sábado, 10 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 23




Los días pasaron volando. Estaba muy ocupada con el hospital, su madre y el trabajo.


Trabajo. Un montón de trabajo. Los Donaldson habían quedado encantados con el tejado nuevo, y cuando Paula sugirió poner claraboyas a la señora Donaldson le encantó la idea: llevaba tiempo preguntándose cómo conseguir más luz en la casa.


Paula también quedó encantada. La iluminación era una de las mejoras que más necesitaban esas viejas casas, y podía solucionarse agrandando las ventanas, con claraboyas y con la nueva tecnología de luz eléctrica indirecta.


Un trabajo siguió a otro. Los Jackson, vecinos de los Donaldson, le habían dado su casa a su hijo, y él quería convertir el ático en dormitorio y sala de juegos para los niños. «No hay problema», había dicho Paula, preguntándose cómo iba a poder encajar el trabajo en su horario.


Entonces, Pablo, el electricista que solía trabajar con Leonardo, tuvo un período de inactividad, y empezó a trabajar para Paula.


—Vas a ser tan buen hombre de negocios como tu padre —le dijo Pablo.


—Mujer de negocios —corrigió ella.


—Eso he dicho —gruñó Pablo— ¿Quieres que hable con Leo? El se ocupaba de toda la fontanería para Leonardo, y los Days, del otro lado de la calle, están pensando en poner un jacuzzi.


—Sí, llámalo —dijo. Necesitaba crear un equipo.


Ahora tenía suficientes obras, y ya había hecho la solicitud de subvención para la reforma de la casa de Carlos, que pensaba utilizar como modelo para conseguir más contratas. Era gracioso el que la considerara «la casa de Carlos». Quizás pudiera permitirse comprarla, si le daba tiempo para pagar la entrada. Carlos le gustaba, y se estaba convirtiendo en imprescindible. Siempre sabía qué hacía falta hacer, y a menudo cómo hacerlo. Una vez le preguntó por qué sabía tanto de construcción, él contesto «Tres años en el cuerpo de Ingenieros del Tío Sam. Construíamos de todo, de barracones a puentes».


Gracias, Tío Sam, pensó para sí. Necesitaba un hombre que actuara como su mano derecha, y Carlos lo hacía. Supervisaba las obras mientras ella iba y venía, visitando el hospital. La operación de Leonardo, un bypass de tres vías, fue todo un éxito, gracias a Dios, y ahora se recuperaba lentamente en el hospital. Pero estaba más tranquilo. Estaba muy orgulloso y satisfecho de que las cosas fueran bien. Ella sentía que al final estaba compensándolo en cierta manera por todos los años que él la había apoyado.


Su madre también se apoyaba mucho en ella. 


Era como si la enfermedad de su esposo la hubiera afectado, volviéndola frágil e incapaz.  comprendió que era porque siempre había dependido de él. Por eso Paula estaba muy contenta de ayudar, y no podía evitar sentir una cierta culpabilidad.


Si se hubiera casado con Benjamin, nada de eso habría ocurrido. Su dinero habría salvado la empresa, prevenido el ataque al corazón de Leonardo, el bajón de su madre.


¿Si…? Por Dios, ¡era Benjamin el que había desaparecido, no ella! Pero quizás había provocado su huida.


En fin, eso había terminado. Y además, ahora estaba solucionándolo. Estaba levantando el negocio. Eso hacía que Leonardo se sintiera mejor, lo cual, a su vez, ayudaba a su madre. ¡Y ella lo estaba pasando bien haciéndolo!


Los días que pasó en un velero llamado Pájaro Azul le parecían muy lejanos la tarde que fue desde el hospital a la casa de los Jackson, donde Carlos estaba terminando de revestir el ático con paneles de madera.


—Está muy bien —dijo, admirando su preciso trabajo—. Creo que ese papel pintado con el mapa del mundo encajará perfectamente. Será mejor que vuelva a medir —añadió, tomando el metro y subiéndose a una escalera de mano.


De repente, la asaltó una oleada de náuseas, de mareo. Si Carlos no la hubiera agarrado a tiempo, habría caído al suelo.


Cuando abrió los ojos, el estaba mojándole la cara con una toalla de papel, empapada en agua fría.


