sentido común!


–Disculpe –dijo soltándose del extraño, desesperada por escapar de su intoxicante fuerza, y elevando la barbilla–. Debo saludar a mis invitados. A quienes yo he invitado.


–No se preocupe –respondió él con una mirada sardónica y ardiente que hizo estremecerse a Paula–. He venido acompañando a alguien a quien usted sí invitó.


¿Significaba eso que él estaba allí con otra mujer? ¿Y casi le había convencido a ella de que se marchara con él? Paula apretó los puños.


–A su cita no va a gustarle verle aquí conmigo.


El sonrió como un depredador.


–No he venido con una cita. Y me iré contigo.


–Se equivoca respecto a eso –replicó ella desafiante.


–¿Condesa? ¿Permite que la acompañe lejos de este... individuo?


Andres Oppenheimer esbozó una sonrisa de suficiencia al mirar al otro hombre.


–Gracias –contestó ella colgándose del brazo de él y dejándose llevar hacia el resto de invitados.


Pero mientras Paula bebía Dom Perignon y fingía sonreír y disfrutar de la conversación, conociendo a todo el mundo, sus ingresos y su posición en sociedad, no pudo ignorar su estado de alerta respecto al extraño. Sin necesidad de mirar alrededor, ella sentía la mirada de él sobre ella y sabía exactamente dónde se encontraba en el enorme salón.


Se sentía embargada por una extraña y creciente tensión, el sentido común empezaba a derretírsele como un carámbano de hielo al sol.


Ella siempre había oído que el deseo podía ser apabullante y destructor. Que la pasión podía hacer perder la cabeza. Pero ella nunca lo había comprendido.


Hasta entonces.


Su matrimonio había sido por amistad, no por pasión. A los dieciocho años se había casado con un amigo de la familia al que respetaba, un hombre que se había portado bien con ella. 


Nunca se había sentido tentada a traicionarlo con otro hombre.


A sus veintiocho años, Paula todavía era virgen. 


Y ya había asumido que eso nunca cambiaría.


En cierta forma había sido una bendición no sentir nada. Después de perder a todas las personas que le habían importado, lo único que había querido era seguir entumecida el resto de su vida.


Pero la ardiente mirada del extraño le aceleraba el pulso y hacía que se sintiera viva contra su voluntad.


Él era guapo, pero no con la elegancia y dignidad de Andres y los otros aristócratas de Nueva York. No parecía alguien nacido entre oropeles. En la treintena, grande y musculoso, tenía el aspecto de un guerrero. Implacable, incluso cruel.


Paula se estremeció. Un ansia líquida se extendía por sus venas aunque ella se oponía con todas sus fuerzas, diciéndose a sí misma que se debía al agotamiento. Que era una ilusión. Demasiado champán, demasiadas lágrimas y poco sueño.


Cuando comenzó la cena, Paula advirtió que el extraño había desaparecido. La intensa emoción que había ido creciendo en su interior se cortó de repente.


Mejor así, se dijo. Él le había hecho perder su equilibrio.


Pero, ¿dónde estaba? ¿Y por qué se había ido?


La cena terminó y un nuevo temor la atenazó. El maestro de ceremonias, un renombrado promotor inmobiliario, subió al estrado con un mazo.


–Y ahora, la parte más divertida de la noche –anunció con una sonrisa–. La subasta que todos estaban esperando. El primer lote...


La subasta para recaudar fondos comenzó con un bolso de Hermés en cocodrilo de los años sesenta que una vez había sido propiedad de la princesa Grace. Las ofertas, astronómicas y crecientes, deberían haber complacido a Paula: cada céntimo donado aquella noche se dedicaría a construir y mantener el parque.


Pero conforme se acercaban al último lote, su temor aumentaba.


–Es una idea perfecta –había asegurado Giovanni con una débil risa cuando el organizador de la fiesta lo había sugerido.


Desde su lecho de muerte, Giovanni había posado su mano temblorosa sobre la de Paula.


–Nadie podrá resistirse a ti, querida. Debes hacerlo.


Y aunque ella odiaba la idea, había accedido. 


Porque él se lo había pedido.


Pero nunca habría imaginado que la enfermedad de él se precipitaría tan rápido hacia lo peor. Ella no esperaba tener que enfrentarse a aquello sola.


Después de que unos pendientes de diamantes Cartier se vendieran por noventa mil dólares, Paula oyó el golpe del mazo. Fue como la preparación final para la guillotina.


–Y llegamos al último artículo de la subasta –anunció el maestro de ceremonias–. Algo muy especial.


Un cañón de luz iluminó a Paula, de pie sola sobre el suelo de mármol. Se oyeron cuchicheos entre los invitados, que más o menos conocían el secreto a voces. Paula sintió la mirada ansiosa de los hombres y la envidia de las mujeres.


Y más que nunca deseó encontrarse en su rosaleda de la Toscana, lejos de todo aquello.


«Giovanni», se lamentó. «¿En qué me has metido?».


–Un hombre podrá abrir el baile esta noche con nuestra encantadora anfitriona, la condesa Chaves. La puja comienza en diez mil dólares.


Apenas había pronunciado la cantidad cuando varios hombres empezaron a gritar sus ofertas.


–Diez mil –comenzó Andres.


–Yo pagaré veinte mil –tronó un pomposo anciano.


–¡Cuarenta mil dólares por un baile con la condesa! –gritó un magnate de Wall Street cuarentón.