martes, 7 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 3




Pedro observó con ojos entornados a Paula mientras la acompañaba al Rolls-Royce negro que los estaba esperando frente a la puerta del hospital. No estaba fingiendo la amnesia. A pesar de su incredulidad inicial, Pedro ya no tenía dudas. Paula no tenía ni idea de quién era él o de lo que ella había hecho. Y estaba embarazada de él. Eso lo cambiaba todo.


La ayudó a entrar en el coche con delicadeza. 


Ella no tenía equipaje. Uno de sus hombres había llevado el destrozado Aston Martin al taller mientras el otro se había ocupado del asunto del buzón. Paula llevaba puesto el vestido de seda negra y el bolso negro que había llevado al entierro de su padrastro el día anterior.


El vestido negro se le ceñía a los pechos y a las caderas cuando caminaba. La seda relucía con cada uno de sus movimientos al igual que el oscuro y lustroso cabello, que en aquella ocasión llevaba recogido en una coleta.


No llevaba maquillaje. Eso le daba un aspecto diferente. Pedro jamás la había visto sin lápiz de labios, aunque con su delicada piel, gruesos labios y brillantes ojos azules, no lo necesitaba para conseguir que todos los hombres, cualquiera que fuera su edad, se volvieran para mirarla en la calle. Cuando ella se giró y lo miró, sonriendo dulcemente, Pedro tuvo que reconocer que distaba mucho de ser inmune a
sus encantos.


—¿Adónde vamos? —le preguntó ella—. No me lo has dicho.


—A casa —replicó él mientras la hacía entrar en el coche y cerraba la puerta.


A él, el modo en el que reaccionaba su cuerpo le resultaba irritante… y turbador a la vez. No le gustaba. La odiaba. Cuando la vio por primera vez en el hospital, Paula tenía un aspecto pálido y enfermo que distaba mucho de la vivaz y voluptuosa mujer que él recordaba.


Dormida tenía un aspecto inocente, mucho más joven de los veinticinco años que tenía. Parecía muy menuda. Frágil.


Pedro había ido a Londres para destrozar su vida. Llevaba tres meses soñándolo. Sin embargo, ¿cómo podía vengarse de ella si Paula no sólo no recordaba lo que le había hecho sino que, además, estaba embarazada de él?


Apretó los puños y se dirigió hacia el otro lado del coche. Aunque sólo estaban en septiembre, el verano parecía haber abandonado repentinamente la ciudad. En el cielo, había unas nubes bajas y grises y caía una pertinaz lluvia. Se montó a su lado y Paula, inmediatamente, se volvió para seguir preguntándole:
—¿Dónde está nuestra casa?


—Mi casa está en… Atenas —dijo mientras cerraba la puerta.


—¿En Atenas? —preguntó ella, boquiabierta.


—Allí es donde yo vivo y tengo que cuidarte. Me lo ha ordenado el médico — añadió, con una tensa sonrisa.


—¿Y yo vivo allí contigo?


—No.


—¿No vivimos juntos?


—A ti te gusta viajar —respondió él con ironía.


—Entonces, ¿dónde está mi ropa? ¿Y mi pasaporte?


—Seguramente en la finca de tu padrastro. Mis empleados recogerán tus cosas y se reunirán con nosotros en el aeropuerto.


—Pero… Yo quiero ver mi casa. El hogar de mi infancia. ¿Dónde está?


—La finca de tu padrastro está en Buckinghamshire, según creo. Sin embargo,
no creo que ir allí de visita te vaya a ayudar. Pasaste allí una noche antes del entierro. Pero hace mucho tiempo que ese lugar no es tu hogar.


—Por favor, Pedro. Quiero ver mi casa…


Él frunció el ceño y contempló el suplicante rostro de Paula. Parecía haber cambiado mucho. Su amante de antaño jamás le habría suplicado nada. De hecho, ni siquiera la recordaba pronunciando la palabra «por favor». Excepto…


Excepto la primera noche que se la llevó a su cama, cuando, tras derribar todas sus defensas, Pedro descubrió que la mujer más deseada del mundo era, en contra de todo lo esperado, virgen. Mientras la penetraba, ella lo miró con una callada súplica en los ojos y él pensó… casi pensó…


Apartó aquel recuerdo violentamente. No pensaría cómo había sido el pasado con ella. No pensaría en cómo ella había estado a punto de hacerle perder todo, incluso la cabeza.