—Estoy bien —dijo, sentándose. Aún estaba algo mareada, pero bien. Carlos parecía tan asustado que le sonrió—. Los Chaves debemos ser alérgicos a ti, Carlos. Siempre que estás cerca acabamos perdiendo el sentido y tirados en el suelo.


—Y me dais unos sustos de muerte. Oye, ¿no deberías ir al médico?


—Estoy perfectamente. Comí con mi madre en el hospital. Creo que me sentó mal el sándwich de pollo.


—Pero también te sentiste mal ayer, en la comida. Puede que hayas pillado algún virus, como esa gripe que anda suelta y ataca al estómago.


—No puedo ponerme enferma —gritó ella, alarmada—. Es el peor momento posible. Tenemos demasiadas cosas entre manos, y Leonardo sigue en el hospital.


—Ya lo sé —dijo Carlos, preocupado—. Será mejor que te vayas a casa y descanses. Yo terminaré aquí.


—No podría descansar. Me pasaría todo el tiempo pensando.


—Bueno, quizás te den algo que te asiente el estómago. Cuando May estaba embarazada de Chuckie siempre tenía el estómago revuelto, y el médico le dio algo que lo solucionó rápidamente.


Lo miró con fijeza. Tendría que ir al médico.



LA TRAMPA: CAPITULO 22





Una semana después del ataque al corazón, Leonardo seguía aguantando.


Pero por los pelos. «No podemos hacerle un bypass hasta que consigamos bajarle la tensión» había dicho el doctor.


Eso podía tardar mucho, pensó Paula, si no hacían algo para calmar su estado mental.


—Todo va a ir bien, Leonardo —dijo, acercando su silla aún más a la cama y agarrándole la mano.


—A las dos os iría mejor si hubiera muerto —afirmó él.


—¡No se te ocurra decir eso!


—Al menos habrías cobrado el dinero de mi seguro de vida.


—¿Y para que nos iba a hacer falta? Tenemos todo el dinero de las subvenciones esperándonos. ¿Recuerdas?


—No si yo sigo aquí tumbado, cariño. Tú no puedes hacerte cargo de todo eso.


—¡Ya! Menuda fe tienes en Construcciones Chaves.


—No quería menospreciarte, pequeña —Leonardo intentó sonreír—. Eres la mejor. Pero es demasiado para ti sola —suspiró—. Ni siquiera terminamos el tejado de Donaldson. Pobre Alicia. Debe estar preocupadísima.


—Alicia está perfectamente. Vendrá luego —le tranquilizó Paula. Habían prohibido a su madre que estuviera en la habitación, porque sus lágrimas afectaban mucho a Leonardo. Le habían pedido que se quedara en la sala de espera—. ¡Y hemos acabado el tejado! ¿Te gustaría ver el cheque? —sonrió, al ver como se le abrían los ojos al verlo.


—¿Cómo lo hiciste? ¿Llamaste a Pablo? —preguntó, refiriéndose a uno de sus antiguos empleados.


—No a Pablo, a Carlos.


—¿Carlos?


—¿Recuerdas al hombre que…?


—Ah, ese enorme hijo de…


—Cálmate, Leonardo—dijo, empujándole hacía la almohada—. Te salvó la vida. Él fue quien se dio cuenta de que te estaba dando un infarto, y actuó de inmediato. Te hizo los primeros auxilios y me ordenó que llamara a una ambulancia. ¡Espera! —Levantó la mano—. Es una mina de oro. Un verdadero descubrimiento. Volví a hablar con él al día siguiente. No estaba allí, pero sí su mujer y ella me contó la mala suerte que habían tenido. Perdió el trabajo cuando cerró la fábrica de conservas, hace un año. Hizo algunas chapuzas, pero se les acabaron los ahorros y les echaron de su apartamento hace unos dos meses y… bueno, ya te imaginas.


—Sí. ¡Invade mi propiedad!


—¡Espera! —Volvió a levantar la mano—. No te imaginas los arreglos que ha hecho en tu propiedad. Su mujer me los enseñó.


Él la miró asombrado, mientras ella le explicaba las mejoras en detalle.


—¿Todo eso? —preguntó.


—Todo eso. Es un auténtico manitas, puede hacer casi cualquier cosa. Ahora trabaja para mí por el salario mínimo y alojamiento gratuito… es decir, si no te molesta.


