viernes, 7 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 14





Pedro la miró fijamente. Era una Paula que no había visto antes. No era la eficiente secretaria vestida de gris ni la glamurosa mujer con ropa de marca que se había comprado en París cuando estuvo con él. Era una chica con la cara lavada, que aparentaba la edad que tenía, que llevaba coleta, ropa gastada de estar en casa y unas zapatillas con un personaje de dibujos animados. El tiempo soleado le había sacado unas pecas por encima de la nariz. Se había olvidado completamente de por qué había ido, pero se alegraba de haber ido. Sintió algo solo de verla y tuvo que mirar hacia otro lado antes de mirarla otra vez.


—No podía sacarte de la cabeza.


¡Caray! ¿Acababa de decir eso?


—¿Qué?


Ella se quedó boquiabierta y pasmada. Tenía los ojos clavados en su rostro, que ya tenía una sombra de barba incipiente. Parecía cansado, desaliñado y sencillamente impresionante. Se había remangado el jersey de algodón y el vello moreno le recordó cuando tuvo esos brazos alrededor de ella. Además, los vaqueros se le ceñían a las piernas largas y musculosas. Notó que se le endurecían los pezones, que anhelaban que se los acariciara y lamiera.


—¿No deberías estar con… esa mujer que fue ayer a la oficina? —preguntó ella con la voz ronca.


Él esbozó una sonrisa lenta y burlona que le llegó al alma. 


Se miró los pies. El pulso le palpitaba desenfrenado y, con esa ropa, sintió lo mismo que había sentido en París cuando tiró toda la prudencia por la borda y se metió en la cama con él. Hacía que sintiera algo libre y sin ataduras y lo odiaba porque sabía que solo era una ilusión.


—Resultó que no me convenció.


Había tomado una decisión nada más verla. Ya no iba a decirse que no estaba hecho para conquistar a una mujer, ya no iba a fingir que no se ponía celoso cuando se la imaginaba con otro hombre. Si esas reacciones se debían a que no habían llegado a la conclusión natural, entonces dependía de él que llegaran. Si no, ¿cómo iba a sacársela de dentro?


—¿Vas a invitarme a entrar?


—No. No deberías estar aquí, Pedro.


Sin embargo, le aliviaba saber que la morena de bolsillo no se había convertido en su sustituta. Era ridículo y una cobardía, pero no podía evitarlo.


—Ya sé que no debería —reconoció él pasándose los dedos por el pelo.


Paula lo miró desconcertada.


—¿Hay un hombre dentro? —preguntó él con una brusquedad súbita.


—Yo no soy como tú, Pedro —contestó ella apretando los labios—. Yo no salto de cama en cama.


—Yo tampoco salté a ningún sitio con Bethany. La monté en el coche y el chófer la llevó a su casa. Fin de la historia.


—Vete, Pedro.


Ella suspiró y miró fijamente a un punto indefinido, pero tenía su imagen tan grabada en la cabeza que era como un virus que llevaba en el organismo.


—No voy a irme a ningún sitio.


—¿Por qué? ¿Por qué? Te he dicho…


—Déjame entrar.


—Crees que siempre puedes conseguir lo que quieres.


Pedro la miró y ella se estremeció. ¿Qué haría si la besaba en ese momento? Se derretiría. Ya estaba derritiéndose entre las piernas y mojando la ropa interior. Le había dicho que no podía sacársela de la cabeza. Eran unas palabras que no tenían sentido, pero le retumbaban en la cabeza y le daban vértigo.


—Déjame entrar.


Él era tan inamovible como una roca con toda su imponente magnificencia. Ella se apartó con un suspiro de resignación.


Su madre estaba en la cocina y se la presentó a Pedro


Pamela Chaves empezó a hacer preguntas sin disimular la curiosidad y ella gruñó para sus adentros. Si no le hubiese contado nada de Pedro, podría haberlo sacado de la casa sin mucha dificultad, pero le había hablado tanto de él que había despertado una curiosidad que ya era imparable.