—Muy bien, te llevaré a tu casa, pero solo para recoger tus cosas. No podemos quedarnos.


El encantador rostro de Paula se iluminó. Parecía tener muchos menos años sin maquillaje, muchos menos que los treinta y ocho años que él tenía.


—Gracias.


Otra palabra que jamás le había escuchado antes.


Se reclinó en los suaves asientos de cuero beige del coche mientras el chófer atravesaba la ciudad para dirigirse al norte del país. Observó la lluvia durante un rato y luego cerró los ojos. 


Se sentía tenso y cansado por el ajetreo de los últimos dos días.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 2





A su alrededor, Paula comenzó a oír un suave murmullo de voces.


Sintió que alguien, tal vez la enfermera, le pasaba un trapo fresco por la frente.


Olía el suave aroma de la lluvia y del algodón de las sábanas que la cubrían, pero mantuvo los ojos cerrados.


No quería despertarse. No quería abandonar la oscura paz del sueño, la calidez que le proporcionaban sueños que apenas recordaba y que aún la acunaban entre sus brazos. No quería regresar al vacío de una existencia de la que no tenía recuerdo alguno. No había identidad. Nada a lo que aferrarse. Aquel vacío era mucho peor que cualquier dolor.


Tres horas atrás, el médico le había dicho que estaba embarazada.


No podía recordar el hecho de haber concebido aquel hijo. Ni siquiera recordaba el rostro del padre de su hijo, aunque lo conocería aquel mismo día. Él llegaría en cualquier instante.


Se cubrió la cabeza con la almohada y apretó los ojos con fuerza. Se sentía atenazada por los nervios y el temor de encontrarse con él por primera vez, con el padre de su hijo.


¿Qué clase de hombre sería?


Oyó que la puerta se cerraba y se abría. 


Contuvo el aliento.


Entonces, alguien se sentó sobre la cama a su lado, haciendo que se inclinara hacia él sobre el colchón. Unos fuertes brazos la rodearon de repente. Sintió la calidez del cuerpo de un hombre y aspiró el masculino aroma de su colonia.


—Paula, estoy aquí —susurró una voz profunda y baja, con un exótico acento que no era capaz de identificar—. He venido a buscarte…


Una profunda excitación la recorrió de la cabeza a los pies. Respiró profundamente y apartó la almohada. Él estaba tan cerca de ella, que lo primero que vio fueron sus pómulos marcados. La oscura barba que había empezado a nacerle en la fuerte mandíbula. El color aceitunado de su piel. Entonces, cuando él se apartó de su lado, vio su rostro entero.


Era, sencillamente, arrebatador.


¿Cómo era posible que un hombre fuera a la vez tan masculino y tan hermoso?


Su cabello negro le rozaba suavemente la piel. 


Tenía el rostro de un ángel. De un guerrero. La recta nariz se le había roto, al menos, en una ocasión, a juzgar por la pequeña imperfección de su perfil.


Tenía una boca de labios carnosos y sensuales, con un gesto que revelaba una cierta arrogancia y, tal vez… crueldad.


Los ojos que la contemplaban eran tan oscuros como la noche. Bajo aquellas oscuras profundidades, le pareció ver durante un instante el fuego del odio, como si deseara que ella estuviera muerta.


Entonces, Paula parpadeó y, de repente, vio que él le sonreía con un tierno gesto de preocupación. Debía de haberse imaginado ese sentimiento tan desagradable. No era de extrañar, teniendo en cuenta lo desconcertada que se encontraba desde el accidente, un accidente que ni siquiera era capaz de recordar.


—Paula —susurró él mientras le acariciaba suavemente la mejilla—, pensé que no te iba a encontrar nunca.


