lunes, 25 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 6






Paula dejó de pensar en los Alfonso y se concentró en preparar la cena.


Más tarde, con Dario ya en la cama y la casita en silencio, intentó pensar en su último proyecto. Le habían encargado diseñar el dormitorio principal para una casa estilo Tudor propiedad de un amigo de su padrastro, y de su esposa. Era un proyecto difícil puesto que los dos tenían ideas muy distintas de lo que querían. Paula tuvo que usar muchísimo tacto y paciencia, además de buen gusto e imaginación.


Trataba de inspirarse pero su mente estaba en aquel verano de diez años atrás.


Había vuelto a casa por vacaciones y se había encontrado con que Pedro había regresado de Irlanda para recoger las cosas de su difunta madre. Rosa le había permitido permanecer en la casita y le daba un pequeño sueldo a cambio de trabajos de jardinería y algunas reparaciones.


Para ella era el hijo de la cocinera y por lo tanto su trabajo debía ser de tipo manual. Paula lo conocía mejor y sabía que estaba más dotado para resolver los problemas de un ordenador que para arreglar los goznes de la puerta del establo. Sin embargo, él hacía su trabajo, cortaba el césped, daba de comer a los dos caballos y lavaba los coches.


Paula lo miraba desde lejos, deseosa de hacerle compañía como antes, pero algo había cambiado. Quizás era la situación.


Ella tenía muchas cosas que decirle. Pero le parecía que entre ellos había surgido un abismo. La edad, la situación social, la inteligencia…


¿O había sido Anabella? Ella también había vuelto de su colegio en Suiza. Se aburría mucho mientras esperaba a que le encontraran un trabajo socialmente aceptable en Londres, y para matar el tiempo se había fijado en Pedro.


Al principio, eso no le importó a Paula puesto que Pedro nunca había mostrado interés por Anabella. Pero quizás por eso ella se había encaprichado. Paula había estado siempre a la sombra de su hermana, excepto con Pedro que parecía preferirla a ella.


Hasta aquel verano en que agosto había entrado con una ola de calor y de locura y las cosas cambiaron. ¿O fue solo sexo?


Paula también lo había sentido. Le temblaban las rodillas cada vez que Pedro se le acercaba y enmudecía cuando él le sonreía. Y se sentía celosa al pensar que lo de Pedro y Anabella progresaba.


Lo habría tolerado mejor si Anabella hubiera sido más discreta. Pero su hermana había hecho hincapié en que se enterara de que se acostaba con el mozo de cuadra, como ella lo llamaba, dejando claro que era solo un pasatiempo para ella.


Paula se sentía tan dolida que decidió decirle la verdad a Pedro.


—Ya sé lo tuyo con Anabella —declaró—. No es que quiera entrometerme…


—Entonces, no lo hagas —le dijo él cortante.


Le había dolido mucho. Pedro nunca le había hablado así. 


Pero no había podido parar.


—Solo quería saber si te dabas cuenta de que mi hermana no se toma en serio lo tuyo con ella.


Él parecía muy molesto, pero contestó con una broma.


—Así que no debo comprar un anillo de compromiso, ¿no es así?


—Algo así —replicó ella.


Él se quedó mirándola, tratando de adivinar sus motivos y se rio.


—No te preocupes, todavía tengo el recibo.


—¿Qué? —Paula tardó un poco en entender—. Ah, sí…


—La cuestión es quién te ha mandado a decirme eso, ¿tu encantadora hermana o la matriarca de la familia?


—¿Quién?


—Tu madre.


—¡Oh! —Paula se sintió ridícula—. No nadie. Yo pensé… Déjalo… —sería imposible explicar lo que la preocupaba sin exponer sus propios sentimientos. Él la miraba de una forma extraña y ella se ruborizó—. Olvida lo que he dicho —lo apremió.


—De acuerdo —contestó él esbozando una sonrisa.


Ya no estaba molesto. Solo divertido, lo cual era peor. 


Humillada, dio media vuelta y se marchó.


Él la llamó.


—Paulita, espera —pero ella apresuró el paso y corrió hacia la casa a refugiarse en su cuarto.


Después de eso no pudo soportar verlo a él, ni tampoco a Anabella. Suponía que él se lo habría contado, y se mantuvo recluida.


Una semana después sucedió un incidente. Pedro llamó a la puerta y la nueva cocinera lo hizo pasar al comedor.


Anabella desapareció por una puerta y Rosa ordenó a Paula que mantuviera silencio.


Y así lo hizo. Silenciosa y olvidada en un extremo de la mesa.


Pedro apenas la miró.