—¡No me habías dicho que era tan guapo! A mi hija le encanta su empleo. Puedo decirlo porque habla mucho de él. Y París… ¡Qué maravilla que tuviese la oportunidad de ir! ¡No para de hablar de ese viaje!


—¡Tú me preguntaste, mamá! —Paula evitó mirar a Pedro, pero podía notar que también se moría de curiosidad—. ¡Hablé de París porque me lo preguntaste!


—Estoy molestando —murmuró Pedro.


Pamela Chaves era una mujer atractiva con una fragilidad que no tenía su hija. Ni siquiera el vestido holgado y la larga chaqueta de lana de color crema podían ocultar su belleza. 


¿Su hija sería tan cohibida sobre su apariencia por eso? 


¿Habría alguna rivalidad entre madre e hija? No lo creía. Lo que sí había, y claramente, era un lazo muy fuerte. Era la primera vez que conocía a un familiar de una mujer con la que se había acostado y tenía una curiosidad inmensa por atar cabos, una curiosidad inmensa e inexplicable por saber más.


—¡No estás molestando! ¿Verdad, Paula?


—Es muy amable… ¿Puedo llamarte Pamela? ¿Sí? Bueno, eres muy amable, pero no me quedaré mucho tiempo.


—Claro —Paula se levantó con una sonrisa muy amplia y muy falsa—. Pedro tiene que marcharse, ¿verdad, Pedro? Seguramente, tendrá un montón de planes para esta noche.


—Ni uno —Pedro se sentó en la silla de la cocina que le habían ofrecido—, pero lo tendré si me permitís que os lleve a cenar.


Él captó que las dos se miraban un instante antes de que Pamela Chaves se levantara y se cerrara más la chaqueta.


—Salid vosotros dos. Acaban de abrir un restaurante muy bonito en el pueblo.


—¿De verdad? —Paula contuvo la respiración—. ¡No! ¡No vamos a ir a ninguna parte!


Miró a Pedro con el ceño fruncido y él la miró con una sonrisa de satisfacción.


—¡Sí vas a ir, Paula! Insisto. Cenamos en casa todos los fines de semana y te vendrá bien salir y conocer ese sitio para variar. Además, tengo comida y lo que sobre lo guardaré en la nevera. Y hace un tiempo muy bueno después de todo lo que ha llovido. Paula, cámbiate y los dos podéis salir a divertiros un rato.


—Mamá…


—Si no te importa, Pamela… —Pedro se levantó irradiando un encanto natural—. ¿Por qué no vas a ponerte de punta en blanco, Paula? Mientras tanto, Pamela y yo nos conoceremos un poco.







LA TENTACIÓN: CAPITULO 13




Terminó la cena y fue con su madre a la salita que daba al jardín donde Pamela Chaves pasaba mucho tiempo. Su madre estaba ocultándole algo y eso le preocupaba. Aunque iba a ver a su terapeuta el lunes por la mañana, no podía evitar preguntarse si habría tenido una especie de recaída. 


La sala era luminosa y espaciosa, muy distinta de la sala de la casa de su infancia. Había fotos de ella de cuando era niña en la repisa de la chimenea y las butacas y el sofá eran mullidos y cómodos. Era una habitación vivida, algo que su padre había detestado porque prefería que nada le recordara que tenía una familia.


—Estabas contándome tu viaje a París —le recordó su madre.


Ella se sentó encima de los pies con las zapatillas de estar por casa. En realidad, le parecía que no había hecho otra cosa que hablar de su viaje a París. El fin de semana anterior había pasado lo mismo y, aunque había intentado no hablar de Pedro, había acabado hablando de él y contando algunas de las anécdotas que él le había contado. 


Su madre la había escuchado con atención, no la había interrumpido casi, y ella se preguntó si habría hablado más de la cuenta.