—¿Me preguntas a mí? Es tu casa. Y tu empresa, señorita Chaves. Parece que sabes lo que estás haciendo, pequeña.


—Leonardo está mucho mejor —comentó Paula a su madre unos minutos después—. Probablemente lo puedan operar dentro de poco.


Eso no le sirvió de consuelo a Alicia.


—¡Dios mío, la operación! —Gimió, cerrando su libro de meditación—. No podría soportarlo si algo fuera mal. Si algo le ocurriera a Leonardo.


—No va a pasarle nada, excepto que se pondrá más fuerte —Paula rodeó a su madre con los brazos. Estaba empezando a comprender que Alicia no podía evitar ser como era. Estaba demasiado nerviosa, demasiado preocupada, y le hacía falta que la consolaran, como a Leonardo—. ¿Por qué no vamos a comer algo antes de que te lleve a casa? Así no tendrás que preocuparte de guisar.



LA TRAMPA: CAPITULO 21





Paula no fue con Leonardo a la reunión del Ayuntamiento de Richmond la noche que tenían que votar el proyecto del East End. Intentó esperarlo levantada pero, como era habitual, se quedó dormida sobre los libros. A la mañana siguiente, en el desayuno, la saludó con el periódico en la mano.


—Ya es un hecho, Paula. El rumor se ha convertido en realidad.


—¡Eso es maravilloso! Tenías razón, Leonardo.


—Sí. Escucha esto —leyó el resumen detallado del voto unánime del Ayuntamiento, que aprobaba las subvenciones para mejorar la vivienda a cualquier propietario del East End.


—¿Qué significa eso? —preguntó Alicia.


—Quiere decir que ganaremos mucho dinero, cariño. Tenemos cuatro casas allí, cuando se rehabiliten, su precio se disparará.


—Y seguramente, conseguiremos contratas para rehabilitar otras —dijo Paula—. Parece muy prometedor.


—Por supuesto que es prometedor. Estuvimos en el lugar correcto, en el momento oportuno, pequeña.


Ella estaba muy excitada, dándole vueltas a varias ideas. El distrito pasaría a ser, si bien no tan lujoso como Georgetown, sí lo suficiente como para alojar al sector medio de los empleados del comercio y del gobierno.


Las casas estaban a una hora en coche de Elmwood, y pasaron varios días antes de que las viera. Estuvieron muy ocupados terminando otras obras.


Por fin, fueron un jueves. Llovía a cántaros, y tuvieron que dejar de trabajar en un tejado que estaban sustituyendo.


—Es un buen día —dijo Leonardo— para ir a ver tus casas.


—¡Mías! —Repitió Paula—. Sabes perfectamente que son tuyas, Leonardo.


—Tuyas, señorita Construcciones Crenshaw, ¡y no lo olvides! —sonrió—. Quieres conseguir esa subvención para rehabilitarlas, ¿no?


Ese podría ser un buen día para echarle una ojeada al distrito, pensó ella, mientras Leonardo maniobraba con la camioneta, por calles en obras, incluso a veces inundadas. No había bandas ni vagabundos en la calle, con toda esa lluvia. Quizás estaban escondidos en alguna de las casas que se veían cerradas con tablones atravesados, pensó, con cierta alarma. Le produjo cierto alivio ver a una mujer que llevaba un impermeable con capucha entrar corriendo en una tienda de ultramarinos, y a dos adolescentes con chaquetas de cuero meterse en un billar.


Según recorrían el área, vio todo su potencial. 


Estaba muy estropeada, por supuesto, casas pequeñas y deterioradas, con chatarra o coches viejos apilados en los jardines. Pero tenía una cierta reminiscencia de esplendor, grandes árboles y jardines de buen tamaño. ¡Podría llegar a ser fantástico!


Leonardo paró delante de una de las casas que estaba clausurada con tablas, y sacó un manojo de llaves de una caja.


—Vamos, pequeña, adelante.


Sin preocuparse por sacar un paraguas, corrieron por un camino casi impracticable y subieron unos escalones para llegar a un porche cubierto. No demasiado cubierto.


Mientras Leonardo intentaba abrir el candado, la lluvia entraba por bastantes sitios.