El roce de sus dedos le prendía fuego a la piel. 


Se sentía ardiendo desde el rostro hasta los senos. Los pezones se le irguieron al tiempo que el vientre se le tensaba de un modo extraño. 


Respiró profundamente y examinó su rostro. 


Casi no podía creer lo que veían sus ojos.


¿Aquel… aquel hombre era su amante? No se parecía nada a lo que ella hubiera esperado.


Cuando el doctor Bartlett le dijo que su novio estaba de camino de Australia, se había imaginado un hombre de aspecto amable, cariñoso y con sentido del humor.


Un hombre sencillo, con el que pudiera compartir sus problemas mientras fregaban los platos juntos al final de un largo día. Se había imaginado una pareja. Un igual.


Nunca se habría imaginado un dios griego como el que tenía ante sus ojos, de hermosura cruel, masculino y tan poderoso que, sin duda, podría partirle el corazón en dos con tan sólo una mirada.


—¿Es que no te alegras de verme?—le preguntó él en voz baja.


Ella le miró el rostro y contuvo el aliento. No tenía ningún recuerdo de aquel hombre, ni de la dureza de sus rasgos ni de aquellos labios tan sensuales. No tenía recuerdo alguno de las intimidades propias de los amantes. ¡Nada!


Él la ayudó a levantarse. Eve se lamió los labios nerviosamente.


—Tú eres… Tú debes de ser… Pedro Alfonso… —susurró, esperando que él lo negara. 


Esperando que su novio de verdad, el del aspecto tierno y amable, entrara en aquel momento por la puerta.


—Veo que me reconoces…


—No. Dos de tus empleados… y el médico… me dijeron tu nombre. Me dijeron que venías de camino.


Él la miró, escrutándole el rostro.


—El doctor Bartlett me dijo que tenias amnesia. No me lo creí, pero es cierto, ¿verdad? No te acuerdas de mí.


—Lo siento —dijo ella, frotándose la frente—. No hago más que intentarlo, pero lo primero que recuerdo es a tu empleado, Kefalas, sacándome de mi coche. ¡Menos mal que iba en su coche detrás de mí!


—Sí, fue una suerte —dijo él—. Te van a dar el alta hoy mismo.


—¿Hoy? —Ahora mismo.


—Pero… ¡pero si sigo sin recordar nada! Esperaba que cuando te viera…


—¿Esperabas que el hecho de verme te devolviera la memoria?


Paula asintió. No había razón para sentirse desilusionada o hacer que él se sintiera peor aún de lo que ya debía sentirse. Sin embargo, no pudo evitar el nudo que se le hizo en la garganta. Efectivamente, había contado con el hecho de que, cuando viera el rostro del hombre al que amaba, el hombre que la amaba a ella, su amnesia terminaría.


A menos que no se amaran. A menos que se hubiera quedado embarazada de un hombre que era poco más que una aventura de una noche.


—Estoy segura de que debes de sentirte tan herido… —dijo ella, tratando de apartar el repentino temor que se apoderó de ella—. Me imagino cómo te debes de sentir al amar a alguien que ni siquiera se acuerda de ti.


«¿Me amas?», pensó desesperadamente, tratando de leer su rostro.


«¿Te amo yo a ti?».


—Shh, no importa —susurró él. Bajó la cabeza y la besó tiernamente en la frente. La calidez de su cercanía resultaba tan agradable como el sol de verano en un día de otoño—. No te preocupes, Paula. Con el tiempo, lo recordarás todo…


Al mirarlo de nuevo al rostro, Paula se dio cuenta de que la primera impresión que había tenido de él había sido completamente errónea. 


No era un hombre cruel.


Era amable. ¿Cómo si no se podía explicar el hecho de que se mostrara tan paciente y tan cariñoso con ella a pesar del dolor que debía de estar experimentando?


Respiró profundamente. Sería tan valiente como él lo era. Apartó las sábanas.


—Me vestiré para que podamos marcharnos.