Sin embargo, si su madre quería que le hablara más de París, lo haría. Se había acostumbrado a tratarla con mucho cuidado. Eludía cualquier cosa que fuese un poco indiscreta y siempre tenía en cuenta que su madre no era la persona más fuerte del mundo. Había sido un día soleado y en ese momento, cuando el sol empezaba a ocultarse, el jardín tenía una luz preciosa. Una salsa de carne borboteaba en la cocina y más tarde cenarían juntas. Luego, como siempre, se acostarían temprano. Mientras hablaba, su cabeza no dejaba de pensar en Pedro y en lo bien que estaría pasándoselo con esa morena de bolsillo. ¿La ópera habría sido un aperitivo previo a la comida principal? Naturalmente. 


La comida principal habría sido el dormitorio. Pedro sería vago cuando se trataba del aspecto sentimental, pero era todo lo contrario cuando se trataba del físico. Le gustaría poder apretar un botón y quitárselo de la cabeza, librarse de todos esos recuerdos que estaban amargándole la vida. No quería dejar el empleo, pero empezaba a ser una posibilidad. 


El día anterior, cuando vio a esa mujer en la oficina… Le había recordado lo fugaz que había sido ella para él


Se quedó callada y vio que su madre la miraba con los ojos entrecerrados. Sonrió e intentó acordarse de lo que estaba hablando. ¿De París? ¿Del trabajo? ¿Del nuevo novio de Lucia?


—Estás dispersa —comentó Pamela con delicadeza—. Lo estás desde que volviste de París. No será por tu jefe, ¿verdad? Parece que te ha impresionado mucho.


—¡Claro que no! —replicó ella sonrojándose—. ¡No sería tan estúpida! Ya sabes lo que pienso sobre todo eso de las relaciones después de…


—Lo sé, cariño. Después de tu padre y de ese novio espantoso que tuviste. Pero… pero no puedes dejar que eso dicte tu futuro.


—Claro… claro que no —balbuceó Paula atónita—. Es que hay que tener cuidado, es muy fácil equivocarse. Si alguna vez me comprometo en serio con un hombre, me cercioraré de que es el acertado. Mamá, tendrías que conocer a mi jefe. Tiene un montón de mujeres que le satisfacen sus necesidades hasta que se deshace de ellas y luego, diez segundos más tarde, una versión muy parecida a la anterior va tras él. Las trata como a manzanas. Se come la que le apetece y tira el resto.


—Eres demasiado joven para ser tan escéptica sobre los hombres.


Paula se mordió la lengua, pero su madre y ella se conocían muy bien y sabía que su madre estaba pensando que, si no tenía cuidado, acabaría sola porque nadie daría la talla.


—Prefiero quedarme sola que cometer un error —replicó ella con las mejillas sonrojadas.


Su madre suspiró y bajó la mirada. No le gustaba discutir, a Paula tampoco, pero tenía que ser firme. Siempre había tenido que ocuparse de las dos y, en cierto sentido, le parecía una traición por parte de su madre que le dijera que era demasiado escéptica sobre los hombres.


—¿Para qué sirve la experiencia si no aprendes nada?


Efectivamente, ¿de qué le había servido a ella? Se había dejado arrastrar por la misma oleada de deseo que arrastraba a todas las mujeres que se acercaban a Pedro


Además, no se había quedado en el deseo, había dado otro paso y se había enamorado de él. Su madre se habría angustiado si lo hubiese sabido. Pamela Chaves también se había esforzado por cultivar un escepticismo sano en lo relativo a los hombres. No tenía nada de malo, se llamaba «realidad». ¿Cuántas veces habían dicho en broma que los hombres daban más problemas que satisfacciones? Aunque para su madre había sido algo más que una broma.


