martes, 13 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 20




Dos noches después, Paula estaba sentada en una mesa del restaurante de Stella, soportando las miradas de especulación de sus cuatro amigas. Aparentemente, Karen se había encargado de compartir cierta información con las demás.


—¿Qué sabemos en realidad sobre ese hombre? —preguntó Emma—. Creo que necesitamos saber algo más de su vida.


—Es cuidador de caballos —respondió Paula, frunciendo el ceño—. Esteban lo entrevistó. Se le da muy bien lo que hace. ¿No basta con eso? Tú ya lo conoces. ¿Te parece otra cosa que no sea un vaquero honrado y trabajador?


—Las primeras impresiones no cuentan —replicó Emma—. Me sentiría mejor si supiéramos algo más. Por lo que sabemos, podría andar detrás de tu dinero.


—No sabe que tengo dinero —dijo Paula, tranquilamente.


Las demás la miraron con incredulidad.


—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Gina, atónita—. Tiene que saber que eres una estrella de Hollywood.


Paula negó con la cabeza y Karen confirmó lo que la primera decía.


—Ni siquiera sabe su apellido. Nos las hemos arreglado para que no salga nunca en la conversación.


—Eso es lo que vosotras creéis —insistió Emma—. Cabe la posibilidad de que lo haya sabido desde el principio. Aun aquí en el salvaje Wyoming, Paula es muy famosa. Estoy segura de que habrá visto su rostro en alguna revista o en la televisión.


—No lo creo —replicó Paula—. Tiene muchas cosas en contra de los ricos. Si supiera quién soy y el dinero que tengo, saldría corriendo en la dirección opuesta.


—No creo que lo hiciera —apostilló Carla—. ¿Qué hombre le volvería la espalda a eso? Yo estoy con Emma. Tenemos que averiguar más sobre él para asegurarnos que no es un cazafortunas.


—¿Acaso analicé yo a vuestros hombres de esa manera? —les espetó Paula.


—Sí —replicaron todas a coro.


—Eso no es cierto —insistió ella. Entonces, se encogió de hombros—. De acuerdo, tal vez me pasé bastante con algunos de ellos, pero solo era para estar segura de que no iban a haceros daños. Sin embargo, no fui husmeando por ahí para ver si podía descubrir algo sucio sobre ellos.


—Vaya, pues eso no fue lo que le pareció a Rafael cuando le mostraste lo que las páginas de sociedad de los periódicos de Nueva York decían sobre él —le recordó Gina—. Me acuerdo que las sacaste de internet a los diez minutos de conocerlo.


—Solo te estaba protegiendo…


—Eso es lo que nosotras estamos haciendo ahora —le aseguró Emma—. Yo puedo llamar a un investigador privado y hacer que compruebe su pasado para que estemos seguras de que no tiene nada que ocultar.


—Ni hablar —dijo Paula, horrorizada—. Si haces eso, no volveré a dirigirte la palabra. Sé todo lo que hay que saber sobre Pedro Alfonso.


—Tesoro, déjame que te diga dos palabras —replicó Emma—. Dos divorcios.


—De acuerdo, admito que, en esos casos, no juzgué bien, pero he aprendido la lección. Además, tengo a Esteban y a Karen que me apoyan. A ellos les gusta Pedro, ¿no es verdad, Karen?


—Sí. No creo que mi Esteban lo tuviera trabajando en el rancho, y que mucho menos favoreciera una relación con Paula, si no tuviera una confianza ciega en la sinceridad de Pedro.


—Tal vez… —susurró Emma.


—Con esto basta. No hay detective —insistió Paula.


—De acuerdo —suspiró Emma—. Accedo con una condición.


—¿Cuál?


—Todas tendremos que conocerlo —replicó— para ver si encaja con nosotras y con nuestras parejas.


—Perfecto —comentó Carla—. Una fiesta es exactamente lo que necesitamos. Podremos celebrarla en nuestra casa. Joaquin quiere aprender cómo se utiliza esa barbacoa de gas que insistió en que debíamos comprar.