—Han cambiado la cerradura —dijo dirigiéndose a la madre—. ¿Qué pensaba? ¿Qué iba a tirar la casa abajo?


—Por lo que yo sé —contestó Rosa Chaves-Hamilton—, eres capaz de hacerlo… ahora que se te han desbaratado tus planes.


—¿Desbaratado? ¿Qué quiere decir eso?


—Quiere decir, jovencito —contestó Rosa mirándolo con altanería—, que tus intentos de comprometer a mi hija han sido frustrados.


—¿Comprometer? —esa era una palabra muy anticuada.


—Pero por si acaso no lo has entendido bien… —la madre se lanzó a recriminarlo dejando bien claro que Pedro no era adecuado para pretender a su hija mayor.


Anabella estaba escuchando desde la habitación contigua y no había interrumpido ni desafiado a la madre. Quedaba claro que estaba de acuerdo con lo que ella decía.


Paula observaba cómo Pedro se iba poniendo furioso, y se regocijó cuando él ridiculizó la soberbia de Rosa con unas palabras muy bien escogidas, dejándola con la boca abierta.


Paula se dispuso a levantarse, pero la madre la interrumpió.


—Y tú, ¿adónde vas?


—A mi cuarto.


—Bueno, vale —concedió cuando Anabella entró de nuevo al comedor.


Paula se apresuró tras Pedro hacia la puerta principal, pero como él no estaba allí, se dirigió a la cocina.


Al verla, Maggie, la nueva cocinera, le indicó la puerta trasera.


—Se ha ido hacia el granero.


—¿El granero?


—Sí. Le di una botella para que se le quitara el frío.


—¿Una botella? ¿Una botella de qué?


—Whisky de la despensa. Yo la reemplazaré, claro.


Pedro no bebe.


Maggie la miró con indulgencia.


—Todos los hombres beben. Créeme. Y hoy la necesita si tiene que dormir en el granero.


—¿Pero por qué? —Paula no entendía nada.


—No tiene otro sitio adonde ir —explicó Maggie—. Tu madre sacó todas sus cosas e hizo venir a un cerrajero. Parece que no le gustaba que él y tu hermana fueran tan amigos. Le guardé esa manta, pero se ha ido sin ella.


—Yo se la llevaré —dijo Paula agarrándola.


—¿Estás segura? —Maggie no intentó detenerla—. No cerraré con llave.


—Gracias —contestó Paula, y fue hacia el granero. Abrió la puerta y lo llamó—. ¡Pedro!


—Aquí arriba.


Paula entró. Había muy poca luz, pero se sabía el camino de memoria. Llegó hasta la escalera y comenzó a subir.


—Soy yo, Paula —se identificó por si acaso él esperaba a otra persona.


—Ya sé que eres tú. ¿Qué quieres? —el tono de su voz era hosco y cortante.


—Yo… yo…—¿qué quería? Decirle que lo sentía, pero no le pareció apropiado.


—Mientras lo decides, sube o baja antes de que te caigas y te rompas el cuello —su tono dejaba claro que le era indiferente lo que hiciera, pero encendió una linterna para que ella pudiera ver.


Paula trepó hasta arriba y le entregó la manta.


—Gracias —dijo Pedro, apagando la linterna—. Ya casi no tiene pilas.


—Ya… —Paula no sabía qué más decir. Sintió que él levantaba un brazo y bebía. Nunca lo había visto beber alcohol. Se estremeció y volviéndose atrevida le pidió—: ¿Me puedes dar un poco de eso?


—Creo que no. No tienes la edad legal, ¿verdad?


—Tengo dieciocho años —aseveró ella.


—Más bien diecisiete —contradijo él.


—De acuerdo. Diecisiete —Paula no dijo más. Si decía dieciséis le hubiera parecido una niña—. Ya he bebido otras veces.


—¿De veras?


—Sí —insistió ella—. En el internado. Las chicas siempre están bebiendo.


—Entre otras cosas —murmuró él—. Bueno, te dejaré dar un trago para que te dejen de rechinar los dientes, pero la bruja de tu madre podría acusarme de pervertir también a su hija pequeña.


—Tú no pervertiste a Anabella —Anabella nunca había ocultado que hacía tiempo que se acostaba con chicos.


—Ya lo sé —exclamó él.


—Pero aun así te gustaba.


—No estoy seguro de que el gustarme fuera un factor importante.


—Oh… —Paula dedujo que era un sentimiento más fuerte.


No sabía qué decir. Había ido angustiada por cómo lo había tratado su familia, pero tenía claro que no podía mostrarle lástima. Comenzó a temblar. Hacía mucho frío y su vestido de verano no la abrigaba.