—Espera un momento. Hay algo de lo que debemos hablar.


Paula supo inmediatamente a qué se refería. Se sentía tan vulnerable tan sólo con el camisón del hospital que volvió a cubrirse con las sábanas.


—Te lo ha dicho, ¿verdad?


—Sí.


—¿Estás contento con la noticia? —preguntó, con voz temblorosa.


Paula contuvo el aliento al ver cómo él la miraba. Cuando por fin habló, tenía la voz cargada con una emoción que ella no supo reconocer.


—Me sorprendió.


—Entonces, ¿el bebé no fue algo que planeáramos?


Él se retorció las manos y la miró.


—Nunca antes te había visto así —musitó, acariciándole el rostro con una ardiente mirada—. Sin maquillaje, sin arreglar…


—Estoy segura de que tengo un aspecto terrible…


Sin embargo, él la estrechó entre sus brazos y la miró, haciéndola temblar de nuevo.


—¿Estás contento por lo del bebé?


—Voy a cuidarte muy bien.


¿Por qué no respondía?


—No tienes por qué preocuparte. No soy una inválida. Espero que la amnesia desaparezca dentro de un par de días. El doctor Bartlett me ha hablado de un especialista…


—No necesitas otro médico —afirmó él—. Sólo tienes que venir a casa conmigo.


La estrechó con fuerza contra su pecho. Paula se sintió tan segura, tan amada, que, por primera vez desde el accidente, creyó que había encontrado su lugar en el mundo. Al lado de él.


Pedro le besó suavemente el cabello. Ella sintió la caricia de su aliento y se echó a temblar.


¿La amaba?


Le acarició suavemente la mandíbula. Notó la barba que había visto anteriormente. Su ropa estaba impecablemente planchada, lo que sugería que se había cambiado de ropa sin molestarse en afeitarse.


Había acudido corriendo desde Australia. Se había pasado toda la noche en un avión.


¿Significaba eso amor?


—¿Por qué no viniste para asistir al funeral de mi padrastro?


—Estaba ocupado en Sidney adquiriendo una nueva empresa. Créeme. Nunca habría querido estar lejos de ti tanto tiempo.


Paula sentía que había algo que él no le había dicho. ¿O acaso era consecuencia de su propia confusión? No podía estar segura.


—Pero, ¿por qué…?


—Eres tan hermosa, Paula. Temí que jamás volvería a verte…


—¿Te refieres a lo del accidente? ¿Estabas preocupado por mí? ¿Por qué nos amamos?


Él apretó la mandíbula.


—Eras virgen cuando te seduje, Pau. Nunca antes habías estado con un hombre antes de que yo te llevara a mi cama hace tres meses.


Paula se sintió aliviada. Descubrir que estaba embarazada había sido un shock. Se había preguntado por qué no estaba casada. Pero si Pedro había sido su único amante, si era virgen a la edad de veinticinco años, eso decía algo sobre su personalidad.


A pesar de todo, seguía sin estar segura de si había amor entre ellos.


Sentía que había algo que él no le decía. Algo oculto bajo sus palabras.


Sin embargo, antes de que pudiera comprender lo que su intuición le estaba diciendo. Pedro le agarró las manos y tiró de ella.


—Prepárate para marcharte —dijo él. Volvió a besarla en la sien y le acarició los brazos desnudos—. Quiero llevarte a casa.


Al sentir aquella caricia, la respiración se le aceleró. Una oleada de sensaciones le recorrió todo el cuerpo, despertando de nuevo su sensualidad. Trató de recordar qué era lo que le preocupaba, pero le resultó imposible.


—Está bien —susurró ella.


Con un gesto muy galante, él la ayudó a levantarse de la cama.


Entonces, Paula pudo comprobar que era mucho más alto que ella, mucho más poderoso. 


Además de alto, era musculoso. Al mirarlo, a Paula se le olvidó todo a excepción de su propio anhelo, el deseo y la fascinación que sentía por el misterioso ángel que estaba a su lado.