—Él puede cocinar los filetes, pero yo llevaré todo lo demás —dijo Gina—. ¿Tiene todo el mundo un calendario a mano? Quiero asegurarme que Rafael va a estar en la ciudad. No conseguimos nunca hacer algo divertido juntos. Bueno, al menos nada público.


—Entonces, creo que esta será una buena ocasión para que podáis practicar vuestras habilidades sociales —comentó Paula, riendo.


Solo Karen parecía algo preocupada por el plan.


—¿Estás segura de que Pedro va a aceptar esto, especialmente si es en casa de Carla?


—¿Y por qué no iba a ser así? —preguntó Carla—. Viene aquí constantemente y me conoce.


—Sí, es cierto —afirmó Karen—, pero probablemente no sabe que tú estás casada con uno de los más ricos genios informáticos del universo. Cuando vea la casa en la que vivís, va a llegar a la conclusión de que no necesitas las propinas.


—Y es cierto. Tengo la hucha más repleta del estado. Todo ese dinero va a ir a parar a un fondo para los niños.


—Lo que saca otro tema a colación —dijo Paula—. ¿Por qué sigues trabajando aquí? Yo creí que, después de que llegara el niño, dejarías el trabajo.


—Nunca. A esto es a lo que me dedico —replicó Carla—. Igual que tú quieres trabajar con los caballos, aunque tienes una carrera en Hollywood y suficiente dinero para retirarte. A mí me gusta estar con la gente, descubrir qué es lo que ocurre en el pueblo. Así mis días tienen cierta estructura. Me volvería loca sentada en casa mientras Joaquin se encierra con sus misteriosos programas de ordenador. Además, no trabajo muchas horas. Tengo mucho tiempo para ocuparme del bebé y de Jake.


—Tienes razón —comentó Gina—. Todas somos mujeres independientes. Amamos a nuestros hombres, pero queremos más. Por nosotras y los afortunados hombres que nos acompañan —añadió, levantando su copa.


—Amén —dijo Emma, mientras brindaban.


—Bueno, ¿estamos de acuerdo? ¿Se celebrará esa fiesta en mi casa? —quiso saber Carla.


Paula dudó, pero luego asintió enseguida.


—Creo que será bueno para Pedro ver que las personas no son malas automáticamente solo porque tengan dinero. Ya ha excusado a Karen y a Esteban de esta generalización. Si puedo conseguir que mire más allá del dinero con más gente, tal vez pueda decirle por fin cuál fue mi profesión durante los últimos diez años.


—Siempre podríamos comentarlo en la fiesta —sugirió Emma—, y así ver su reacción. Entonces, sabríamos con toda seguridad si lo ha sabido desde el principio.


—Predigo que descubrir que se ha estado acostando con una estrella va a ser una buena conmoción —dijo Gina—. No creo que una fiesta con los amigos de Paula sea el lugar adecuado para esa revelación.


—Estoy de acuerdo —afirmó Paula, sonrojándose—. Además, no ha estado acostándose exactamente conmigo. Al menos, todavía no, pero tengo muchas esperanzas para esta noche.


—¿Esta noche? —preguntaron todas las amigas a coro.


Ya eran las ocho y media.


—Me imagino que sus defensas estarán algo débiles a esta hora. Además, el sensual camisón que pedí por correo ha llegado ya. Está garantizado que le hará olvidar por qué acostarse conmigo es una mala idea —comentó, mostrándoles la caja.


No añadió que había sido ella la que no había estado del todo segura.


—Déjame ver —insistió Gina, abriendo la caja. Esta contenía un ligero camisón de encaje de color melocotón—. Es precioso… ¡Qué pena que Rafael esté en Nueva York!


—Pero Joaquin no —dijo Carla, recibiendo el paquete para echar también un vistazo.


—Ni Esteban —añadió Karen, tras verlo.