Normalmente, comían en la cocina, salvo que las dos quisieran ver algo en la televisión. Aunque su madre siempre decía que comer viendo la televisión era una costumbre muy fea. Sin embargo, su madre veía mucho la televisión y había algunas series policiacas y programas de jardinería que no quería perderse. Esa noche, puso la mesa mientras su madre se quedaba en la sala haciendo un crucigrama y viendo la televisión. Había estado a punto de discutir con su madre y se sentía fatal. Ese hombre no solo se entrometía en sus pensamientos, y en sus sueños, sino que también estaba consiguiendo estropear la comunicación fluida con su madre.


Puso de golpe los manteles individuales e iba a agarrar las copas de vino cuando llamaron a la puerta. Todo el mundo usaba la puerta de la cocina, pero esa persona, fuera quien fuese, había llamado a la puerta principal. Dudó un instante, pero dejó lo que estaba haciendo y llegó a la puerta principal a la vez que su madre.


—Siéntate otra vez —casi le ordenó Paula—. Yo me libraré de quien sea.


—¡No! Quiero decir, cariño, que yo me ocuparé. No me gusta decirle a la gente que se largue. Ya sabes, es un pueblo pequeño y no me gustaría tener fama de ser antipática con las visitas.


—Mamá, si es una visita, no voy decirle que se largue, pero, si es alguien que intenta vender acristalamiento doble…


—Ya no hacen eso, ¿verdad?


Volvieron a llamar mientras divagaban y Paula, con un suspiro de desesperación, abrió la puerta y…


—¿Qué haces aquí?


Su madre estaba justo detrás de ella. Salió y medio cerró la puerta. Luego, volvió a meter la cabeza y le dijo a su madre que la visita era para ella.


—¿Quién es?


—Nadie. Vuelve a la sala y yo iré, literalmente, dentro de dos minutos.


Creyó por un instante que su madre no iba a hacerle caso, pero Pamela Chaves acabó dirigiéndose hacia la cocina después de mirar con curiosidad hacia la puerta.


—¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí?








LA TENTACIÓN: CAPITULO 12





Se habían marchado de Londres con un tiempo primaveral y prometedor. Habían vuelto con un tiempo frío y gris que duró dos semanas más.


París parecía un sueño maravilloso que había que mantener confinado y sacarlo solo por la noche, cuando recordaba adónde habían ido, de lo que habían hablado y, sobre todo, la excitación embriagadora de cuando habían hecho el amor. 


Había hecho bien al haber hecho lo que hizo. Él rebatió su decisión durante cinco minutos, intentó convencerla de que seguir con su aventura era una buena idea, pero ella se había dado cuenta de que, en definitiva, él había cedido y había pasado página.


Y en ese momento… Suspiró y frunció el ceño para intentar concentrarse en el ordenador. No pasaba un minuto del día sin sentir su presencia. Cuando estaba cerca de ella para explicarle algo, notaba que su cuerpo, débil y traicionero, empezaba a derretirse. Su cabeza intentaba aislarlo, pero su cuerpo recordaba lo que había sentido bajo esas manos y esa boca. A él, en cambio, parecía no costarle seguir con su relación laboral. En los momentos más sombríos, pensaba que se sentía aliviado porque ella había tomado esa decisión, que le había ahorrado el esfuerzo de tener que organizar una ruptura que no acabara con la situación que tenían.


La puerta que conectaba sus despachos se abrió y ella levantó la cabeza con una sonrisa tensa.


—Necesito que me reserves dos entradas para la ópera. Los mejores asientos.


Paula asintió con la cabeza y sin dejar de sonreír, pero algo le atenazó las entrañas dolorosamente. Tenía que pasar y se había preparado para cuando llegara el momento de que hubiese encontrado una sustituta. ¡Dos semanas! Lo que vivieron no estaba casi ni enterrado.


—¿Para cuándo quieres que te reserve las entradas?


—Para esta noche.


—No sé si será posible, es una de las óperas más conocidas.