Pero Paula vio mucho más que un tejado con goteras. Era un porche delantero con todas las de la ley, al estilo antiguo. Se imaginó una pequeña ciudad de otros tiempos, con porches y grandes jardines a la entrada. Curioso y diferente.


Leonardo abrió la puerta por fin, y entraron. Lo primero que Paula sintió fue una inesperada calidez, tras el frío de fuera. Un ligero olor a humedad, pero aún así cálido y agradable hasta que…


—¡Vamos ya! Salid de aquí ahora mismo. ¡Este sitio es mío! —gritó, de pie ante ellos, alto, enorme y amenazador, con un garrote en la mano.


Paula retrocedió, invadida por una ola de miedo, sus rodillas comenzaron a temblar.


Leonardo se mantuvo en su sitio.


—¿Qué quieres decir con eso de mío? Estás en una propiedad privada.


—Leonardo —Paula le tiró de la manga, con los ojos fijos en el enorme hombre, en el garrote y en la puerta cerrada que había tras él. Podía ser que hubiera más—. Por favor, Leonardo, es mejor que nos vayamos.


—¡Ah, no! Él es quien tiene que marcharse. ¡Y ahora! No tiene derecho a estar aquí. Voy a llamar a la policía —dijo Leonardo, agarrando la mano de Paula y tirando de ella para marcharse.


—¡De eso nada! —gritó el hombre. Saltó ante ellos y dio un golpe con el garrote en el suelo, con tanta fuerza que toda la casa tembló, y se oyeron los lloros asustados de un niño tras la puerta. El hombre levantó el palo y volvió a golpear el suelo, bloqueando su camino.


—¡No, Carlos! ¡No! —la voz angustiada salió de detrás de la puerta. La puerta se abrió y apareció una mujer, con un bebé en brazos—. No pelees, Carlos. Vámonos.


—¿Dónde vamos a ir, nena? —exclamó con la voz entrecortada por la ira y la desesperación. Levantó el garrote, resignado.


Leonardo pensó que iba a atacarlos. Elevó los brazos para defenderse, pero de repente le dio un ataque. Cayó al suelo, boqueando.


—¡Dios mío! Lo has matado —gritó Paula, cayendo de rodillas a su lado.


—Quítese de en medio, señora —dijo Carlos, apartándola—. Le está dando un infarto —De inmediato, comenzó a presionarle el pecho rítmicamente, para reanimar el corazón. Presionando. Contando. Haciéndole la respiración boca a boca.


Paula corrió a la camioneta y llamó a una ambulancia. Cuando regresó, vio con alivio que Paula tenía los ojos abiertos y respiraba por sí mismo.


Parecieron años, pero en realidad el equipo médico debió llegar en pocos minutos. Vieron cómo los enfermeros colocaban a Leonardo en una camilla.


—Espero que se ponga bien —deseó Carlos, compungido y asustado. Se volvió hacia Paula—. Lo siento, sé que es culpa mía.


—Es culpa tuya que siga vivo. Gracias —dijo Paula, tocándole la mano.


—Pero si yo no hubiera… no quería provocarlo. Mira, lo siento —repitió—. Nos marcharemos de aquí inmediatamente.


—No. Quedaos tú y tu familia, por favor. Me gustaría hablar contigo más tarde —añadió, dirigiéndose hacia la furgoneta para seguir a la ambulancia.



LA TRAMPA: CAPITULO 20




Pedro Alfonso, de pie en el dormitorio principal de su gran casa, volvió a leer la nota.


Querido Pedro:

Vuelvo a repetirlo. Gracias. Y gracias a tu maravilloso Pájaro Azul, que me dio la inspiración y la confianza que tanto necesitaba. Quizás no pueda volar, pero al menos ahora navego sola. Todo mi agradecimiento y mis mejores deseos para los dos.
Paula.


La nota había llegado dos días después de que ella se la dejara a Sims, que se la había remitido a casa. No mencionaba el cheque adjunto, pero estaba claro que era la devolución del dinero que le había dado. Su primer impulso había sido romperlo en pedazos, pero después… estaba escrito por ella, con letras pequeñas y precisas, tan bien formadas como ella. Tenía impresa su dirección y su número de teléfono. Para que supiera cómo ponerse en contacto si lo deseaba.


Guardó la nota en su escritorio. Lejos de su vista, lejos de su mente.