—Toma —Pedro le pasó la botella, le puso su chaqueta sobre los hombros y la tapó con la manta.


—Gracias —enseguida entró en calor. Tenía la botella en la mano y tomó otro trago. El licor le quemaba la garganta. 


Nunca hasta ese día había bebido más que un vaso ocasional de vino blanco. El whisky era mucho más potente, sabía muy mal pero tenía un maravilloso efecto calmante. Le devolvió la botella.


—¿Y dónde estaba Anabella? —le preguntó él.


—Umm… —Paula no sabía si debía decir la verdad.


—¿En la sala de al lado? —sugirió él.


—¿Por qué piensas eso? —preguntó ella sorprendida.


—Tengo razón, ¿verdad? Con la oreja pegada a la puerta, sin duda.


El tono de su voz era de enfado, más que de desengaño.


—Si sabías que estaba allí, ¿por qué no dijiste nada?


Él se encogió de hombros.


—Por dejar que se divirtiera.


—No entiendo —admitió Paula.


—No, claro —respondió él.


Pedro la consideraba demasiado joven para entender la complejidad de las relaciones adultas. Pero sus propios sentimientos sí que los entendía: una mezcla de celos, lástima y pasión.


Fueron los celos los que la hicieron decir:
—¿Es aquí donde os encontrabais tú y Anabella?


—¿Para cometer el sucio delito, quieres decir? —ella no cesaba de sonrojarse—. ¡Qué va! Tu hermana empieza a gritar solo porque una araña le roce una pierna —Paula dedujo que habían utilizado la casa, pero no quiso preguntar más—. Supongo que no me creerás, si te digo que no hicimos nada.


—No —Paula no quería parecer tonta—. ¿Tenemos que hablar de eso?


—Por mí, no —contestó él y se llevó la botella a los labios.


—¿Bebes mucho? —preguntó ella.


—Solo en ocasiones especiales —Paula lo interpretó como un sarcasmo—. ¿Y tú?


—¿Yo?


—¿Bebes mucho?


Le estaba tomando el pelo. Era seis años mayor que ella y pensaba que tenía derecho a hacerlo.


—Depende de lo que llames mucho —dijo ella con cautela—. Los fines de semana siempre hay botellas por el colegio. Las chicas las traen de sus casas —eso era cierto, pero ella solía evitar a esas chicas.


—Y ahí estaba yo, creyendo que para vosotros los ricos todo eran fiestas y palos de hockey —«los ricos». Él nunca la había llamado así, pero tampoco su familia lo había llamado a él ordinario hasta ese día—. ¿Y de hombres, qué?


—¿Hombres?


—Chicos —matizó él—. ¿También intervienen en las orgías de borrachera?


Su tono era irónico y divertido. Era obvio que aún la consideraba una chiquilla que jugaba a ser mayor.


Con la idea de sorprenderlo, ella le contestó:
—Deering College está solo a una milla. Nos encontramos con los chicos en el pabellón de deportes. Ahí es donde cometemos el sucio delito.


Usaba sus mismas palabras. Claro que ella solo había besado a algún chico, pero nada más.


—Parece que no te he juzgado bien, Paulita —comentó él tras un silencio.


¿Qué quería decir? ¿Que hasta ese momento siempre había creído que era una buena chica, pero que ya no lo creía?


—Pero no soy una chica fácil, ni nada parecido —respondió ella sonrojándose.


—No. Claro que no —su tono era exageradamente serio.


—¿Me das un poco más de eso?


—¿Tú crees que es una buena idea?


—Puedo aguantarlo —declaró ella.


—No estoy seguro de que yo pueda —dijo él riendo—. Pero como es tuyo ya que proviene de tu despensa… —dijo Pedro pasándole la botella—. No más —la amonestó él al ver que daba dos largos tragos—. No quiero tener que llevarte a casa.


—No podrías —Paula sabía que pesaba más que su hermana.


—Probablemente no.


—Gracias —murmuró ella ofendida.


—Estaba dándote la razón…


—Pues preferiría que no me la dieras.


—Me parece que no entiendo a las mujeres —comentó él, recuperando la botella.


—Está claro que no —respondió ella.


—¿A qué te refieres?


Estaba claro que él no tenía ni idea de los sentimientos de Paula.


—A Anabella —contestó.


—No fue uno de mis mejores momentos —concedió él—. Me habría ido mejor si me hubiera acostado con ella.


«¿Mejor que qué? ¿Qué enamorarse?», pensó Paula. No parecía que él estuviera muy afectado. Quizás era por el poder reconstituyente del whisky.