—Y, para suerte mía, Fernando está al otro lado de la calle —afirmó Emma—. ¿Estás segura de que no vas a desperdiciar esto con Pedro? Yo estaría dispuesta a comprártelo.


—Pídete uno —replicó Paula, quitándole el paquete.


—¿En Winding River?—. Preguntó Emma.


—Te daré el catálogo —le prometió Paula—. Para este, tengo muchos planes…


Si Pedro no cooperaba, iba a tener que reconsiderar el hecho de que él fuera la mitad de listo de lo que había creído en un principio.





EL ANONIMATO: CAPITULO 19




«¿Qué derecho tenía Pedro a interrogarla como si fuera un amante celoso?». Paula decidió tomarse su tiempo a la hora de prepararse para ir al rancho de Grigsby.


Por supuesto, no estaría ni la mitad de disgustada si no se hubiera temido que hubiera escuchado algo de su conversación con Guillermo que pudiera revelarle el secreto de su identidad. Sin embargo, nada sugería que aquello hubiera ocurrido. Sólo le molestaba que no le hubiera dicho quién era Guillermo. Como si aquel persistente hombrecillo pudiera significar algo para ella.


Su agente no podía creer que no tuviera intención de regresar a Hollywood. No se podía imaginar que nadie pudiera dejar la vida que tenía allí para vivir en un pequeño pueblo de Wyoming cuidando caballos. Algunas veces, ni la propia Paula se lo creía. Sin embargo, lo que importaba era que era más feliz de lo que lo había sido en años y, en parte, se lo debía a Pedro Alfonso, aunque a su manera, resultara tan enojoso como el propio Guillermo.


Tal vez debería terminar con todo y contar la verdad a Pedro


No obstante, mientras miraba en el espejo, vio el miedo que se reflejaba en sus rasgos al pensar en aquella posibilidad. 


No solo no estaba lista para dejar su valorado
anonimato, sino que, dado lo que Pedro pensaba de los ricos, podría dejarla en el momento en que descubriera que tenía millones en el banco. Necesitaba más tiempo para convencerlo de que nada de aquello importaba y que era una mujer como cualquier otra.


Cuando finalmente se reunió con él en la furgoneta, le dijo:
—Quiero hacer un pacto.


—¿Cómo dices?


—No volveremos a hablar de Guillermo, ni de mis ex maridos ni de tu padre, ¿de acuerdo?


—¿Cómo es que mi padre forma parte del grupo?


—Todos ellos representan temas sensibles.


—De acuerdo. ¿Estamos hablando de hoy o de siempre?


—Empezaremos con hoy y ya veremos cómo va.


—Me parece justo, mientras pueda decir una última cosa.


—Tú dirás.


—Prométeme que, si necesitas ayuda, me la pedirás a mí.


—¿Ayuda?


—Con ese Guillermo —dijo, tensamente—. Si ese tipo no comprende lo que tú le dices, te pido que me dejes que se lo diga yo.


Parecía tan preocupado, tan sincero en su deseo de protegerla que se inclinó hacia él y le plantó un beso en los labios, deteniéndose lo suficiente para dejar que el fuego prendiera.


—¿A qué ha venido eso? —preguntó él, atónito.


—Por querer luchar mis batallas. No es que vaya a permitírtelo, pero es muy amable de tu parte.


—No te lo he ofrecido por amabilidad.


—Lo sé, precisamente por eso es tan maravilloso. Ahora, vayamos a ver al señor Grigsby. Quiero comprar caballos.


—Estupendo —comentó Pedro, riendo—. En ese caso, te dejaré a ti a cargo de las negociaciones. El pobre hombre se quedará tan asombrado que nos hará un buen precio.


—Muy gracioso, pero te aseguro que no pienso utilizar mi físico para conseguir un trato mejor.


—Una pena. Te aseguro que es tu mejor arma.


—Entonces, es que no me has visto tratando de convencer a alguien.


—Te aseguro que no puedo esperar —replicó Pedro, con una sonrisa.