—Dales mi nombre. Hago donaciones generosas al Teatro de la Ópera. Encontrarán asientos —él se acercó a su mesa y dejó un montón de carpetas—. Tendrás que terminar esto antes de que te marches.


—¡Pero son casi las cinco y media!


—Mala suerte.


Se dio media vuelta, volvió a su despacho y cerró la puerta. 


Nunca se había desvivido por una mujer y no iba a empezar en ese momento, pero el distanciamiento gélido de ella lo sacaba de quicio. Era como si París no hubiese existido. Incluso, había vuelto a ponerse esa ropa gris e insulsa. 


También había intentado devolverle la ropa de marca que le ordenó que se comprara en París. Él, naturalmente, se había negado, pero sospechaba que toda había acabado en la beneficencia, que no quería recuerdos. Lo peor de todo era que todavía la deseaba. No podía mirarla sin recordar ese cuerpo esbelto y flexible que se retorcía debajo de él. Había decidido que necesitaba otra mujer. Ya había conocido el cambio y era hora de volver a lo de siempre.


Se puso a trabajar y no levantó la cabeza hasta que llamaron a la puerta y vio, con sorpresa, que eran casi las siete.


—¿Ya has terminado? —le preguntó dejándose caer sobre el respaldo de la butaca y mirándola con unos ojos indescifrables—. ¿Has escaneado y mandado todo?


—Tu cita está aquí, Pedro.


Le costó un esfuerzo sobrehumano decirlo. Había vuelto al tipo de siempre. Bethany Dawkins era baja y con curvas y llevaba un ceñido vestido negro que tenía un escote que le llegaba casi hasta la cintura y que mostraba unos pechos abundantes detrás de una malla negra. La había mirado e, inmediatamente, se había sentido anodina y poco atractiva. 


Además, a juzgar por cómo la había mirado la otra mujer, había sabido que no era la única que pensaba eso.


Ya le había comunicado a él que tenía reservadas las entradas, pero dudaba que Bethany, con un pelo oscuro y ondulado, estuviera mínimamente interesada en la ópera.


—¡Fantástico! —exclamó él mientras se levantaba y empezaba a ponerse la chaqueta.


—Que lo pases muy bien —le deseó ella con los dientes apretados.


Pedro se detuvo como si, de repente, se le hubiese ocurrido algo.


—Con Bethany, estoy seguro de que me lo pasaré bien. Paula, ¿te interesa la ópera?


—Sabes que sí.


Era la primera vez que ella se había referido a una de las muchas conversaciones que habían tenido bebiendo vino antes de volver al hotel como dos adolescentes que no podían pasar mucho tiempo sin tocarse.


—Es verdad, lo había olvidado. ¿Quieres acompañarnos? Estoy seguro de que podrán proporcionarnos otro asiento.


¿Y comprobar en directo lo fácilmente que había pasado página? ¿Verlos agarrados de la mano y mirándose con avidez? Así la había mirado en París durante las comidas o en la limusina.


—Gracias, pero prefiero perdérmela. En cuanto a las carpetas, sí, ya está todo hecho y, si no te importa, me marcharé. Mañana voy a ir a Devon a visitar a mi madre y había pensado quedarme hasta el martes. Podría ver a ese cliente que está dándonos problemas en Exeter y te ahorraría el viaje a ti.


—¿A qué distancia de Exeter vive tu madre?


—Lo bastante cerca.


Otra cosa que se le había olvidado. Le había dicho el nombre del pueblo donde vivía su madre, aunque no le había dicho nada más. ¿Se había olvidado de todo lo que le había contado? Había parecido muy atento, pero ¿le había entrado todo por un oído y le había salido por el otro? Eso parecía y le dolía porque ella había estado entregada cuando había hablado con él.


—Creo que tu imponente acompañante podría estar poniéndose nerviosa —siguió ella.


—¿Por qué te importa eso?