—Siento haber tardado tanto en llegar a tu lado, Paula, pero ya estoy aquí —dijo. Le besó la cabeza suavemente, estrechándola de nuevo con fuerza entre sus brazos—. Te aseguro que nunca te voy a dejar escapar




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 1




Pedro Alfonso había escuchado muchas mentiras a lo largo de su vida, en particular sobre su hermosa y cruel ex amante, pero aquélla se llevaba la palma.


—No puede ser verdad —dijo escandalizado mientras observaba al médico—. Está mintiendo.


—Señor Alfonso, le aseguro que es cierto —replicó con voz grave el doctor Bartlett—. Ella tiene amnesia. No se acuerda de usted, ni de mí ni siquiera del accidente que tuvo ayer. Sin embargo, no tiene ninguna lesión física.


—¡Por qué está mintiendo!


—Llevaba puesto el cinturón de seguridad cuando se golpeó la cabeza con el airbag —prosiguió el doctor Bartlett—. No hay conmoción cerebral.


Pedro observaba al doctor Bartlett con el ceño fruncido. El médico tenía una gran reputación en su profesión, en la que se le consideraba un hombre muy cualificado y con una integridad sin tacha. Era rico, dado que llevaba toda la vida atendiendo a pacientes aristocráticos y de grandes fortunas, lo que significaba que no podía comprársele. Hombre de familia, llevaba casado cincuenta años con su esposa, tenía tres hijos y ocho nietos, lo que significaba que no podía ser víctima de la
seducción. Por lo tanto, debía de estar plenamente convencido de que Paula Chaves tenía amnesia.


Pedro frunció los labios. Dada su astucia, habría esperado más de ella. Once semanas atrás, después de apuñalarlo por la espalda, Paula Chaves había desaparecido de Atenas como por arte de magia. Sus hombres habían estado buscando por todo el mundo sin éxito alguno hasta hacía dos días, cuando, de repente, Paula había reaparecido en Londres para el entierro de su padrastro.


Pedro había abandonado las negociaciones de un contrato millonario en Sidney para ordenarles a sus hombres que no le perdieran el rastro hasta que él llegara a Londres en su avión privado. Kefalas y Leónidas le habían ido pisándole los talones el día anterior por la tarde, cuando ella había abandonado una clínica privada en Harley Street. Habían visto cómo se cubría el sedoso y largo cabello oscuro bajo un fular de seda, cómo se ponía unas enormes gafas de sol y unos guantes blancos para conducir y se marchaba en un Aston Martin descapotable de color plateado… para terminar chocándose contra un buzón de correos que había en la acera.


—Fue tan raro, jefe —le había explicado Kefalas cuando Pedro llegó aquella misma mañana procedente de Sidney—. En el entierro parecía bien, pero al marcharse de la consulta del médico comenzó a conducir como si fuera bebida. Ni siquiera nos reconoció cuando la ayudamos a entrar de nuevo en la clínica después del accidente.


El doctor Bartlett parecía igualmente desconcertado.


—La he tenido en observación, pero no he podido descubrir ningún daño físico en ella.


—Porque no tiene amnesia, doctor —le dijo Pedro, apretando los dientes—. ¡Le está tomando el pelo!


El doctor se puso tenso.


—No creo que la señorita Chaves esté mintiendo, señor Alfonso. La conozco desde que tenía catorce años, cuando vino aquí por primera vez de los Estados Unidos con su madre. Todas las pruebas han dado negativas. El único síntoma parece ser la amnesia. Esto me lleva a pensar que el accidente ha sido simplemente un catalizador y que el trauma ha sido simplemente emocional.


—¿Quiere decir que se lo causó ella misma?


—Yo no diría eso exactamente, pero este tema queda fuera de mi campo. Por eso, le he recomendado a un colega, el doctor Green.


—Un psiquiatra.


—Sí.


—En ese caso, si no le ocurre nada físicamente, se puede marchar del hospital.


El médico dudó.


—Físicamente se encuentra bien, pero como no tiene memoria, tal vez sería mejor que un familiar…


—No tiene familia —le interrumpió Pedro—. Su padrastro era su único pariente y murió hace tres días.