—Pues todos los demás lo han hecho.


—Así es —respondió él riendo.


No era la reacción que ella esperaba. «No hay forma de entender a los hombres», pensó.


—Y en cuanto a la casita —dijo ella cambiando de tema—, no creo que mi madre pueda echarte así como así. Debe de haber alguna ley que lo impida. Búscate un abogado. Yo tengo algo de dinero si…


—¡Ni hablar! Eres muy buena, Paula, pero no es necesario. Me pensaba ir de todos modos. Tengo un trabajo en los Estados Unidos.


—Yo… yo… —Paula se sentía como si le hubieran dado una patada.


—Suponía que Anabella te lo habría dicho.


No le había dicho nada, pero también era cierto que Paula no consentía hablar sobre Pedro con Anabella.


—¿Y cuándo vas a regresar? —consiguió preguntar.


—No pienso regresar. Por lo menos no a este sitio. Ahora no tengo ninguna razón para volver.


«Estoy yo», deseaba decir Paula, pero él habría pensado que estaba loca. Y quizás lo estuviera. Había pasado infinitas horas soñando con el día en que Pedro se diera cuenta de que ella existía. El día en que él abriera los ojos y viera que ella era la elegida. Pero en un instante todos sus sueños se habían desvanecido.


Tenía que decir algo, para llenar el silencio y que él no oyera los latidos de su corazón.


—Tengo que irme —dijo de repente y se puso de pie—. Toma tu chaqueta.


—¡Espera! —él la agarró de un brazo e hizo que perdiera el equilibrio, cayendo de rodillas.


—Me has hecho daño —se quejó, disimulando sus sentimientos.


—Mira… lo siento si te he disgustado.


—No me has disgustado —negó Paula, pero el tono de su voz la delataba.


—Te lo habría dicho, pero…


—Pero yo no soy nadie —completó Paula la frase—. Solo soy la hermana pequeña de Anabella.


—No, no lo eres —contestó él con tanta dulzura que hizo que le brotaran las lágrimas.


—Déjame ir.


—Aún no —se quedó mirándola con fijeza—. No debes pensar eso, Paula. Ya sé que a veces puede parecer que estés a su sombra…


—¿A su sombra? —él no sabía cuánto—. No soy ni siquiera eso. Soy invisible. Totalmente nula. A veces me parece que ni siquiera estoy.


—No, Paula, por Dios —dijo él enjugándole las lágrimas con la mano—. Tú estás más de lo que ella estará jamás. Tú eres más amable, más divertida, más dulce.


Él trataba de hacerla sentirse mejor, pero no lo conseguía. 


No quería que pensara así de ella. Quería ser para él lo que había sido Anabella: sexy y bonita, y que él la deseara.


—Si soy tan maravillosa, ¿por qué nunca me invitaste a salir contigo?


—Yo… tú… —estaba claro que estaba sorprendido—. Paula, eres demasiado joven. Tienes que entenderlo.


Ella no lo entendía por mucho que lo intentara. Era suficientemente mayor para sentir un nudo en la garganta cuando él estaba cerca.


—¡Eres un cobarde! —lo acusó enfadada—. No eres capaz de decir: No me gustas Paula. No eres lo bastante bonita ni inteligente.


—Es que no pienso así —insistió él.


—¡Entonces, bésame! —las palabras se escaparon de sus labios antes de que pudiera evitarlo, pero era lo que deseaba.


—Paula —el tono de su voz era amenazante—. Si estás jugando, este es un juego peligroso para jugarlo con los hombres.


—Olvídalo —su renuencia era como una bofetada. Ella no quería un sermón. Se sentía herida y humillada y respondió con lo más desagradable que se le ocurrió—. De todos modos, tú no eres un hombre. Es por eso que Anabella te dejó.


—Te lo estás buscando —dijo él, murmurando una imprecación.


Paula sintió que las manos de él la apretaban con fuerza, pero no sintió miedo sino excitación.


—Adelante, entonces…


—¡De acuerdo!


Ella sintió cómo él estrechaba su cuerpo contra el suyo y le cubría la boca con sus labios. Era algo inesperado que ella deseaba, una mezcla de amenaza y de lección.


No había nada dulce ni amoroso en el beso. Los labios de él apretados contra los suyos, su lengua intentando introducirse entre los dientes. Ella intentó separarse, pero la mano de él la sujetaba por los cabellos mientras su boca se movía sobre la de ella, saboreando, invadiendo, dándole vida y aliento hasta que ella gimió de placer.