****


—Deberías haber visto a Paula —le decía Pedro a Esteban, cuando regresaron al rancho Blackhawk con cuatro magníficos caballos, todos comprados a precios muy bajos—. Fue sorprendente.


—Solo hice un poco de negociación —insistió Paula—. Otis Júnior tenía muchas ganas de vender y yo me aproveché de eso.


—Otis Júnior no sabía qué decir y lo tenías prácticamente de rodillas cuando terminaste de hablar. Nunca he visto algo parecido. Solo puedo decir que me alegro de que estuvieras de nuestra parte —concluyó Pedro—. Ya sé que probablemente tú ya te lo esperabas, Esteban —añadió, al ver el gesto de su jefe —pero para mí era la primera vez. Nunca he visto a nadie que pudiera robar a un hombre y dejarlo agradecido por ello.


—Gracias… creo —dijo Paula.


—Confía en mí. Era un cumplido, tesoro. Te habría dado un beso allí mismo, pero temía que eso estropeara el delicado equilibrio de las negociaciones. Creo que Otis Júnior volverá a llamar antes de que acabe la noche para invitarte a salir.


—Otis Júnior es un cerdo —replicó ella—. Tiene esposa y cuatro hijos en Phoenix y todo el mundo lo sabe.


—Eso no pareció evitar que pensara que había hecho una conquista —comentó Pedro, que se había sentido algo celoso.


—Todo formaba parte de una estrategia —le aseguró ella.


—Quiero que me lo contéis todo. La cena está en el horno. Esperamos que os unáis a nosotros esta noche.


—Tengo que instalar a esos caballos —observó Pedro.


—Y yo tengo que ayudarlo —dijo Paula.


—Y la cena esperará hasta que los dos hayáis terminado —replicó Karen—. No os vais a escapar, así que daos prisa para que el asado no se queme.


Pedro se resignó a pasar una velada de preguntas y de miradas. Sabía lo que Esteban y Karen pensaban sobre Paula y él.


—Va a ser una noche muy larga —afirmó Paula, mientras descargaban los caballos del trailer y los llevaban al establo.


—Sí, me ha dado esa impresión.


—Tú podrías excusarte. No hay razón alguna para que nos interroguen a los dos.


—Estamos en esto juntos. Así lo veo yo —contestó él, con una sonrisa—. Además, si estamos los dos juntos cuando empiecen a hacer preguntas, es menos posible que nos pillen en un renuncio.


—Vaya —exclamó ella, riendo—. Veo que has comprendido su estrategia de divide y vencerás.


—Sí. No hay duda de que esos dos esperan que algo surja entre nosotros.


—¿Y a ti no te importa?


—No, si no te importa a ti.


—En realidad no. Normalmente, odio que la gente se inmiscuya en mi vida, pero estamos hablando de Karen y de Esteban. Además, yo se lo hice pasar muy mal cuando los dos estaban saliendo, así que supongo que tienen derecho a incordiarme a mí. Sin embargo, me sorprende que a ti no te moleste. Te deja en evidencia.


—Solo me deja en evidencia sí yo quiero. No hay razón para negar lo evidente. Existe una gran química entre nosotros.
Tal vez todavía no sepamos lo que vamos a hacer al respecto, pero eso no va a hacer que desaparezca. Además, ellos tampoco nos van a obligar a realizar algo que no queramos… ¿Estamos de acuerdo?


—Sí —respondió ella, solemnemente.


Entonces, extendió la mano.


—Creo que un pacto de estas características se merece algo más que un apretón de manos, ¿no te parece?


Con la mirada prendida en la de Paula, se acercó a ella. 


Lentamente, bajó la cabeza hasta que sus labios se unieron.


La solemnidad del gesto se perdió en la explosión de deseo que los sacudió a ambos. Pedro tuvo que apartarse antes de tirarla sobre el heno y dejarse llevar a su lado de la pasión que los dos habían creado el día anterior. Un día no habría vuelta atrás, pero no aquella noche.


—Creo que es mejor que vayamos a cenar mientras pueda caminar —susurró él.