Se preguntó por qué querría desaparecer de repente durante cuatro días. No había dejado de pensar en ella desde que lo abandonó tan rotundamente, y era algo que lo desconcertaba y enfurecía a partes iguales. Por eso había decidido buscarse una sustituta, pero ni la apetecible mujer que estaba esperándolo conseguía mitigar la curiosidad que sentía por Paula. Sabía que iba a visitar a su madre todos los fines de semana y le parecía muy raro, llevaba el amor filial a un extremo casi increíble. Además, ese fin de semana quería quedarse más tiempo. Sabía que el pueblo estaba a cuarenta y cinco minutos en coche del cliente, entonces, ¿por qué tenía esa necesidad de quedarse todo el día? ¿Visitaba a alguien más cuando desaparecía en esos viajes misteriosos? Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía y, naturalmente, solo podía haber un motivo para que fuese hasta allí todos los fines de semana sin excepción; un hombre.


Se había acostado con él y él le había gustado enormemente, o, al menos, eso había creído. La verdad era que le parecía sospechoso que, si le gustaba tanto, pudiera tratarlo como a un desconocido en cuestión de horas. Las mujeres no hacían eso. ¿Por qué iba a ser Paula una excepción? Era como si la mujer que había sido en París se hubiese quedado allí.


Nunca había dejado volar la imaginación. Siempre le había parecido que era un lujo de las personas que tenían demasiado tiempo libre, pero en ese momento, mientras estaba allí mirándola, estaba dándose cuenta de que su imaginación estaba jugándole una mala pasada.


Se había acostado con él, pero ¿lo había hecho porque no podía hacerlo con el hombre que deseaba de verdad? ¿Estaba casado? ¿Sus visitas a su querida madre en realidad eran para acostarse con un desalmado con mujer e hijos que se acostaba con ella de vez en cuando y le prometía que algún día abandonaría a su familia? Lo vio todo rojo.


—Espero que estés aquí a primera hora del lunes. Harrisons puede esperar. Tenemos demasiado trabajo aquí para que te tomes un día libre.


—Ya tengo programado el día libre —replicó ella con brusquedad—. Estaba siendo amable cuando me he ofrecido a visitar a Harrisons, en realidad, me partiría el día. Sin embargo, están a tiro de piedra y seguramente esté por esa zona haciendo… unas compras. No me importa pasarme y recabar la información que necesitamos.


¿Cómo se atrevía a pensar que podía ser intransigente con ella solo porque había pasado página y ya estaba con otra?


Entonces, Bethany apareció por la puerta con expresión de petulancia. La había conocido hacía unos meses en un acto empresarial. Su padre, un argentino de cincuenta y muchos años con una empresa que él estaba pensando adquirir, la había llevado porque su esposa estaba en un crucero con unas amigas, según le había contado a él. Bethany se entusiasmó visiblemente en cuanto lo vio y lo siguió toda la noche, para deleite de su padre. Tenía treinta años, era increíblemente sexy y, por lo que le contó con una voz muy sensual, estaba aburrida como una ostra de toda esa gente que hablaba de trabajo. Él tomó su número de teléfono, le insinuó que la llamaría pronto y se olvidó de su existencia, aunque ella se la recordó varias veces durante los meses siguientes. Al final, hacía dos días, decidió atender sus insistentes ofertas. Así se sentía cómodo, cuando las mujeres lo perseguían, no cuando era él quien tenía que perseguir para que lo rechazaran.


Miró a las dos mujeres. Las diferencias no podían ser más evidentes. Paula era unos quince centímetros más alta, con zapatos planos, y delgada; llevaba el pelo recogido y tenía un rostro inteligente y atractivo, más que exuberantemente hermoso. Transmitía una serenidad impasible de la que carecía la mujer más baja y más sexy. Tuvo que sofocar la irritación que le producía darse cuenta de que estaba perdiendo el interés por la cita ardiente de esa noche.