Las palabras de ella lo obsesionaban: «Nunca quise a Benjamin. Fue por dinero».


«Yo tengo mucho más dinero que Benjamin Cruz. Así que… ¿Se estaba declarando? Las mujeres no se declaran. Tienen un millón de formas de conseguir lo que desean».


«Y tú las conoces todas ¿no?»


«Digamos que sé cuando se están insinuando». 


«Por favor, no me dejes» había susurrado. Lo había rodeado con sus brazos y posado sus labios sobre los de él, casi rogándole que la tomara.


Eso no era muy propio de una Señorita Inocente, ¿verdad?


Pero, igualmente, era una insinuación. « Y yo… no lo pensé. Perdí la cabeza».


«¿Y perdiste también el corazón?»


Esa idea lo asustó. No podía olvidar sus palabras: «Fue por dinero». Él tenía mucho más dinero que el que Benjamin Cruz tendría jamás.


Había sido tan cariñosa, tan complaciente. Las mujeres que simulaban que lo amaban, cuando en realidad sólo querían su dinero, le hacían sentirse como basura.


Sólo una vez había entregado su corazón. A Lisa, que ahora estaba casada con Sergio, su mejor amigo. Lisa le dijo que nunca la había querido, y quizás tenía razón. Nunca se había sentido tan cerca de ella, tan cómodo con ella, como con Paula en una sola semana. Y no era sólo por el sexo. Era… bueno, no quería pensar en eso.


«Creías que me querías porque era la única mujer que admitía querer casarse contigo por tu dinero» le había dicho Lisa.


Y era verdad. Le gustaba su honestidad.


«Nunca quise a Benjamin. Fue por dinero».


Eso también era honesto, ¿no?


«Por qué no intentas ser un poco honesto tú también, tío. No podías aguantar más, ¿a qué no? La última noche fue inevitable. Si no te hubiera abierto los brazos, lo habrías hecho tú».


Sacó el cheque, encontró el número de teléfono y marcó. El teléfono sonó y sonó. No había nadie.


En un par de horas se marchaba a Bolivia. Iba a ser un viaje de dos semanas, a hacer rafting por zonas salvajes y desconocidas de los Andes bolivianos. Excitante y peligroso. Estaba deseándolo. La llamaría cuando volviera
Quizás.



LA TRAMPA: CAPITULO 19




—Tienes mucha sangre fría, Paula —declaró Celia Myers tres semanas después, mientras pegaba un sobre con la dirección en la parte superior de un paquete—. Me está rompiendo el corazón verte devolver todos estos preciosos regalos.


—Pobre, pobrecita —se rió Paula—. Eres tan buena ayudándome aunque sufras.


—Bueno, tú no sufres. En serio, Paula, yo me moriría de pena si un pedazo de hombre como Benjamin Cruz me dejara plantada ante el altar.


—No hace falta que me lo recuerdes. Mi madre lo hace todos los días. Créeme, estoy sufriendo —contestó Paula, poniendo otro paquete en el suelo, listo para llevar a la mensajería.


—De eso nada. Es como si nunca hubieras conocido a Benjamin Cruz.


—Ya te lo he dicho. Lo de Benjamin fue un error. Me alegró de que él se diera cuenta a tiempo.


Celia se pasó la mano por su corto pelo rizado y miró a su amiga.


—Ya lo supongo. Desde luego, no parece que tengas el corazón destrozado.


«No lo sabes bien», pensó Paula. La pesada sensación que tenía en el pecho podía ser dolor de corazón. Era peor cada día que pasaba, y su esperanza se desvanecía poco a poco. Su esperanza de recibir una llamada.


Pedro Alfonso no la llamó.


Su instinto no la había engañado. No había sido más que una aventura de una noche para él.


Le dolía. La maravillosa semana, la noche que nunca olvidaría. Había significado mucho para ella.


Pero muy poco para él.


¿Por qué no podía sacárselo de la cabeza? ¿Por qué lo echaba tanto de menos? Apenas lo conocía.


Eso no era cierto, pensó, ruborizándose. Lo conocía mejor que a ningún otro hombre. No se arrepentía. Nada de eso. Fue algo bello, maravilloso, excitante…


—¡Oye! —Dijo Celia, chasqueando los dedos bajo su nariz—. ¿Dónde estás?