—Es posible que tengas que llevarme en brazos. Creo que has hecho que las rodillas se me debiliten tanto que no puedan sostenerme.


—Encantado —replicó Pedro, tomándola en brazos y estrechándola contra su pecho. Desgraciadamente, eso colocó de nuevo a sus bocas en una cercanía peligrosa—. Mala idea. Creo que vas a tener que entrar en la casa por tus propios medios.


—Es una pena. Me gustaba el que tú me proponías.


—A mí también, pero creo que mi manera iba a acarrearnos muchos problemas. Estoy seguro de que ninguno de los dos queremos que Esteban y Karen se pregunten qué es lo que nos lleva tanto tiempo y que terminen viniendo a buscarnos, especialmente si lo más probable es que nos encuentren haciendo el amor en un montón de heno.


—No lo sé —susurró ella—. Al menos, eso terminaría con las especulaciones que están teniendo lugar en la casa en estos momentos —añadió, guiñándole el ojo.




EL ANONIMATO: CAPITULO 18





Pedro estaba de pie en los escalones traseros de la casa principal. Se había quedado helado al escuchar las acaloradas palabras de Paula, que salían del interior de la casa. Su esperanza por el futuro se vio destruida por la discusión telefónica de la que estaba siendo testigo.


—Guillermo, olvídate —espetó Paula, con un tono furioso de voz que Pedro no le había escuchado nunca—. Te he dicho al menos cien veces que no voy a regresar. ¿Por qué no se te puede meter en la cabeza que esa parte de mi vida se ha terminado?


Aquellas eran casi las mismas palabras que le había dicho a él la noche anterior, aunque sonaban muy diferentes.


—No —prosiguió ella—. Rotundamente no. Mira, fue estupendo mientras duró, pero ya está. Se acabó.


Escuchándola, Pedro pensó que, a pesar de lo que había dicho, había dejado a alguien atrás, a alguien que no le había gustado que lo abandonara, alguien que seguía molestándola. Le había mentido sobre los hombres con los que se había casado. No estaban fuera de su vida, tal y como ella le había asegurado. ¿Sería posible que uno de ello la estuviera acosando, que no hubiera superado el divorcio? ¿O podría ser algo completamente diferente, un tercer hombre que aspiraba a ganar su corazón?


«Que se presente en Winding River», pensó él, lleno de ira. 


Pondría fin de una vez por todas a cualquier instinto de posesión que pudiera sentir aquel Guillermo hacia Paula. 


Pensar que otro hombre podría ponerle las manos encima lo volvía loco.


Contuvo el aliento y trató de calmarse. No tenía derecho a nada y lo sabía, pero aquello no aligeraba la furia que le corroía el vientre. Se dio la vuelta y se dirigió al establo. A mitad de camino, lanzó una maldición y regresó a la casa.


Tenían algo de lo que hablar. Habían hecho una promesa en la cocina de su casa la noche anterior. Habían prometido que iban a dejar el pasado atrás. No pensaba empezar el día dejando que el de Paula se entrometiera en el presente. Un día, le haría las preguntas que de repente le estaban asaltando el pensamiento sobre si habría sido totalmente sincera a la hora de afirmar que se había librado de cualquier vínculo emocional con el pasado.


Cuando volvió a llegar a la casa, todo estaba en silencio. 


Aparentemente, la llamada telefónica había terminado. 


Llamó a la puerta y entró, cubriéndose el rostro con lo que esperaba que fuera una máscara completamente neutral.


Vio a Paula enseguida, sentada en la mesa, con los hombros hundidos y la cabeza descansando sobre los brazos. Parecía completamente derrotada. Pedro nunca la había visto así.


—¿Algún problema? —preguntó, cautelosamente.


No estaba seguro de querer saber lo que había ocurrido.


—No —respondió ella, levantando la cabeza enseguida—. Al menos nada de lo que no pueda ocuparme. ¿Me necesitabas?