—Pasadlo muy bien.


Paula no podía soportar verlos juntos, ver a su sustituta, quien tenía todo lo que ella no tenía. No soportaba la idea de haber sido la rareza esporádica y se preguntó si Pedro se habría sentido atraído por ella porque era completamente distinta a las mujeres con las que salía.


Bethany había perdido todo el interés por Paula y se alisaba el vestido ceñido como si quisiera saber qué opinaba Pedro


Paula se dio media vuelta para no ver la mirada voraz de Pedro, una mirada que también le dirigió a ella hacía un tiempo.


—Muy bien, os dejo solos —siguió ella para interrumpir a los tortolitos y Pedro la miró.


—Te lo agradezco —dijo él en un tono muy cortés y con unos ojos indescifrables—. Que pases un buen fin de semana… visitando a tu madre.


—La verdad es que tenía otras cosas planeadas.


Ella lo dijo porque él había hecho que pareciera penosa y lo había hecho intencionadamente, o no… Quizá solo la hubiese devuelto al cajón de la secretaria eficiente que ocupaba los fines de semana visitando a su madre. Aunque no sabía toda la historia que había detrás de esas visitas.


—Vaya, ¿algo apasionante?


Pedro aguzó todos los sentidos. Bethany lo agarraba del brazo y tuvo que hacer un esfuerzo para no soltárselo con impaciencia.


—Bueno, veré a un par de personas —contestó ella sin dar explicaciones—. Ya sabes…


Él no lo sabía y esa ignorancia se adueñó de su cabeza el resto de la noche. Estaba molesto con su acompañante y más molesto todavía consigo mismo porque, antes de París, Bethany habría sido justo lo que necesitaba para aliviar el estrés. A ella no le importaba lo que pasaba en el escenario y le preguntó varias veces cuál era al argumento. Se dedicó a mirar alrededor para ver si reconocía a alguien y se alegró cuando terminó el suplicio y ya podían ir a comer algo. 


Aunque le dijo con un ronroneo que lo que le encantaría de verdad era comer algo en casa de él.


No iba a acostarse con ella, no iba a pasar nada de nada. 


Fueron a cenar, la escuchó mientras pensaba en otras cosas que no le gustaban, la montó en su coche con chófer, se disculpó y volvió solo a su casa. Solo podía pensar en el comentario de Paula. Iba a ver a otras personas y la idea de que tenía otro hombre le dominaba la cabeza y le destrozaba la seguridad en sí mismo que llevaba como una capa. Si lo había utilizado, si había sido una especie de sustituto de un hombre que no podía comprometerse con ella, tenía derecho a saberlo.


Sabía dónde vivía su madre. Ella había hablado de eso por encima y había mencionado la casa con una sonrisa. Había hablado del pueblecito y del camino por el que le gustaba pasear cuando iba de la casa al pueblo oliendo las flores en primavera o deleitándose con las hojas caídas en otoño. 


Tenía más memoria que un ordenador y no se había olvidado de nada de lo que le había contado en París cuando había bajado la guardia y había dejado escapar retazos de su pasado mientras hablaban de arte o de la situación del mundo.


Mucho más tarde, cuando fue a acostarse con el ceño fruncido, pensó que Paula habría disfrutado con la ópera. 


Ella no habría preguntado un montón de idioteces, no habría contenido bostezos y no habría estado mirando alrededor como un niño aburrido en una reunión de adultos. Todo volvía a Paula. Nunca había estado tan obsesionado con una mujer y se preguntaba si sería porque seguía teniendo la sensación de que había un asunto inconcluso entre ellos. 


Si había algún hombre misterioso, ese asunto quedaría cerrado y ella tendría que buscarse otro empleo, pero, si no lo había… Quizá tuvieran que llegar a la conclusión natural de lo que había empezado en París. Era posible que ella dijera que no quería, pero él sí quería y siempre conseguía lo que quería.