Nunca la habían besado de esa manera. Era como una revelación. Su cuerpo, rígido un momento, laxo al siguiente, asiéndose a él, a sus hombros, a su cuello, ansiando tocarlo, mientras él le acariciaba uno de sus senos y le frotaba el pezón, túrgido y erecto bajo el vestido.


Fue Pedro quien finalmente se separó, pero solo para apoyar su frente sobre la de ella mientras los dos tomaban aliento.


—¿Ves lo que te decía? —dijo él cuando por fin pudo hablar.


—No —ella se obcecaba en no entender.


—Otro hombre no se hubiera parado aquí —dijo mientras la besaba en la frente


—Entonces, no te pares.


—Paula… —él pronunciaba su nombre como una protesta, mientras ella buscaba su boca una vez más.


Era tal su ansia que perdieron el control, mientras se besaban y acariciaban explorando sus cuerpos. Tímida y reservada con otros, con él Paula sentía un deseo insoportable. Era como si hubiera nacido para él, y hubiera esperado toda su vida para ese día.


Él tendió la manta sobre el suelo y se recostaron.


Se besaron de nuevo y él le susurró:
—¿Tomas protección?


—¿Protección?


—Sí…, la píldora…


Temerosa de que él se detuviera, Paula contestó sin vacilar:
—Sí.


Con las piernas entrelazadas, él comenzó a desvestirla y se desabrochó la camisa. El frío que Paula sentía se había convertido en fuego y sus cuerpos desnudos ardían el uno contra el otro.


Él le bajó los tirantes de la combinación hasta que sus senos quedaron expuestos, llenos y maduros como los de una mujer. Su piel era tierna y suave, y aunque nunca la había tocado un hombre, arqueó el cuerpo de placer cuando él le besó un pezón, trazando a su alrededor círculos con la lengua hasta que se puso duro y ella no lo podía soportar más. Entonces, más por instinto que por experiencia, ella le ofreció con ansia el otro seno para que la acariciara.


Pedro estaba demasiado excitado para no hacerlo. Su miembro viril estaba erecto desde hacía rato y empeoraba mientras él succionaba los pechos turgentes de Paula y ella se arqueaba para que sus cuerpos se juntaran.


Estaba sorprendido de que ella estuviera tan ansiosa. Él pensaba que ella era distinta de Anabella, pero no era así, y cegado por el alcohol y el deseo no pensó más en que Paula era demasiado joven.


Habían llegado demasiado lejos para detenerse y, de todos modos, Paula no lo hubiera permitido. Y cuando él comenzó a acariciarla entre los muslos, ella se estremeció. Tuvo suerte. Lo hacía con tanta delicadeza que ella sentía que su cuerpo se abría para él y lo dejó introducir un dedo, quedándose sin aliento cuando comenzó a prepararla.


Pero no lo estaba y, cuando Pedro la penetró, le dolió tanto que quería gritar. Se mordió los labios para no hacerlo, hasta que cesó la sensación de desgarro. Él se quedó quieto, como si dudara.


Paula trató de disimular. Era su regalo para él, pero tenía que ser un secreto. Se movió y acercó sus caderas aún más. 


Era una invitación sensual que ningún hombre podía rehusar. Y Pedro no lo hizo. Giró la cabeza para besarla, alzó la cadera y empujó, penetrándola. Ella se puso tensa esperando el dolor, pero solo sintió placer. Un placer distinto de cualquier otro y que la invadía por todo el cuerpo, creciendo con cada movimiento y llenándola hasta que, anhelante y jadeante, sintió que se convertían en un solo ser.


Era la primera vez que hacían el amor. Y la última. Paula lo recordaría durante los diez años siguientes.


Para él había sido un engaño. Para ella, algo que la dejaba herida de por vida.


Pero ella no culpaba a Pedro, aunque él había sido capaz de marcharse y dejarle a ella las consecuencias.


No solo Dario, sino otras cosas. Por ejemplo, que no hubiera querido salir con ningún hombre durante años, y si alguna vez se había acostado con alguno, no había disfrutado. 


Como si su vida sexual hubiera nacido y muerto aquella noche.


Quizás solo estaba adormecida. Como en un cuento de hadas, esperando al príncipe azul que la despertara. Solo que el príncipe había vuelto para darle una dosis de realismo.


Quizás era bueno que Pedro hubiera vuelto, permitiéndole enfrentarse al pasado. Pero tenía que quedarse allí y fuera de su vida para siempre.


Volvió a pensar en la posibilidad de que comprara Highfield, pero no le pareció probable. Él no era un sentimental y Highfield necesitaba muchas reparaciones. Como él había dicho, había muchos otros sitios.


Por lo tanto, no había ningún problema.