—Esteban quería que los dos fuéramos al rancho de Grigsby hoy. Tiene un par de caballos a la venta. Según se dice, está pensando vender el rancho.


—Me acuerdo de Otis Grigsby —comentó ella, con tristeza—. Vaya, debe tener como unos noventa años. Me sorprende que haya podido mantener el rancho durante tanto tiempo.


—Esteban dice que el rancho ha estado muy descuidado en los últimos años, pero dice también que algo que nunca ha dejado de cuidar han sido sus animales. ¿Te apetece venir o me marcho solo?


—Claro que iré —dijo Paula, aunque sin mucho entusiasmo—. Déjame lavarme la cara primero. Me reuniré contigo en la furgoneta. ¿Te vas a llevar un trailer, por si acaso?


—Sí, creo que es mejor estar preparados. Por lo que he oído, ahora que ese Grigsby se ha decidido, tiene prisa.


—Tal vez sea su hijo quien la tenga. Otis Júnior nunca tuvo mucha paciencia en lo que se refería a su padre. Oí que se marchó a Phoenix hace unos años. Tal vez quiere llevarse allí a su padre, para poder cuidarlo mejor.


—Puede ser. Esteban no me ha dicho nada —replicó Pedro. Al ver que ella no hacía intención de moverse, entornó la mirada—. Está bien. ¿Qué te pasa? Y no me digas que no es nada. Parece como si hubieras perdido a tu mejor amiga.


—Lo siento, es que estoy teniendo una mañana algo mala —susurró, levantándose de la silla.


—Siéntate. Cuéntame qué pasa.


Paula le lanzó una mirada desafiante, como si fuera a responder. Entonces, suspiró y volvió a sentarse.


—Maldita sea, Paula —dijo Pedro, aunque había jurado no decir nada—. ¿Qué tiene que ver tu mal humor con esa llamada telefónica que tuviste hace unos minutos? ¿Tuviste una pelea de enamorados?


—¿Estabas escuchando? —preguntó ella, indignada.


—Era difícil no hacerlo. Llegué a la puerta y estabas gritando todo lo que te permitían los pulmones.


—Y te quedaste ahí a escuchar.


—No, maldita sea, me marché.


—¿De verdad? —replicó Paula, entornando la mirada.


—¿Qué diferencia hay en si lo hice o no? A menos, por supuesto, que ese hombre siga formando parte de tu vida. ¿Era uno de tus ex maridos?


Paula se dispuso a responder, pero luego cerró la boca con una expresión culpable en el rostro.


—¿Y bien? —añadió él—. ¿Quién era Guillermo?


—Alguien a quien conocí en California —respondió ella, tras un momento de duda—. No es ninguno de los hombres con los que estuve casada.


—¿Un amante?


—No. Era un socio de negocios. Nada más.


—¿Y eso es todo lo que tienes la intención de decirme? —replicó él, sin creer ni una palabra de aquello.


—Sí. Créeme. Guillermo ya no importa.


Pedro debería haberse sentido aliviado, pero, en vez de eso, se sentía muy irritado por la negativa de Paula de contarle más detalles. ¿Se desharía de él tan cortésmente cuando su relación terminara? Pensándolo bien, ¿cómo podía estar seguro de que su relación con ese tal Guillermo había terminado? A pesar de lo que Paula le había dicho, había parecido que los dos tenían asuntos sin concluir. Perdió la paciencia a la hora de tratar de averiguarlo. Resultaba evidente que ella no le iba a decir nada.


—Bien, lo que sea —replicó Pedro, de repente—. Te espero en la furgoneta. No tardes mucho. Ya hemos perdido demasiado tiempo esta mañana.


Con eso, salió al patio. Se sentía furioso. ¿Por qué había permitido que ella le afectara de aquella manera? ¿Qué diablos le importaba a él con quién hubiera estado o los secretos que estuviera ocultándole? Paula estaba con él. 


Bueno, al menos tenía razón para creer que podrían estar juntos muy pronto… A menos que, mientras tanto, ella lo volviera completamente loco.