—Sí, me enteré del fallecimiento del señor Chaves y sentí mucho su muerte, pero
esperaba que Paula pudiera tener tíos o incluso algún primo en Boston…


—No es así —dijo Pedro, aunque en realidad no tenía ni idea. Sólo sabía que nada le iba a impedir llevarse a Paula con él—. Yo soy su…


¿Qué? ¿Un antiguo amante decidido a vengarse de ella?


—…novio —terminó—. Me ocuparé de ella.


—Eso fue lo que me dijeron sus hombres ayer cuando me explicaron que venía usted de camino —comentó el doctor Bartlett mirándolo como si no le gustara del todo lo que veía—, pero, por cómo habla usted, no parece que crea siquiera que ella necesita cuidados especiales.


—Si usted dice que ella tiene amnesia, no me queda más remedio que creerlo.


—La ha llamado mentirosa.


Pedro sonrió.


—Las verdades a medias son parte de su encanto.


—Entonces, ¿tienen ustedes una relación estrecha? ¿Piensa casarse con ella?


Pedro sabía cuál era la respuesta que el médico estaba buscando, la única que podía dejar a Paula en su poder. Por lo tanto, dijo la verdad.


—Ella lo es todo para mí. Todo.


El doctor Bartlett examinó cuidadosamente la expresión del rostro de Pedro y asintió.


—Muy bien, señor Alfonso. Le daré el alta y la dejaré a su cuidado. Cuídela bien. Llévela a casa.


¿A Mithridos? Pedro moriría antes de que ella pudiera contaminar su hogar de aquella manera, pero a Atenas… Sí. Podría encerrarla allí y le haría lamentar profundamente el hecho de haberlo traicionado.


—¿Podré llevármela hoy mismo, doctor?


—Sí. Haga que se sienta amada —le advirtió—. Que se sienta segura y querida.


—Segura y querida —repitió él, casi sin poder evitar que se le reflejara un gesto de burla en el rostro.


El doctor Bartlett frunció el ceño.


—Estoy seguro de que podrá comprender, señor Xenakis, lo que las últimas veinticuatro horas han significado para Paula. No tiene nada a lo que aferrarse. Carece de recuerdos de familiares o amigos para apoyarse. No tiene sentimiento alguno de pertenencia ni recuerdos de su hogar. Ni siquiera sabía su nombre hasta que yo se lo dije.


—No se preocupe. Cuidaré bien de ella.


Entonces, cuando Pedro había comenzado a darse la vuelta, el doctor le hizo detenerse.


—Hay algo más que debería saber.


—¿El qué?


—En circunstancias normales, jamás revelaría esta clase de información, pero éste es un caso único. Creo que la necesidad de que la paciente reciba cuidados adecuados excede su derecho a la intimidad.


—¿De qué se trata? —preguntó Pedro con impaciencia.


—Paula está embarazada.


Al escuchar esa palabra, Pedro se puso tenso. Sintió que el corazón se le paraba literalmente en el pecho.


—¿Embarazada? ¿De cuánto? —preguntó a duras penas.


—Cuando realicé la ecografía ayer, estimé la fecha de concepción a mediados de junio.


Junio. Pedro se había pasado casi todo ese mes al lado de Paula. Había estado pendiente de su trabajo lo mínimo posible dado que solo quería estar en la cama con ella. Había pensado que podía confiar en ella. El deseo se había apoderado por completo de su mente y de su pensamiento.


—Me siento culpable —continuó el médico con voz entristecida—. Si hubiera sabido lo disgustada que se iba a poner con la noticia de su embarazo, jamás la habría dejado marcharse en coche del hospital, pero no se preocupe —añadió rápidamente—, el bebé se encuentra bien.


Su bebé.


Pedro miró al doctor casi sin poder respirar. El médico, de repente, soltó una sonora y alegre carcajada y le dio una palmada en la espalda.


—Enhorabuena, señor Alfonso. Va usted a ser padre.