—Intentando decidir qué poner —mintió, escribiendo una nota—. No se le puede decir lo mismo a todo el mundo, aunque estés devolviendo un regalo.


—Ya me imagino —admitió Celia—. Entonces, ¿no vas a volver a tu antiguo trabajo?


—No, voy a trabajar con mi padre. Y a estudiar. Por eso estoy devolviendo estos últimos regalos ahora. ¡Pero aprobé!


—¿Qué aprobaste?


—El examen de contratista. ¡Ahora mismo estás frente a una contratista de construcción con licencia!


—¡No! ¿Tú, contratista? ¿Una chica tan diminuta como tú? ¿Qué puedes hacer?


—Un montón. Te olvidas de que solía trabajar con papá en verano. Ya sé cómo pintar y poner papel pintado. Y recoger, acarrear y sujetar —contestó riendo—. Si no son cosas demasiado pesadas.


—Construir una casa es muy distinto a diseñar una —argumentó Celia, mirándola dubitativamente.


—Es más parecido que distinto. Nunca hubiera aprobado el examen de contratista si no hubiera estudiado arquitectura.


Y lo que había aprendido le estaba resultando muy útil ahora, pensó a la mañana siguiente, cuando se ponía los vaqueros y las botas para ir a trabajar. En los veranos que trabajó para su padre se había limitado a seguir sus instrucciones. Ahora, después de dos años de arquitectura, entendía por qué el negocio iba mal: no estaba al día.


Construcciones Chaves siempre había sido una empresa relativamente pequeña. Leonardo tenía pocos empleados y, al principio, sólo construía casas pequeñas o reducidos complejos de apartamentos. Últimamente, gran parte de su trabajo, casi todo, se limitaba a hacer reparaciones, sobre todo en las casas que había construido él mismo. Los pocos días que llevaba trabajando con él, habían cambiado los azulejos en una casa y retocado los armarios de la cocina de otra. En ambas casas, el experto ojo de Paula había detectado cosas que, con unas innovaciones modernas, mejorarían la apariencia de la casa e incrementarían su valor en el mercado. Estaba esperando una oportunidad para comentarle alguna de sus ideas a Leonardo.


Quizás, pensó, cuando hablaran de las casas que había puesto a su nombre.


—Están que se caen, y en un barrio muy malo, las he comprado muy baratas —explicó Leonardo.


—Eso no suena como si fueran, según tus palabras «las casas que servirán para recuperar tu fortuna» —replicó Paula, mirándolo dubitativa.


—Créeme, chica —le guiñó un ojo—. Ya te he contado lo del rumor.


—Que —le recordó ella— sigue siendo un rumor.


Pero no había manera de intimidar a Leonardo, y ella acabó contagiándose de su entusiasmo. Aún no había visto las casas, pero sabía que eran una versión anterior de las que estaban reparando ahora. No sería muy distinto, decidió, y se pasaba las noches hojeando sus libros de arquitectura y folletos que trataban de «cómo fundir lo mejor de lo antiguo con lo mejor de lo nuevo». Tenía miles de ideas, y aprovecharía la menor oportunidad para exponerlas.


—Eres una maravilla, Paula —le dijo Leonardo—. Sansón sólo quería una bañera nueva y has conseguido que reformáramos todo el cuarto de baño. Si sigues así, tendremos que contratar a otro empleado.


—No hasta que salga, si sale, lo de Richmond. Aún estamos muy empantanados.


—Es usted muy dura, señorita —dijo Leonardo, tumbándose en el tejado y haciendo un ademán exagerado de limpiarse el sudor de la frente—. Estoy totalmente agotado.


—¡Nada de quejas! Estamos trabajando, ¿no? —sonrió Paula. Estaba contenta de tener tanto trabajo. Contenta de dormirse sobre los libros. Contenta de estar demasiado exhausta para pensar.


Él ni siquiera había contestado a su nota.


¿La habría recibido?


En cualquier caso, prefería que no hubiera llamado.


Se alegraba de que, incluso si la llamara, no podría verlo. Estaba demasiado ocupada durante el día y demasiado agotada por la noche.


De acuerdo… la verdad: había entregado su corazón; él, en cambio, no había sentido nada. 


Lo mejor para los dos sería que no volviera a verlo.